Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
[Biografía resumida]
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El espejo del alma
En 1900 a las tesis de Weismann se le suman las del monje checo Mendel, que también escribía en alemán. Es lo que habitualmente se califica como el “redescubrimiento” de unas supuestas “leyes” que Mendel había formulado ya en 1865. Décadas después aquellas leyes se utilizaron como punta de lanza contra Darwin; la genética le ganó el pulso a la biología, de modo que entre 1900 y 1930 el darwinismo desapareció del panorama científico (184). Darwin perdió la batalla, pero no a manos de los creacionistas sino de los mendelistas. Pero, ¿fueron los mendelistas fieles a la obra de Mendel? La respuesta vuelve a ser negativa.
Sus fieles han erigido a Mendel como padre fundador de la genética. Según ellos antes de Mendel la genética no existía porque genética es sinónimo de mendelismo. La palabra Genetik en alemán es un neologismo que se añadió a la voz autóctona Erblehre un siglo antes de que lo empleara Bateson. Pero para los mendelistas ni Nägeli, ni Prosper Lucas, ni Pierre Trémaux escribieron nunca sus tratados sobre la herencia natural; Darwin ignoró todo lo relativo a la pangénesis; Charles Naudin no existe… La leyenda tejida en torno a este asunto asevera que el monje checo empezó desde cero, que puso la primera piedra donde antes no había nada porque ese el significado exacto de la palabra inventar. Es como el dios creador que engendra el universo en medio del vacío.
Como la obra de Mendel se resume en sólo 40 páginas mecanografiadas, se hace preciso recurrir a otros datos para tratar de reconstruir el posible itinerario de su pensamiento, a elementos contextuales e incluso biográficos. Pero esto se ha prestado a una manipulación aún mayor que su propia obra: un monje aislado en el convento de una remota ciudad perdida en el centro de Europa… Tampoco esto es cierto. Brno no era ninguna aldea sino la capital de Moravia, una próspera ciudad mercantil de 70.000 habitantes con una intensa vida económica, social y científica. Desde comienzos del siglo existía allá una asociación de ovejeros para la promoción de la ganadería y la agricultura. Querían mejorar la calidad de la lana de sus ovejas y se dirigieron al naturalista Christian Carl Andres, el cual, a su vez, les remitió al conde Festetics, que elaboró un informe posteriormente publicado en una revista científica. En aquel informe no sólo aparecen ya las supuestas “leyes de la herencia” sino también el término “genética”.
Desde la Edad Media los conventos europeos eran el centro de conservación y transmisión de la ciencia y la cultura, que entonces aún no se habían separado totalmente de la religión. En el siglo XVIII y primera mitad del XIX tanto en Europa central como en Inglaterra existían numerosos párrocos de provincias que eran botánicos aficionados. Su “teología natural” era una forma de honrar al creador estudiando las maravillas que había sembrado en la tierra. Un decreto imperial imponía a los monjes la enseñanza en las escuelas de Brno, donde el convento era un importante centro de experimentación científica. En 1830 el prior Franz Cyril Napp creó en su interior un jardín botánico y un invernadero experimental. Napp estaba entre los que investigaban en la huerta con hibridaciones, participaba en las discusiones científicas sobre genética y presidía las asociación de cultivadores de manzanas creada por el mencionado Christian Carl Andres. Aquella asociación local trataba de mejorar el rendimiento de los árboles frutales mediante polinización artificial y publicaba una revista de genética con los resultados de los ensayos con frutales, tanto en Brno como en Alemania y en Londres. La revista tradujo y publicó los estudios de Thomas Andrew Knight, presidente de la sociedad de horticultura de Londres. Desde finales del siglo XVIII Knight había llevado a cabo experimentos de hibridación con plantas y describió la dominancia, uniformidad y segregación de los caracteres morfológicos de la descendencia de los híbridos de los que luego hablaron también Naudin, Darwin y Mendel. Otros hibridadores habían confirmado las mismas tesis de Knight: los británicos J. Goss y A. Seton, que cultivaban guisantes, y el francés A. Sageret, que cosechaba melones. En 1865, cuando Mendel exponía sus ensayos en Brno, aparecía publicada la obra de Pierre Trémaux, donde se mencionan idénticos experimentos de hibridación realizados en París con linajes puros.
