Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
[Biografía resumida]
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La maldición lamarckista
La biología es una ciencia de muy reciente aparición, incluído el nombre, creado por el alemán G.R.Treviranus y por el francés J.B.Lamarck que data de 1800 aproximadamente. Desde su mismo origen su propósito fue el de apartarse de las “ciencias naturales”, destacando la singularidad de un objeto de estudio distinto: la vida. Se trata, por consiguiente, de un descubrimiento decisivo: el de que la vida se rige por leyes diferentes de las que rigen para las demás formas materiales. De este modo, los esfuerzos por reducir los fenómenos biológicos a fenómenos mecánicos no constituyen ningún avance sino un retroceso respecto a la fundación misma de la biología en 1800. Las dificultades para articular las relaciones entre la materia inorgánica y la orgánica fueron evidentes desde el principio y se pueden apreciar en el propio Lamarck, quien para destacar la originalidad de la nueva ciencia, tiende a destacar la originalidad del objeto de la biología aludiendo al “hiatus” inmenso que hay entre ambas formas de materia y definiendo la vida por oposición a la materia inerte (60), que algunos han confundido con vitalismo para defender la tesis opuesta. Pero conviene poner de manifiesto que el “hiatus” que Lamarck establece entre la materia inorgánica y la orgánica no se compadece bien con su teoría de la generación espontánea, una contradicción que arrastra la biología desde su mismo nacimiento. Si la materia viva es tan diferente de la inerte, ¿por qué ambas se componen de los mismos elementos químicos? ¿Cómo es posible que la materia viva surja a partir de la inerte? ¿Por qué se está (re)creando permanentemente vida a partir de la materia inerte? El interrogante no concierne sólo al origen de la vida sino, como veremos, al concepto mismo de vida.
La nueva ciencia de la vida nace con un carácter descriptivo y comparativo que trata de clasificar las especies, consideradas como estables. A diferencia de otras y por la propia complejidad de los fenómenos que estudia, está lejos de haber consolidado un cuerpo doctrinal bien fundado. No obstante, la teoría de la evolución, que es eminentemente dialéctica, está en el núcleo de sus concepciones desde el primer momento de su aparición. La teoría de la evolución transformó a la biología en una “historia natural” y, por tanto, obligada a explicar una contradicción: el origen de la biodiversidad a partir de organismos muy simples. ¿Cómo aparecen nuevas especies, diferentes de las anteriores y sin embargo procedentes de ellas? Normalmente cuando a partir de mediados del siglo XIX se empieza a utilizar la expresión “herencia” en su nuevo sentido biológico (61) es para remarcar la continuidad, es decir, el parecido de una generación a la anterior. Pero además de eso la herencia tiene que explicar su contrario, la discontinuidad, el surgimiento de nuevas especies. Finalmente, a partir de la discontinuidad la biología tiene que volver a explicar la continuidad. No basta aludir a la variedad de especies sino que es necesario que esa variedad sea permanente, esto es, heredable, de manera que se transmita de generación en generación.
La diferenciación celular es una contradicción similar a la anterior, un fenómeno que Bertalanffy calificó de “misterioso” (62). A partir de una misma célula las sucesivas se desarrollan de manera divergente. No sólo se crean más células sino células distintas pertenecientes a órganos también distintos. Los cambios cuantitativos van acompañados de cambios cualitativos. Si un embrión fecundado se replicara a sí mismo en otras dos células idénticas, no aparecerían órganos diferenciados como el riñón o el cerebro. En el desarrollo del embrión a partir del mismo huevo indiferenciado que se multiplica, aparecen células de distintos tipos, individualizadas, especializadas e integrando tejidos y órganos. Lo genérico se diversifica, la cantidad se transforma en cualidad, lo uniforme se convierte en multiforme. Las células que se multiplican no se amontonan de una manera abigarrada sino en torno a ejes de simetría (arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás) creando animales como las estrellas de mar. Lo diferente surge de lo idéntico. De ahí podemos deducir que la herencia no es un puro mecanismo de transmisión sino un acto de verdadera creación; es reproducción y producción.
El crecimiento vegetativo de los organismos vivos es diferencial, en el sentido de que no todas las partes crecen en la misma proporción y en el de que se produce una especialización de unas partes respecto de otras: “La evolución es en gran parte un hecho de crecimiento diferencial”, escribe el paleontólogo Georges Olivier (63). Así, en relación al hombre, la masa cerebral de los australopitecos era una tercera parte. El crecimiento cuantitativo del cerebro de los homínidos a lo largo de la evolución dio lugar a un cambio cualitativo: su lateralización. En los homínidos es la parte izquierda del cerebro la que controla el lenguaje. Este hemisferio cerebral, además, dirige el lado derecho del cuerpo. Nueve de cada diez personas son diestras mientras que los simios actuales emplean ambas manos con la misma destreza. Los hemisferios cerebrales (izquierdo y derecho) de los chimpancés no están especializados de la misma forma que los de los homínidos. El estudio de las primeras herramientas de piedra fabricadas por los homínidos indica que la mayor parte de ellas fueron talladas por individuos más hábiles con su mano derecha. Por consiguiente, cabe suponer que su cerebro ya empezaba a especializarse en determinadas funciones llevadas a cabo por determinadas zonas de éste.
A su vez, como bien destacó Lamarck, la producción y la reproducción no son cosas diferentes sino la unidad dialéctica del mismo fenómeno biológico: la multiplicación proviene de un exceso de crecimiento (64). El mandato bíblico de crecimiento y multiplicación era uno solo o, como escribió Linneo, principium florum et foliorum idem est: los mismos principios que explican el crecimiento vegetativo explican también la multiplicación cuantitativa. La fertilidad llega después de un cierto tiempo de desarrollo vegetativo del organismo, es decir, que los cambios cualitativos abren el camino a los cambios cuantitativos y éstos, a su vez, conducen a los anteriores. Si un organismo no madura no puede tampoco reproducirse. No existe ningún abismo entre nature y nurture. En el embrión la multiplicación cuantitativa de las células da lugar a su especialización cualitativa en un proceso de desarrollo por fases contrapuestas: unas, predominantemente multiplicativas, son imprescindibles para aquellas otras predominantemente diferenciales. En los homínidos, la prolongación de la etapa de crecimiento vegetativo tiene su correlativo en el retraso en la maduración reproductiva.
Goethe supo explicar este fenómeno en las plantas de una forma magistral. El poeta alemán las estudió no sólo en su crecimiento vegetativo sino en sus metamorfosis, en sus cambios cualitativos a partir de la semilla. Sostuvo que los distintos órganos provenían de la expansión o contracción de un órgano primitivo, el cotiledón u hoja embrional. La conclusión de Goethe es la siguiente: “Desde la semilla hasta el máximo nivel de desarrollo de las hojas del tallo, hemos observado primeramente una expansión; después hemos visto nacer el cáliz en virtud de una contracción, los pétalos en virtud de una expansión, los órganos reproductores, en cambio, en virtud de una contracción; muy pronto la máxima expansión se revelará en el fruto, y la máxima concentración en la semilla. A través de estas seis fases, la naturaleza completa, en un proceso continuo, la eterna obra de la reproducción sexual de los vegetales”. Definió el crecimiento como “una reproducción sucesiva, y la floración y la fructificación como una reproducción simultánea”. En su desarrollo las plantas se comportan de dos maneras contradictorias: “Primeramente, en el crecimiento que produce el tallo y las hojas, y después en la reproducción que se completará en la floración y la fructificación. Observando más de cerca el crecimiento, vemos que se continúa de nudo a nudo y de hoja a hoja y, proliferando así, tiene lugar una especie de reproducción distinta a la reproducción mediante flores y frutos -la cual sucede de golpe en cuanto que es sucesiva, o sea, en cuanto que se muestra en una sucesión de desarrollos individuales. Esta fuerza generativa, que se va exteriorizando poco a poco, resulta bastante afín a aquella que desarrolla de una vez una gran reproducción. En diversas circunstancias, se puede forzar a la planta para que crezca siempre, como se puede también acelerar su floración. Esto último sucede cuando prevalecen en gran cantidad las savias más puras de la planta, mientras que lo primero tiene lugar cuando abundan en ella las menos refinadas”.
Por lo tanto, la evolución no concierne únicamente a las especies (filogenia) sino a los individuos de cada especie (ontogenia), que también tienen su propio ciclo vital, es decir, que también tienen su propia historia: nacen y mueren. En biología el significado evolutivo de los conceptos está marcado en muchos de ellos, vigentes o desaparecidos, con los que se ha tratado de explicar la cuestión trascendental del origen: proteína, protozoo, protoplasma, etc. El título de la obra cumbre de Darwin era precisamente “El origen de las especies”, es decir, su comienzo, que debe completarse con el final de las especies, es decir, los registros fósiles. La muerte recrea la vida; ésta no es sólo una multiplicación cuantitativa sino un cambio cualitativo. No habría nueva vida sin la muerte de la antigua. De aquí que el tercer concepto básico de la biología es la transformación de las especies, la manera en que unos seres vivos desaparecen para dar lugar a otros diferentes.
