Lysenko – La teoría materialista de la evolución en la URSS (7)

Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
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Biografía resumida]
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La teoría sintética de Rockefeller

Desde mediados del siglo XIX el positivismo confió en la posibilidad de extraer la ideología (y la filosofía) de la ciencia, que podría seguir su marcha sin resultar alterada por adherencias extrañas. Influidas por él, algunas corrientes marxistas, como el estructuralismo de Althusser, han sostenido el mismo criterio. Incluso han llegado a convencerse de que eso se ha podido lograr con el propio desarrollo científico, de modo que les repugna que una ideología aparezca explícitamente “mezclada” en las investigaciones científicas. Pero lo novedoso no consiste en “introducir” la filosofía en la ciencia sino en el hecho de haberla sacado previamente de ahí. Por lo demás, la repugnancia por la mezcla sólo se experimenta cuando esa ideología no es la suya propia. En ocasiones algún científico manifiesta carecer de ideología alguna, o ser neutral ante todas ellas, o ser capaz de dejarlas al margen. Lo que sucede en esos casos es que se deja arrastrar por la ideología dominante, que queda como un sustrato sobreentendido de sus concepciones científicas y, en consecuencia, no se manifiesta conscientemente como tal ideología.

En ocasiones eso se debe a la ignorancia de la filosofía, pero también a la pretensión de originalidad, de ausencia de precedentes; a veces porque parece poco científico mencionar, por ejemplo, las mónadas de Leibniz como un antecedente de las células de Virchow, de los factores de Mendel, de las bioforas o de los genes. Un concepto filosófico, por su propia naturaleza, siempre le parece especulativo al científico, nunca parece probado y siempre vulnerable a la crítica. Prefiere inventar un neologismo, aunque la noción sea exactamente la misma.

Esa actitud positivista, que es ideológica en sí misma, es lo que hace que el linchamiento de Lysenko reincida en dos puntos que, al parecer, resultan impensables fuera de un país como la URSS. Uno de ellos es la injerencia coactiva y omnipresente del Estado en la investigación científica, y el otro, la no menos asfixiante injerencia de una ideología, la dialéctica materialista, en detrimento de otras ideologías y, por supuesto, de la ciencia, que debe permanecer tan pura como la misma raza.

Sin embargo, en los países capitalistas, que habían entrado ya en su fase imperialista, las ciencias padecían esas y otras influencias, de manera que los científicos estuvieron directa e inmediatamente involucrados en los peores desastres padecidos por millones de seres humanos en la primera mitad del siglo pasado (210). Ahora bien, subjetivamente los científicos no perciben como influencia extraña aquella que se acopla a su manera previa de pensar, sobre todo si dicha influencia está generosamente recompensada con suculentas subvenciones. Entonces la influencia se convierte en ayuda, en fomento de la investigación. Por eso prefieren ponerse al servicio de las grandes multinaciones que al de un Estado socialista, que les resulta extraño.

En particular, la genética fue seriamente sacudida por la crisis capitalista de 1929. A partir de aquel momento, la Fundación Rockefeller inicia un giro en su política de subvenciones favorable a la nueva ciencia y en detrimento de otras, como la matemática o la física. Entre 1932 y 1945 dicha Fundación contribuyó con aproximadamente 25 millones de dólares de la época para financiar la nueva genética sintética o “formalista”.

En la Fundación Rockefeller no había ningún interés de carácter estrictamente científico; se trataba de un proyecto hegemónico imperialista cuya clave está en la guerra bacteriológica, que inició su andadura con el lanzamiento masivo de gases letales durante la I Guerra Mundial. En 1931 Cornelius P. Rhoades, del Instituto Rockefeller de Investigaciones Médicas, infectó a seres humanos con células cancerígenas, falleciendo 13 personas. Rhoades dirigía los servicios de salud del Instituto de Medicina Tropical en San Juan de Puerto Rico. Desde allí escribió varias cartas a sus amigos en Estados Unidos en las que describía su odio hacia los puertorriqueños. Hablaba de ellos con desprecio: “Los puertorriqueños son sin duda la raza de hombres más sucia, haragana, degenerada y ladrona que haya habitado este planeta. Uno se enferma de tener que habitar la misma isla que ellos. Son peores que los italianos. Lo que la isla necesita no es trabajo de salud pública, sino una marejada o algo para exterminar totalmente a la población. Entonces pudiera ser habitable”. En una de aquellas cartas, fechada el 11 de noviembre de 1931, confesaba sus crímenes. Reconocía haber implantado células cancerígenas a pacientes puertorriqueños sin su consentimiento. Las cartas fueron interceptadas por los independentistas, quienes denunciaron el crimen. Pero las complicidades llegaban muy alto, de modo que el gobierno en lugar de encarcelar a Rhoades, le puso a cargo de los proyectos de guerra bacteriológica del ejército estadounidense en Maryland, Utah y en Panamá. Fue condecorado por el gobierno con la medalla meritoria de la Legión. Tras la II Guerra Mundial, le nombraron director de investigaciones del hospital Sloan Kettering Memorial de Nueva York, el centro oncológico más importante del mundo. En sus instalaciones Rhoades emprendió la investigación de 1.500 tipos de gas mostaza nitrogenado con la excusa de un supuesto tratamiento contra el cáncer. Utilizaron isótopos radiactivos con mujeres embarazadas y virus patógenos en otros pacientes. Luego Rhoades formó parte de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, donde siguió experimentando con radiaciones, tanto en soldados como en pacientes de hospitales civiles.

