INTRODUCCIÓN
Botánicamente, el aloe, de nombre común sábila o acíbar, constituye un género de plantas con más de 500 especies descritas y aceptadas. El más famoso de los aloes es el Aloe vera, antiguamente Aloe perfoliata var. vera (descrito por Linneo), también conocido como Aloe barbadensis (descrito por Miller) o como Aloe vulgaris (descrito por Lamarck). Cualquiera de los tres nombres científicos se refieren a la misma planta. Sin embargo, los botánicos prefieren usar el nombre de Aloe barbadensis para referirse al aloe utilizado con fines medicinales, mientras que el nombre Aloe vera se utiliza como si se tratara de un nombre común, y de hecho popularmente es el primero que nos viene a la mente cuando pensamos en una planta de aloe.
Las reconocidas propiedades de esta planta tan singular, le ha merecido ser históricamente apreciada por sus aplicaciones tanto internas como externas. Comercialmente se puede hallar en variadas presentaciones, desde el aloe vera gel para aplicaciones cosméticas, hidratantes o dermatológicas, pasando por el zumo o jugo de aloe, hasta las clásicas cremas de aloe maceradas con aceite de oliva, vitaminas y extractos de otras plantas con propiedades terapéuticas como la caléndula.
Uno de los compuestos presente en el aloe es el acemanano, un mucopolisacárido con propiedades beneficiosas para el aparato digestivo, y en el que se investiga la posible capacidad de impedir el desarrollo y crecimiento de las células tumorales malignas. Otro compuesto presente en el látex del aloe, la aloína, tiene propiedades laxantes y estimulantes, favorecedoras del tránsito intestinal.
El gel existente en las hojas del aloe posee un efecto antiséptico y calmante sobre las heridas y afecciones cutáneas, además de favorecer la regeneración celular cuando la epidermis ha sido afectada por quemaduras menores.
Aloe barbadensis (vera). Imagen Wikimedia Commons. Autor: Diego Delso
ALOE, SU HISTORIA
La historia del aloe hunde sus raíces varios milenios antes de la era cristiana, extendiendo sus brazos por varios continentes. Antiguas civilizaciones llegaron a otorgarle un carácter divino. Numerosos relatos, testimonios legendarios y hechos recogidos como auténticos a lo largo de la historia, otorgan a esta planta propiedades casi milagrosas.
En la América precolombina, esta planta de elegante y cautivador porte fue integrada por los indígenas en un conjunto de 16 vegetales (entre los que se encontraba el agave) considerados sagrados, a los que adoraban. Las jóvenes mayas untaban la cara con jugo de aloe para atraer a los chicos. Los guerreros se frotaban el cuerpo con la pulpa del aloe antes de partir para la guerra o la caza. Una tradición maya afirmaba que si el vino de agave (el pulque) vuelve loco, el vino de aloe cura la locura.
En la China de los emperadores, cada espina de la planta del aloe era considerada una uña curativa, personificadas en las uñas sagradas de los dioses; los médicos de la antigua China llamaban al aloe «remedio armónico» y lo utilizaban de múltiples formas. Para muchos orientales, el aceite de aloe otorgaba sabiduría e inmortalidad.
En Japón, el aloe era y sigue siendo una planta reina. No sólo se aplica medicinalmente en todas sus formas, también se bebe y se come. En tiempos de los samuráis, estos guerreros untaban todo el cuerpo con pulpa de aloe, ante la creencia de que expulsaba a los demonios y les volvía inmortales en el combate.
En la India, la medicina ayurveda (medicina tradicional hindú) tenía en gran estima el aloe, pues formaba parte integrante de su farmacopea. Era una planta sagrada y venerada, por lo que algunas especies estaban rigurosamente protegidas. El Atharvaveda (texto sagrado del hinduismo) recoge el aloe como una de sus mejores plantas secretas, a la que llama «el curandero silencioso».
Como símbolo de eternidad, todavía se emplean en la actualidad las hojas de áloe para colocar sobre las piras funerarias.
En África, los nómadas llamaban a esta planta el «Lirio del desierto». Los guerreros tuaregs y los beduinos de la península arábiga conocían bien sus virtudes desde tiempos remotos.
En Egipto, el famoso «Papiro de Ebers», un documento escrito alrededor del año 1.550 a.C., recoge un buen número de fórmulas para el uso del aloe en diversos tratamientos internos y externos. Para los egipcios, la aloe segregaba una sustancia que ellos asumían como la «sangre» de la salud, la belleza y la eternidad; lo consideraban un elixir que proporcionaba larga vida. Los caminos y alrededores de las pirámides estaban salpicados de plantones de aloe. Por su carácter sagrado y de inmortalidad, se añadía a la composición de las fórmulas de embalsamamiento (fórmulas y procedimientos que aún hoy en día tienen desconcertada a la comunidad científica), y tras esos rituales esta planta también acompañaba a los faraones en su viaje hacia el más allá; cuando la planta florecía era una señal de que el difunto había alcanzado felizmente la «otra orilla».
Las propiedades cosméticas del aloe tuvieron gran importancia para las reinas egipcias Nefertiti y Cleopatra, de quienes se decía que el secreto de su gran belleza residía en tomar baños de jugos de Aloe vera (a la par de la conocida leyenda de que Cleopatra se bañaba en leche de burra). El brillo de los ojos de Cleopatra era, al parecer, fruto de un colirio elaborado a base de aloe por una de sus esclavas númidas.
Los habitantes de Mesopotamia utilizaban la aloe en sus hogares como símbolo de protección. Los pueblos parsis y escitas recurrían a la pulpa de aloe para alimentarse en tiempos de escasez o epidemias.