Para explicar la evolución Lamarck siguió la pista del viejo concepto aristotélico de generación que él reconvierte en transformación, de manera que en el siglo XIX sus tesis fueron calificadas de “transformismo”, sustituido luego, a partir de Herbert Spencer, por el de “evolución”. En Lamarck la transformación conduce a la complejidad, hoy tan de moda. La clasificación de los seres vivos no es sólo geográfica sino que, con el transcurso del tiempo, los seres vivos trepan por una escala progresiva cuya cúspide es el ser humano. Es una concepción genealógica en donde si bien los organismos simples aparecen por generación espontánea, los más complejos aparecen a partir de ellos. El punto de partida de la evolución es, pues, la generación, el origen de la vida, que empieza -pero no se agota- con los seres más simples entonces conocidos, a los que Lamarck llamó infusorios. La unión de la generación a la transformación en la obra de Lamarck incorpora la noción materialista de vida, en donde no existe una intervención exterior a la propia naturaleza, ni tampoco una única creación porque la naturaleza está (pro)creando y (re)creando continuamente: “En su marcha constante la Naturaleza ha comenzado y recomienza aún todos los días, por formar los cuerpos organizados más simples, y no forma directamente más que estos, es decir, que estos primeros bosquejos de la organización son los que se ha designado con el nombre de generaciones espontáneas” (65). La materia viva se mueve por sí misma, se (re)crea a sí misma y se transforma a sí misma. La creación, pues, no es un acto externo sino interno a la propia materia y al ser vivo; no tiene su origen en nada sobrenatural sino que es una autocreación: “La Naturaleza posee los medios y las facultades que le son necesarios para producir por sí misma lo que admiramos en ella”, concluye Lamarck (66).
La generación es sucesiva, es decir, que contrariamente a los relatos religiosos, las especies no han aparecido simultáneamente en la misma fecha. Cada especie tiene una fecha diferente de aparición y, por lo tanto, una duración diferente en el tiempo. Una vez aparecidas, las especies cambian con el tiempo porque, como acto de verdadera (pro)creación, a cada momento la generación desarrolla algo nuevo y distinto, modificaciones que simultáneamente “se conservan y se propagan”, es decir, son venero de biodiversidad. Esta idea fue recogida por el botánico soviético Michurin, cuando sostuvo que la naturaleza alumbra una infinita diversidad y nunca repite (67). La reproducción, por tanto, no consiste en la obtención de copias idénticas a un original preexistente, como sostienen los mendelistas en la actualidad.
En este punto es importante destacar que Lamarck dio verdadero sentido evolutivo a la clasificación de los seres vivos realizada por Linneo en el siglo XVIII. Además de la biología, Lamarck es el fundador de la paleontología evolutiva. A diferencia del sueco, el francés integra en la clasificación de los seres vivos a los seres muertos, a los fósiles, que hasta ese momento no eran más que una curiosidad histórica (68). Incluso crea nuevos grupos para poder integrar a las especies extintas y compararlas con las existentes. Aparece así una primera fuente de lo que se ha interpretado como una forma de finalismo en Lamarck, que no es tal finalismo sino una cierta versión del actualismo, parecido al que se puede encontrar, por ejemplo, en el británico Lyell y que está ligado al gradualismo de ambos (69). También aparece en cualquier investigación histórica, en donde las sociedades más antiguas se estudian a partir de las más recientes. En “La sociedad antigua” el norteamericano Lewis H.Morgan estudió la prehistoria en las formas de organización de una colectividad humana actual: los iroqueses que habitaban en su país a mediados del siglo XIX. Se supone que los iroqueses conservan mejor determinados comportamientos ancestrales que han desaparecido en las sociedades urbanas e industriales de la actualidad. Del mismo modo, cuando en Atapuerca o en cualquier otro yacimiento paleontológico aparecen fósiles de homínidos ya extinguidos, se comparan con los chimpancés o los gorilas que hoy se conocen. No se trata de que inexorablemente las especies tengan su destino fatal en la forma en que actualmente aparecen, como se ha interpretado, sino justamente en lo contrario: para conocer el pasado es imprescindible conocer el presente; ese conocimiento es posible porque hay especies actuales que también vivieron en un pasado remoto y son, por consiguiente, otros tantos testimonios de aquellos tiempos pretéritos.
En la teoría de la evolución las especies no aparecen juntas por una semejanza exterior sino por lazos internos de tipo genealógico. Todas ellas son ramas un mismo “árbol”, tienen un tronco común que se diversifica con el tiempo. La clasificación de los seres vivos relaciona a las especies entre sí según vínculos mutuos que son tanto evolutivos como progresivos o de complejidad creciente. Expresa que algunos organismos vivos están más desarrollados que otros, lo cual también significa que:
a) los seres simples son los primeros y más primitivos de la evolución
b) los seres complejos derivan de ellos, de los denominados “gérmenes” o “protozoos”
c) los seres simples han evolucionado más lentamente que los complejos (70)
d) los seres más complejos coexisten actualmente con los simples
e) la morfología de los seres más complejos es más variada que la de los simples y, como consecuencia de ello, les corresponden un número mayor de subgrupos en la clasificación de las especies
El tiempo no sólo es relativo en la física, sino también en la biología. El tiempo mide los cambios pero, a su vez, los cambios miden el tiempo. Si comparáramos el devenir de las sociedades actuales con los parámetros de la paleontología, con aquellos que se utilizan para hablar de los australopitecos, por ejemplo, nos veríamos sometidos a un ritmo vertiginoso, como cuando se acelera una proyeccion cinematográfica. Si el proceso de hominización se puede cifrar en cinco millones de años, sólo hace cinco mil que apareció la escritura. La proporción es de un minuto actual por cada mil de la antigüedad, o sea, por cada 17 horas. Como la evolución, el tiempo tampoco es lineal ni homogéneo. Existen procesos vertiginosos -nunca instantáneos- junto a metamorfosis desesperantemente lentas. Por consiguiente, tanto en la astrofísica como en la naturaleza orgánica un salto evolutivo no sólo no puede ser instantáneo en ningún caso sino que tampoco es necesariamente un proceso rápido.
Esto demuestra el error del gradualismo de Lamarck y Darwin y de los “relojes moleculares” (71) que en base a ese gradualismo se utilizan hoy para fechar el surgimiento de las especies. Por lo tanto, contribuye a poner de manifiesto las limitaciones del actualismo en todas las disciplinas históricas, incluida la historia natural. La teoría de los eslabones de Darwin es muy interesante porque ofrece una imagen poderosa de la concatenación interna de las especies a lo largo del tiempo. Sin embargo, es difícil separar al eslabón de la cadena de la forma parte, lo que conduce a una ilusión lineal, única y uniforme, en donde cada eslabón da paso al anterior y es igual a él. En una cadena no hay eslabones que abran líneas divergentes unas de otras; cada eslabón sólo conduce a otro que le continúa. Además, todos ellos son iguales, tienen la misma forma, la misma importancia, el mismo tamaño, etc.
El tiempo y la evolución tienen eslabones pero no son uniformes. La heterogeneidad del tiempo se comprueba en la propia evolución de nuestros conocimientos, de manera que si por influencia bíblica a mediados del siglo XIX datábamos la creación del universo en 4.000 años antes de nuestra era, luego se fue retrasando hasta los centenares de miles de años, posteriormente en millones y hoy en centenares de miles de millones. Las etapas antiguas de la evolución se prolongan en el tiempo mucho más que las modernas.
El actualismo de Lamarck es un antecedente de la ley de la replicación de Haeckel que, además, deriva en una propuesta epistemológica: la de iniciar el estudio de la biología en la línea inversa de la que la naturaleza ha seguido en la evolución, empezando por los seres más simples, entonces los infusorios, hoy las bacterias. La complejidad espacial, la coexistencia de especies complejas con otras que lo son menos, permite estudiar la complejidad temporal, es decir, la evolución, porque es posible analizar en las especies menos complejas las formas de vida más sencillas y, por tanto, las primeras. El método de investigación es el opuesto al método de exposición y la ciencia de la vida se opone a la vida misma. La biología empezó sus investigaciones por el final, por los animales superiores, los vertebrados; en el siglo XVIII los demás (insectos y gusanos) eran despreciados como “innobles”. Se despreció lo que se desconocía. Pero Lamarck tenía una concepción diferente y realizó una tarea titánica con los invertebrados: descubrió cinco grupos diferentes en 1794, otro en 1799, otro más en 1800 (arácnidos), otro en 1802 (anélidos), hasta que en 1809, en su “Filosofía zoológica” añade por primera vez, además de los cirrípidos, los infusorios, diez en total que se convertirán en doce en su monumental Histoire naturelle des animaux sans vertèbres, verdadera obra magna de la ciencia de todos los tiempos. Desde Aristóteles, la clasificación de las especies giraba en torno a la sangre, mientras que fue Lamarck quien introdujo la espina dorsal como nuevo factor de división de las mismas, que se ha conservado hasta la actualidad. El francés no sólo crea una teoría, la biología evolucionista, sino que desarrolla una metodología y una práctica nuevas, diferentes, porque era el único en su tiempo que había recorrido una multitud de disciplinas científicas, pero especialmente aquellas que -cruelmente- le han llevado al descrédito: la botánica primero, la paleontología después, la zoología finalmente. Es el único que tiene una visión panorámica que le permite fundar una nueva ciencia, la biología, a la que dota de todos los instrumentos imprescindibles: un objeto, un método, unas leyes e incluso todo un programa de investigaciones para el futuro. Su estudio de los invertebrados le conduce a poner al principio lo que debe estar al final y a terminar por lo que debe estar al principio. El concepto de “primate” introducido por Linneo no significa que sean los primeros sino que son los últimos: son los últimos seres aparecidos en la evolución y, sin embargo, de ellos debe partir la investigación. En la historia de la biología, cuya médula espinal es la clasificación, siempre se supo que el punto final era el hombre y lo que se ha avanzado es en conocer el punto de partida: los microbios más simples. La lógica científica contradice la historia.