La Comisión de Energía Atómica cumplimentó un papel fundamental en la imposición de la hegemonía científica de la teoría sintética. Al concluir la II Guerra Mundial, el gobierno y el congreso de EE.UU. decidieron no confiar la producción de armas nucleares a los militares del Pentágono ni al Departamento de Defensa, sino encomendársela a una agencia civil, la Comisión de Energía Atómica. Esta Comisión era la responsable no sólo del diseño y producción de armas nucleares, sino también del desarrollo de la energía nuclear para usos civiles. En este último aspecto, debía ocuparse a la vez de la promoción de la energía atómica civil y de la regulación de la seguridad en las centrales nucleares. Las investigaciones genéticas formaban parte del capítulo de seguridad nuclear, para entender los efectos de las radiaciones sobre los cromosomas humanos, en busca de mutaciones y anormalidades inducidas por los programas nucleares, tanto militares como civiles. Se creó una Oficina de Investigación Sanitaria y Ambiental encargada de supervisar la seguridad en los trabajos con radiaciones. En los años ochenta esta Oficina disponía de presupuestos gigantescos (del orden de 2.000 millones de dólares) para el estudio de los efectos de la energía sobre la genética humana. Su interés por los efectos genéticos de las radiaciones permitió que Dobzhansky, entre otros, tuvieran acceso a una fuente constante de financiación y colaboradores, mientras que otro tipo de proyectos de investigación quedaron relegados. El proyecto de secuenciación del genoma humano tuvo este origen (211).

El proyecto de Rockefeller se articuló en cuatro fases sucesivas: la primera es el malthusianismo, control demográfico y planes antinatalistas; el segundo es la eugenesia, la nueva genética, la esterilización y el apartheid; el tercero es la “revolución verde”, los fertilizantes, abonos y pesticidas usados masivamente en la agricultura a partir de 1945; el cuarto son los transgénicos, el control de las semillas y de la agricultura mundial. La Fundación Rockefeller colaboró con el Instituto Kaiser Guillermo III y con Ernst Rüdin, el arquitecto de la política eugenista del III Reich. A pesar de los asesinatos de presos antifascistas en los internados y campos de concentración, continuó subvencionando en secreto las investigaciones nazis al menos hasta 1939, sólo unos meses antes de desatarse la II Guerra Mundial. El químico alemán Gerhard Schrader (1903–1990) trabajó de 1930 a 1937 para Bayer, sintetizando más de 2.000 compuestos químicos, algunos de ellos insecticidas que se podían utilizar también como armas neurotóxicas contra seres humanos, como el tabún. Dentro del consorcio I.G.Farben, Bayer fabricó el famoso gas Zyklon B, utilizado en los campos de concentración. Tras la guerra, Schrader se refugió en Estados Unidos y, como tantos otros, encontró allí impunidad por sus crímenes, a cambio de poner sus conocimientos cientifícos al servicio de sus nuevos amos. Los pesticidas que se utilizaron en la “revolución verde” eran derivados químicos de las sustancias utilizadas como armamento en la I Guerra Mundial y producidas por los mismos laboratorios que fabricaron las bombas químicas arrojadas durante la guerra de Corea. Se trata de un proceso que no ha terminado. A través de la multinacional suiza Syngenta y del CGIAR (Grupo Consultivo de Investigación Agraria Internacional), hoy Rockefeller sigue manteniendo su red para el control de la población mundial y de sus fuentes de alimentación. En Puerto Rico los experimentos bioquímicos con la población han sido una constante. En los años sesenta utilizaron mujeres puertorriqueñas como conejillos de indias para probar anticonceptivos. Algunas murieron. La población de El Yunque fue irradiada para probar el agente naranja con el que se bombardeó Vietnam; hasta finales de los años noventa utilizaron cancerígenos sobre la población de Vieques; contaminaron con iodo radioactivo a pacientes en el antiguo hospital de veteranos; también profanaron cadáveres de la antigua Escuela de Medicina Tropical y los enviaron a Estados Unidos para analizarlos (212).

La nueva política de subvenciones favorable a la genética fue impulsada por el matemático Warren Weaver, que en 1932 fue nombrado director de la División de Ciencias Naturales del Instituto Rockefeller, cargo que ejerció hasta 1959 y que era simultáneo a la dirección de un equipo de investigación militar. Una de las primeras ocurrencias de Weaver nada más tomar posesión de su puesto fue inventar el nombre de “biología molecular”, lo cual ya era una declaración de intenciones de su concepción micromerista. En la posguerra Weaver fue quien extrapoló la teoría de la información más allá del área en la que Claude Shannon la había concebido. Junto con la cibernética, la teoría de la información de Weaver, verdadero furor ideológico de la posguerra, asimilaba los seres vivos a las máquinas, los ordenadores a los “cerebros electrónicos”, el huevo (cigoto) a la cinta magnética del ordenador, al tiempo que divagaba sobre “inteligencia” artificial y demás parafernalia adyacente. Si el hombre era una máquina, las máquinas también podían convertirse en seres humanos.

Rockefeller y Weaver no financiaron cualquier área de investigación en genética sino únicamente aquellas que aplicaban técnicas matemáticas y físicas a la biología. Otorgaron fondos a laboratorios y científicos que utilizaban métodos reduccionistas, cerrando las vías a cualquier otra línea de investigación diferente (213). A partir de entonces muchos matemáticos y físicos se pasaron a la genética, entre ellos Erwin Schrödinger que escribió al respecto un libro que en algunas ediciones tradujo bien su titulo: “¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viva”. La mayor parte eran físicos que habían trabajado en la mecánica cuántica y, por tanto, en la fabricación de la bomba atómica. Junto con la cibernética y la teoría de la información, la física de partículas fue el tercer eje sobre el que desarrolló la genética en la posguerra. La teoría sintética es, pues, el reverso de la bomba atómica de modo que los propios físicos que habían contribuido a fabricarla pasaron luego a analizar sus efectos en el hombre.

