SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO IX
CÓMO CELEBRAN INDIOS Y ESPAÑOLES LA FIESTA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO EN EL COZCO. UNA PENDENCIA PARTICULAR QUE LOS INDIOS TUVIERON EN UNA FIESTA DE AQUÉLLAS
Porque la historia pide que cada suceso se cuente en su tiempo y lugar, ponemos estos dos siguientes al principio de este libro octavo, porque sucedieron en el Cozco después de la guerra de Francisco Hernández Girón y antes de la llegada del visorrey que los de aquel reino esperaban. Guardando, pues, esta regla, decimos que la fiesta que los católicos llamamos Corpus Christi se celebraba solemnísimamente en la ciudad de Cozco después que se acabaron las guerras que el demonio inventó en aquel imperio por estorbar la predicación de nuestro Santo Evangelio, que la postrera fue la de Francisco Hernández Girón, y plega a Dios que lo sea. La misma solemnidad habrá ahora, y mucho mayor, porque después de aquella guerra que se acabó al fin del año de mil y quinientos y cincuenta y cuatro, han sucedido cincuenta y siete años de paz hasta el presente, que es de mil y seiscientos y once, cuando se escribe este capítulo.
Mi intención no es sino escribir los sucesos de aquellos tiempos y dejar los presentes para los que quisieron tomar el trabajo de escribirlos. Entonces había en aquella ciudad cerca de ochenta vecinos, todos caballeros nobles, hijosdalgo, que por vecinos (como en otras partes lo hemos dicho) se entienden los señores de vasallos que tienen repartimientos de indios. Cada uno de ellos tenía cuidado de adornar las andas que sus vasallos habían de llevar en la procesión de la fiesta. Componíanlas con seda y oro, y muchas ricas joyas, con esmeralda y otras piedras preciosas. Y dentro en las andas ponían la imagen de Nuestro Señor o de Nuestra Señora, o de otro santo o santa de la devoción del español, o de los indios sus vasallos. Semejaban las andas a las que en España llevan las cofradías en las tales fiestas.
Los caciques de todo el distrito de aquella gran ciudad venían a ella a solemnizar la fiesta, acompañados de sus parientes y de toda la gente noble de sus provincias. Traían todas las galas, ornamentos e invenciones que en tiempo de sus reyes Incas usaban en la celebración de sus mayores fiestas (de las cuales dimos cuenta en la primera parte de estos Comentarios); cada nación traía el blasón de su linaje de donde se preciaba descender.
Unos venían (como pintan a Hércules) vestidos con la piel de león, y sus cabezas encajadas en las del animal, porque se preciaban descender de un león. Otros traían las alas de un ave muy grande que llaman cuntur, puestas a la espaldas, como las que pintan a los ángeles, porque se precian descender de aquella ave. Y así venían otros con otras divisas pintadas, como fuentes, ríos, lagos, sierras, montes, cuevas, porque decían que sus primeros padres salieron de aquellas cosas. Traían otras divisas extrañas con los vestidos chapados de oro y plata. Otros con guirnaldas de oro y plata; otros venían hechos monstruos, con máscaras feísimas, y en las manos pellejinas de diversos animales, como que los hubiesen cazado, haciendo grandes ademanes, fingiéndose locos y tontos, para agradar a sus reyes de todas maneras. Unos con grandezas y riquezas, y otros con locuras y miserias; y cada provincia con lo que le parecía que era mejor invención, de más solemnidad, de más fausto, de más gusto, de mayor disparate y locura; que bien entendían que la variedad de las cosas deleitaba la vista, y añadía gusto y contento a los ánimos. Con las cosas dichas, y otras muchas que se pueden imaginar, que yo no acierto a escribirlas, solemnizaban aquellos indios las fiestas de sus reyes. Con las mismas (aumentándolas todo lo más que podían) celebraban en mis tiempos la fiesta del Santísimo Sacramento, Dios verdadero, redentor y Señor nuestro. Y hacíanlo con grandísimo contento, como gente ya desengañada de las vanidades de su gentilidad pasada.
