Lysenko – La teoría materialista de la evolución en la URSS (2)

Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
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Biografía resumida]
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Creced y multiplicaos

El universo, todo el conjunto de cosas y fenómenos de cualquier tipo que lo conforman, es materia en movimiento. No existe un vocablo único que permita fundir la noción de que materia y movimiento no existen por separado. El movimiento es la forma de existencia de la materia y, por consiguiente, no cabe sorprenderse de que las cosas cambien, ya que son esencialmente cambiantes. Lo verdaderamente asombroso sería encontrar algo en el universo que jamás haya evolucionado, que careciera de historia. Incluida la biología, todas las disputas científicas que conoce la historia se reducen a la separación de la materia y el movimiento. Así, existen corrientes ideológicas que consideran la materia como algo estático que sólo cambia por la acción de fuerzas exteriores que inciden sobre ella y, por consiguiente, suponen la presencia de seres o energías inmateriales, movimiento puro. Además, es posible también rastrear a lo largo de la historia del pensamiento humano la existencia de otras concepciones algo diferentes de la anterior, como aquellas que niegan el movimiento y el cambio, es decir, que mantienen un concepción estática del universo.

La materia cambia y se modifica, pasando de unos estados a otros, de unas formas a otras, siempre por su propia dinámica interna, sin necesidad de la intervención de factores o impulsos ajenos a ella misma. A lo largo de la historia, el cambio más importante experimentado por la materia es la transformación de la matera inerte en materia viva. En virtud de esta transformación la materia inerte, sin dejar de ser materia, en definitiva, experimenta un salto cualitativo y se desdobla, adquiriendo nuevas propiedades y dando lugar a nuevos fenómenos de tipo muy diferente a los anteriores. La vida, pues, no ha existido eternamente sino que tiene un origen que está en la materia inerte y es impensable sin ella porque es un fenómeno material, es decir, también es materia en movimiento. No existen fenómenos vitales que sean inmateriales, la vida no se puede separar de los seres vivos concretos, de los invertebrados, las plantas o las bacterias, por lo que carece de sentido científico hablar del “aliento vital” u otras formas de movimiento puro. El empleo de ese tipo de nociones y otras, como la “continuidad de la vida”, es corriente en biología y su origen es religioso: la vida eterna, la vida después de la vida, un paraíso en el que es posible la vida sin vida, es decir, sin cambios, sin acontecimientos, siempre igual a sí misma. Tan errónea como la eternidad de la vida es la concepción de su creación a partir de la nada, que es otra de las teorías que sostienen las grandes religiones monoteístas que, además, involucran en su surgimiento la intervención de un ente sobrenatural inmaterial. Las religiones, por tanto, consideran que la materia no tiene por sí misma capacidad de movimiento y de desarrollo, que necesita la intervención de fuerzas exteriores. Aparece así la figura imaginaria de un ser creador situado por encima de la materia.

Los defensores de la creación divina del universo consideran que, por su mismo origen sobrenatural, la obra de dios es perfecta y, en consecuencia, que no puede cambiar sin empeorar, sin degenerar en algo imperfecto, en un monstruo. El creacionismo es sustancialmente estático, una versión religiosa del antiguo pensamiento eleático, que negaba el movimiento y el cambio. En ocasiones se caracteriza a la materia viva por su capacidad evolutiva, para diferenciarla de la inerte, como si ésta no cambiara: “El objeto material no tiene historia”, afirma García Morente (19c). La materia aparece ahí metafísicamente separada en dos partes completamente diferentes de manera que una de ellas, la materia inerte, necesita de la otra, de la vida, para explicar las transformaciones que experimenta. Esta versión no niega el movimiento pero considera que por sí misma la materia está muerta y que la vida es justamente lo contrario de la muerte: la vida perdura, se mantiene a sí misma perpetuamente, fuera de los seres vivos en los que se materializa. Estas concepciones místicas contradicen la evidencia biológica: no sólo la materia inerte también cambia sino que su cambio más importante ha sido el de transformarse en materia viva. Ésta es la mejor prueba de la evolución de aquella. Por lo demás, la deriva de los continentes, los ciclos meteorológicos y otra serie de fenómenos geofísicos han demostrado hace tiempo que la materia inerte también tiene su historia.

La vida es materia transformada: surge de la materia y se desarrolla por su propio impulso. A esto se refería Espinosa cuando introdujo la noción de natura naturans, la idea de naturaleza en continuo proceso de cambio. El tipo de vínculos existentes entre la materia inerte y la materia viva también ha suscitado múltiples discusiones a lo largo de la historia de la ciencia, que se pueden resumir en otras dos corrientes ideológicas erróneas con especial incidencia en la biología: por un lado, el mecanicismo que reduce toda la materia (incluida la materia viva) a materia inerte y, por el otro, el hilozoísmo, una forma de animismo que dota a toda la materia de vida, es decir, que considera que toda la materia está animada. Pero para que se pueda dar cualquiera de esas formas de reduccionismo, aparentemente tan enfrentadas, primero se tiene que separar a la vida de la materia, algo en lo que ambas corrientes coinciden. A veces en los manuales de física la dicotomía se presenta erróneamente como una contraposición entre la masa (materia) y la energía (inmaterial), de donde se traslada a la biología, identificando la materia con la masa inercial y a la vida con la energía. Ambos puntos de vista de vista son unilaterales y han conducido a numerosos equívocos. Que la materia inerte cambie no significa que tenga vida. La vida es una forma específica de movimiento de la materia que es propia exclusivamente de los seres vivos y no se puede reducir a movimientos puramente mecánicos. La materia inerte se transforma siguiendo leyes (físicas, químicas, cosmológicas) que son diferentes de las que corresponden a la materia viva. Equiparada a la energía, la vida aparece como una entelequia, una abstracción.

El surgimiento de la vida y cualquier clase de movimiento de la materia, en general, es consecuencia tanto de cambios cuantitativos como cualitativos; los unos no pueden existir sin los otros. En la biología esta problemática se ha presentado bajo la forma de cambios graduales (continuos) o saltos (discontinuos) como si la existencia de unos obstaculizara la de los otros. Así Lamarck y Darwin sólo tenían en cuenta los primeros, mientras que Cuvier y De Vries sólo tenían en cuenta los segundos. Sin embargo, no es posible descomponer el movimiento en fases discontinuas sin tener en cuenta la continuidad, ni tampoco considerar exclusivamente la continuidad sin tener en cuenta la discontinuidad. En términos más de moda cabe decir que en la naturaleza los fenómenos son a la vez reversibles e irreversibles. El registro fósil acredita una evolución no lineal sino ramificada, de manera que hay especies que desaparecieron definitivamente sin haber dejado continuación. También es posible asegurar que todas las especies actualmente existentes provienen de algún precedente anterior del cual, sin embargo, difieren cualitativamente, es decir, que lo continúan a la vez que lo superan. Que la evolución no sea lineal no significa que no existan eslabones que enlacen a unas especies con sus precedentes. No existen cambios cualitativos que no hayan sido preparados por otros de tipo cuantitativo, del mismo modo que no hay cambios cuantitativos que no conduzcan, tarde o temprano, a cambios cualitativos. Ambos son las formas en las que se produce el movimiento de la materia en general, y de la materia viva en particular.