Desde su mismo nacimiento la biología centró su atención en la diversidad. La clasificación de las especies en el siglo XVIII no era más que un intento de poner algún orden en el cúmulo abigarrado de seres vivos. Ponía de manifiesto la multiplicidad, pero ésta conduce a su contrario, la unidad, a lo que Darwin calificó como la ley de la unidad de tipo, cuya importancia se preocupó de subrayar en distintos apartados de su obra capital:
Se reconoce generalmente que todos los seres orgánicos se han formado según dos grandes leyes: la de unidad de tipo y la de las condiciones de existencia. Por unidad de tipo se entiende la concordancia fundamental de estructura que vemos en los seres orgánicos de una misma clase, y que es completamente independiente de sus hábitos de vida. Según mi teoría, la unidad de tipo se explica por la unidad de descendencia. La expresión de condiciones de existencia, sobre la que tantas veces insistió el ilustre Cuvier, queda comprendida por completo en el principio de la selección natural. Pues la selección natural obra, o bien adaptando actualmente las partes que varían de cada ser a sus condiciones orgánicas e inorgánicas de vida, o bien por haberlas adaptado durante periodos de tiempo anteriores; siendo ayudadas en muchos casos las adaptaciones por el creciente uso o desuso de las partes y estando influidas por la acción directa de las condiciones externas y sometidas en todos los casos a las diversas leyes de crecimiento y variación. Por consiguiente, de hecho, la ley de las condiciones de existencia es la ley superior, pues mediante la herencia de las variaciones precedentes y de las adaptaciones comprende a la ley de la unidad de tipo.
Más adelante expone la misma ley desde otro punto de vista:
Hemos visto que los miembros de una misma clase, independientemente de sus hábitos de vida, se parecen entre sí en el plan general de su organización. Esta semejanza se expresa a menudo con el término ‘unidad de tipo’, o diciendo que las diversas partes y órganos son homólogos en las distintas especies de la clase. Todo el asunto se encierra en la denominación general de ‘morfología’. Ésta es una de las partes más interesantes de la historia natural, y casi puede decirse que es su misma alma (72).
Con excepción de Gould, quien remarcó la extraordinaria importancia de esta ley (73), la biología la ha mantenido en el “olvido” esta ley, dando lugar a otro cúmulo de equívocos y disputas interminables, como veremos. Lo mismo que las lenguas o la tabla de Mendeleiev de los elementos químicos, la clasificación de los seres vivos no los separa ni los divide sino que los une. La complejidad no es más que la mutua interacción que emparenta a los seres vivos entre sí: “La estructura de todo ser orgánico está emparentada de modo esencialísimo, aunque a menudo oculto, con la de todos los demás seres orgánicos con que entra en competencia”, dice Darwin (73b). El vínculo interno se manifiesta en el tiempo y en el espacio, comprende tanto a las especies vivas entre sí como a las vivas con las extintas (74). Al aludir al parentesco de todas las especies, queda evidenciado que para Darwin el hilo interno que une a las especies entre sí es único: la herencia. Habitualmente sólo se tiene en cuenta uno de estos aspectos, el temporal o vertical, o se entienden separadamente del aspecto espacial u horizontal. No obstante, como los primos en el árbol genealógico familiar, las especies que coexisten en el tiempo se relacionan entre sí a través de los antepasados comunes de los que proceden. La ley de la unidad de tipo es el argumento fundamental que le habilita a Darwin para repudiar el creacionismo: “Si las especies hubiesen sido creadas independientemente, no hubiera habido explicación posible alguna de este género de clasificación; pero se explica mediante la herencia y divergencia de caracteres” (75).
Según Darwin, la evolución progresiva hacia una mayor complejidad de los seres vivos no significa necesariamente desaparición de los seres inferiores, por lo que si éstos entran en competencia con los superiores, no se comprende su subsistencia. Las nuevas especies, más desarrolladas, exterminan a sus progenitoras, menos evolucionadas: “La extinción y la selección natural van de la mano” (76). Al mismo tiempo Darwin pone de manifiesto las regresiones en la escala de los seres vivos, los retrocesos, que la evolución no es un proceso lineal: ¿por qué subsisten los seres de los escalones más bajos? Apunta la misma explicación ofrecida antes por Lamarck: la generación espontánea engendra continuamente seres inferiores (77).
A partir de la generación de la vida surgieron las diversas explicaciones acerca de los modos por medio de los cuales se transforma. A este respecto, lo que se observa a mediados del siglo XIX es que la biología pone su atención en el ambiente. Las concepciones ambientalistas recuperaban otras dos viejas nociones filosóficas: primera, la del “horror al vacío” y los cuatro elementos integrantes del universo (agua, aire, tierra y fuego), y segunda, la empirista de la “tabla rasa” que deriva en la noción biológica de “carácter” y en la teoría de la “acción directa” del ambiente sobre el organismo. Por lo tanto, el medio se concebía como “externo” al propio organismo, ajeno a él. Esa es la concepción -falsamente atribuida a Lamarck- que estuvo vigente hasta que August Weismann lanza sus tesis en 1883. A sus dos componentes se le añadió a mediados de siglo un tercero: el concepto biológico de herencia. El medio “exterior” dejaba su huella en los seres vivos, que se transmitía de generación en generación de una manera acumulativa. Esta teoría fue denominada “herencia de los caracteres adquiridos”. De esta manera hasta 1883 el núcleo esencial de la biología se articulaba alrededor de los conceptos de ambiente, carácter y herencia que pasamos a analizar seguidamente.
En el siglo XVIII Buffon introdujo en la biología el vocablo “medio” procedente de la mecánica de Newton, donde formaba parte de la acción a distancia, como éter o fluido intermediario entre dos cuerpos. El medio es el centro de la acción de las fuerzas físicas. Tenía un sentido relativo que luego se convirtió en absoluto, en algo con entidad por sí mismo que, más que unir, separa a los cuerpos. Después Lamarck lo trasladó a la biología, aunque con notables precisiones de gran importancia que importa mucho poner de manifiesto porque en este punto el naturalista francés se aparta claramente de su maestro Buffon y está bien lejos de la concepción simplista (ambientalista) a la que habitualmente se asocia su pensamiento, que aquí es también original, innovador y de plena actualidad. Para él la especie y el medio forman una unidad contradictoria; el medio es externo tanto como interno al organismo y, por supuesto, es algo muy distinto de lo que se entiende hoy habitualmente, por no decir opuesto. Lamarck no separa la biología de la física (y la química) en compartimentos estancos. Para él todo fenómeno vivo comporta un componente físico y “un producto de la organización”. Su teoría, pues, tiene un origen dual y da lugar a otra dualidad porque, a su vez, está estrechamente imbricado con su teoría de los fluidos, cuyo origen está en la teoría de los humores de la antigua medicina griega. También aquí Lamarck se aparta de su maestro Buffon y de la importación que éste realizó del atomismo newtoniano a la biología. Lamarck vincula la física más reciente con la medicina más antigua, dos aspectos separados no sólo por el transcurso del tiempo sino por el contexto científico en el que se elaboraron. Como es característico en él, clasifica, subclasifica y define los distintos tipos de fluidos conocidos en su época y con las denominaciones que entonces se conocían. Si dejamos al margen a los sólidos y la distinción entre los sólidos y los fluidos, la primera clasificación ya es sorprendente: hay fluidos líquidos y fluidos “elásticos”. Estos últimos se entenderán mejor sin necesidad de aportar explicaciones si pasamos inmediatamente a la subclasificación que entre ellos establece Lamarck: fluidos coercibles y fluidos sutiles. Los primeros los llamaríamos hoy gases, esto es, todos aquellos que pueden ser encerrados en un recipiente. Los fluidos sutiles, por el contrario, no se pueden envasar porque son penetrantes. Son los también llamados “fluidos imponderables”, es decir, los campos electromagnéticos (incluida la luz) más el calórico o energía cuyo papel el galvanismo acababa de poner de manifiesto como una de las manifiestaciones de la interacción entre la materia inerte y la viva. Por lo tanto, el concepto de medio en Lamarck es extraordinariamente ambicioso y complejo. Pone de manifiesto un vasto campo de investigación a caballo entre la física y la biología, verdadera anticipación de muchos avances posteriores. Desde luego no tiene nada que ver con el reduccionismo con el que hoy se entiende el ambiente o las circunstancias “exteriores”, que apenas van más allá de la geografía y la metereología. De la propia descripción que ofrece Lamarck se desprende que el medio no es sólo externo sino interno, anticipándose a las tesis de Claude Bernard acerca del “medio interno” con las que surge la medicina moderna. En realidad no hay tal separación entre lo externo y lo interno porque los fluidos son penetrantes, entran y salen del organismo, poniendo en comunicación al ser vivo con el medio. Por tanto, es algo barroco y, aunque no lo expresa así, rechaza el vacío (a diferencia de Newton) porque los fluidos sutiles llenan el planeta y la atmósfera y están en el interior de los cuerpos vivos.
