Boletín Ecología y Desarrollo |
Cuando en 1945 recibió el Premio Nobel, el descubridor de la penicilina, Alexander Fleming, declaró en su discurso de aceptación del galardón en la Academia de Ciencias Sueca: «No es difícil crear microbios resistentes a la penicilina en el laboratorio. Basta con exponerlos a concentraciones [del antibiótico] que no sean lo suficientemente grandes como para matarlos».
Más de seis décadas después, la industria agroalimentaria parece haber logrado, de forma involuntaria, ese objetivo. Los animales que comemos son cebados con antibióticos, porque así engordan más deprisa. Es una práctica tan común que, en Estados Unidos, entre el 50% y el 80% de todos los fármacos antimicrobianos (es decir, que matan microbios) se destinan a la alimentación del ganado. El resultado no es sólo más comida y más barata en las carnicerías, sino también una proliferación de bacterias resistentes a los antibióticos.
El uso de los antibióticos se suma a las pésimas condiciones higiénicas de las granjas industriales. Como explica con una claridad poco científica Ellen Sibergeld, de la Universidad Johns Hopkins, en esas instalaciones «los animales son criados sobre su propia mierda. Caminan sobre un suelo de arena cubierto por sus propias heces. Es lo más antihigiénico que pueda imaginarse».
Eso convierte a muchas granjas en verdaderos tubos de ensayo de bacterias resistentes a los antibióticos. Un estudio realizado en 2003 y 2004 por el profesor Kellogg Schwab, también de Johns Hopkins, descubrió que el 98% de las bacterias que se encuentran en el aire de las granjas de cerdos resisten a dos o más antibióticos.
Salto a los humanos
Ahora, esos microorganismos pueden estar empezando a saltar a los seres humanos. De hecho, los científicos están empezando a reevaluar sus opiniones sobre las llamadas infecciones intrahospitalarias y a pensar que, al menos algunas de ellas, son fruto de estas ‘superbacterias de granja’. Ejemplos no faltan. Silbergeld ha descubierto una granja en el Estado de Maryland, junto a Washington, en la que el 63% de los trabajadores estaban infectados con la bacteria ‘Campylobacter jejuni’, que no provoca trastornos en las aves de corral pero que produce diarrea y problemas gastrointestinales en los seres humanos.
Más preocupante es el caso de la ‘Escherichia coli’ (E. coli), una bacteria presente en el intestino, pero algunas de cuyas cepas pueden provocar enfermedades muy graves.
Otro estudio coordinado por Silbergeld ha descubierto que el 50% de las personas que trabajan en granjas de pollos tienen tipos de ‘E.coli’ resistentes a la gentamicina, el antibiótico más comúnmente utilizado contra las infecciones causadas por ese microorganismo. Es una cifra espectacular, porque lo normal es que apenas el 3% de la población tenga ‘E. coli’ capaz de resistir la gentamicina.
Pero, según algunos de estos estudios, el problema con las ‘superbacterias de granja’ es mucho más serio, ya que puede ser uno de los orígenes de proliferación de la ‘Staphylococcus Aureus’ Resistente a la Meticilina (SARM).
El problema de la SARM
La SARM apareció en el Reino Unido en 1961 y, desde entonces, no ha dejado de propagarse por todo el mundo, hasta el punto de que en EEUU causa la muerte cada año de 20.000 personas, es decir, más que el Sida. Es una bacteria resistente a los antibióticos, que afecta a personas con el sistema inmunológico débil o con heridas.
Una serie de estudios en Holanda, Canadá y Estados Unidos han descubierto que entre el 25% y el 100% de los cerdos de granjas tienen SARM. Y que las posibilidades de que un trabajador de una granja de cerdos tenga ese microorganismo son 6,6 veces mayores que las de una persona que trabaja en otra actividad.
La industria agroalimentaria estadounidense rechaza que haya una relación entre la alimentaciónn del ganado y la resistencia de las bacterias a los antibióticos y ha recordado que el uso de desinfectantes está extendido en EEUU, lo que puede explicar la aparición de cepas de microbios resistentes a los medicamentos.
Es un argumento que Silbergeld rechaza. En el último número de la revista de la Universidad Johns Hopkins, la investigadora declara: «Estamos hablando de utilizar antibióticos como si fueran tinte para el pelo. Hemos desarrollado la práctica de permitir la adición de prácticamente cualquier antibiótico imaginable como alimento para el ganado, sin ningún uso terapéutico, en condiciones que favorecen de forma total la aparición de cepas resistentes. Nuestra seguridad alimentaria está por los suelos».
Fuente: El Mundo