La larga polémica sobre los eslabones y cambios graduales atrae a la biología y a la materia viva las paradojas de Zenón sobre el desplazamiento, como es el caso de la teoría del “equilibrio puntuado” de Trémaux (20), Ungerer (21) y Gould (22), es decir, la concurrencia en la evolución de largos periodos de estabilidad seguidos por repentinos saltos, como la explosión del Cámbrico, etapa en la que aparecen la mayor parte de las formas de vida hoy conocidas. Presentada de esa manera, la evolución biológica aparece como una proyección cinematográfica, como si el movimiento se pudiera descomponer en un número determinado de fotogramas; en su conjunto, al pasar de un fotograma a otro aparece una ilusión dinámica, pero en sí mismos los fotogramas son una imagen estática de la realidad, como si ésta pudiera detenerse en un momento dado de su curso y como si, además, el paso de un fotograma a otro siguiera siempre el mismo ritmo desde el principio hasta el final. Pero el movimiento no se puede descomponer en una sucesión de etapas, inmóviles cada una de ellas. Del mismo modo, la referida teoría no vincula la discontinuidad a la continuidad sino que las enfrenta. En las etapas de equilibrio se eliminan los cambios, cuya presencia se reserva sólo para los saltos. Al mismo tiempo, estos saltos parecen producirse en el vacío, de manera imprevista, repentinos, cuando en realidad se prolongaron durante millones de años. La explosión del Cámbrico no fue un fenómeno instantáneo, como su denominación parece dar a entender. Gracias a la teoría de la relatividad hoy sabemos que la velocidad a la que se desarrolla cualquier acontecimiento no es infinita y, por lo tanto, que cualquier salto también es un proceso en sí mismo, una forma de transición más o menos dilatada en el tiempo. La explosión del Cámbrico duró unos cuantos millones de años: solamente se puede considerar como tal explosión de una forma relativa, en comparación con los 3.000 millones de años anteriores y los 500 posteriores. Por el contrario, en la teoría del equilibrio puntuado parece que durante las etapas de equilibrio sólo hay cambios cuantitativos, reproductivos, en los que unas generaciones son copias perfectas de las anteriores, de manera que las posteriores explosiones no parecen tener relación con ellos, es más, no parecen tener relación con nada, o se atribuyen a acontecimientos fantásticos, como los que describía Platón en el “Timeo”: incendios o diluvios apocalípticos, a los que hoy añadiríamos los meteoritos que “explican” la desaparición de los dinosaurios. Eso no significa que en la Tierra no se hayan producido catástrofes geológicas, meteorológicas o cósmicas; tampoco significa que esas catástrofes no hayan influido en los sistemas biológicos. Lo que que significa es que, como decía el biólogo francés Le Dantec, la vida se explica por la vida misma, que ningún fenómeno biológico se puede explicar recurriendo a condicionamientos geofísicos, metereológicos o cósmicos, y mucho menos el origen y la extinción de la vida misma. Así, la aparición de la vida en la Tierra como consecuencia de su llegada en algún meteorito procedente del espacio (panespermia) no es una explicación del origen de la vida sino, en todo caso, de su transporte.

Las “explicaciones” catastrofistas que nada explican fueron características de la paleontología francesa de la primera mitad del siglo XIX, derivaciones de los cataclismos de Cuvier que se utilizaron profusamente para combatir las tesis transformistas -y gradualistas- de Lamarck. Su empeño era, pues, antievolucionista y se apoyaba en una estratigrafía incipiente: la evolución geológica había dejado un rastro de sedimentos sucesivos apilados sobre el terreno, cada uno de los cuales atestiguaba el origen y el final de una época histórica. Cada estrato constituía una prueba de la discontinuidad evolutiva y el salto repentino, mientras que la transición de uno a otro carecía de explicación, por lo que la paleontología retornaba a las catástrofes de Platón (23). Era una versión diferente -laica- del creacionismo bíblico, una teoría que no sólo es falsa por la escisión que establece entre un creador y su criatura sino también porque concibe la posibilidad de que surja algo de la nada, lo cual no es posible. La nada no evoluciona; todo lo que evoluciona empieza a partir de algo. De ahí la enorme confusión que introducen algunas obras científicas que ponen en su portada títulos tan poco agraciados como “De la nada al hombre” (24). A las concepciones creacionistas son asimilables también aquellas, como las mutacionistas, que defienden la posibilidad de que existan cambios o saltos cualitativos sin previos cambios cuantitativos. Como cualquier otra forma de materia, la vida también está en un permanente proceso de cambio cuantitativo y cualitativo que la Biblia expresó en su conocido mandato: creced y multiplicaos. El movimiento vital es la unidad contradictoria de ambos aspectos: un aspecto cuantitativo, la multiplicación, junto con otro cualitativo, el desarrollo. Ambos aspectos vitales son indisociables; la esencia de la vida es producción y reproducción. La producción expresa la creación o generación de lo nuevo, de lo que no existía antes, mientras que la reproducción es la multiplicación, el surgimiento de varios ejemplares distintos partiendo un mismo original. Ambos aspectos del movimiento biológico son indisociables, de modo que sólo se pueden separar analíticamente siempre que posteriormente se recomponga su unidad.