El destino favorito de las subvenciones de Rockefeller fue el laboratorio de Thomas H. Morgan en Pasadena (California), que se hizo famoso por sus moscas. El centro de gravedad de la nueva ciencia se trasladó hasta la orilla del Pacífico y la biología dejó de ser aquella vieja ciencia descriptiva, adquiriendo ya un tono claramente experimental. Generosamente becados por Rockefeller y Weaver, numerosos genetistas de todo el mundo pasaron por los laboratorios de Morgan en Pasadena para aprender las maravillas de la teoría mendelista. Entre los visitantes estaba uno de los introductores del mendelismo en España, Antonio de Zulueta, que tradujo al castellano algunas de las obras de Morgan. Los tentáculos de Rockefeller y Morgan alcanzaron a China: Tan Jiazhen, calificado como el “padre” de la genética de aquel país, también inició sus experimentos con moscas en California.

Morgan respaldó la llamada teoría cromosómica que había sido propuesta en 1903 por Sutton y Boveri en Estados Unidos y Alemania respectivamente. Tuvo un éxito fulminante porque suponía un apoyo a la ley de la segregación de Mendel, una de sus primeras confirmaciones empíricas. Los cromosomas aparecen normalmente por parejas homólogas, unos procedentes del padre y otros de la madre. Se estableció un paralelismo entre cromosomas y factores génicos: el factor dominante se alojaba en uno de los cromosomas y el recesivo en el homólogo suyo. Como los cromosomas, los genes también aparecían por pares. Fue como una repentina visualización de lo que hasta entonces no había sido más que una hipótesis nebulosa.

Como suele ocurrir con algunos descubrimientos, la teoría cromosómica fue víctima de sí misma y condujo a sostener que los determinantes hereditarios se alojaban exclusivamente en aquellos filamentos del núcleo. Los cromosomas, sostiene Morgan, “son las últimas unidades alrededor de las cuales se concentra todo el proceso de la transmisión de los caracteres hereditarios” (214). En ellos se conserva monopolio de la herencia; el citoplasma celular no desempeña ninguna función. A partir de entonces los mendelistas dieron un sentido físico y espacial a los genes, presentados como los eslabones de las cadenas de cromosomas. Un gen es un “lugar” o una posición dentro de un cromosoma, llegando a elaborar “mapas” con su distribución. De esta manera concretaban en los cromosomas el plasma germinal de Weismann así como los enigmáticos factores de Mendel.

La teoría cromosómica de Sutton, Boveri y Morgan era errónea en su misma génesis porque ya se conocía con anterioridad la herencia citoplasmática, descubierta en la variegación vegetal por Correns en 1908. Es una teoría errónea en cuanto que, como la mayor parte de los postulados de la teoría sintética, es unilateral y pretende otorgar un valor absoluto a fenómenos biólogicos que sólo son parciales y limitados. A diferencia de la teoría cromosómica de Sutton, Boveri y Morgan, que concede la exclusiva de la dotación hereditaria al núcleo de la célula, la herencia citoplasmática no habló nunca de exclusividad, es decir, de que la herencia sólo se encuentre en el citoplasma, sino que ambos, núcleo y citoplasma, participan en la transmisión hereditaria. La herencia citoplasmática demuestra la falsedad de los siguientes postulados fundamentales de la teoría sintética:

a) el citoplasma forma parte del “cuerpo” de la célula, por lo que no existe esa separación estricta entre plasma y cuerpo de la que hablaba Weismann
b) no se rige por el código genético de los cromosomas nucleares
c) contradice las leyes de Mendel: el citoplasma se recibe exclusivamente de la madre, sin intervención paterna
d) su origen no está en los progenitores sino en virus, es decir, en factores ambientales exógenos

La herencia citoplasmática presenta un carácter muy diferente del modo en que habitualmente argumenta la genética mendeliana. Demuestra que estamos conectados a ambos progenitores exclusivamente mediante los cromosomas, mientras que a nuestras madres a través de los cromosomas y el citoplasma. El ADN cromosómico es diferente entre padres e hijos, mientras que el citoplasmático es idéntico entre la madre y todos los hijos. Este último se agota en los hijos, que no lo transfieren a su descendencia, mientras que continúa en las hijas.

Como consecuencia de ello, la herencia citoplasmática fue marginada en los medios académicos oficiales. Al principio ocupaba muy poco espacio en los libros de genética, unas pocas páginas en el último capítulo; se hablaba de ella casi de forma vergonzante, como si se tratara de un fenómeno residual. Aún en la actualidad la clonación se presenta como una duplicación exacta de un organismo, cuando se trata sólo del transplante del núcleo, es decir, que no se realiza sobre todo el genoma y, por lo tanto, nunca puede ser idéntica.

No es la única censura trabada por los mendelistas sobre determinados fenómenos genéticos que afean sus dogmas. La teoría cromosómica también es errónea porque, como afirmó Lysenko, conduce a excluir la posibilidad de cualquier clase de hibridación que no sea de origen sexual, algo que Darwin y Michurin ya habían demostrado que no era cierto con sus experimentos de hibridación vegetativa. Pero sobre este punto, uno de los más debatidos en 1948, volveremos más adelante.

