SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO VII
LOS CAPITANES QUE JUSTICIARON, Y CÓMO LLEVARON SUS CABEZAS A DIVERSAS PARTES DEL REINO
Pasados los coloquios referidos, sucedió otro muy diferente con un soldado que se decía Diego de Tapia, que yo conocí de quien hicimos mención en nuestra historia de la Florida, libro sexto, capítulo diez y ocho. El cual había sido soldado de Carvajal, de su propia compañía, y muy querido suyo, porque era buen soldado y muy ágil para cualquier cosa. Era pequeño de cuerpo y muy pulido en todo, y se le había huído a Carvajal antes de la batalla Huarina. Puesto delante dél, lloró a lágrima viva con mucha ternura y pasión, y entre otras cosas de mucho sentimiento, le dijo: “Señor mío, padre mío, mucho me pesa de ver a vuesa merced en el punto en que está; plugiera a Dios, señor mío, que se contentaran con matarme a mí, y dejaran a vuesa merced con la vida, que yo diera la mía por muy bien empleada. ¡Oh señor mío, cuánto me duele verlo así! Si vuesa merced se huyera cuando yo me huí, no se viera como se ve”. Carvajal le dijo que creía muy bien su dolor y sentimiento, y le agradecería mucho su voluntad, y el deseo de trocar su vida por la ajena, que bien mostraba la amistad que le había tenido. Y a lo de la huída le dijo: “Hermano Diego de Tapia, pues que éramos tan grandes amigos, ¿por qué cuando os huisteis no me lo dijisteis, y nos fuéramos ambos?”. Dio bien que reír su respuesta a los que le conocían, y les causó admiración ver cuán en sí estaba para responder a todo lo que se le ofrecía. Todo esto y mucho más pasó el día de la batalla con Francisco de Carvajal. Gonzalo Pizarro estuvo solo, que no le vio nadie, porque él lo mandó así, si no fue Diego Centeno y otros seis o siete soldados principales que estaban con él guardándole.
El día siguiente se hizo justicia de Gonzalo Pizarro y de su maese de campo y capitanes, los que prendieron el día de la batalla, que como dice Gomara, capítulo ciento y ochenta y siete, fueron Juan de Acosta, Francisco Maldonado, Juan Vélez de Guevera, Dionisio de Bobadilla, Gonzalo de los Nidos, a quien dice que le sacaron la lengua por el colodrillo, y no dice por qué; y fue por grandes blasfemias que dijo contra la majestad imperial. A todos éstos y a otros muchos ahorcaron, que aunque eran hijos dalgo no quisieron guardarles su preeminencia, porque fueron traidores a su rey. Después de ahorcados les cortaron las cabezas para enviarlas a diversas ciudades del reino. Las de Juan de Acosta y Francisco Maldonado se pusieron en el rollo de la plaza del Cozco, en sendas jaulas de hierro; yo las vi allí, aunque uno de los autores (que es el Palentino), capítulo noventa y uno, diga que la de Acosta llevaron a la ciudad de los Reyes. La de Dionisio de Bobadilla y otra con ella llevaron a Arequepa, donde se cumplió muy por entero el pronóstico que la buena Juana de Leyton echó al mismo Bobadilla cuando llevó a aquella ciudad la cabeza de Lope de Mendoza, que le dijo que muy presto la quitarían de allí y pondrían la suya en el mismo lugar; así se cumplió muy a la letra. Diéronse priesa a ejecutar la justicia en Gonzalo Pizarro y sus ministros, porque temían, como dicen los autores, que mientras él vivía no estaba segura la tierra. A Pizarro condenaron a cortar la cabeza por traidor, y que le derribasen las casas que tenían en el Cozco, y sembrasen de sal, y pusiesen un pilar de piedra con un letrero que dijese: “Estas son las casas del traidor de Gonzalo Pizarro”, etc.
Todo lo cual vi yo cumplido, y las casas eran las que le cupieron en el repartimiento de aquella ciudad se hizo cuando la ganaron él y sus hermanos; y el sitio en lengua de indio se llamaba Coracora, que quiere decir herbazal. Gonzalo Pizarro, el día de su prisión, como se ha dicho, estuvo en la tienda del capitán Diego Centeno, donde le trataron con el mismo respeto que en su mayor prosperidad y señorío. No quiso comer aquel día, aunque se lo pidieron; casi todo él lo gastó en pasearse a solas muy imaginativo; y a buen rato de la noche dijo a Diego Centeno: “Señor, ¿estamos seguros esta noche?”. Quiso decir si le matarían aquella noche o aguardarían al día venidero, porque bien entendía Gonzalo Pizarro que las horas eran años para sus contrarios hasta haberle muerto. Diego Centeno, que lo entendió, dijo: “Vuesa señoría puede dormir seguro, que no hay que imaginar en eso”. Ya pasada la medianoche, se recostó un poco sobre la cama y durmió como una hora; luego volvió a pasearse hasta el día, y con la luz de él pidió confesor, y se detuvo con él hasta el mediodía, donde lo dejaremos por pasarnos a Francisco de Carvajal, para decir lo que hizo aquel día, que no anduvo tan destinado como uno de los autores le hace, sino muy en contra, como yo lo diré, no por obligación de beneficios que cosa más hubiese recibido de Francisco de Carvajal; antes deseó matar a mi padre después de la batalla de Huarina, y procuró hallar causas para ello sacadas de sus imaginaciones y sospechas; y conforme a esto antes había de decir yo mal dél que volver por su honra; pero la obligación del que escribe los sucesos de sus tiempos para dar cuenta dellos a todo el mundo, me obliga y aun fuerza, si así se puede decir, a que sin pasión, ni afición diga la verdad de los que pasó; y juro como cristiano que muchos pasos de los que hemos escrito los he acortado y cercenado por no mostrarme aficionado o apasionado en escribir tan en contra de lo que los autores dicen, particularmente el Palentino, que debió de ir tarde a aquella tierra, y oyó al vulgo muchas fábulas compuestas a gusto de los que las quisieron inventar, siguiendo sus bandos y pasiones.
Estas cosas que he dicho y otras que diré tan menudas que pasaron en aquellos días, las oí en mis niñeces a los que hablaban en ellas, que en aquel tiempo y años después no había conversación de gente noble en que poco o mucho no se hablase destos sucesos. Después, en edad madura, las oí a persona y personas que fueron guardas de Francisco de Carvajal y de Gonzalo Pizarro, que las tiendas donde estuvieron presos estaban muy cerca la una de la otra, y aquellos soldados que los guardaban, que eran de los principales, se pasaban de la una a la otra remudándose; y así lo vieron todo, y lo contaban en particular, como testigos de vista.