Lamarck utiliza el concepto de “intosuscepción” que, como tantos otros, se ha perdido irremisiblemente en la biología moderna (78), pero desde el siglo XVIII fue clave para entender la diferencias entre la materia orgánica y la inorgánica, y desempeña un papel fundamental en la comprensión de la teoría celular de Schwann. El crecimiento de la materia inerte se produce por yuxtaposición, por un incremento puramente cuantitativo y exterior en donde más unidades de sustancia se suman a las ya existentes, adhiriéndose a su superficie y sin modificarse unas y otras por el hecho mismo de su incorporación. Por el contrario, el desarrollo de la materia viva se produce por intosuscepción, es decir, por asimilación de sustancias existentes en el medio ambiente, incorporando materia extraña y convirtiéndola en propia. Naturalmente, la asimilación de nuevas sustancias supone la desasimilación de otras, que son secretadas al exterior. Con las sustancias ajenas el organismo vivo crea componentes análogos a los suyas propios: se modifica a sí mismo modificando la materia prima que incorpora. Como decían los viejos fisiólogos, es un desarrollo desde dentro hacia fuera estrechamente ligado a la epigénesis. El metabolismo transforma diariamente la materia inerte en materia orgánica, en vida. El milagro de la creación se repite cotidianamente sin requerir ninguna intervención divina. El origen de la vida tampoco, por lo que las dudas expuestas por las teorías biogenéticas y los partidarios de la continuidad no pueden resultar más infundadas: la materia viva siempre procede de la inerte.
Además de fluidos, continúa Lamarck, el cuerpo vivo tiene “partes contenedoras” a modo de recipientes en los que se depositan los primeros. Son los órganos y los tejidos celulares. Estos últimos son, de algún modo, la ganga de la que se valen los fluidos contenidos para transmitir el movimiento (79). Los fluidos son la causa excitante de los movimientos vitales de los cuerpos organizados. Así, la irritabilidad, que es común a todos los seres vivos, no es producto de ningún órgano en particular sino del “estado químico” de las sustancias del organismo (80). Los fluidos son los motores, y son tan importantes que “sin ellos o al menos sin algunos de ellos el fenómeno de la vida no se produciría en ningún cuerpo” (81). Son a la vez concretos, diversos y cambiantes, están en permanente actividad y renovación. Al cambiar ellos cambian a su vez continuamente los parámetros ambientales de temperatura, luz, humedad, viento y cantidad de electricidad: “En cada punto considerado de nuestro globo donde puedan penetrar la luz, el calórico, la electricidad, etc., no se encuentran allá dos instantes seguidos en la misma cantidad, en el mismo estado y no conservan la misma intensidad de acción” (82). El calórico cambia la densidad de las capas de aire, la humedad de las partes bajas de la atmósfera que desplazan la electricidad, la hace expansiva o repulsiva (83). Otra función trascendental que desempeñan los fluidos es la de intercomunicación de los distintos órganos del cuerpo entre sí. Lamarck relaciona esos fluidos, y especialmente la electricidad, con el sistema nervioso: por fluidos sutiles, dice, entiendo “las diferentes modificaciones del fluido nervioso” (84) porque sólo él tiene la rapidez necesaria de respuesta para establecer la coordinación motora. Ahora bien, el sistema nervioso no sólo se manifiesta en la conducta externa de los seres vivos sino también en las internas, de manera que el “sentimiento” también es consecuencia del movimiento de los fluidos.
Lamarck, pues, no era un ambientalista. En el naturalista francés la escala progresiva de las especies es el elemento fundamental, cuya diversidad no se puede explicar recurriendo al ambiente: “La extrema diversidad de las circunstancias en las cuales se encuentran las diferentes razas de animales y vegetales no está de ningún modo en relación con la composición creciente de la organización entre ellos” (85). Según él, la acción del medio sobre el organismo es indirecta y se lleva a cabo a través del propio organismo: hay una acción (del medio) y una reacción (del organismo). La transformación requiere un cambio de conducta previo a los cambios orgánicos. Comte plagió esta concepción de Lamarck sin mencionarle (86) y a finales del siglo Le Dantec definía la vida en los mismos términos: “La vida de un ser viviente resulta de dos factores: el ser y el medio. A cada instante el fenómeno vital o funcionamiento no reside, ni únicamente en el ser ni únicamente en el medio, sino más bien en las relaciones actuales del ser y el medio” (86b). Las calificaciones habituales del lamarckismo como una forma de ambientalismo son, pues, como poco, inexactas. El único supuesto que Lamarck admite de acción directa del medio es la generación espontánea, que sólo alcanza a los infusorios. El pensamiento de Lamarck tampoco es mecanicista: no hay armonía entre el individuo y el medio y, por tanto, no hay adaptación. La concepción de que los seres vivos nacen adaptados al entorno en el que deben desenvolverse es propia de las religiones; por eso su concepción es estática. Por el contrario, los transformistas observaron que la materia viva es más reciente que la inerte, que surge de ella y, por consiguiente, que debe adaptarse a ella. Sostienen, pues, una concepción dinámica del universo. El medio más que exterior es extraño a la especie y, además, al ser efímero, exige un esfuerzo repetido y continuo de adaptación materializado en costumbres, hábitos y modos de vida. Su tesis, por tanto, remitía a dos factores dialécticos simultáneamente: la práctica y la interacción del individuo con el medio.
Darwin añadió a la concepción de medio en Lamarck la interacción de los individuos entre sí a través del medio. Éste es el que pone en contacto a los organismos vivos. Para Darwin el entorno es otro ser vivo, un depredador o una presa, la lucha por la existencia y la competencia. El centro de la relación se entabla entre unos seres vivos y otros. Esta concepción -ya apuntada por Lamarck- es una aplicación del malthusianismo a la naturaleza: los seres vivos se reproducen hasta un punto en el que no todos pueden sobrevivir por las limitaciones del entorno, momento a partir del cual entran en una lucha interna en donde el más apto sobrevive y el débil perece. En numerosas ocasiones Darwin lo expone crudamente, afirmando que los lobos más feroces tienen más posibilidades de sobrevivir y equiparando la selección natural a la guerra. Pero otras veces suaviza su expresión: “Cuando reflexionamos sobre esta lucha nos podemos consolar con completa seguridad de que la guerra en la naturaleza no es incesante, que no se siente ningún miedo, que la muerte es generalmente rápida, y que el vigoroso, el sano y el feliz sobrevive y se multiplica”. Sin embargo, la clave es que en Darwin, como él mismo dijo, la lucha por la existencia tiene un sentido amplio y metafórico; significa la mutua dependencia de los seres vivos entre sí, su interrelación (87). Es lo que algunos historiadores de la biología como C.U.M.Smith reprochan a Lamarck (exclusivamente a Lamarck, en ningún caso a Darwin): su concepción (“invención”, la califican) es profundamente diferente de la “nuestra” porque reconoce la interacción universal de todos los seres vivos. En los viejos biólogos prepositivistas el medio transmitía esa interacción mutua: “Lamarck veía a los organismos a la luz de toda la tradición antigua”, concluye Smith en tono de reproche (88). Sin embargo, la microbiología no sólo no ha rechazado sino que es la más concluyente demostración de la plena modernidad de las “antiguas” concepciones aristotélicas sobre el medio: “Todo se encuentra inmerso en lo demás” (89). Los virus y bacterias no sólo pueblan el aire, el agua y el suelo sino que colonizan los tejidos internos de todos los seres vivos.
A mayor abundancia, en Darwin la interacción mutua de los seres vivos no es más que un supuesto de lo que, inspirado por Lamarck y Cuvier, califica como el “bien conocido principio del desarrollo correlativo”, esto es, que las diferentes partes de un organismo no se desarrollan por separado sino acompasadamente: “Con esta expresión quiero decir que toda la organización está tan enteramente ligada entre sí durante el crecimiento y desarrollo que cuando ocurren pequeñas variaciones en alguna parte y son acumuladas por la selección natural, llegan a modificarse otras partes. Este es un asunto importantísimo, que ha sido muy imperfectamente entendido, y en el que sin duda dos clases de hechos completamente diferentes pueden ser confundidos del todo. Veremos ahora que la simple herencia da frecuentemente una apariencia falsa de correlación” (90). Por consiguiente, los seres vivos se influyen mutuamente, lo mismo que las distintas partes de un mismo organismo vivo. La bipedestación no sólo modificó las extremidades inferiores de los homínidos sino la musculatura, la columna vertebral, el cráneo, la cadera y la pelvis y, en definitiva, todos los miembros y articulaciones de su cuerpo. Las extremidades anteriores (manos) se transformaron en superiores y se pudieron utilizar para agarrar alimentos o fabricar herramientas. El pulgar, opuesto a los restantes dedos, se hizo más largo en relación con el resto de los dedos; las uñas se redujeron y la piel de los dedos, en especial de las yemas, acumuló mayor cantidad de terminaciones sensoriales, haciéndose muy sensible. Las manos se fueron haciendo menos toscas y los dedos más finos.