Los griegos, además de atribuir al aloe propiedades para la salud y la belleza, lo consideraban un símbolo de la fortuna y la paciencia. Algunas de las propiedades curativas descritas por Hipócrates fueron el crecimiento del cabello, curación de tumores y alivio de los problemas digestivos.
Cuenta la historia que en el año 330 a.C., Alejandro Magno, herido por una flecha enemiga en el asedio de Gaza, en Palestina, fue curado por un sacerdote enviado por el célebre Aristóteles, mediante un aceite elaborado a base de aloe procedente de la isla de Socotra, donde ya se cultivaba la planta desde siglos atrás. Alejandro, estimulado por su rápida curación, y por la creencia de que el jugo de aloe volvía a los guerreros invulnerables, emprendió más tarde una expedición a esa isla para apoderarse de sus plantaciones. La variedad conocida como Aloe succotrina, alude precisamente a dicha isla.
Los romanos descubrieron las propiedades del aloe durante las guerras púnicas gracias a los fenicios, que eran unos grandes navegantes y comerciantes. Éstos mandaban secar la pulpa de las hojas y guardarla en odres de piel de cabra, exportando los valiosos cargamentos a todos sus dominios comerciales, especialmente el greco-romano.
Un precursor de la medicina como fue Aulus Cornelius Celsus, allá por el siglo I, dejó constancia y alabanza de los méritos del aloe en una obra llamada «De Medicina», que constituye el primer texto integral de cirugía y materia médica de gran valor didáctico. Curiosamente, muchos siglos después, durante el Renacimiento, un médico moderno y adelantado a su tiempo llamado Paracelsus (sobrenombre que se dio a sí mismo en equivalencia a aquel primer médico llamado Celsus del siglo I), descubrió en Salerno las poderosas propiedades del aloe, confirmándolas después en España y Portugal. En una de sus cartas se puede leer «…misterioso y secreto aloe cuyo jugo de oro cura las quemaduras y los envenenamientos de la sangre».
También Dioscórides, un afamado médico griego que sirvió largo tiempo en los ejércitos de Roma, describía con gran entusiasmo en su libro «De materia médica» las maravillosas propiedades y milagros de esta planta, otorgándole virtud de coagular la sangre de las heridas, cicatrizar las llagas abiertas, curar forúnculos y hemorroides, e incluso detener las oftalmias y frenar la caída del cabello.
Representación de Aloe en el Códice Juliana Anicia, una copia de la obra de Dioscórides del siglo I d.C., escrita en Constantinopla en el año 515 d.C. Ilustración Wikimedia Commons.
Y como no, debo citar también al renombrado naturalista Plinio el Viejo (igualmente del siglo I de nuestra era), tan recurrido cuando se habla de historia y ciencias naturales, el cual describió en su libro «Historia natural» una curiosa y original forma de curar la disentería, inyectando al enfermo un extracto de aloe mediante una pera de lavativas.
Muchos conocimientos sobre plantas y medicina, fueron obtenidos durante las guerras o tras el sometimiento de otros pueblos. Así, los musulmanes consideraban el aloe como el remedio por excelencia, y fue durante las Cruzadas cuando los guerreros cristianos descubrieron sus virtudes. Igualmente, los musulmanes consiguieron aclimatar el aloe en Andalucía y distribuirlo por las tierras ocupadas de la Península Ibérica.
Se dice, que el secreto de la longevidad de los caballeros templarios (aquellos guerreros protectores de los cristianos que peregrinaban a Tierra Santa), residía en una fórmula que llamaron «elixir de Jerusalén», consistente en un preparado a base de hachís, pulpa de aloe y vino de palma.
Durante el viaje de Cristóbal Colón hacia el Nuevo Mundo, la dotación del navío Santa María comenzó a perecer por la desnutrición y enfermedades como el escorbuto, pero gracias a la pulpa de aloe pudo salvarse una buena parte de los tripulantes. Colón llamó a la planta «doctor en maceta», y a partir de entonces ningún navío partía hacia la mar sin llevar abordo plantas de aloe.
Siguiendo los pasos de los primeros exploradores, fueron los jesuitas españoles y portugueses los que cultivaron el aloe en todas las colonias, no sólo de América, también de África y Extremo Oriente.
Los indígenas americanos que se habían convertido lo llamaban «el árbol de Jesús».
Al igual que sucedía en la India, los textos sagrados del cristianismo también citan el aloe: en el Libro de los Números, los Evangelios o el Cantar de los Cantares.
En el Nuevo Testamento se recoge el siguiente pasaje del Evangelio según San Juan:
«Llegó también Nicodemo, aquel que anteriormente había
estado con él por la noche, con unas cien libras de una mezcla
de mirra y de aloe. Se llevaron el cuerpo de Jesús y lo
envolvieron en lienzos con aromas, como acostumbraban a
sepultar a los judíos”.
Y en el Cantar de los Cantares se recoge este hermoso poema:
Miel virgen destilan tus labios, novia mía:
leche y miel hay bajo tu lengua;
y el aroma de tus vestidos,
como el aroma del Líbano.
Jardín cerrado eres, hermana mía,
novia mía, un manantial cerrado,
una fuente sellada.
Un vergel de granados tus brotes,
con los más exquisitos productos:
nardo y azafrán, canela y cinamomo,
con toda clase de árboles de incienso,
mirra y aloe con los bálsamos más finos.
En resumen, si tienes un aloe en tu hogar, estás de suerte, tienes una planta medicinal y legendaria, un pedazo de historia natural, y si crees en sus propiedades místicas… una planta de los dioses, un «elixir de la vida».