Mendel entró en el convento en 1843 para estudiar, tomando el nombre de Gregorio. En 1850 se hospedó en él Carl Evangelista Purkinje, uno de los impulsores de la teoría celular, coincidiendo allí con Mendel. Luego en Viena Mendel estudió teoría celular y métodos experimentales de cultivo entre 1851 y 1853 con el botánico Franz Unger y el famoso físico Christian Doppler (el del efecto Doppler o de desplazamiento hacia el rojo). Unger sostenía la tesis de que en la herencia se transmitían pequeñas partículas materiales de generación en generación, de donde proviene otra de las ideas de Mendel: los factores procedentes de los padres no se mezclan en la descendencia. Un estudio sobre este tema le valió a Mendel obtener su licenciatura. J.K.Nestler le transmitió sus conocimientos sobre herencia y sobre lo que Mendel llamaría “desarrollo” (Entwiklung). El alemán Gärtner publicó en 1849 un tratado monumental en el que describía el método de polinización artificial que había ensayado más de 10.000 veces con 700 variedades distintas de plantas, describiendo los cuatro primeros caracteres que Mendel incorporó luego en su estudio. Mendel conocía este estudio porque F. Diebl le había informado de ello en los cursos que impartía en el instituto de filosofía de Brno, a los cuales asistió. Mendel se refirió a ese trabajo en su memoria. Por consiguiente, cuando en 1856 Mendel empezó a experimentar con híbridos por su cuenta, tenía por detrás una larga carrera universitaria, medio siglo de publicaciones sobre genética, una de los mejores bibliotecas de botánica dentro del convento, una infraestructura experimental y el apoyo de su superior Napp, un experto en la materia.
El monje estaba, pues, al corriente de los progresos de la ciencia de su época. La afirmación de Sinnot, Dunn y Dobzhansky según la cual Mendel no era biólogo sino monje (185) es un completo absurdo. La condición sacerdotal de Mendel se presta a equívocos y simplificaciones, sobre todo teniendo en cuenta la oposición católica a la evolución. Por su formación, es verosímil que estuviera influenciado por Aristóteles, cuyo pensamiento biológico se presenta como opuesto al evolucionismo. Por lo tanto, son muchas las circunstancias que inclinan a concluir que Mendel formó parte de aquella campaña antievolucionista. De hecho su obra fue utilizada a partir de 1900 contra Darwin. Pero no estamos hablando de 1900 sino de 1865. Un hecho cierto es que Darwin y Mendel se ignoraron mutuamente. Mendel conoció los escritos de Darwin, pero no le mencionó, como tampoco mencionó la evolución, a pesar de que entonces constituía la cuestión más candente. Darwin tenía en su biblioteca un ejemplar de la obra de Mendel y, aunque parece que no la leyó porque permenecía sin abrir en su biblioteca, conoció su contenido y realizó los mismos experimentos con guisantes que Mendel. Además, sí leyó a Naudin y Trémaux (aunque a éste no le cita) y tuvo en consideración sus descubrimientos genéticos, que discutió expresamente en la forma que vamos a exponer luego. Mendel habla de unos “caracteres constantes” que parecen opuestos a la teoría de la evolución. No cabe duda que en numerosos aspectos, que reseñaremos, la obra de Mendel contradice a Darwin y hay autores que han destacado la oposición de Mendel a la teoría de la evolución (186). Todo parece indicar, pues, que Mendel era opuesto a la evolución.