Los neodarwinistas han divulgado una visión distorsionada de la concepción de Darwin, ceñida a la selección natural de manera exclusiva y excluyente. Pero para que haya selección tiene que haber materia prima sobre la que poder seleccionar y en Darwin la tendencia a la variación está promovida por diferentes causas, una de las cuales son precisamente las condiciones de vida: “Consideraciones como ésta me inclinan a conceder menos peso a la acción directa de las condiciones de ambientales, que a una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo” (91). La selección natural también está ligada a las condiciones ambientales: “Cuando una variación ofrece la más pequeña utilidad a un ser cualquiera, no podemos decir cuánto hay que atribuir a la acción acumulativa de la selección natural y cuánto a la acción definida de las condiciones de vida”. Ambos factores, pues, no son contradictorios sino complementarios: “Es muy difícil precisar hasta qué punto el cambio de condiciones tales como las de clima, alimentos, etc. han obrado de un modo determinado. Hay motivos para creer que en el transcurso del tiempo los efectos han sido mayores de lo que puede probarse con clara evidencia. Pero seguramente podemos sacar la conclusión de que no pueden atribuirse simplemente a esta acción las complejas e inumerables coadaptaciones de estructura entre diferentes seres orgánicos por toda la naturaleza”. Su formulación está tomada casi literalmente de Lamarck; Darwin también refiere la concurrencia de dos factores: las condiciones de vida y el organismo, “que es el más importante de los dos”. Por tanto, Darwin no contradice a Lamarck sino que continúa su obra, a la que añade la selección natural, verdadero núcleo del darwinismo (y nunca con el carácter de factor causal único).
En 1838 Comte, el fundador del positivismo, convierte al medio en una noción abstracta y universal: por un lado, es el “fluido” en el que el organismo está sumergido y, por el otro, conjunto total de circunstancias “exteriores” que son necesarias para la existencia de un determinado organismo. Es continuo y homogéneo, un sistema de relaciones sin soporte, el anonimato donde se disuelven los organismos singulares. Según el filósofo francés “el modo de existencia de los cuerpos vivos está, por el contrario, netamente caracterizado por una dependencia extremadamente estrecha de las influencias exteriores” (92). Siguiendo a Descartes, continuó con un dualismo mecanicista: organismo y medio, o materia viva y materia inerte (92b). Comte y su seguidor Segond hablaron de la necesidad de elaborar una “teoría general del medio” enfocada -además- de una manera “abstracta”. El medio ya no es algo relativo sino absoluto: un determinado factor es interno o externo, subjetivo u objetivo; no puede ser ambas cosas a la vez, ni puede ser de una forma a determinados efectos y de otra a otros. El positivismo busca explicaciones metafísicas: las bacterias que pueblan nuestro intestino y contribuyen al metabolismo, ¿forman parte de nuestro propio organismo? ¿son externas a él? El medio de los positivistas no pone a las especies en contacto entre sí, no es un vehículo de comunicación. Los biólogos ambientalistas de mediados del siglo XIX no eran lamarckistas sino positivistas: siguieron a Comte, algo perceptible en Geoffroy Saint-Hilaire y Pierre Trémaux. Por un lado, el sujeto pasivo que sufre las inclemencias del medio es la tabla rasa empirista. Por el otro, forjaron una concepción prefabricada del medio, unos molinos de viento ideados para soportar todos los golpes de la crítica posterior. Ese medio es exterior, inalcanzable: la temperatura ambiental, el clima, la humedad, el viento, el suelo, la lluvia, etc. Sin duda todo eso es el medio, pero los vegetales constituyen el alimento de los animales; a su vez, algunos animales son el alimento de otros. En algunos casos, pues, la vegetación no es el sujeto sino el medio porque las nociones de sujeto y de medio son relativas. La teoría de la cadena alimentaria demuestra la unidad de la naturaleza y, por tanto, la interacción de todos los elementos que la componen, que unas veces se pueden considerar como sujetos y otra como medios. Para una hormiga las demás hormigas con las que convive también son un medio. Tampoco deberían caber dudas de que los virus forman parte de ese mismo medio, que no es exterior sino que también es interior. Por eso al menos una parte del genoma de los animales superiores no lo hemos recibido de nuestros ancestros sino que es de origen viral, algo externo que se ha convertido en interno.
La noción de “carácter” se creó a efectos de clasificación de las especies, expresión extrema de la biodiversidad de los seres vivos. Condujo la atención de la biología hacia la variabilidad descuidando su opuesto, la unidad de tipo. Por carácter se entendía todo aquello capaz de diferenciar a un organismo de otro de la misma especie, es decir, aquellos rasgos aparentes y exteriores que lo individualizaban. De ese modo se convirtió en un saco sin fondo en el que se incluyeron los rasgos corporales, desde los morfológicos, hasta los fisiológicos y anatómicos. Esos rasgos se caracterizaban por su superficialidad: no definían a la especie como colectivo sino que se añadían a las características propias de ella. Se consideraron como caracteres los rasgos sicológicos, los comportamientos y, sobre todo, las enfermedades. Especialmente las patologías (mutilaciones, deformidades) se convirtieron en el centro de la atención de los biólogos. No sólo se mezclaba lo esencial con lo accesorio sino, además, lo típico con lo mórbido, poniendo todo ello en el mismo plano y creando así un galimatías que luego favoreció las críticas a la herencia de los “caracteres” adquiridos. Cualquiera que fuese su naturaleza, todos los caracteres obedecían a los mismos determinantes, de manera que si eran hereditarios, lo eran de la misma forma. Se heredaba igual el pulmón que el intelecto, el sexo que la enfermedad; no parecía haber diferencia entre el hecho de que el hombre fuera un animal de sangre caliente o que su sangre fuera del grupo AB. Los mamíferos se pueden subclasificar de muchas formas pero ninguna de ellas excusa de tomar en consideración que todas ellas tienen en común el hecho de compartir muchos elementos comunes. La diversidad no excluye la unidad.
Esta concepción es muy diferente de la de Lamarck, e incluso de la de Darwin. Si es posible imaginar que el francés aludiera a un carácter, la mención habría que entenderla referida a uno de los que se deben tener en cuenta en la clasificación de las especies, es decir, a un órgano determinante, no al color de las alas de las mariposas sino al hecho de que las mariposas tienen alas. Como consecuencia de la interacción entre el medio y el organismo, en la obra de Lamarck la fisiología va por delante de la anatomía. Predomina la idea dinámica de función, es decir, de hábitos, modos de vida, uso y desuso: “Las diferencias en los hábitos de los animales ocasionaron sus órganos” y su empleo frecuente los modifican (93). Es otra de esas tesis que confiere a su teoría, y en parte también a la de Darwin, un cierto carácter tendencial o finalista que, sin embargo, Lamarck repudió explícitamente. Como decía Gould, también parece ser muy poco intuitiva: ¿cómo concebir una función sin su órgano correspondiente?, pregunta Faustino Cordón. El órgano, dice Cordón, tiene que ser anterior a la función (94). Este razonamiento carece de fundamento; desde las más primitivas sociedades, en cualquier colectividad humana la práctica demuestra que los organismos e instituciones aparecen después de las necesidades a las que tratan de responder. Lo mismo sucede en la naturaleza, donde Lamarck no sólo analiza la escala evolutiva con una lógica inversa a la histórico-evolutiva, sino que además utiliza la degradación de la organización como expresión visible del empobrecimiento de facultades de los seres vivos conforme se desciende por dicha escala. El órgano revela la función pero ésta explica aquel. Es imposible entender a Lamarck sin poner sus tesis siempre en relación con la escala progresiva de las especies. Los órganos surgen unos después de los otros, se especializan y perfeccionan sucesivamente de manera que al descender en la escala se aprecia que a los seres inferiores les faltan órganos y, por lo tanto, no pueden desempeñar determinadas funciones. En ocasiones un único órgano no especializado puede desempeñar funciones diversas: es el caso de los dos hemisferios del cerebro, que desempeñan funciones bien distintas. En otras ocasiones, hay determinadas funciones, como la homeóstasis, que no se pueden adscribir a ningún órgano. A medida que descendemos en la escala los órganos desaparecen pero las funciones no desaparecen con ellos sino de una manera más lenta. Así, los seres vivos se reproducen pero no todos ellos disponen de órganos específicos para cumplir esa función. Los infusorios, por ejemplo, se reproducen con todo su cuerpo. Ahora bien, eso es posible porque la reproducción es una función elemental inherente a la vida, por lo que no se puede decir que los animales inferiores pueden desempeñar las mismas funciones que se observan en los superiores con la totalidad de su cuerpo. Para desempeñar determinadas funciones deben existir determinados órganos; una parte del cuerpo no puede cumplir la función del cuerpo entero (95).