Uno de los descubrimientos de Morgan fue consecuencia de su consideración del cromosoma como una unidad y demostró la falsificación de los resultados expuestos por Mendel en su memoria: la independencia de los genes que, según Morgan, aparecían asociados entre sí (linkage). Los genes no están segregados sino que interactúan, al menos consigo mismos. Un discípulo de Morgan, Alfred Sturtevant, también empezó a observar muy pronto el “efecto de posición” de las distintas secuencias cromosómicas, lo que refuerza la vinculación interna de todos ellos. Pero Morgan se cuida de no poner de manifiesto la contradicción de su descubrimiento y del efecto de posición con las leyes de Mendel, que “se aplica a todos los seres de los reinos animal y vegetal” (215). Morgan tapaba una falsedad colocando otra encima de ella.

De la teoría cromosómica se han retenido sus aspectos erróneos, descuidando lo que antes he reseñado, algo verdaderamente interesante y que es, además, lo más obvio: la noción de que, en definitiva, lo que se hereda no son los genes sino los cromosomas, y si en ellos -como hoy sabemos- hay tanto ADN como proteínas, esto quiere decir que no existe una separación absoluta entre el plasma germinal y el cuerpo; si las proteínas son el cuerpo hay que concluir que también heredamos el cuerpo. Esto resulta aún más contundente habida cuenta de que en la fecundación preexiste un óvulo completo, que no es más que una célula con su núcleo y su citoplasma, por lo que se obtiene la misma conclusión: si el citoplasma del óvulo forma parte del cuerpo, volvemos a comprobar por esta vía que también heredamos el cuerpo.

Las conclusiones que se pueden extraer de la teoría cromosómica no se agotan en este punto. Como observó el belga Frans Janssens en 1909 y el propio Morgan más tarde, en la división celular siempre se produce un entrecruzamiento (crossing over) de determinados fragmentos de los cromosomas homólogos. De modo que no solamente no es cierto que recibamos los genes de nuestros ancestros; ni siquiera recibimos sus cromosomas íntegros sino exactamente fragmentos entremezclados de ellos. Los cromosomas homólogos intercambian fragmentos entre sí, es decir, que se produce una mezcla de los fragmentos procedentes del padre con los de la madre. Por consiguiente, la segregación de los factores establecida por Naudin y Mendel no es incompatible con la mezcla. La ley de la segregación no es, pues, absoluta sino relativa. En la herencia coexisten tanto la continuidad como la discontinuidad, la pureza como la mezcla y, lo que es aún más importante, se crean nuevos cromosomas distintos de los antecedentes y, a la vez, similares a ellos. La herencia es, pues, simultáneamente una transmisión y una creación; los hijos se parecen a los padres, a ambos padres, al tiempo que son diferentes de ellos. Pero esto no es suficiente tenerlo en cuenta sólo desde el punto de vista generacional, es decir, de los descendientes respecto de los ascendientes. En realidad, cada célula hereda una información genética única y distinta de su precedente. Por consiguiente, como en cada organismo vivo las células se están dividiendo, también se están renovando constantemente. Por lo tanto, el genoma de cada organismo está cambiando continuamente en cada división celular: se desarrolla con el cuerpo y no separado de él. Un niño no tiene el mismo genoma que sus progenitores y un adulto no tiene el mismo genoma que cuando era niño.

Para acabar, el entrecruzamiento tampoco se produce al azar sino que obedece a múltiples influencias que tienen su origen en el medio interno y externo (sexo, edad, temperatura, etc.), que son modificables (216). Ese es el significado exacto de la herencia de los caracteres adquiridos: desde la primera división que experimenta el óvulo fecundado, el embrión adquiere nuevos contenidos genéticos y, por tanto, nuevos caracteres que no estaban presentes en la célula originaria y que aparecen por causas internas y externas.

Pero no fueron esas las conclusiones que obtuvo Morgan de su descubrimiento, sino todo lo contrario: creó la teoría de la copia perfecta, que llega hasta nuestros días constituyendo la noción misma de gen como un componente bioquímico capaz de crear “copias perfectas de sí mismo” (217). Esta concepción está ligada a la teoría de la continuidad celular: las células se reproducen indefinidamente unas a otras y cada una de ellas es idéntica a sus precedentes. La evolución ha desaparecido completamente; el binomio generación y herencia se ha roto en dos pedazos incompatibles. La herencia es un “mecanismo” de transmisión, algo diferente de la generación; eso significa que sólo se transmite lo que ya existe previamente y exactamente en la misma forma en la que preexiste.

Esta concepción es rotundamente falsa. Está desmentida por el propio desarrollo celular a partir de unas células madre indiferenciadas, hasta acabar en la formación de células especializadas. Así, las células de la sangre tienen una vida muy corta. La de los glóbulos rojos es de unos 120 días. En los adultos los glóbulos rojos se forman a partir de células madre residentes en la médula ósea y a lo largo de su proliferación llegan a perder el núcleo, de modo que, al madurar, ni siquiera se puede hablar de ellas como tales células. Pero además de glóbulos rojos, en su proceso de maduración las células madre de la sangre también pueden elaborar otro tipo de células distintas, como los glóbulos blancos. Por tanto, a lo largo de sus divisiones un mismo tipo de células se transforma en células cualitativamente distintas. A su vez, esas células pueden seguir madurando en estirpes aún más diferenciadas. Es el caso de un tipo especial de glóbulos blancos, los linfocitos, que al madurar reestructuran su genoma para ser capaces de fabricar un número gigantesco de anticuerpos. Al mismo tiempo que se diferencian, hay células que persisten indiferenciadas en su condición de células madre para ser capaces de engendrar continuamente nuevas células. Por tanto, nada hay más lejos de la realidad que la teoría de la copia perfecta.