La unidad dialéctica del crecimiento y la multiplicación ha arraigado profundamente en la palabra “generación” del idioma castellano donde, por un lado, expresa el surgimiento de algo nuevo y, por el otro, el relevo y la sucesión de ascendientes a descendientes. Además de un vocablo con numerosas connotaciones biológicas (regeneración, degeneración), tiene también dilatadas raíces en la historia del pensamiento humano, no solamente bíblico sino en las concepciones filosóficas griegas, especialmente la aristotélica. Según Aristóteles la generación no parte de la nada sino de algo previo que ya existía con anterioridad; es una (re)creación, una transformación. En el siglo XIX esto fue asumido por la física como su principio más importante, el de la conservación de la materia y la energía: los fenómenos no surgen de la nada, la materia no se crea ni se destruye sino que se transforma. Al mismo tiempo, toda transformación es una generación porque aparecen formas nuevas de vida a partir de las ya existentes, en forma de saltos cualitativos. Hay simultáneamente creación y recreación: “Tiene que haber siempre algo subyacente en lo que llega a ser”, dice Aristóteles, que en otra obra desarrolló aún más su concepción: “Lo que cesa de ser conserva todavía algo de lo que ha dejado de ser, y de lo que deviene, ya algo debe ser. Generalmente un ser que perece encierra aún el ser, y si deviene, es necesario que aquello de donde proceda y aquello que lo engendra exista” (25). Lo que diferencia a la generación de las supersticiones acerca de la creación es que en ésta aparece algo milagrosamente de la nada, mientras la generación es una transformación (cuantitativa y cualitativa) de lo existente. El mito de la creación se agota en seis días, a partir de los cuales ya no hay nueva creación. Dios creó el mundo para siempre; a partir del séptimo día descansó y desde el octavo sólo ha habido transmisión o continuidad de una producción perfecta. Esta concepción bíblica ha tenido dos reediciones posteriores directamente dirigidas contra el concepto de generación:

a) a finales del siglo XVII la teoría preformista, que fue una reedición moderna de las homeomerías de Anaxágoras aparecida como consecuencia del descubrimiento del microscopio, una de cuyas primeras aplicaciones fue la materia viva; ante los ojos atónitos de los hombres apareció lo que hasta entonces había sido invisible, lo infinitamente pequeño, creando un espejismo científico que supuso el primer golpe contra el concepto de generación

b) la hipótesis del gen, a su vez, es una reedición del preformismo correspondiente a 1900 y, por tanto, de la mística creacionista. Según expresión de Watson, uno de los descubridores de la estructura de doble hélice del ADN: “Antes creíamos que nuestro destino estaba escrito en las estrellas; ahora sabemos que está en los genes”. Los genes preexisten desde siempre y sólo se producen diferentes redistribuciones de ellos. La evolución es, pues, limitada, no hay nuevos naipes sino que cada partida se reinicia con idénticas cartas, después de barajadas. Se trata de un juego combinatorio pero ni hay más naipes ni hay nuevas figuras en cada baraja. Por su carácter creacionista las teorías mendelistas también son antievolucionistas El preformismo es como las muñecas rusas: todo nuevo ser está contenido, ya en el óvulo (ovulistas), ya en el espermatozoide (espermatistas), antes de la fecundación. Como resumía Leibniz (1646-1716), uno de los defensores del preformismo: “Las plantas y los animales son ingenerables e imperecederos […] proceden de semillas preformadas y, por consiguiente, de la transformación de seres vivientes preexistentes. Hay pequeños animales en el semen de los grandes que, mediante la concepción, adquieren un entorno nuevo que se apropian y en el que pueden nutrirse y crecer para salir a un teatro más grande” (26). En esta misma línea, Charles Bonnet (1720-1793) decía que la evolución no es la creación de algo nuevo, sino el simple crecimiento de partes preexisteentes, de una totalidad orgánica que lleva en sí la impronta de una obra hecha de una vez y para siempre. Las semillas son una especie de óvulos en donde todas las partes de la planta están diseñadas en miniatura. No hay producción de un ser nuevo, sino despliegue de un individuo ya constituido en todos sus órganos, que inicialmente aparece concentrado sobre sí mismo en la semilla o en el embrión.

Esta teoría conduce a la del encapsulamiento de Buffon: si todo ser vivo está previamente contenido en la semilla de otro ser vivo en un estado microscópicamente reducido, deberá, a su vez, contener otros seres preformados aún más reducidos, y así hasta el infinito, de modo que en el ovario de la primera mujer o en las vesículas seminales del primer hombre debían estar encapsuladas -unas dentro de otras- todas las generaciones que han constituido y constituirán en el futuro a todos los seres humanos. Era una hipótesis mecanicista en la que, por primera vez, se separaban los cambios cualitativos de los cuantitativos, se aceptaban éstos pero no aquellos: no hay crecimiento sino sólo multiplicación. La preformación, que está entre los fundamentos de la errónea hipótesis de los genes, conduce a la predestinación, una ideología religiosa cuyas raíces se remontan a Agustín de Hipona y a Lutero, es decir, que será muy fácilmente asimilada, como tendremos ocasión de comprobar, en los países de cultura protestante, germana y anglosajona.

En el mandato bíblico era dios quien daba las órdenes, como si a los primeros humanos, por sí mismos, no se les hubiera ocurrido ni crecer ni multiplicarse. Esta concepción tiene su origen en las concepciones de Platón y Aristóteles, que adolecían de un vicio que arraigó profundamente en la ciencia occidental: el hilemorfismo, la separación entre la materia y el movimiento, que a veces se presenta como una separación entre la materia y la forma. Para cambiar, la materia no se basta a sí misma sino que necesita un primer impulso externo. La materia es inerte por sí misma y las causas de sus cambios se han buscado históricamente en conceptos imprecisos, como el alma, que han abierto las puertas a toda suerte de misticismos y que la ciencia ha repudiado reiteradamente. Según Aristóteles, los animales también tienen alma. Lo mismo que en otros idiomas, en castellano la palabra “animal” deriva de la latina anima, que hace referencia a lo que está animado, es decir, dotado de vida y de movimiento por sí mismo. Siempre se ha identificado a los seres vivos por su capacidad de movimiento, por el cambio, el crecimiento y el desarrollo constantes (27). Pero al separar al cuerpo del alma la metafísica consideró que el primero necesita del alma para moverse mientras que el alma se basta a sí misma. El aliento vital es ese soplo con el que dios infunde vida al barro con el que crea al primer hombre. El alma mueve al mundo pero el alma no se mueve, no cambia, no crece, no se desarrolla. A diferencia del cuerpo, el alma es inmortal y, además, autosuficiente: no necesita respirar ni alimentarse para sobrevivir eternamente. El cuerpo crece, se transforma y cambia, mientras que el alma se reproduce. El latín preservó esa dicotomía metafísica ancestral diferenciando entre el femenino anima y el masculino animus que se introdujo en la biología, donde el óvulo (parte femenina) es la materia inerte a la que el espermatozoide (parte masculina) insufla dinamismo; en las células el citoplasma es esa parte femenina inactiva cuya función es esencialmente nutritiva, mientras el núcleo es la parte masculina, activa, que necesita alimentarse de la anterior (nature y nurture respectivamente). De aquí deriva la noción vulgar de proteína que se ha impuesto en la actualidad como factor puramente nutritivo, cuando en su origen a comienzos del siglo XIX era el elemento formador, el componente sustancial de los seres vivos. Un místico como Bergson destacó ese papel subordinado del cuerpo (nurture) frente al germen (nature): “La vida se manifiesta como una corriente que va de un germen a otro germen por mediación de un organismo desarrollado” (28). La “sociobiología” es más de lo mismo, una vulgaridad con pretensiones que copia la teoría de Bergson décadas después:

En un sentido darwiniano, el organismo no vive por sí mismo. Su función primordial ni siquiera es reproducir otros organismos; reproduce genes y sirve para su transporte temporal […] El organismo individual es sólo un vehículo, parte de un complicado mecanismo para conservarlos [los genes] y propagarlos con mínima perturbación bioquímica (29).