El Cabildo de la Iglesia y el de la Ciudad hacían por su parte lo que convenía a la solemnidad de la fiesta. Hacían un tablado en el hastial de la iglesia, de la parte de afuera que sale a la plaza, donde ponían el Santísimo Sacramento en una muy rica custodia de oro y plata. El Cabildo de la Iglesia se ponía a la mano derecha, y el de la Ciudad a la izquierda. Tenía consigo a los Incas que habían quedado de la sangre real, por honrarles y hacer alguna demostración de que aquel imperio era dellos.
Los indios de cada repartimiento pasaban con sus andas, con toda su parentela y acompañamiento, cantando cada provincia en su propia lengua particular materna, y no en la general de la corte, por diferenciarse las unas de las otras.
Llevaban sus tambores, flautas, caracolas, y otros instrumentos rústicos musicales. Muchas provincias llevaban sus mujeres en pos de los varones, que les ayudaban a tañer y cantar.
Los cantares que iban diciendo eran en loor de Dios Nuestro Señor, dándole gracias por la merced que les había hecho en traerlos a su verdadero conocimiento; también rendían gracias a los españoles sacerdotes y seculares, por haberles enseñado la doctrina cristiana. Otras provincias iban sin mujeres, solamente los varones; en fin, todo era a la usanza del tiempo de sus reyes.
A lo alto del cementerio, que está a siete u ocho gradas más alto que la plaza, subían por una escalera a adorar el Santísimo Sacramento en sus cuadrillas, cada una dividida de la otra diez o doce pasos en medio, porque no se mezclasen unas con otras. Bajaban a la plaza por otra escalera que estaba a mano derecha del tablado. Entraba cada nación por su antigüedad (como fueron conquistadas por los Incas), que los más modernos eran los primeros, y así los segundos y terceros, hasta los últimos, que eran los Incas. Los cuales iban delante de los sacerdotes en cuadrilla de menos gente y más pobreza, porque habían perdido todo su imperio, y sus casas y heredades particulares.
Yendo pasando las cuadrillas como hemos dicho, para ir en procesión, llegó la de los Cañaris, que aunque la van con sus andas en cuadrilla de por sí, porque hay muchos indios de aquella nación que viven en ella, y el caudillo dellos era entonces don Francisco Cillchi, cañari, de quien hicimos mención en el cerco y mucho aprieto en que el príncipe Manco Inca tuvo a Hernando Pizarro y a los suyos cuando este cañari mató en la plaza de aquella ciudad al indio, capitán del Inca, que desafió a los españoles a batalla singular. Este don Francisco subió las gradas del cementerio muy disimulado, cubierto con su manta y las manos debajo della, con sus andas, sin ornamento de seda ni oro, más de que iban pintadas de diversos colores, y en los cuatro lienzos del chapitel llevaba pintadas cuatro batallas de indios y españoles.
Llegando a lo alto del cementerio, en derecho del Cabildo de la ciudad, donde estaba Garcilaso de la Vega, mi señor, que era corregidor entonces, y teniente el licenciado Monjaraz, que fue un letrado de mucha prudencia y consejo, desechó el indio cañari la manta que llevaba en lugar de capa, y uno de los suyos se la tomó de los hombros, y él quedó en cuerpo con otra manta ceñida (como hemos dicho que se la ciñen cuando quieren pelear o hacer cualquier otra cosa de importancia); llevaba en la mano derecha una cabeza de indio contrahecha asida por los cabellos. Apenas la hubieron visto los Incas, cuando cuatro o cinco dellos arremetieron con el cañari y lo levantaron alto del suelo para dar con él de cabeza en tierra. También se alborotaron los demás indios que había de la una parte y de la otra del tablado donde estaba el Santísimo Sacramento; de manera que obligaron al licenciado Monjaraz a ir a ellos para ponerlos en paz. Preguntó a los Incas que por qué se habían escandalizado. El más anciano respondió diciendo: “Este perro auca, en lugar de solemnizar la fiesta, viene con esta cabeza a recordar cosas pasadas que estaban muy bien olvidadas”.