Apoyándose en la tesis lamarckista del desuso, en 1893 Robert Wiedersheim publicó una lista de 86 órganos humanos que a lo largo de la evolución habían perdido su funcionalidad, convirtiéndose en vestigios (96). Uno de los casos más conocidos son los terceros molares (cordales o muelas del juicio). En el pasado cumplieron una función muy importante, cuando los alimentos se comían crudos y había que masticarlos lentamente. Con el fuego los alimentos empezaron a cocinarse, se reblandecieron y las muelas del juicio dejaron de cumplir su papel. Actualmente entre un 10 y un 30 por ciento de los seres humanos nacen ya sin esas muelas. El apéndice es otro vestigio evolutivo que indica el pasado herbívoro de los seres humanos. Tenía como función almacenar celulosa para ser digerida por bacterias. Pero el hombre es incapaz actualmente de digerir la celulosa, por lo que se trata de un órgano sin función. El coxis, el último hueso de la columna vertebral de los humanos, es un vestigio de la cola que poseían nuestros antecedentes cuando se desplazaban por las ramas de los árboles. Con la bipedestación la cola devino innecesaria y ha ido desapareciendo. A pesar de ello, hasta comienzos de la octava semana de gestación los embriones humanos poseen cola, e incluso se conocen de casos de niños que nacen con una cola rudimentaria.
La tesis del uso y desuso hay que acompañarla del principio del desarrollo correlativo entre los diferentes órganos. Asi, la ambliopía (defecto ocular conocido coloquialmente como “ojo vago”) es una pérdida de agudeza visual producida por la falta de uso de un ojo durante la infancia. La visión no es una facultad sensorial innata; los niños nacen casi ciegos. Su agudeza visual es entonces inferior al cinco por ciento. La visión es un aprendizaje que se desarrolla durante la infancia y se prolonga durante varios años. El niño aprende a ver y lo hace viendo e interactuando con lo que les rodea. La agudeza visual alcanza su plenitud entre los 4 y 6 años de edad, aunque no es extraño que pueda prolongarse hasta los 7 u 8. La ambliopía aparece cuando el cerebro y los ojos no funcionan coordinadamente porque el cerebro favorece a uno de ellos en detrimento del otro. El ojo preferido desarrolla una visión normal pero como el cerebro ignora al otro, la capacidad de visión de la persona no se desarrolla normalmente. Sin embargo, no hay nada en el ojo vago, ninguna lesión orgánica que justifique su falta de agudeza visual. Un ojo vago es igual a un ojo normal. En el cuerpo de otra persona vería correctamente. Por lo tanto, el fallo no está en el ojo sino en el cerebro, que no aprendió a ver con el ojo durante la infancia. La ambliopía es, pues, una disfunción ocasionada por el desuso (el órgano no desempeña la función prevista), o lo que es lo mismo, por la falta de correlación entre el cerebro y ambos ojos.
La función no sólo crea un órgano sino que modifica los ya existentes. Se pueden encontrar ejemplos rebuscados y otros más toscos. Por ejemplo, en la sociedad actual el sedentarismo ha conducido a que los médicos recomienden el ejercicio físico, lo que reviste tal importancia que los gimnasios han proliferado en las últimas décadas. Apenas cabe un ejemplo más visual del uso y desuso lamarckista que las calles pobladas de corredores y los maratones populares. Pero el ejercicio físico no sólo desarrolla algunos músculos concretos sino que es imprescindible para mantener un mínimo tono vital en el organismo entero y prevenir numerosas enfermedades. El cuerpo vivo no conoce el reposo, escribía Le Dantec (96b). El uso y desuso lo cambian casi todo. Experimentos recientes demuestran que el ejercicio físico favorece incluso la regeneración de las neuronas cerebrales. También aquí algunas exposiciones de los manuales constituyen una grotesca simplificación. Por ejemplo, la innovación más importante en el desarrollo de los homínidos fue la bipedestación. Pero, aunque no se ponga de manifiesto, la bipedestación no es más que un supuesto de uso y desuso, o mejor dicho, de cambio de uso, de un uso diferente de un órgano previamente existente: las extremidades posteriores se transformaron en inferiores. Los simios no son cuadrúpedos sino cuadrumanos; caminan sobre sus cuatro manos. Además, hay que poner de manifiesto que la bipedestación no es una mera estación erecta, la capacidad del hombre para permanecer erguido, sino que se trata de la nueva capacidad de marchar erguido, es decir, de andar y correr. Los cambios en la musculatura y la osamenta no se adaptaron a una nueva posición estática sino a un uso diferente: el movimiento. Si el cambio hubiera consistido en la estática, las modificaciones anatómicas hubieran sido otras.
Otro ejemplo de la importancia del uso es el sistema inmunitario, que funciona reactivamente frente al medio externo. Los mamíferos elaboramos anticuerpos al entrar en contacto con cualquier elemento patógeno procedente del exterior (bacterias, virus, parásitos, alergenos). La presencia de determinados anticuerpos en nuestro organismo permite inducir que hemos estado en contacto con una determinada enfermedad y la hemos superado. El sistema inmunitario se fortalece con el tiempo al contacto con los patógenos y dispone de una especie de “memoria” capaz de “recordar” las agresiones anteriores para responder frente a ellas. De ahí que, nada más nacer, los peligros más importantes dimanan de la falta de desarrollo del sistema inmunitario porque el organismo procede de un medio estéril e inocuo. En esas fases tempranas, el organismo es extremadamente sensible a las infecciones. Para acelerar el desarrollo del sistema inmune, a los niños se les inyectan vacunas como medida preventiva que les pone en contacto con los patógenos. Por lo tanto, la inmunidad no es una defensa con la cual se nace sino que se adquiere con el uso; además, es específica: sólo previene contra aquellas infecciones con las que ya hemos estado en contacto previamente. Si vamos a viajar a un país extranjero necesitamos vacunarnos para entrenar al organismo a prevenir determinadas enfermedades contra las cuales no está prevenido. El sistema inmune es un espejo del medio exterior y, por consiguiente, cambia de unas a otras regiones del mundo, del medio urbano al rural, de los trópicos a los climas templados, etc.
Darwin también defendió la tesis lamarckista del uso y desuso, dándoles carácter hereditario: “El uso ha fortalecido y desarrollado ciertos órganos en nuestros animales domésticos […] El desuso los disminuye y […] estas modificaciones son hereditarias […] En suma, podemos sacar la conclusión de que el hábito, o sea, el uso y desuso, han jugado en algunos casos un papel importante en la modificación de la constitución y estructura, pero que sus efectos a menudo se han combinado ampliamente con la selección natural de variaciones congénitas y a veces han sido dominados por ella” (96c). Por su parte, Engels reiteró la noción de que “la necesidad crea el órgano” y concretó la tesis del uso y desuso en la noción de trabajo como factor clave en la transición del mono al hombre. Al caminar en bipedestación, la mano del simio quedó liberada, pudiendo ser utilizada para usos diferentes y alcanzando una mayor destreza y flexibilidad que se transmitió hereditariamente. Pero la mano, añade Engels, no es sólo el órgano del trabajo sino el producto del trabajo y sus progresos se transmitieron a todos los demás órganos del cuerpo, según la ley de la correlación de Darwin, especialmente al cerebro. El hombre aprendió a fabricar herramientas, verdadero comienzo del trabajo en sentido estricto. Con ellas aprendió a pescar y cazar, por lo que cambió su alimentación, su dentadura y hasta la composición química de la sangre (97).
Hoy la noción de “carácter” ha suplantado el viejo recurso a la conducta animal, cuyo estudio ha desaparecido del horizonte mismo de la ciencia de la vida. Las menciones al “uso y desuso” de los órganos sólo se recuerdan para presentar la concepción de Lamarck como si se tratara de una antigualla superada por la biología. Pero en aquella época la alusión al modo de vida, el comportamiento, las costumbres, etc., constituía la parte más importante de la biología. Incluso se identificaba a los seres vivos por el movimiento, por el cambio, el crecimiento y el desarrollo. El reduccionismo aún no se había impuesto y los biólogos no pretendían buscar causas que lo explicaran todo de manera excluyente. De ahí que para Lamarck el “uso y desuso” sea “uno de los más poderosos medios” de diversificación, aunque en ningún caso el único. En este punto Darwin, como en tantos otros, fue también uno de los más contumaces lamarckistas:
— en “El origen de las especies” dedica un capítulo completo al instinto
— en “El origen del hombre” le dedicó nada menos que tres capítulos, dos a la comparación de las facultades intelectuales en los animales y en el hombre, y otro más a la diferencia de facultades entre los salvajes y los civilizados
— escribió en 1862 una obra titulada “Los movimientos y las costumbres en las plantas trepadoras”
— dedicó una obra entera, titulada “La expresión de las emociones en los animales y el hombre”, a estudiar la conducta animal
— hay una obra póstuma suya dedicada al instinto.