Con diferente formato, la teoría sintética repite la vieja metafísica idealista que sólo admite el alma, que pertenece a dios, y menosprecia la carne, el venero del pecado. El comensal es sujeto y la comida objeto. Es la diferencia entre pez y pescado llevada al extremo de que todo el pez -salvo sus genes- se ha convertido en pescado, un burdo pitagorismo que reduce los cambios cualitativos a cambios cuantitativos, que únicamente atiende a la reproducción porque el cuerpo es el hogar cuya tarea se limita a albergar, cuidar y engordar a los genes, movimiento puro. La semántica del idioma preserva esta dicotomía ancestral entre el alma y el cuerpo cuando atribuye a lo vegetativo una falta de dinamismo, una pasividad contemplativa. Se dice que alguien se dedica a la vida vegetativa o, si está en coma, que es como un vegetal. Es nuestro componente inferior; el superior, el verdaderamente importante, es el espíritu o, lo que es lo mismo, los genes.

La separación de ambos aspectos conduce al absurdo. Las divagaciones idealistas acerca de la vida hubieran resultado imposibles sin esa separación. Es el caso de Bergson, quien alude al movimiento sin objeto móvil, a la vida sin seres vivos: “En vano se buscará aquí, bajo el cambio, la cosa que cambia; si referimos el movimiento a un móvil, siempre es de un modo provisional y para satisfacer a nuestra imaginación. El móvil continuamente escapa a la mirada de la ciencia; ésta nunca ha de habérselas más que con la movilidad” (30). Sólo así es posible divagar sobre abstracciones como el aliento vital y toda suerte de impulsos misteriosos que son capaces de lograr lo que -supuestamente- la materia no puede por sí misma: moverse, cambiar, desarrollarse. La vida son los seres vivos, sus órganos y sus funciones. No es posible hablar acerca de la vida y conocerla en profundidad más que a través de las formas concretas y materiales en las que se manifiesta, a través del metabolismo, la fotosíntesis, la respiración, la reproducción, etc.

Replantear en la biología el problema del alma tiene un enorme interés, como veremos, porque es la versión travestida del problema de la forma. Acredita que no es suficiente poner de manifiesto el carácter material de la vida: la vida es materia pero es mucho más que materia inerte. El empleo de la expresión “materia viva” tiene la virtud de subrayar el origen de la vida en la materia inerte así como su aspecto material, es decir, que no hay en la vida nada ajeno o extraño a cualquier otra forma de materia. Ahora bien, la vida no se reduce a materia inerte porque sólo existe como materia orgánica, es decir, organizada o dispuesta de una forma especial. Como afirma Kedrov, “cada forma específica de movimiento posee su propio tipo de materia que le corresponde en el plano cualitativo, siendo aquella la forma (el modo) de existencia de éste”. Esto es consecuencia de la unidad entre el contenido y la forma, concluye Kedrov (31), síntesis que supera las limitaciones del hilemorfismo aristotélico. Los fenómenos vitales no se pueden reducir a fenómenos físicos porque la vida no aparece en cualquier disposición material sino exclusivamente en la materia orgánica, cuya complejidad supera -cuantitativa y cualitativamente- a la materia inerte. Esta tesis también se puede afirmar a la inversa, utilizando las palabras del fisiólogo alemán Johannes Müller: “La materia orgánica existente en los cuerpos orgánicos no se mantiene por completo sino en tanto que dura la vida de estos cuerpos” (32). La muerte descompone la materia orgánica, transformándola en materia inerte. La vida es, pues, el modo de existencia de la materia orgánica o, por expresarlo en las palabras de Engels: “La vida es el modo de existencia de los cuerpos albuminoideos, y ese modo de existencia consiste esencialmente en la constante autorrenovación de los elementos químicos de esos cuerpos” (33). Sólo hay vida donde hay materia orgánica y sólo hay materia orgánica donde hay vida. El estudio científico de la vida, la biología, sólo puede emprenderse a partir de las formas materiales específicas -orgánicas- que reviste y en ningún caso separado de ellas, como una entelequia abstracta.

La concepción de la vida como modalidad específica de movimiento de la materia orgánica surge en 1759 como una reacción contra el mecanicismo del siglo XVII y su variante biológica: el preformismo. En su obra Theoria generationis Caspar Friedrich Wolff (1733-1794) critica el preformismo y vuelve a la teoría de la generación en una forma nueva, más avanzada, epigenética. Wolff se apoyó en el estudio microscópico del crecimiento de los embriones, una novedad que fue seguida por Karl Ernst Von Baer (1792-1876), dando lugar al nacimiento de la embriología, la ciencia que estudiaba las características específicas del movimiento de la materia viva. Con ella el evolucionismo dio sus primeros pasos. Según Wolff, el embrión adquiere su forma definitiva de manera gradual. La teoría epigenética estudia el organismo en su movimiento, en su proceso de cambio, que sigue determinados ciclos o estadios sucesivos de desarrollo. Cada estadio se forma a partir del precedente por diferenciación. En consecuencia, cada estadio no está contenido en el anterior, como pretendía el preformismo. En el interior de los óvulos y espermatozoides sólo existe un fluido uniforme; después de la fecundación una serie de transformaciones progresivas -cuantitativas y cualitativas- dan origen al embrión a partir de una sustancia homogénea, que hoy llamaríamos “célula madre”. Los órganos especializados se forman a partir de células sin especializar. Con esta noción Von Baer formuló una ley general de la embriología: la epigénesis procede de lo general a lo particular, comenzando por un estado homogéneo que va diferenciándose sucesivamente en partes heterogéneas. Esta concepción del desarrollo epigenético de la materia viva no es, por tanto, serial sino ramificada o arborescente, un claro antecedente de las tesis evolucionistas de Lamarck y Darwin. Como se puede apreciar, también es dialéctica y se concibe bajo la influencia del idealismo alemán, dando lugar a la aparición en Alemania de una corriente denominada “filosofía de la naturaleza”.

