Natureduca - Portal educativo de ciencia y cultura |
Historia y Arte
LAS CIVILIZACIONES FLUVIALES
Mesopotamia - 4ª parte
Mentalidad y pensamiento
as constantes interferencias de los distintos pueblos mesopotámicos a lo largo de su historia, dificultan la tarea de perfilar los diferentes modos de entender la existencia de cada uno de ellos. No obstante, parece claro que los sumerios y los acadios fueron pueblos pacíficos dedicados a las tareas del campo, a la artesanía y al comercio.
Por el contrario, los asirios fueron eminentemente guerreros. Esa diferencia es lo que explica que sólo los asirios fueran capaces de crear un gran imperio que se extendió desde Anatolia y Egipto, hasta el golfo Pérsico.
De todos modos, fueron cada una de las ciudades las que configuraron una auténtica mentalidad colectiva en sus habitantes. Si las luchas por el poder se gestaron en el seno de las ciudades, o si éstas mantuvieron cierta autonomía, aun en las épocas en las que el poder político estuvo unificado, fue porque, desde los primeros tiempos de los sumerios, cada ciudad había sido capaz de crear un auténtico espíritu colectivo de unidad y de rivalidad con respecto a las otras urbes.
Las primeras aglomeraciones urbanas estaban concebidas como ciudad-templo. Cada ciudad estaba bajo la protección de un dios propio. La casta sacerdotal tenía un enorme poder. El En era el jefe político, pero también el representante de la divinidad; vivía en el templo y, en ciertas ceremonias actuaba asumiendo el papel del dios.
La construcción más importante de la ciudad era el templo, centro económico de la vida urbana. Una gran parte de la producción agrícola iba a parar a sus graneros, administrados por los sacerdotes y escribas, en concepto de tributo a la divinidad protectora. Cuando las cosechas eran malas, el grano salía del templo para alimentar a la población, que se sentía así asistida por el dios.
El hecho de que cada ciudad tuviera su propio dios, acentuaba la rivalidad entre las mismas y la hegemonía que una comunidad urbana podía llegar a desarrollar sobre sus vecinos, era símbolo del poder del dios y muestra del favor que éste concedía a sus fieles.
La profunda religiosidad de estos pueblos fue un motivo constante que afianzaba el sentimiento colectivo de pertenecer a una ciudad. Así, en los tiempos de los sumerios y los acadios, ciudades como Kish, Uruk, Ur, Lagash, Larsa, Nippur o Umma lucharon por conseguir el predominio entre ellas.
Incluso cuando Sargón I logró una cierta unificación (hacia el 2350 a. de C.) las ciudades sumerias mantuvieron cierta autonomía, a pesar de que Sargón y sus descendientes se nombraron reyes de las cuatro partes del mundo: Sumer, Elam, Martu y Subartu (zona norte).
Aunque para entonces, el poder de los templos y los sacerdotes había decaído, Sargón se hizo tratar como un dios al que había que rendir culto. Esa consideración de divinidad viviente tenía como misión afianzar su poder entre unos pueblos profundamente condicionados por la idea religiosa.