El artificio positivista de Morgan es el que impide plantear siquiera la heredabilidad de los caracteres adquiridos, lo que le condujo a considerar que sus descubrimientos habían acabado con el engorroso asunto del “mecanismo” de la herencia de manera definitiva, a costa de seguir arrojando lastre por la borda: “La explicación no pretende establecer cómo se originan los factores [genes] o cómo influyen en el desarrollo del embrión. Pero éstas no han sido nunca partes integrantes de la doctrina de la herencia” (218). De esta manera absurda es como Morgan encubría las paradojas de la genética: sacándolas de la genética, como cuestiones extrañas a ella. Si antes la sicología había desaparecido escindida de la biología, Morgan estableció otra separación ficticia entre genética (transmisión de los caracteres) y embriología (expresión de los caracteres) (219), en donde esta última no tiene ninguna relevancia para la biología evolutiva. Este tipo de concepciones erróneas tuvieron largo aliento en la biología moderna, de modo que sus estragos aún no han dejado de hacerse sentir. A su vez, son consecuencia de la ideología positivista, que se limita a exponer el fenómeno tal y como se desarrolla delante del observador, que se atiene a los rasgos más superficiales del experimento. No cabe preguntar de dónde surge y cómo evoluciona eso que observamos antes nuestros órganos de los sentidos (219b).

La teoría cromosómica es consecuencia del micromerismo, que Morgan defiende con claridad:

“El individuo no es en sí mismo la unidad en la herencia sino que en los gametos existen unidades menores encargadas de la transmisión de los caracteres. La antigua afirmación rodeada de misterio, del individuo como unidad hereditaria ha perdido ya todo su interés” (220).

El micromerismo le sirve para alejar un misterio… a cambio de sustituirlo por otro: esas unidades menores de las que nada aclara, y cuando se dejan las nociones en el limbo es fácil confundir las unidades de la herencia con las unidades de la vida. Naturalmente que aquella “antigua afirmación rodeada de misterio” a la que se refería Morgan era la de Kant; por tanto, el misterio no estaba en Kant sino en Morgan. Con Morgan la genética perdió irremisiblemente la idea del “individuo como unidad” a favor de otras unidades más pequeñas. A este respecto Morgan no tiene reparos en identificarse como mecanicista: “Si los principios mecánicos se aplican también al desarrollo embrionario, el curso del desarrollo puede ser considerado como una serie de reacciones físico químicas, y el individuo es simplemente un término para expresar la suma total de estas reacciones, y no habría de ser interpretado como algo diferente de estas reacciones o como más de ellas” (221).

Morgan no era un naturalista. Su método era experimental; no salía de su laboratorio y sólo miraba a través de su microscopio. Un viaje en el Beagle le hubiera mareado. Ya no tenía sentido aludir al ambiente porque no había otro ambiente que una botella de cristal. Aquel ambiente creaba un mundo artificial. Morgan no cazaba moscas sino que las criaba en cautividad, sometiéndolas a condiciones muy distintas de las que encuentran en su habitat natural, por ejemplo, en la oscuridad o a bajas temperaturas. De esa manera lograba mutaciones que cambiaban el color de sus ojos. Pero esas mutaciones eran mórbidas, es decir, deformaciones del organismo. Sólo una de cada cinco mil o diez mil moscas mutantes con las que Morgan experimentaba era viable (222). Tenían los ojos rojos y él decía que las cruzaba con moscas de ojos blancos. Ahora bien, no existen moscas de ojos blancos en la naturaleza sino que las obtenía por medios artificiales. Por tanto, no se pueden fundamentar las leyes de la herencia sobre el cruce de un ejemplar sano con otro enfermo. Como bien decía Morgan con su teoría de los genes asociados, esas mutaciones no sólo cambian el color de los ojos a las moscas sino que provocan otra serie de patologías en el insecto. Una alteración mórbida es excepcional y no puede convertirse la excepción en norma, es decir, en un rasgo fenotípico de la misma naturaleza que los rasgos morfológicos habituales: color del pelo, estatura, etc.

Morgan era plenamente consciente de que las leyes que regulan la transmisión hereditaria de la salud no son las mismas que las de la enfermedad y la manera en que elude la crítica es destacable por la comparación que establece: también en física y astronomía hay experimentos antinaturales. De nuevo el reduccionismo y el mecanicismo juegan aquí su papel: las moscas son como los planetas y la materia viva es exactamente igual que la inerte. Las moscas obtenidas en el laboratorio (sin ojos, sin patas, sin alas) son de la misma especie que las silvestres y, en consecuencia, comparables (223). Morgan confundía una variedad de una especie con una especie enferma.