De esta corriente -científica y filosófica a la vez- formó parte Goethe, para quien la preformación y la epigénesis representan, respectivamente, las tesis del fijismo (continuidad) y la variabilidad (discontinuidad). Paradójicamente su teoría de la metamorfosis de las plantas se apoya en la metempsicosis corpurum de Linneo. Goethe defiende la evolución, la variabilidad y rechaza la teoría de la preformación como “indigna de un espíritu cultivado”. Pero su “Teoría de la naturaleza” no es unilateral sino dialéctica, lo que le permite matizar con enorme finura: el árbol no está espacialmente contenido en la semilla pero sí hay en ella una cierta predeterminación. Una explicación científica de la variabilidad de las formas y sus metamorfosis se debe complementar con el reconocimiento de la continuidad de los seres vivos. El cambio, pues, no excluye la continuidad (34). Ésta era la médula racional en la que el preformismo aportaba explicaciones realmente valiosas. La síntesis que Goethe lleva a cabo entre el preformismo y la epigenética demuestra su perspicacia y supera los derroteros hacia los que Von Baer trató de conducir la embriología. Von Baer era partidario de las catástrofes, posicionándose a favor de Cuvier en su polémica con Geoffroy Saint-Hilaire y favoreciendo así a las corrientes antitransformistas (35).

En 1790 Kant en su obra “Crítica del juicio” delimita simultáneamente la materia inorgánica de la orgánica y expone una definición científica de “organismo” (organismo vivo naturalmente). Kant une y a la vez separa la materia orgánica de la inorgánica. Critica al hilozoísmo porque “el concepto de vida es una contradicción porque la falta de vida, inercia, constituye el carácter esencial de la misma” (35b) y, por tanto, la materia inerte forma parte integrante de la vida: no existiría vida sin materia inorgánica. Pero la crítica de Kant va sobre todo dirigida contra el mecanicismo: un ser vivo “no es sólo una máquina, pues ésta no tiene más que fuerza motriz, sino que posee en sí fuerza formadora, y tal por cierto, que la comunica a las materias que no la tienen (las organiza), fuerza formadora, pues, que se propaga y que no puede ser explicada por la sola facultad del movimiento (el mecanismo)” (36).

Después del concepto de generación de Aristóteles, la aportación de Kant es la segunda pieza sobre la que se articula la biología. Su formulación permitió por vez primera separar al organismo de su entorno, pero manteniendo a la vez a ambos unidos. Kant define el organismo como una articulación de partes relacionadas entre sí y dotada de autonomía, la unidad de la diversidad. Esta concepción, un extraordinario progreso de la ciencia, quebraba también la separación religiosa entre el creador y su criatura: todo organismo reúne ambas condiciones, es autoorganización (37), una facultad característica de la materia orgánica en virtud de la cual, los seres vivos:

a) forman una unidad frente al entorno, son reactivos e interdependientes respecto a él
b) individualidad: cada ser vivo es diferente y reacciona diferenciadamente del entorno

Esa capacidad de autoorganización se observa en la regeneración de las pérdidas y lesiones que padece la materia orgánica. La hidra es el ejemplo más característico de regeneración de los seres vivos inferiores, mientras que el sistema inmunitario se puede utilizar hoy como ejemplo para los seres más evolucionados de la defensa de la integridad corporal propia frente a las agresiones del entorno. Las heridas cicatrizan. Los seres vivos no sólo se generan a sí mismos sino que también se (re)generan por sí mismos a lo largo de su vida, porque son capaces de transformar las sustancias inertes de su entorno en sustancias orgánicas similares a las suyas propias (“intosuscepción”). La materia inorgánica no sufre pérdidas, ni experimenta alteraciones sustanciales, ni tampoco podría repararlas como hacen los seres vivos (38). Son estos -y sólo ellos- los que crean (y recrean) vida.

El filósofo alemán ofreció una formulación dialéctica muy alejada, por supuesto, del mecanicismo, pero también del finalismo. No existe esa separación entre la causa eficiente, mecánica, natural o inconsciente, y la causa final, intencional, consciente o artificial. En este punto Kant sigue la tesis de la causa sui de Espinosa: causalidad y finalidad forman una unidad dialéctica. Del mismo modo, para Kant, el organismo forma una unidad articulada en donde “todo es fin y recíprocamente medio”, es decir, en donde se rompe la división metafísica entre determinismo y finalismo que tantos interrogantes ha introducido en la biología. Hegel siguió la misma línea kantiana de crítica del mecanicismo, al que opone lo que califica de “quimismo”. Un error de los más graves, según Hegel, es la aplicación del mecanicismo a la materia orgánica, que debe ser sustituido por la acción recíproca. En las vinculaciones mecánicas los objetos se relacionan de una manera exterior, unos independientemente de los otros; en la química, unos se completan con los otros. Las causas no están separadas de sus efectos, ni los medios de los fines: “Aun el fin alcanzado es un objeto que sirve a su vez de medio para otros fines, y así hasta el infinito” (39). La causalidad es, pues, dialéctica o, si se prefiere, circular. En el griego antiguo la palabra “cambio” se traducía por metabolei, un término que también tiene connotaciones claramente biológicas y que remite a la noción de interacción. Con distintas variantes esa interacción se manifiesta en todos los fenómenos biológicos: es la homeóstasis fisiológica, el reflejo sicológico o la retroalimentación cibernética de los sistemas abiertos (40). Las explicaciones unilaterales, deterministas o finalistas, han promovido agotadoras controversias en biología que resultan irresolubles en la forma en que se han planteado porque sus presupuestos son metafísicos; no tienen en cuenta la evolución.

