“Los Comentarios Reales” (II-VIII) [Inca Garcilaso de la Vega]

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO VIII

LA VENGANZA QUE AGUIRRE HIZO DE SU AFRENTA, Y LAS DILIGENCIAS DEL CORREGIDOR POR HABERLE A LAS MANOS, Y CÓMO AGUIRRE SE ESCAPÓ

Aguirre no fue a su conquista, aunque los de la villa de Potocsi le ayudaban con todo lo que hubiese menester; más él se excusó diciendo que lo que le había menester para su consuelo era buscar la muerte, y darle priesa para que llegase aína, y con esto se quedó en el Perú, y cumplido el término del oficio del licenciado Esquivel, dio en andarse tras él como hombre desesperado para matarle como quiera pudiese, para vengar su afrenta. El licenciado, certificado por sus amigos desta determinación, dio en ausentarse y apartarse del ofendido; y no como quiera, sino trescientas y cuatrocientas leguas en medio, pareciéndole que viéndole ausente y tan lejos le olvidaría Aguirre; mas él cobraba tanto más ánimo cuanto más el licenciado le huía, y le seguía por el rastro dondequiera que iba. La primera jornada del licenciado fue hasta la ciudad de los Reyes, que hay trescientas y veinte leguas de camino; mas adentro de quince días estaba Aguirre con él; de allí dio el licenciado otro vuelo hasta la ciudad de Quito, que hay cuatrocientas leguas de camino; pero a poco más de veinte días estaba Aguirre en ella, lo cual sabido por el licenciado, volvió y dio otro salto hasta el Cozco, que son quinientas leguas de camino; pero a pocos días después vino Aguirre, que caminaba a pie y descalzo, y decía que un azotado no había de andar a caballo ni parecer donde gente lo viesen. Desta manera anduvo Aguirre tras su licenciado tres años y cuatro meses. El cual, viéndose cansado de andar tan largos caminos y que no le aprovechaban, determinó hacer asiento en el Cozco, por parecerle que habiendo en aquella ciudad un juez tan riguroso y justiciero no se le atrevería Aguirre a hacer cosa alguna contra él. Y así tomó para su morada una casa calle en medio de la iglesia Mayor, donde vivió con mucho recato; traía de ordinario una cota vestida debajo del sayo, y su espada y daga ceñida, aunque era contra su profesión. En aquel tiempo un sobrino de mi padre, hijo de Gómez de Tordoya, y de su mismo nombre, habló al licenciado Esquivel, porque era de la patria, extremeño y amigo, y le dijo: “Muy notorio es a todo el Perú cuán canino y diligente anda Aguirre por matar a vuesa merced; yo quiero venirme a su posada siquiera a dormir de noche en ella, que sabiendo Aguirre que estoy con vuesa merced no se atreverá a entrar en su casa”. El licenciado lo agradeció, y dijo que él andaba rectado y su persona segura, que no se quitaba una cota ni sus armas ofensivas, que esto bastaba; que lo demás era escandalizar la ciudad, y mostrar mucho temor a un hombrecillo como Aguirre; dijo esto porque era pequeño de cuerpo y de ruin talla, mas el deseo de la venganza le hizo tal de persona y ánimo, que pudiera igualarse con Diego García de Paredes y Juan de Urbina, los famosos de aquel tiempo, pues se atrevió a entrar un lunes a mediodía en casa del licenciado, y habiendo andado por ella muchos pasos, y pasado por un corredor bajo y alto, y por una sala alta, y una cuadra, cámara y recámara, donde tenía sus libros, le halló durmiendo sobre uno de ellos y le dio una puñalada en la sien derecha, de que lo mató, y después le dio otras dos o tres por el cuerpo, mas no le hirió por la cota que tenía vestida, pero los golpes se mostraron por la roturas del sayo. Aguirre volvió a desandar lo andado, y cuando se vio a la puerta de la calle halló que se le había caído el sombrero, y tuvo ánimo de volver por él, y lo cobró y salió a la calle; mas ya cuando llegó a este paso iba todo cortado, sin tiento ni juicio; pues no entró en la iglesia a guarecerse en ella teniendo la calle en medio. Fuese hacia San Francisco, que entonces estaba el convento al oriente de la iglesia; y habiendo andado buen trecho de la calle, tampoco acertó a ir al monasterio. Tomó a mano izquierda por una calle que iba a parar donde fundaron el convento de Santa Clara. En aquella plazuela halló dos caballeros mozos, cuñados de Rodrigo de Pineda, y llegándose a ellos, les dijo: “Escóndanme, escóndanme”, sin saber decir otra palabra; que tan tonto y perdido iba como esto. Los caballeros, que le conocían y sabían su pretensión, le dijeron: “¿Habéis muerto al licenciado Esquivel?”. Aguirre dijo “Sí, señor; escóndanme, escóndanme”. Entonces le metieron los caballeros en la casa del cuñado, donde a lo último della había tres corrales grandes, y en el uno dellos había una zahurda donde encerraban los cebones a sus tiempos.