Entonces el teniente preguntó al cañari que qué era aquello. Respondió diciendo: “Señor, yo corté esta cabeza a un indio que desafió a los españoles que estaban cercados en esta plaza con Hernando Pizarro, y Gonzalo Pizarro, y Juan Pizarro, mis señores, y mis amos, y otros doscientos españoles. Y ninguno dellos quiso salir al desafío del indio, por parecerles antes infamia que honra pelear con un indio, uno a uno. Entonces yo les pedí licencia para salir al duelo, y me la dieron los cristianos, y así salí y combatí con el desafiador, y le vencí y corté la cabeza en esta plaza.” Diciendo esto, señaló con el dedo el lugar donde había sido la batalla. Y volviendo a su respuesta, dijo: “Estas cuatro pinturas de mis andas son cuatro batallas de indios y españoles, en las cuales me hallé en servicio dellos. Y no es mucho que tal día como hoy me honre yo con la hazaña que hice en servicio de los cristianos.” El inca respondió: “Pero traidor, ¿hiciste tú esa hazaña con fuerzas tuyas, sino en virtud deste señor Pachacámac que aquí tenemos presente, y en la buena dicha de los españoles? ¿No sabes que tú y todo tu linaje érades nuestros esclavos, y que no hubiste esa victoria por tus fuerzas y valentía, sin por la que he dicho? Y si lo quieres experimentar ahora que todos somos cristianos, vuélvete a poner en esa plaza con tus armas y te enviaremos un criado, el menor de los nuestros, y te hará a ti y a todos los tuyos. ¿No sabes que en esos mismos días, y en esta misma plaza, cortamos treinta cabezas de españoles, y que un Inca tuvo rendidas dos lanzas a dos hombres de a caballo y se las quitó de la mano, y a Gonzalo Pizarro se la hubiera de quitar si su esfuerzo y destreza no le ayudara? ¿No sabes que dejamos de hacer guerra a los españoles y desamparamos el cerco, y nuestro príncipe se desterró voluntariamente y dejó su imperio a los cristianos, viendo tantas y tan grandes maravillas como el Pachacámac hizo en favor y amparo dellos? ¿No sabes que matamos por esos caminos allí arriba en aquella fortaleza? ¿No fuera bien que miraras todas estas cosas y otras muchas que pudiera yo decir para que tú no hicieras un escándalo, disparate y locura como las que has hecho?” Diciendo esto volvió al teniente, y le dijo: “Señor, hágase justicia como se debe hacer para que no seamos baldonados de los que fueron nuestros esclavos”.
El licenciado Monjaraz, habiendo entendido lo que el uno y el otro dijeron, quitó la cabeza que el cañari llevaba en la mano, y le mandó desceñir la manta que llevaba ceñida, y que no tratase más de aquellas cosas en público ni en secreto, so pena que lo castigaría rigurosamente. Con esto quedaron satisfechos los Incas y todos los indios de la fiesta, que se habían escandalizado de la libertad y desvergüenza del cañari, y todos en común, hombres y mujeres, le llamaron auca, auca, y salió la voz por toda la plaza. Con esto pasó la procesión adelante, y se acabó con la solemnidad acostumbrada. Dícenme que en estos tiempos alargan el viaje della dos tantos más que solía andar, porque llegan hasta San Francisco y vuelven a la iglesia por muy largo camino. Entonces no andaba más que el cerco de las dos plazas Cusipata y Huacaypata, que tantas veces hemos nombrado. Sea la Majestad Divina loada, que se digna de pasearlas alumbrando aquellos gentiles, y sacándoles de las tinieblas en que vivían.