En biología las supersticiones acerca de la inmortalidad del alma se introdujeron bajo la forma de teoría de la continuidad de la vida o biogénesis. La vida procede de la vida; no habría sido creada por dios sino que existiría desde siempre. Algunos manuales universitarios de genética comienzan así precisamente, por la continuidad de la vida y la explicación de la vida como un fenómeno continuo. Basta sustituir las palabras “plasma” o “genes” por la de alma, para retroceder dos mil años en el túnel del tiempo. La nueva mística mendelista asevera que “el plasma germinal es potencialmente inmortal”, que “todo organismo procede de la reproducción de otros preexistentes” y que “la biogénesis se eleva de la categoría de ley corroborada por los datos empíricos a la de teoría científica”. Ahora bien, otro de los dogmas que la biogénesis quiere cohonestar con el anterior es el de que nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución, aunque el manual que comentamos nada argumenta para fundir ambos principios (41), que son radicalmente incompatibles. La teoría de la continuidad de la vida no explica su origen sino que lo presupone. En torno a la continuidad de la vida hay organizadas varias sectas oscurantistas, entre ellas la de Monod, para quien la vida podría ser eterna porque hay una “perfección conservativa de la maquinaria” animal; pero en el funcionamiento molecular se van produciendo “errores” que se acumulan fatalmente (42). Es un nuevo ropaje para la vieja mística de la inmortalidad. En la ciencia de la vida la muerte desempeña un papel capital, por más que desde que Comte impusiera su veto no se mencione casi nunca. Algo falla en las enciclopedias cuando siempre se habla de la vida pero no de la muerte, de la evolución pero no de la involución, de la generación pero no de la extinción. A lo máximo algunos biólogos aluden a la senectud, a los intentos de curar las enfermedades y prolongar la vida, pero nunca a su destino inexorable, que es la muerte, la contrapartida dialéctica de la vida: “La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte”, escribió Bichat a comienzos del siglo XIX en un manual que contribuyó a fundar la fisiología moderna (43). Sólo se mueren los organismos vivos. La vida, pues, no es una entelequia, una abstracción al margen de las formas materiales en las que se manifiesta y nada como la muerte demuestra la vinculación indisoluble de la vida a la materia orgánica, la unidad dialéctica de todas las formas de materia, así como su carácter concreto y perecedero. La muerte convierte a la materia viva en materia inerte y, al mismo tiempo, ésta es necesaria para la vida. No sólo no habría vida sin materia orgánica sino que tampoco la habría sin materia inerte: sin azúcares, oxígeno, grasas, agua, fotones o sales minerales. La muerte es imprescindible para la continuidad de la vida y, sin embargo, es el fenómeno necesariamente ausente en todos los planteamientos místicos acerca de la vida porque pretenden presentar a ésta como causa y nunca como efecto: la vida es consecuencia de un determinado grado de evolución de la materia. En la vida, pues, hay continuidad pero también hay discontinuidad. Goethe refería un stirb und werde, un proceso continuo de desintegración y regeneración. En esta misma línea Engels sostuvo lo siguiente: “Ya no se considera científica ninguna fisiología si no entiende la muerte como un elemento esencial de la vida, la negación de la vida como contenida en esencia en la vida misma, de modo que la vida se considera siempre en relación con su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella, en germen. La concepción dialéctica de la vida no es más que esto. Pero para quien lo haya entendido, se terminan todas las charlas sobre la inmortalidad del alma. La muerte es, o bien la disolución del cuerpo orgánico, que nada deja tras de sí, salvo los constituyentes químicos que formaban su sustancia, o deja detrás un principio vital, más o menos el alma, que entonces sobrevive a todos los organismos vivos, y no sólo a los seres humanos. Por lo tanto aquí, por medio de la dialéctica, el solo hecho de hablar con claridad sobre la naturaleza de la vida y la muerte basta para terminar con las antiguas supersticiones. Vivir significa morir” (44). Por su parte, Waddington afirmó que es la muerte la que logra que la evolución no se detenga: si cada individuo fuera inmortal no habría espacio para otros ensayos de nuevos ejemplares y variedades. La muerte de los individuos deja lugar para la aparición de nuevos tipos susceptibles de ser ensayados; es el único camino para evitar el estancamiento evolutivo y, en consecuencia, forma parte integrante de la evolución (45).

Como cualquier fenómeno dialéctico, la vida describe ciclos que sólo aparentemente se repiten. La muerte es un estadio de ese ciclo vital. Las células también tienen sus ciclos y, en consecuencia, mueren. Pero si el organismo se compone de varias células, sobrevive aunque algunas de ellas mueran porque es relativamente independiente de ellas. El ser humano pierde cada año una masa de celulas cuyo peso es casi equivalente al de la totalidad del cuerpo. Las células mueren en un fenómeno natural (apoptosis), aunque en realidad son sustituidas por otras que contribuyen a renovar el organismo (46). A su vez, el organismo muere pero no la especie a la que pertenece. La continuidad exige el cambio y el cambio resultaría impensable sin la continuidad (47). La sangre recorre todo el organismo poniendo en comunicación a sus diferentes partes (tejidos, órganos y células) siguiendo un circuito cerrado, ininterrumpido, y renovándose continuamente a sí misma, de manera que la sangre que penetra en el corazón no es la misma que sale de él. Es otro ejemplo gráfico de la esencia misma de los fenómenos biológicos. De ahí que la denominada ley de la replicación de Haeckel, una variante de la de Von Baer que ha quedado expuesta anteriormente, sea un poderoso instrumento de análisis en biología, como tantos otros de tipo analógico que son propios de esta ciencia, porque permiten comparar la dinámica evolutiva de las especies y los individuos: cada embrión reproduce la evolución de la especie de manera acelerada y resumida; el desarrollo individual replica cada una de las secuencias del desarrollo general que ha seguido la especie de la que forma parte a lo largo de su historia evolutiva; los rasgos más primitivos se forman primero y los más recientes vienen después. Las transformaciones que en la especie requirieron millones de años, se resumen y acortan en unas pocas semanas o meses de gestación (48).

Entre el cúmulo de nociones confusas que se han difundido en torno a la tesis de la continuidad de la vida está la de enfrentarla a lo que se quiere presentar como su contrario, la de la “generación espontánea” (49), una concepción dominante en toda la historia de la biología hasta su quiebra a mediados del siglo XIX. Además, esa quiebra de la generación espontánea acarrearía inexorablemente la de la generación aristotélica sobre la que parece fundarse aquella. Ambos argumentos son falsos. En primer lugar, la tesis de la generación espontánea está ligada a la continuidad de la vida; en el segundo, su quiebra no sólo no arrastra a la generación aristotélica sino que confirma que se trata de la única concepción acorde con la ciencia.