El error de cruzar ejemplares enfermos con sanos ya había sido comprobado experimentalmente en varias ocasiones. El biólogo francés Lucien Cuenot fue uno de los primeros que, tras el redescubrimiento, trató de comprobar la aplicación de las leyes de Mendel a los animales. Lo hizo con ratones albinos, pero tuvo el cuidado de advertir que el albinismo no es un carácter sino la ausencia de un carácter. En 1909 Ernest E.Tyzzer, patólogo de la Universidad de Harvard, realizó cruces entre ratones sanos con otros denominados “japoneses valsantes”, que deben su nombre al padecimiento de una mutación recesiva. Durante dos generaciones la descendencia fue inoculada con un tumor, observando que la patología se desarrollaba en la primera de ellas en todos los casos y en ninguno de la segunda, por lo que se pensó que el fenómeno no obedecía a las leyes de Mendel. Sin embargo, Little demostró que la no aparición de ningún supuesto tumoral en la segunda generación se debía al empleo de un número escaso de ejemplares, de manera que utilizando un volumen mayor descubrió que aparecía en un uno por ciento aproximadamente, porcentaje que posteriormente se afinó, obteniendo un 1’6 por ciento de tumores en la segunda generación, cifra que variaba en función del tipo de ratones utilizados y del tumor inoculado. El desarrollo posterior de los experimentos comprobó que ese porcentaje también era válido si en lugar de una enfermedad se transplantaban a los ratones tejidos sanos (224) porque dependía del sistema inmune, que es diferente para cada especie y para cada tipo de enfermedad.

El antiguo método especulativo, decía Morgan, trataba la evolución como un fenómeno histórico; por el contrario, el método actual es experimental, lo cual significa que no se puede hablar científicamente de la evolución que hubo en el pasado. La evolución significa que los seres vivos que hoy existen descienden de los que hubo antes: “La evolución no es tanto un estudio de la historia del pasado como una investigación de lo que tiene lugar actualmente”. El reduccionismo positivista tiene ese otro componente: también acaba con el pasado y, por si no fuera suficiente, también con el futuro, es decir, con todas las concepciones finalistas herederas de Kant: la ciencia tiene que abandonar las discusiones teleológicas dejándolas en manos de los metafísicos y filósofos; el finalismo cae fuera de la experimentación porque depende exclusivamente del razonamiento y de la metafísica (225). Como no hay historia, no es necesario indagar por el principio ni tampoco por el final. Paradógicamente la evolución es un presente continuo, el día a día.

Tampoco hay ya lucha por la existencia, dice Morgan: “La evolución toma un aspecto más pacífico. Los caracteres nuevos y ventajosos sobreviven incorporándose a la raza, mejorando ésta y abriendo el camino a nuevas oportunidades”. Hay que insistir menos en la competencia, continúa Morgan, “que en la aparición de nuevos caracteres y de modificaciones de caracteres antiguos que se incorporan a la especie, pues de éstas depende la evolución de la descendencia”. Pero no sólo habla Morgan de “nuevos caracteres” sino incluso de nuevos factores, es decir, de nuevos genes “que modifican caracteres”, añadiendo que “sólo los caracteres que se heredan pueden formar parte del proceso evolutivo” (226).

Sorprendentemente esto es un reconocimiento casi abierto de la tesis de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. En realidad, las investigaciones de Morgan confirmaban la tesis lamarckista, es decir, que al cambiar las condiciones ambientales, las moscas mutaban el color de sus ojos y transmitían esos caracteres a su descendencia. No hay acción directa del ambiente sobre el organismo; la influencia es indirecta, es decir, el mismo tabú que antes había frenado a Weismann. No es la única ocasión en la que Morgan se deja caer en el lamarckismo, al que critica implacablemente. También al tratar de explicar la “paradoja del desarrollo” incurre en el mismo desliz. Morgan reconoce la existencia de la paradoja y esboza sucesivamente varias posibles explicaciones, que no son -todas ellas- más que otras tantas versiones de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Según Morgan quizá no todos los genes entren en acción al mismo tiempo; a medida que el embrión pasa por las sucesivas fases de desarrollo diferentes baterías de genes se activan una después de la otra: “En las diferentes regiones del huevo tienen lugar reacciones distintas que comprenden diferentes baterías de genes. A medida que las regiones se diferencian, otros genes entran en actividad y otro cambio tiene lugar en el protoplasma, el cual ahora reaciona nuevamente sobre el complejo de genes. Este punto de vista presenta una posibilidad que debemos tener en consideración”. Luego esboza otra posible explicación de la paradoja: en lugar de suponer que todos los genes actúan siempre de la misma manera y de suponer que los genes entran en acción de manera sucesiva, cabe imaginar también que el funcionamiento de los genes “sufre un cambio como reacción a la naturaleza del protoplasma donde se encuentran” (227). De ahí se desprende que los genes no regulan sino que son regulados, que es el citoplasma, el cuerpo de la célula, el que reacciona sobre los genes y los pone en funcionamiento en función del estadio de desarrollo alcanzado por la célula.

En otro apartado Morgan vuelve a reconocer la herencia de lo adquirido. Hay casos -dice- en los que “queda demostrado que el ambiente actúa directamente sobre las células germinales por intermedio de agentes que, al penetrar en el cuerpo, alcanzan dichas células”. Pone el ejemplo de las radiaciones. Las células germinales son especialmente sensibles a ellas; afectan más a los cromosomas que al citoplasma y causan esterilidad en los embriones. La debilidad y los defectos que provocan en los organismos pueden ser transmitidos a generaciones posteriores, aún por la progenie que aparentemente es casi o completamente normal. Pero este hecho evidente no se puede emplear como prueba de la herencia lamarckiana: “No cabe duda que esos efectos nada tienen que ver con el problema de la herencia de los caracteres adquiridos, en el sentido que se le ha atribuido siempre a este término”. ¿Por qué? Morgan no lo explica. Quizá la clave esté en ese enigmático “sentido” que “siempre” se le ha atribuido (¿quién?) a dicho término: bastaría, pues, atribuirle otro “sentido” distinto y ya estaría solucionada la cuestión. Pero Morgan ni siquiera se atreve a entrar en ese galimatías lingüístico. No obstante, se despacha a gusto con la herencia de los caracteres adquiridos: se trata de una superstición derivada de pueblos antiguos, teoría frágil y misteriosa, una pesadilla de lógica falsa sustentada en pruebas sin consistencia ninguna. Resulta desmoralizante -añade Morgan- perder tanto tiempo en refutar esta teoría que “goza del favor popular” y tiene un componente emotivo envuelto en un misterio. Precisamente el papel de la ciencia consiste en destruir las supersticiones perniciosas “sin tener en cuenta la atracción que puedan ejercer sobre los individuos no familiarizados con los métodos rigurosos exigidos por la ciencia” (228).

