La Asociación de Academias de la Lengua Española

En 1951, y por iniciativa del presidente Miguel Alemán, se convocó en México el I Congreso de Academias de la Lengua Española, en el cual se acordó la constitución de la Asociación de Academias. Su fin primordial es trabajar asiduamente en la defensa, unidad e integridad del idioma común, y velar porque su natural crecimiento sea conforme a la tradición y naturaleza íntima del español.

La Asociación de Academias de la Lengua Española está integrada por las veintidós Academias de la Lengua Española que existen en el mundo: la Real Academia Española (1713), la Academia Colombiana de la Lengua (1871), la Academia Ecuatoriana de la Lengua (1874), la Academia Mexicana de la Lengua (1875), la Academia Salvadoreña de la Lengua (1876), la Academia Venezolana de la Lengua (1883), la Academia Chilena de la Lengua (1885), la Academia Peruana de la Lengua (1887), la Academia Guatemalteca de la Lengua (1887), la Academia Costarricense de la Lengua (1923), la Academia Filipina de la Lengua Española (1924), la Academia Panameña de la Lengua (1926), la Academia Cubana de la Lengua (1926), la Academia Paraguaya de la Lengua Española (1927), la Academia Boliviana de la Lengua (1927), la Academia Dominicana de la Lengua (1927), la Academia Nicaragüense de la Lengua (1928), la Academia Argentina de Letras (1931), la Academia Nacional de Letras del Uruguay (1943), la Academia Hondureña de la Lengua (1948), la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española (1955) y la Academia Norteamericana de la Lengua Española (1973).

Historia

  La noche del 14 de junio de 1950, D. Miguel Alemán, entonces Presidente de México, invitó a la Academia Mexicana a que convocara una reunión de todas las Academias de la Lengua Española. La inusual convocatoria permitiría que se estudiaran en conjunto asuntos tales como 1) unificar el léxico, enriqueciendo el acervo de la lengua común con las voces que en América usamos popularmente y con las de manera incesante surgen sin explicación filológica, 2) ajustar a sus verdaderas acepciones los americanismos que ya figuran en el Diccionario, 3) establecer Academias en aquellos países de Lengua Española, en donde aún no existan, y 4) poner al servicio de la Humanidad esa fuerza de amor y de cohesión espiritual que es el idioma, única arma que tienen los pueblos débiles para comprender y hacerse respetar.

  El Presidente Alemán actuaba con ejemplar clarividencia. Era necesaria la unión de todos para actuar con fuerza en medio de los poderosos bloques político-culturales que se repartían el mundo. La lengua española, con todo lo que ella significaba, tendría una voz más potente, una proyección más sólida, un reconocimiento más indiscutible.

  La propuesta del Presidente fue recibida con calurosos aplausos por todo el público que colmaba el Palacio de las Bellas Artes. La respuesta no se hizo esperar: D. Alejandro Quijano, Director de la Corporación, en breves pero emocionadas palabras, aceptó de inmediato la propuesta. Y comenzaron los trabajos preparatorios: invitaciones, elaboración del anteproyecto de Reglamento del Congreso, temario propuesto, programa de actividades.

  Durante los meses de abril y mayo del año siguiente estuvieron reunidos en la capital mexicana 115 delegados, representantes de 16 Academias correspondientes —Colombiana, Ecuatoriana, Salvadoreña, Venezolana, Chilena, Peruana, Guatemalteca, Costarricense, Filipina, Panameña, Cubana, Paraguaya, Boliviana, Dominicana, Nicaragüense y Hondureña—, y de la Academia Argentina de Letras y la Academia Nacional de Letras del Uruguay. Los académicos mexicanos eran 25. Motivos políticos, completamente al margen de los deseos de la Real Academia Española, impidieron su presencia en esa ocasión.

  En sus palabras de bienvenida el Presidente Alemán exhortó a las Academias a la defensa del español, que —recordó— había sido para los pueblos americanos lenguaje de libertad y de dignidad humanas:

  «Nadie mejor que vosotros, encargados de fijar, limpiar y dar esplendor a nuestro común idioma, puede saber hasta qué punto vuestra labor consistirá en manteneros atentos a las variaciones que, de región en región y de una época a otra, los pueblos —que poseen con derecho propio el castellano— le imponen modalidades, locuciones y giros diferentes y variadísimos. En esas transformaciones consiste el enriquecimiento de nuestro idioma, no en mantenerse petrificado, porque no es un lenguaje de estrechos ámbitos sino que abarca en su concepción la ancha redondez del mundo.»

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