Las tesis que Darwin defiende en esas obras son dos: primera, que los hábitos están sujetos a la selección natural y, segunda, que son hereditarias, es decir, otro supuesto más de herencia de los caracteres adquiridos. De ahí que estas cuestiones ya no interese a algunos airearlas; afean el dogma neodarwinista y ponen al desnudo la manera en que los discípulos acomodan las enseñanzas de su maestro a sus propias convicciones, tratando de hacerlas pasar como si hubieran salido de la misma pluma del británico. Hoy estas cuestiones ya sólo se estudian en las facultades de sicología, por lo que los biólogos las han perdido de vista y eso facilita las versiones absurdas que vienen pregonándose acerca tanto de Lamarck como de Darwin. Se trata de una burda manipulación mendelista porque de todo el lastre sicologico que la biología ha lanzado por la borda sólo ha quedado la palabra “carácter”, cuyo origen es sicológico; el resto no interesa. De este modo, completamente fuera de contexto, el concepto de “carácter” devino maleable: con él se podía decir cualquier cosa acerca de cualquier cosa. A partir de la ruptura entre la biología y la sicología, los caminos se separaron cada vez más hasta convertir la ciencia en el discurso de un esquizofrénico. En biología (casi) nadie quiere saber nada de ambientalismo ni de conducta, mientras que en sicología las tesis conductistas y ambientalistas han inspirado algunas de sus corrientes más influyentes, cuyas previsiones se han visto respaldadas por una amplia experimentación. Aquí apenas podemos enumerarlas. En primer lugar están los rusos I.M.Sechenov (1829-1905) e I.P.Pavlov (1849-1936) cuya teoría de los reflejos se fundamenta en la interrelación entre el organismo y el medio. En segundo lugar, entre otros, está el estadounidense J.M.Baldwin (1861-1934), cuyos presupuestos de partida son los mismos de Lamarck, con el añadido de que no se conformó con poner a la conducta (uso y desuso) en el centro de la sicología sino que la reintrodujo en la biología, creando una teoría de la evolución ontogenética o herencia orgánica (98). En tercer lugar está el suizo Jean Piaget, que empezó como biólogo y acabó como sicólogo, resultando su obra, especialmente “El comportamiento, motor de la evolución”, absolutamente ignorada por los naturalistas. Además, tanto Pavlov como Baldwin admitieron la heredabilidad de los “caracteres” adquiridos; en un caso los reflejos condicionados se transformaban en incondicionados; en otro el aprendizaje en instinto (efecto Baldwin).
La noción de carácter sufrió una profunda ruptura en 1883 cuando Weismann separó el cuerpo en dos universos separados, el plasma y “todo lo demás”, reforzada en 1900 por el redescubrimiento de Mendel que dará lugar en 1911 a la conocida escisión entre el genotipo y fenotipo de la que el botánico danés Wilhelm Johannsen (1857-1927) comenzó a hablar. Se acabó así con el mandato bíblico: “creced y multiplicaos”. Desaparece la transformación, el movimiento, y sólo queda la multiplicación, la reproducción. Desaparecen los cambios cualitativos y sólo quedan los cuantitativos. Con el nuevo siglo ya no tiene sentido hablar de herencia de los caracteres adquiridos… siempre que se acepte tal escisión metafísica y exactamente en la forma metafísica en que se estableció. El vuelco en la biología fue un innegable avance porque introdujo un componente analítico fecundo en lo que hasta entonces era un revoltijo; no obstante, si bien se puede decir que superó la confusión existente, también creó otra confusión que se ha prolongado durante el siglo siguiente. El remedio fue peor que la enfermedad.
No menos confusa era el modo de acción del medio sobre los organismos. Desde mediados del siglo XIX los biólogos positivistas y ambientalistas, hablaron de una supuesta acción directa que Lamarck nunca admitió. Inmediatamente después de aludir al clima y a las circunstancias ambientales Lamarck advierte claramente: “Ciertamente si se tomasen estas expresiones al pie de la letra, se me atribuiría un error, porque cualesquiera que puedan ser las circunstancias, no operan directamente sobre la forma y sobre la organización de los animales ninguna modificación. Pero grandes cambios en las circunstancias producen en los animales grandes cambios en sus necesidades y tales cambios en ellas las producen necesariamente en las acciones. Luego si las nuevas necesidades llegan a ser constantes o muy durables, los animales adquieren entonces nuevos hábitos, que son tan durables como las necesidades que los han hecho nacer” (99). En consecuencia, la influencia ambiental ejerce un papel secundario e indirecto: influye principalmente sobre los órganos menos importantes del cuerpo. Los órganos no esenciales están más influenciados por las condiciones ambientales: “Es preciso, para modificar cada sistema interior de organización, un concurso de circunstancias más influyentes y de más larga duración que para alterar y cambiar los órganos exteriores” (100). Ahora bien, según la concepción positivista, el medio incide en los organismos vivos del mismo modo que las balas en una diana: todas dan en el blanco, de idéntica manera y con los mismos resultados. Era una concepción determinista que derivaba de la predestinación bíblica por intermedio de la astrología. Por eso cuando a los botánicos y agrónomos se les preguntaba por el clima miraban al cielo: el clima de la próxima estación estaba en las estrellas o en los astros. ¿Habrá un buena cosecha? El fatalismo está escrito en el cielo, cuya influencia sobre la tierra es inevitable.
La diferencia entre caracteres adquiridos e innatos (o congénitos) era igualmente confusa. Se llamaban adquiridos aquellos rasgos que los ancestros no poseían aparentemente y, por lo tanto, no podían transmitir; era innato todo aquello que estaba previamente en el gameto (óvulo o espermatozoide). En ocasiones esto daba lugar a un círculo vicioso: lo innato es hereditario y lo hereditario es innato. Desde el punto de vista de la sicología, esa misma dualidad se estableció entre el instinto y el hábito. En este deslinde metafísico es donde radica la confusión. Los caracteres innatos, ¿lo fueron siempre? ¿Desde el mismo origen del hombre? ¿Se adquirieron en algún momento de la evolución? ¿O quizá también descienden del mono? Por ejemplo: el músico, ¿nace o se hace? Para que haya herencia de los caracteres adquiridos primero habrá que entender que hay unos caracteres que son adquiridos y otros que son innatos, que los caracteres adquiridos son de naturaleza distinta de los innatos y, en fin, que hay una barrera infranqueable entre ambos: si un carácter es adquirido no puede ser innato y si es innato no puede ser adquirido. Pero eso es una contradicción absoluta porque la herencia de los caracteres adquiridos significa que los caracteres adquiridos han dejado de serlo para convertirse en innatos. Lo que para una generación es adquirido resulta innato para la siguiente. Por eso ni Lamarck ni Darwin hablaron nunca de herencia de los caracteres adquiridos. Por eso también un lamarckista como Le Dantec defiende que “en lenguaje riguroso, todo carácter es un carácter adquirido” (101), un axioma muy arriesgado en el que lo importante es ese “lenguaje riguroso” en el que está escrito.
El sobredimensionamiento del “carácter” en los discursos mendelistas es claramente ideológico. La palabra “carácter” proviene del griego, donde significa sello, cuño o marchamo, que tiene un componente político: están selladas las disposiciones y actos oficiales para que no se puedan alterar. Sellado es otro vocablo contradictorio que significa, a la vez, público y secreto. Puede emplearse también con la idea de “cerrado”. Por consiguiente, con esa expresión lo que los mendelistas pretenden inculcar es la ideología de la predestinación, que en biología se suele denominar como preformismo. Se trata, pues, de ideologías que son a la vez esencialistas e individualistas, es decir, la construcción de una biología antropomórfica que toma al ser humano como modelo de los demás organismos vivos: cada ser humano “es” diferente y lo que “es” (o deja de ser) lo lleva consigo desde el momento de la fecundación (como una maldición o una bendición), está configurado de una vez y para siempre: no cambia, no se desarrolla, no está influido por nada exterior. Los demás rasgos de la persona son consecuencia de su carácter, de su exceso de carácter, de su falta de carácter, de su buen carácter o de su mal carácter. A partir de aquí la metafísica positivista pregunta: el carácter, ¿es innato o adquirido? Además reclama respuestas unívocas, claras, terminantes: sí o no. Los preformistas de viejo y nuevo cuño (mendelistas) dirán que no hay nada en los hijos que no estuviera en los padres; los empiristas (positivistas), por el contrario, pretenderán que “todo carácter es un carácter adquirido”.
Pero la contraposición absoluta entre lo hereditario y lo adquirido es metafísica. Lysenko fue uno de los pocos que, décadas después, supo apreciar esta circunstancia: “No existe un carácter que sea únicamente ‘hereditario’ o ‘adquirido’. Todo carácter es resultado del desarrollo individual concreto de un principio hereditario genérico (patrimonio hereditario)” (102). Los caracteres no “son” ni dejan de “ser” sino que se desarrollan (o se frustran). Por tanto, los positivistas que sostienen que los organismos son “tabla rasa”, absolutamente moldeables, incurren en una concepción unilateral, y los mendelistas que sostienen la predestinación fatalista congénita, incurren en la unilateralidad simétrica. Los caracteres se desarrollan en la forma ya expuesta por Aristóteles, no partiendo de la nada sino de la fase previamente alcanzada. A eso se refería exactamente Lamarck cuando aludía a la “potencia” creadora de la naturaleza y eso es exactamente la biodiversidad: la capacidad que tiene la naturaleza de desarrollarse en muchas direcciones diferentes. Esa potencia crece con la propia evolución o, mejor dicho, en eso consiste la evolución.
