El año pasado sufrimos en nuestra zona del sur de Galicia un viento huracanado que causó estragos. Hace sólo dos días que retiré los ultimos vestigios de un anciano manzano que fue arrancado por esas poderosas fuerzas; lo plantó mi padre hace unos 40 años, pero ya no queda nada de él, lo convertí en astillas y este próximo invierno nos darán su último adiós en forma de energía para cocinar y calentarnos. Algunos de vosotros fuísteis testigos porque, aún con pena, le tomé unas fotos y lo compartí.
Pero no fue la única víctima, hubo otras, y entre ellas un ciruelo que no soportó las embestidas del viento embravecido y partió por la mitad; seguidamente secó de raíz. Alli, a los pies de un tronco que parece apuntar al cielo con el dedo índice, quedan todavía sus ramas desecadas, estériles, y cada vez más hundidas entre las malezas que proliferan por doquier, animadas por una primavera extraña y cambiante, pero húmeda y calurosa.
Y como corresponde a las labores propias de este tiempo de primavera, toca hacer limpieza en el campo, preparar los suelos y acondicionarlos para los cultivos. Así que hice primero un reconocimiento del terreno, y cuando llegué a presencia de mi difunto ciruelo pensé que ya era hora de darle su merecido descanso. Pero, mi «amigo» había decidido hacerme un regalo antes de que levantase su cuerpo inerte; allí, junto al tronco y rodeado de sus ramas, como si de unos brazos protectores se tratase, surgían unos pequeños retoños, verdes y triunfantes.
De esto extraigo mi propia conclusión acerca de la vida y la muerte: no importa lo que hagamos los humanos, para bien o para mal de las especies vegetales, al final, a pesar de nuestros actos, «la vida se abre camino».