Es bien cierto que desde su mismo origen la noción de herencia de los caracteres adquiridos es extraordinariamente confusa y que una de las estrategias implementadas para desacreditarla ha sido crear una mayor confusión, retorcer periódicamente la noción para que no quepa reconocer nunca las influencias ambientales. Un biólogo marxista español, Faustino Cordón, defendía el neodarwinismo de la forma siguiente: “En el organismo, bien resguardadas de influencias externas, se encuentran las células germinales sobre las cuales no pueden influir ‘coherentemente’ las modificaciones que experimente durante su vida el cuerpo del animal (esto es, los caracteres adquiridos no se heredan). Pero si es inconcebible, como de hecho lo es, que el organismo adulto, al irse modificando por su peripecia, moldee de modo coherente con ésta sus células embrionarias, hay que deducir, como conclusión incontrovertible, que el medio de una especie no ha podido ajustarlas a él moldeando directamente los cuerpos de los individuos adultos” (229). Por su parte, los Medawar escriben al respecto: “No es pertinente que la mutación pueda inducirse por un agente externo, sobre todo radiaciones ionizantes, como rayos X; esto no es pertinente porque no existe relación funcional o adaptante entre el carácter del mutante y la naturaleza del mutágeno que lo causó: las mutaciones no se originan en respuesta a las necesidades del organismo y tampoco, excepto por accidente, las satisfacen” (230). Por tanto, en un caso, se exige a la herencia de los caracteres adquiridos que el medio ejerza una influencia “coherente” y, en el otro, que sea “adaptativa”, circunstancias ambas que nunca formaron parte de la teoría. Como proponía Morgan en este mismo asunto, siempre es posible definir los conceptos de manera tal que sea imposible reconocerlos bajo ninguna circunstancia, esto es, un juego con las cartas marcadas de antemano. Lo que la teoría siempre sostuvo es que el medio ejerce una influencia directa e indirecta sobre el cuerpo y, por tanto, sobre el genoma como parte integrante del cuerpo, así como que dicha influencia se transmite hereditariamente.

Este argumento de los mendelistas tiene varios aspectos subyacentes que conviene realzar explícitamente. Así, por ejemplo, no tiene un carácter general en cuanto que, a efectos inmunitarios, las influencias ambientales son adaptativas: cada patógeno crea su anticuerpo específico. Pero quizá lo más importante es que lo que la crítica pretende es separar artificialmente el lamarckismo del darwinismo de tal manera que al introducir los factores ambientales y la herencia de los caracteres adquiridos queda excluida la selección natural. No hay ningún argumento para pensar que eso pueda suceder de esa manera y, desde luego, Darwin se fundamentó en todo lo contrario al combinar ambos aspectos. Efectivamente, es cierto que las influencias ambientales, como cualquier otra clase de mutaciones, no aparecen adaptadas de manera mecánica. Lo único que explican es la variabilidad; la adaptación o inadaptación es obra, según Darwin, del uso y desuso y de la selección natural. Para que haya selección antes tiene que haber una diversidad entre la cual poder elegir. Sólo en las teorías creacionistas la adaptación aparece instantáneamente como algo ya dado. En cualquier teoría de la evolución la adaptación es un proceso dilatado en el tiempo.

El francés Maurice Caullery es otro exponente del doble rasero con el que los mendelistas abordan la herencia de los caracteres adquiridos, tanto más significativa en cuanto que Caullery se inició en las filas del lamarckismo. El biólogo francés se enfrenta al problema de explicar las enfermedades hereditarias, un ejemplo de que se hereda tanto el plasma como el cuerpo, en este caso las patologías corporales. Sostiene lo siguiente: “Todo lo que pasa de una generación a la siguiente no dimana de la herencia propiamente dicha. Algunas enfermedades, que son seguramente transmisibles, son a menudo falsamente llamadas hereditarias, como la sífilis hereditaria. Se trata, en realidad, de una contaminación del germen por un agente infeccioso, independiente del organismo mismo. Todos los hechos de ese orden no entran en el cuadro de la herencia, incluso cuando se presentan con una generalidad y una constancia perfectas”. El argumento no puede ser más sorprendente: las enfermedades hereditarias no son hereditarias porque no se transmite un plasma auténtico sino un plasma contaminado. Pasemos por alto la validez de este argumento. Caullery lo lleva más allá e incluye dentro de ese plasma contaminado a toda la herencia citoplasmática, de la que llega incluso a poner en duda su existencia. También haremos la vista gorda ante esta segunda afirmación y, por tanto, supondremos que si las patologías no valen como ejemplo de herencia de los caracteres adquiridos tampoco valen como ejemplo de herencia mendeliana. Sería la única tesis coherente que podríamos esperar… Pero no es así porque Caullery acaba de la siguiente manera: “Los hechos que en el hombre revelan más claramente la herencia mendeliana son los de orden patológico, relativos a la transmisión de bastantes enfermedades constitucionales, o de malformaciones” (231). Las enfermedades valen para el mendelismo pero no valen para el lamarckismo. Con tales trucos parece natural que no haya ninguna forma de demostrar la herencia de los caracteres adquiridos.