Aunque erróneamente se asocia al nombre de Lamarck, la herencia de los caracteres adquiridos era un recurso generalizado entre todos los biólogos desde Buffon en el siglo XVIII hasta 1883. Sin embargo, ha quedado definitivamente asociado a su nombre como otra manera de caricaturizarle y ridiculizarle. Pero hay algunos detalles sobre los que tampoco se ha puesto la debida atención. En primer lugar, el enunciado mismo de la ley es bien claro: “Todo lo que ha sido adquirido, trazado o cambiado en la organización de los individuos durante el curso de su vida, se conserva por la generación y transmite a los nuevos individuos que provienen de los que han experimentado esos cambios” (103). Por tanto, no se refería a las modificaciones de cualquier clase de “caracteres” sino a aquellas que se produjeran en los órganos de los individuos. En segundo lugar, las modificaciones se propagan a la descendencia siempre que ésta siga sometida a las mismas circunstancias que las hicieron nacer en los progenitores (104). En tercer lugar, la ley tiene una aplicación parcial, según Lamarck, en un caso determinado: “En las fecundaciones sexuales, mezclas entre individuos que no han sufrido igualmente las mismas modificaciones en su organización, parecen ofrecer alguna excepción a los productos de esta ley; porque esos individuos que han experimentado unos cambios cualesquiera, no siempre los transmiten o no los comunican más que parcialmente a los que producen. Pero es fácil sentir que no hay ahí ninguna excepción real; la misma ley no puede tener más que una aplicación parcial o imperfecta en esas circunstancias” (105). Por tanto, las modificaciones se propagan por la herencia sólo si concurren en los dos progenitores: “Todo cambio adquirido en un órgano por un hábito sostenido para haberle operado, se conserva en seguida por la generación, si es común a los individuos que en la fecundación concurren juntos a la reproducción de su especie. En suma, este cambio se propaga y pasa así a todos los individuos que se suceden y que se hallan sometidos a las mismas circunstancias, sin que se hayan visto obligados a adquirirlo por la vía que realmente lo ha creado”. Por lo tanto, continúa Lamarck, el mismo mecanismo de propagación de lo adquirido, la generación, crea una tendencia que la contrarresta: “En las reuniones reproductivas, las mezclas entre individuos que tienen cualidades diferentes se oponen por necesidad a la propagación constante de estas cualidades y formas. He aquí lo que impide que, en el hombre, que está sometido a tan diversas circunstancias como sobre él influyen, las cualidades o defectuosidades accidentales que ha adquirido se conservan y propagan por la generación. Pero de las mezclas perpetuas, entre individuos que no tienen las mismas particularidades de forma, hacen desaparecer todas las particularidades adquiridas por circunstancias particulares. De aquí se puede asegurar que si las distancias de habitación no separasen a los hombres, las mezclas por la generación harían desaparecer los caracteres generales que distinguen a las diferentes naciones” (106). Esa concepción, tan próxima a la moderna genética de poblaciones, influyó en la obra pionera de Pierre Trémaux sobre especiación, pero nunca ha sido tomada en consideración. No interesa. Ni Lamarck ni Trémaux.
Todos los pioneros y máximos defensores de la teoría de la evolución en el siglo XIX, sin excepción (Darwin, Spencer, Huxley, Haeckel), defendieron la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos; es más, la pusieron en un primer plano: herencia de los caracteres adquiridos era sinónimo de evolución. El problema del origen de las especies depende de la solución que se le de a esta cuestión. Herbert Spencer escribió que “o ha habido herencia de los caracteres adquiridos o no ha habido evolución”, una tesis que, aun compartiéndola, Michurin matizó (107). Sin la herencia de los caracteres adquiridos la evolución es imposible de explicar. Con la herencia de los caracteres adquiridos la evolución deviene un proceso claramente comprensible. Para Haeckel era algo “inquebrantable” y constituía “la hipótesis capital” de Darwin (108). Nadie con más énfasis que éste insistió en que cualquier carácter adquirido era heredable, como en el caso de los hábitos, “que tienden probablemente a convertirse en hereditarios” (109). En consecuencia, tampoco contrapuso lo hereditario y lo adquirido. La transformación del hábito en instinto es uno de los motores más poderosos de la evolución. En consecuencia, aunque los neodarwinistas reniegan de ello, Darwin incorporó a su teoría científica de la evolución de las especies la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos, a la que llamó “herencia con modificaciones” por influencia de Treviranus y, por tanto, mantuvo una noción de herencia que no es meramente transmisora de lo ya existente, sino creadora y acumulativa. Al heredarse los caracteres adquiridos, con el paso del tiempo se acumulaban o añadían a un fondo común, un proceso dialéctico en el que la herencia no sólo reproduce sino que produce. Según esta “herencia creadora” al futuro no se lega lo que se ha recibido sino algo más, algo distinto, como Darwin expuso de una manera muy clara:
La palabra herencia comprende dos elementos distintos: la transmisión y el desarrollo de los caracteres. No obstante, por ir generalmente juntos estos dos elementos suele omitirse esta distinción. Mas esto es evidente en aquellos caracteres que se transmiten en los primeros años de la vida, pero que sólo se desarrollan en la edad madura o acaso en la vejez; también la vemos, y con más claridad, en los caracteres sexuales secundarios, que si bien se transmiten en ambos sexos sólo se desenvuelven en uno de ellos […] Finalmente, en todos los casos de retroceso, los caracteres se transmiten en dos, tres o muchas generaciones, para desarrollarse después al hallar ciertas condiciones favorables que nos son desconocidas. La distinción importante entre la transmisión y el desarrollo quedará mejor grabada en el entendimiento si recurrimos a la hipótesis de la pangénesis; según ésta, cada unidad o celda
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del cuerpo despide ciertas yemecillas o átomos no desarrollados que, transmitidos a los descendientes de ambos sexos, se multiplican por división en varias partes. Puede ser que queden sin adquirir plenamente las propiedades que le son debidas durante los primeros años de la vida, y acaso durante generaciones sucesivas, porque su transformación en unidades o celdillas semejantes a aquellas de que se derivan depende de su afinidad y unión con otras unidades o células previamente desarrolladas por las leyes del crecimiento (110).
A pesar de la claridad de esta concepción, verdadero núcleo fundacional de la biología, el positivismo y, más concretamente, Morgan acabarán con ella apenas medio siglo después, abriendo un cúmulo de equívocos de los que aún no ha logrado salir la ciencia de la vida. Como veremos, Morgan -y con él la teoría sintética- separará la transmisión (genética) del desarrollo (embriología), imponiendo una línea antievolucionista en nombre del propio evolucionismo. Esa concepción nada tiene que ver con Darwin, para quien el desarrollo y la embriología son “uno de los asuntos más importantes de toda la historia natural” (111). En contra de este criterio, a partir de 1900 nace la teoría de la división celular y de la herencia como “copia perfecta” de un original previo. Al separar el genotipo del fenotipo, la generación de la herencia, a finales del siglo XIX la biología reintrodujo la metafísica eleática: no se hereda lo nuevo, sólo lo viejo; la herencia transmite lo que hay, que es lo que siempre hubo. Por tanto, era una operación involucionista. La evolución no se puede concebir más que dentro de un proceso de cambio y, por consiguiente, dialécticamente. Si hasta 1883 los ambientalistas plantearon, además de la generación espontánea, que el organismo es una tabla rasa en donde el ambiente imprime su huella como quien escribe sobre un folio en blanco, a partir de aquella fecha las concepciones se volvieron del revés y la herencia se puso en primer plano: existen unos corpúsculos que se transmiten de manera inalterable de padres a hijos a los que no les afecta nada ajeno a ellos mismos y, sin embargo, son capaces de condicionar la configuración de los seres vivos. Si hasta 1883 la biología sostuvo que los caracteres adquiridos eran heredables, a partir de entonces, con Weismann prevaleció la concepción opuesta exactamente: ningún carácter adquirido era heredable.
Este giro demostraba la inmadurez de esta ciencia, que había reunido un enorme cúmulo de observaciones dispersas relativas a especies muy diferentes (bacterias, vegetales, peces, reptiles, aves) que habitan medios no menos diferentes (tierra, aire, agua, parásitos), sin que paralelamente se hubieran propuesto teorías, al menos sectoriales, capaces de explicarlas. Sobre esas lagunas y tomando muchas veces en consideración exclusivamente aspectos secundarios o casos particulares, los positivistas han proyectado sus propias convicciones ideológicas y, desde luego, han tomado como tesis lo que no eran más que conjeturas. Pero no siempre es sencillo separar una hipótesis (ideológica, religiosa, política, filosófica) del soporte científico sobre el que se asienta.