El error de la generación espontánea fue puesto de manifiesto por Pasteur en 1868. A pesar de ello, como tantas otras hipótesis científicas equivocadas, desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la biología y aún hoy envuelve un núcleo racional de enorme alcance: plantea la cuestión del origen de la vida, un interrogante no resuelto que alimenta no sólo las más diversas concepciones religiosas sino también erróneas tesis en el interior de determinadas concepciones científicas. El salto cualitativo de la materia al transformarse en materia viva es el más importante de todos, tanto que resultó de muy difícil asimilación. De ahí que muchos biólogos pensaran que la materia viva procedía de otra materia viva en descomposición. Era más fácil pensar que la vida no desaparecía totalmente y que podía surgir de eso que no había muerto de una manera definitiva. “Un ser que perece encierra aún el ser”, decía Aristóteles en la cita que he recogido antes, una tesis idéntica a la de Leibniz: no existe ni generación “entera” ni muerte “perfecta” porque la naturaleza no salta, el alma se traslada a otro cuerpo poco a poco, etc. (50). De esa concepción surgen los velatorios y otros ritos funerarios ancestrales que dejan transcurrir un cierto tiempo antes de proceder a la incineración o el entierro: la muerte no es un acto instantáneo sino que existe un proceso intermedio en el que la vida agoniza o se extingue paulatinamente. Era como las llamas que reavivan antes de que el fuego se extinga completamente. Este tipo de concepciones acreditan que la generación espontánea no sólo no contradecía la tesis, aparentemente opuesta, de la continuidad de la vida, sino que está asociada a ella. Según el biólogo alemán Treviranus, la materia orgánica era indestructible: podía cambiar su forma pero no su esencia (51). En consecuencia, es falso sostener que los experimentos de Pasteur demostraron la tesis de la continuidad de la vida (52).

En la forma en que venía exponiéndose, la teoría de la generación espontánea sostenía que la vida, los microbios, surgían de la putrefacción y descomposición de la materia orgánica (detritus, fermentación) y, además, que ese fenómeno se producía de manera súbita o instantánea, es decir, espontáneamente. Lo que verdaderamente Pasteur demostró fue lo siguiente:

a) que la descomposición de la materia orgánica no es un fenómeno químico sino biológico
b) que los microbios no son el efecto sino la causa de ese fenómeno biológico
c) que la muerte devuelve la vida a su punto de partida, transforma la vida en materia inerte

Como cualquier otra forma de movimiento, la vida es una unidad de contrarios, la unidad de la vida y la muerte y la unidad de la materia viva y la materia inerte. Esos contrarios interaccionan entre sí, se transforman unos en otros permanentemente. A lo largo de su vida y con el fin de preservarla, los organismos transforman la materia inerte en su contrario por medio del metabolismo, la fotosíntesis y otros procesos fisiológicos. Una vez muerto el organismo vivo, la materia orgánica entra en un proceso de descomposición que la aleja de la vida y la convierte en materia inerte. El origen de la vida arranca con el carbono y acaba con la carbonización. Cabe concluir, pues, que si la teoría de la generación espontánea era falsa, la de la continuidad de la vida lo es aún más. En este sentido, decía Engels, los experimentos de Pasteur eran inútiles porque es una ingenuidad “creer que es posible, por medio de un poco de agua estancada, obligar a la naturaleza a efectuar en veinticuatro horas lo que le costó miles de años” (53).

De la generación cabe decir lo mismo que de la explosión del Cámbrico. Por más que se deban utilizar estas expresiones para aludir a los saltos cualitativos que la naturaleza y la vida experimentan, por contraposición a otro tipo de cambios, tales modificaciones súbitas nunca aparecen repentinamente sino que en sí mismos son otros tantos procesos y transiciones cuya duración puede prolongarse durante millones de años. En la mayor parte de los fenómenos biológicos intervienen catalizadores (enzimas), una de cuyas funciones consiste precisamente en acelerar los procesos. Pero por más que una transformación bioquímica se acelere, ninguna de ellas se produce instantáneamente, ni siquiera en las células, donde su duración se mide en ocasiones por millonésimas de segundo. La cinética química es una disciplina que, entre otras cuestiones, estudia la velocidad a la que se producen las reacciones químicas y tiene establecido, además, que dicha velocidad no es constante a lo largo de la transformación y que depende de varios factores: la presión, la temperatura, la concentración de los reactivos, la concentración del catalizador, etc. Eso significa que entre el principio y el final de cualquier reacción química existen transiciones y situaciones intermedias en las que se forman sustancias que ni estaban al principio ni aparecerán al final. Por ejemplo, el vino obtiene su alcohol de la fermentación del azúcar (glucosa) de la uva pero no de una manera instantánea sino después de doce reacciones químicas intermedias catalizadas cada una de ellas por una enzima diferente.

Toda mutación, salto cualitativo o explosión biológica es un proceso más o menos dilatado en el tiempo. El origen de la vida, como el origen del hombre y el de cualquier especie son saltos cualitativos prolongados a lo largo de millones de años a través de fenómenos intermedios de transición encadenados unos con otros. Si con los registros fósiles descubiertos hasta la fecha el inicio de la hominización puede remontarse a cinco millones de años, es fácil conjeturar que el origen de la vida fue un proceso aún mucho más dilatado en el tiempo.

Hasta 1868 la mayor parte de los biólogos sostuvieron la generación espontánea (54). También la defendió Marx en sus manuscritos de 1844, donde la concebía como el acta de nacimiento de la vida (55). Marx empleaba la tesis de la generación espontánea para la crítica de la religión, que entonces constituía uno de los elementos fundamentales en la elaboración de su propio pensamiento. Lamarck restringió su alcance: criticó la teoría “de los antiguos” y sostuvo que sólo los infusorios (bacterias) surgen por generación espontánea (56). La teoría de Darwin también dependía de la generación espontánea (57). A pesar de su descubrimiento, el propio Pasteur nunca negó que la materia viva procediera de la inerte y siempre se manifestó contrario a la separación entre ambos tipos de materia (58). Quizá se hubiera entendido mejor su posición sobre este punto si se hubiera analizado su concepción de la enfermedad, que él comparó con las fermentaciones para defender que tampoco existían las enfermedades espontáneas. Como la muerte, la patología es un fenómeno característico de la vida: sólo enferman los seres vivos.

La teoría de la continuidad de la vida conduce a una articulación externa y mecánica entre lo inerte y lo vivo o, en otros casos, a una disolución de la biología en el viejo arquetipo de las “ciencias naturales”. La crisis de la tesis de la generación espontánea no sólo no refuta sino que confirma la noción de generación y, por tanto, la del origen de la vida, un origen que únicamente puede buscarse en la materia inorgánica. La generación espontánea sostenía una determinada forma en que la materia inerte se transforma en vida. Que ese salto no se produzca de esa forma no significa que no se produzca o, en otras palabras, que la generación no sea espontánea no significa que no haya generación, que la vida no surja de la materia inerte. No surge de la forma que se había pensado hasta mediados del siglo XIX pero surge indudablemente, por más que hasta la fecha no se sepa cómo.