Allí lo metieron y le mandaron que en ninguna manera saliese de aquel lugar, ni asomase la cabeza, porque no acertase a verle algún indio que entrase en el corral, aunque el corral era excusado: que no habiendo ganado dentro, no tenían a qué entrar en él. Dijéronle que ellos le proveerían de comer sin que nadie lo supiese; y así lo hicieron, que comido y cenando a la mesa del cuñado, cada uno dellos disimuladamente metía en las faltriqueras todo el pan y carne, y cualquiera otra cosa que buenamente podían; y después de comer, fingiendo cada uno de por sí que iba a la provisión natural, se ponía a la puerta de la zahurda, y proveía al pobre Aguirre; y así lo tuvieron cuarenta días naturales.

El corregidor, luego que supo la muerte del licenciado Esquivel, mandó repicar las campanas y poner indios Cañaris por guardas a las puertas de los conventos, y centinelas alrededor de toda la ciudad, y mandó apregonar que nadie saliese de la ciudad sin licencia suya. Entró en los conventos, católos todos, que no le faltó sino derribarlos. Así estuvo la ciudad en esta vela y cuidado más de treinta días, sin que hubiese nueva alguna de Aguirre, como si se le hubiera tragado la tierra. Al cabo deste tiempo aflojaron las diligencias, quitaron las centinelas, pero no las guardas de los caminos reales que todavía se guardaban con rigor. Pasados cuarenta días del hecho les pareció a aquellos caballeros (que el uno dellos se decía Fulano Santillán y el otro Fulano Cataño, caballeros muy nobles, que los conocí bien, y el uno dellos hallé en Sevilla cuando vine a España) que sería bien poner en más cobro a Aguirre, y librarse ellos del peligro que corrían de tenerle en su poder; porque el juez era riguroso, y temían no les sucediese alguna desgracia. Acordaron sacarle fuera de la ciudad en público y no a escondidas, y que saliese en hábito negro, para lo cual le raparon el cabello y la barba, y le lavaron la cabeza, el rostro, y el pescuezo, y las mano, y brazos hasta los codos con agua; en la cual habían echado una fruta silvestre, que ni es de comer ni de otro provecho alguno: los indios le llaman vitoc; es de color, forma y tamaño de una berenjena de las grandes; la cual, partida en pedazos, y echada en agua, y dejándola estar así tres o cuatro días, y lavándose después con ella el rostro y las manos, y dejándola enjugar al aire, a tres o cuatro veces que se laven pone la tez más negra que de un Etíope, y aunque después se laven con otra agua limpia, no se pierde ni quita el color negro hasta que han pasado diez días; y entonces se quita con el hollejo de la misma tez, dejando otro como el que antes estaba. Así pusieron al buen Aguirre, y lo vistieron como a negro del campo con vestidos bajos y viles; y un día de aquéllos, a mediodía, salieron con él por las calles y plaza hasta el cerro que llaman Carmenca, por donde va el camino para ir a los Reyes, y hay muy buen trecho de calle y plaza, desde  la casa de Rodrigo de Pineda hasta el cerro Carmenca. El negro Aguirre iba a pie delante de sus amos; llevaba un arcabuz al hombro, y uno de sus amos llevaba otro en el arzón, y el otro llevaba en la mano un halconcillo de los de aquella tierra, fingiendo que iban a caza.

Así llegaron a lo último del pueblo donde estaban las guardas. Las cuales les preguntaron si llevaban licencia del corregidor para salir de la ciudad. El que llevaba el halcón, como enfadado de su propio descuido, dijo al hermano: “Vuesa merced me espera aquí o se vaya poco a poco, que yo vuelvo por la licencia y le alcanzaré muy aína”. Diciendo esto, volvió a la ciudad y no curó de la licencia. El hermano se fue con su negro a toda buena diligencia hasta salir de la jurisdicción del Cozco, que por aquella parte son más de cuarenta leguas de camino; y habiéndole comprado un rocín y dándole una poca de plata, le dijo: “Hermano, ya estáis en tierra libre que podéis iros donde bien os estuviere, que yo no puedo hacer más por vos”. Diciendo esto se volvió al Cozco, y Aguirre llegó a Huamanca, donde tenía un deudo muy cercano, hombre noble y rico de los principales vecinos de aquella ciudad. El cual lo recibió como a propio hijo, y le dijo y hizo mil regalos y caricias; y después de muchos días lo envió bien proveído de lo necesario. No ponemos aquí su nombre por haber recibido en su casa y hecho mucho bien a un delincuente contra la justicia real. Así escapó Aguirre, que fue una cosa de las maravillosas que en aquel tiempo acaecieron en el Perú, así por el rigor del Juez y las muchas diligencias que hizo, como porque las tonterías que Aguirre hizo el día de su hecho parece que le fueron antes favorables que dañosas; porque si entrara en algún convento, en ninguna manera escapara, según las diligencias que en todos ellos se hicieron, aunque entonces no había más de tres, que era el de Nuestra Señora de la Mercedes, y del seráfico San Francisco, y del divino Santo Domingo. El corregidor quedó como corrido y afrentado de que no le hubiesen aprovechado sus muchas diligencias para castigar a Aguirre como lo deseaba. Los soldados bravos y facinerosos decían que si hubiera muchos Aguirre por el mundo, tan deseosos de vengar sus afrentas, que los pesquisidores no fueran tan libres e insolentes.

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