La genética formalista siguió implacable a la caza de Lamarck y los restos que quedaban de las tesis ambientalistas. El 7 de agosto de 1926 Gladwyn K. Noble publicó en la revista Nature un informe denunciando que los experimentos realizados por el biólogo autriaco Paul Kammerer con sapos parteros criados en el agua para demostrar la influencia sobre ellos del cambio de medio, eran fraudulentos. El suicidio de Kammerer pocos días después ejemplificaba la suerte futura de este tipo de teorías. Kammerer fue arrojado al basurero de la historia. También Mendel había falsificado las suyas pero un fraude no se compensa con otro (al menos en la ciencia). Por lo demás, estaba claro que el mendelismo tenía bula pontificia y el supuesto fraude de Kammerer pareció cometido por el mismísimo Lamarck en persona.

Así estaban las cosas hasta que la historia volvió a mostrar su más implacable rostro y en 2009 empieza a sacar a Kammerer del pozo negro en el que le habían introducido. La revista Journal of Experimental Zoology publica un artículo del investigador chileno Alexander Vargas en el que afirma que los experimentos del austriaco no sólo no eran un fraude sino que tenemos que considerar a Kammerer como el fundador de la epigenética (232). Nada de esto es, en realidad, novedoso porque poco después del suicidio de Kammerer ya se había descubierto un espécimen natural de sapo partero con almohadillas nupciales, lo que demostraba que los sapos parteros tenían el potencial para desarrollarlas. Kammerer y los lamarckistas tenían razón, pero la razón tuvo que esperar 80 años y nunca podrá recuperar al científico austriaco de su triste final; sólo reivindicar su memoria. Era un anticipo de lo que le esperaba a Lysenko. Al fin y al cabo Kammerer era socialista y se aprestaba a instalarse en la URSS cuando se pegó un tiro en la cabeza.

Kammerer no era el único lamarckista; en aquella época, cuando Estados Unidos no había logrado aún la hegemonía ideológica que obtuvo en 1945, era bastante frecuente encontrar biólogos que realizaron ensayos parecidos. A partir de 1920 el británico MacDougall inició un concienzudo experimento que duró nada menos que 17 años con ratones albinos para demostrar la heredabilidad de una conducta aprendida. MacDougall adiestró 44 generaciones de ratones para que lograran salir de una fuente rectangular llena de agua con dos rampas laterales simétricas, una de las cuales estaba fuertemente iluminada y conectada a un circuito eléctrico que lanzaba una descarga al ratón que pretediera escapar por ella. Sometía a cada animal a seis inmersiones diarias a partir de su cuarta semana de vida, cesando la operación cuando el ratón demostraba haber averiguado la ruta de salida, diferenciando de entre las dos rampas, aquella que le permitía huir sin recibir una luz cegadora ni una fuerte descarga eléctrica. La prueba terminaba cuando salía 12 veces sin vacilar por la rampa inocua. El número de errores se tomaba como medida del grado de aprendizaje adquirido y a partir del recuento MacDougall obtenía un promedio generacional con las sucesivas estirpes. Para evitar los efectos de la selección natural tomó la precaución de utilizar en cada generación a la mitad que había demostrado mayor torpeza; también elegió otros ratones al azar para el mismo experimento y utilizó a algunos de ellos como “testigos neutrales” y cruzó ratones ya adiestrados con otros “testigos” para evitar cualquier posibilidad de intervención de factores ajenos al aprendizaje. Los resultados fueron bastante claros: el promedio de errores descendía (aunque no de manera uniforme), pasando de 144 en la primera generación a 9 en la última. La conclusión de MacDougall es que el aprendizaje se había convertido en hereditario (232b).

Morgan criticó los resultados de MacDougall, con los “argumentos” demagógicos que acostumbraba. Naturalmente este tipo de experimentos suscitan a dudas; nunca son concluyentes porque no sólo las condiciones del experimento, sino la estadística, la manera de deducir los resultados cuantitativos, se presta a la desconfianza. Existen demasiados “medios” interpuestos, demasiados factores que no siempre se tienen en cuenta, etc. Se han intentado repetir, aunque nunca de una manera tan exahustiva, y los resultados no son coincidentes.

Stockard fue otro de aquellos experimentadores obsesionados por demostrar la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos. Hizo inhalar vapores etílicos a sus cobayas durante seis años, sucediéndose varias generaciones en las que observó taras hereditarias, especialmente en los ojos e incluso en los cromosomas (233).

El catedrático de zoología de la Sorbona, Frédéric Houssay, sometió a gallinas a una dieta de carne; en varias generaciones sucesivas observó que disminuía el tamaño del hígado y la molleja, pero a partir de la sexta generación las gallinas morían o quedaban estériles…

ÍNDICE
(1) Caza de brujas en la biología (11) La técnica de vernalización
(2) Creced y multiplicaos (12) Cuando los faraones practicaban el incesto
(3) La maldición lamarckista (13) Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS
(4) La ideología micromerista (14) Los lysenkistas y el desarrollo de la genética
(5) Regreso al planeta de los simios (15) Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
(6) El espejo del alma (16) El linchamiento de un científico descalzo
(7) La teoría sintética de Rockefeller (17) Los peones de Rockefeller en París
(8) La teoría de las mutaciones (18) La genética después de Lysenko
(9) Tres tendencias en la genética soviética (19) Notas
(10) Un campesino humilde en la Academia (20) Otra bibliografía es posible

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