Pero es importante tener en cuenta que la teoría de la generación no es sólo una concepción, la única científica, acerca de la aparición de la vida en el universo entero o sobre la tierra, un debate en el que la generación aparece como un fenómeno insólito, un caso único rodeado de misterio. Es bastante más prosaico: una vez aparecida, la vida se caracteriza por (re)crear vida constante y cotidianamente sin ninguna clase de intervención divina. Eso es la intosuscepción, la epigénesis, el metabolismo y demás funciones fisiológicas de los seres vivos. De manera reiterada la materia inerte se está transformando en materia viva. Aquel origen primigenio de la vida se repite cada día.

Buena prueba de ello es el ciclo del carbono. Éste es el cuarto elemento químico más abundante en la parte conocida del universo, después del hidrógeno, el helio y el oxígeno. Constituye el pilar básico de la materia orgánica ya que integra todas las formas conocidas de vida. Por lo tanto, los elementos componentes de la materia orgánica son los mismos que los de la materia inorgánica. Todas las moléculas orgánicas (azúcares, grasas, proteínas y ácidos nucleicos) están formadas por átomos de carbono en un porcentaje promedio del 18 por ciento. Se conocen cerca de 10 millones de compuestos del carbono. Además de su forma orgánica, el carbono también está presente en la materia inorgánica, en las rocas, en la atmósfera y en el agua. En forma de gas CO2 (dióxido de carbono o anhídrido carbónico), el carbono está presente en la atmósfera en una concentración de más del 0’03 por ciento. Además del carbono, en las moléculas orgánicas existen otros elementos químicos, pero lo que diferencia a la materia orgánica de la inorgánica no es su composición sino su compleja organización. La enorme variedad de moléculas que componen los seres vivos se debe a la fantástica capacidad de combinación del carbono con otros elementos químicos (hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y otros). El carbono puede formar compuestos muy complejos y muy pesados gracias a diferentes combinaciones y enlaces de otros compuestos más simples. Por ejemplo, una molécula de ADN de una célula humana mide aproximadamente dos metros y enlaza a unos tres billones de pequeñas unidades, cuyo tamaño es del orden de millonésimas de metro, que se van alternando siguiendo un determinado orden.

El ciclo del carbono consiste en su transformación de su forma inorgánica en inorgánica y a la inversa. Los vegetales verdes (aquellos que contienen clorofila) toman el anhídrido carbónico del aire y durante la fotosíntesis lo acumulan en los tejidos vegetales en forma de grasas, proteínas e hidratos de carbono y liberan oxígeno según la siguiente reacción que se produce en presencia de una fuente de energía luminosa y en la que la clorofila actúa como catalizador, según fue expuesta por Von Sachs en 1864:

CO2 + H2O ® CH2O + O2

En términos más llanos, a partir del anhídrido carbónico y el agua, las plantas elaboran oxígeno y azúcares (glúcidos o hidratos de carbono). Como las plantas son, además, el material nutritivo de los animales herbívoros, los hidratos de carbono aportan energía a los hervívoros en forma de glucosa. El retorno del anhídrido carbónico a la atmósfera se hace cuando en la respiración los animales oxidan los alimentos produciendo anhídrido carbónico. En este ciclo cada año se consume y se renueva un cinco por ciento aproximadamente de las reservas de anhídrido carbónico de la atmósfera.

Los seres vivos acuáticos toman el anhídrido carbónico del agua. La solubilidad de este gas en el agua es muy superior a la del aire. Cuando los porcentajes contenidos en el aire superan a los existentes en los océanos, se forma ácido carbónico que ataca los silicatos que constituyen las rocas, dando lugar a los carbonatos y bicarbonatos que los peces absorben. Por eso el agua es uno de las reservas más importantes de carbono bajo la forma de sedimentos orgánicos que suponen más del 70 por ciento de los recursos de carbono existentes en la Tierra.

Una parte del carbono no retorna a la atmósfera sino que se transforma con la descomposición de la materia orgánica, creando sedimentos de pretróleo, gas y carbón. Tras la muerte de los animales, bacterias y otros organismos descomponen sus restos, cadáveres y excrementos. Una parte de esos restos se depositan en los sedimentos, donde se mineralizan. Por ejemplo, el carbón vegetal se produce por calentamiento en ausencia de aire (hasta temperaturas de 400 a 700 grados centígrados) de madera y otros residuos vegetales. Del modo parecido se forman otros depósitos de combustibles fósiles como petróleo y gas natural. El retorno a la atmósfera de los sedimentos inorgánicos se produce en las erupciones volcánicas tras la fusión de las rocas que los contienen o cuando se extrae artificialmente el carbón, el gas o el petróleo. La combustión de estos elementos devuelve de nuevo el anhídrido carbónico a la atmósfera.

Otros compuestos inorgánicos esenciales para la vida, como el nitrógeno o el agua, también describen ciclos similares. En estos procesos periódicos no intervienen fuerzas ajenas a la materia sino que se retroalimentan a sí mismos indefinidamente, poniendo de manifiesto que las causas se convierten en efectos y los efectos en causas. Son fenómenos a la vez reversibles e irreversibles. De ahí que afirmar que el origen de la vida radica en la materia inorgánica no puede tener nada de sorprendente porque es un fenómeno cotidiano que la naturaleza repite incansable: “Y así volvemos al modo de ver de los grandes fundadores de la filosofía griega, al concepto de que el conjunto de la naturaleza, desde el elemento más pequeño hasta el más grande, desde los granos de arena hasta los soles, desde los protistos hasta el hombre, tiene su existencia en un eterno devenir y extinguirse, en un flujo constante, en un interminable movimiento y cambio. Pero con la diferencia esencial de que lo que en el caso de los griegos era brillante intuición, en el nuestro es el resultado de una estricta investigación científica, en consonancia con la experiencia, y por lo tanto surge también en forma mucho más definida y clara. Es cierto que la prueba empírica de esa trayectoria cíclica no carece por completo de lagunas, pero son insignificantes en comparación con lo que ya se estableció con firmeza, y por otra parte se llenan cada vez más, con cada año que pasa” (59).

ÍNDICE
(1) Caza de brujas en la biología (11) La técnica de vernalización
(2) Creced y multiplicaos (12) Cuando los faraones practicaban el incesto
(3) La maldición lamarckista (13) Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS
(4) La ideología micromerista (14) Los lysenkistas y el desarrollo de la genética
(5) Regreso al planeta de los simios (15) Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
(6) El espejo del alma (16) El linchamiento de un científico descalzo
(7) La teoría sintética de Rockefeller (17) Los peones de Rockefeller en París
(8) La teoría de las mutaciones (18) La genética después de Lysenko
(9) Tres tendencias en la genética soviética (19) Notas
(10) Un campesino humilde en la Academia (20) Otra bibliografía es posible

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