Estamos inmersos en una moda patológica por lo ecológico. No quiero despertar el lado oscuro de nadie al sacar a la palestra un tema tan debatido en la actualidad, y enfrentar a los partidarios y agnósticos de esta nueva «religión», simplemente quiero plantear algunas observaciones y ustedes juzgarán.
Primero, debo decir que soy un «creyente» de la ecología bien entendida, pero tengo argumentos para pensar que no es oro todo lo que reluce en el mundo de la agricultura ecológica. Recientemente realicé un curso oficial de aplicador de productos fitosanitarios (obligatorio en mi país para agricultores), y me quedé seriamente preocupado cuando los propios instructores dieron a entender que al final, todo consiste en un negocio. Nos bombardean con conceptos tales como «natural=bueno», «químico=malo», «ecológico=bueno», «sintético=malo», y esa letra va calando progresivamente en nuestros cerebros.
Ni una cosa, ni la otra.
Es cierto que la química de síntesis ha obtenido grandes éxitos, no sólo en la mejora de la producción mundial de alimentos, sino también en el de la salud humana y animal, en forma por ejemplo de medicamentos cada vez más seguros y eficaces. Pero, como si se tratara de una carrera atlética, en la pista de al lado corren en paralelo desafíos que nos obligan a investigar continuamente en la consecución de nuevos productos contra nuevas enfermedades.
Estamos en una lucha continua contra los agentes de la Naturaleza que amenazan nuestras plantas y cultivos. Simplemente, analicemos qué productos usamos hoy en día para combatir, por ejemplo, las enfermedades fúngicas, pues hace un siglo en muchas regiones ni siquiera se aplicaban sulfatos a las viñas, pero ¿porqué en la actualidad eso parece impensable si deseamos obtener frutos sanos?
Nos han invadido con numerosos productos comerciales que pretenden salvarnos del fin del mundo, al tiempo que surgen nuevas enfermedades y plagas ¿de dónde vienen? ¿cómo surgen?, o mejor dicho ¿porqué surgen? En consecuencia ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿la plaga o el producto que la controla? Resulta curioso que contra una nueva enfermedad de las plantas, alguna multinacional tiene ya en su poder el producto con la solución.
Y es así como paralelamente va creciendo la cultura de los productos ecológicos, formándose en torno a ellos una especie de halo místico, como si éstos viniesen casi imbuidos con el don de la inmortalidad.
Aún conservo en mi poder piedras de sulfato de cobre para elaborar el famoso caldo bordelés, que es un fungicida natural, pues como se sabe el cobre es un mineral; o azufre puro (otro mineral), que resulta un desinfectante y acaricida ideal para la viña, frutales y otros vegetales; fueron siempre productos muy bien recibidos por los pequeños agricultores que estaban alejados de la agricultura intensiva. Curiosamente estos productos están declarados actualmente como «ecológicos», pero de ninguna manera son inócuos, pues todo depende de la dosis. Resulta, que ante las grandes demandas del mercado de productos ecológicos, los agricultores profesionales que desean mantener ese sello, se ven obligados a un abuso de estos fungicidas autorizados, todo ello en el interés de suprimir los otros productos prohibidos. Y es aquí donde surge el problema pues, simplemente en Europa, donde existe un supuesto control exhaustivo en materia alimentaria, en las analíticas por ejemplo del vino, los índices más altos de resíduos son los de cobre y azufre, pero al tratarse de elementos originalmente autorizados en los cultivos ecológicos, pasan de largo y no son objeto ni siquiera de crítica.
Existe una trampa en la definición de agricultura ecológica, pues en su definición oficial dice ser «respetuosa con el medioambiente». Hasta ahí todo correcto, el problema es que no dice que sea «Respetuosa con la vida humana».