El cúmulo de circunstancias es muy equívoco y nadie más que los mendelistas se ha empeñado en que ese equívoco se perpetúe; “el hábito no hace al monje”, dice un refrán castellano que aquí ocupa también su lugar preciso. Mendel era hijo de una familia muy humilde y jamás hubiera podido recibir una educación mínima si no hubiera ingresado en el convento. Durante siglos las órdenes religiosas católicas reclutaban niños con grandes dotes intelectuales para reforzar sus organizaciones. Mendel no estuvo en el convento por vocación sino por necesidad: tenía una amante y era de ideas socialistas, como corresponde a su origen de clase. Por consiguiente, no cabe pensar que tratara de defender el dogma creacionista. Por lo demás, la obra de Aristóteles no sólo no era opuesta a la evolución sino, por el contrario, propicia la consideración dinámica del universo, como lo demuestran los casos de Lamarck y Darwin, en donde la huella del griego es aún bastante clara. Uno de los maestros de Mendel, Franz Unger, fue uno de los precursores del evolucionismo en Alemania. Es muy probable que entre los antecedentes de Mendel haya que incluir a los filósofos alemanes de la naturaleza, y especialmente a Lorenz Oken, en donde la evolución ya está presente, aunque empleando el término Entwiklung y no “evolución”, que se introduce posteriormente en la terminología científica alemana. El empleo de la expresión “caracteres constantes” también es congruente con lo que Mendel pretendía exponer, por lo que hay que relacionarlo con el núcleo de su teoría que, a mi modo de ver, se puede resumir de la siguiente manera: la obra de Mendel tiene que ver con la hibridación y no con la evolución. Su concepción no está dirigida contra la evolución porque la hibridación es ajena a ella, responde a un tipo de prácticas botánicas tradicionales.
Como todos los pioneros Mendel tiene que estar envuelto en el misterio, como un personaje adelantado a su tiempo, un precursor que nadie fue capaz de entender en su momento. Su lanzamiento e instrumentalización tuvo una estrecha relación con las querellas que se entablaron entre los tres “redescubridores” por la prelación de sus descubrimientos. El botánico holandés Hugo de Vries se había adelantado publicando un artículo en francés (Sur la loi de disjonction des hybrides) en el que resumía sus ensayos de hibridación, coincidentes con los de Mendel, pero en los que no le mencionaba para atribuirse la primicia. Entonces, Carl Correns en Alemania estaba corrigiendo las pruebas de imprenta con sus propios resultados sobre el mismo asunto cuando conoció el artículo de De Vries, añadiendo un “Epílogo tras la corrección”, donde indicaba la paternidad de Mendel para dejar en evidencia a De Vries, hasta el punto de poner al monje en el título para que no cupiera ninguna clase de dudas sobre la prelación. Por ello éste reaccionó publicando una segunda versión en alemán de su artículo (Das Spaltungsgesetz der Bastarde) en el que ya mencionaba al monje checo como auténtico descubridor. Todo empezó, pues, de una manera muy poco edificante, como un litigio por la propiedad intelectual. La solución salomónica fue “ni para tí ni para mí”: el primero fue Mendel. Los demás precedentes no existían para ellos.
Sorprendido en su intento de plagio, en la segunda versión de su artículo De Vries trató de justificarse diciendo que el trabajo de Mendel se mencionaba muy raramente, por lo que sólo pudo conocerlo cuando ya había terminado la mayor parte de sus investigaciones y había redactado el texto (187). Curiosamente los tres “redescubridores” tienen la misma coartada; los tres llegaron a las mismas conclusiones que Mendel sin haberle leído; los tres conocieron su obra justo en el momento en que se disponían a redactar sus respectivos artículos; los tres se apresuraron a enviarlos a la imprenta, realizando incluso resúmenes de ellos para que no se adelantaran los demás… Hay razones más que sobradas para sospechar que los mendelistas fraguaron sus fantasías desde un principio. Por ejemplo, siete años después de su segundo artículo, De Vries vuelve a “olvidarse” de Mendel en su obra Pflanzenzuchtung y al año siguiente se negó a firmar una petición dirigida al ayuntamiento de Brno para que levantaran un monumento que recordara al monje. Como ha escrito García Olmedo, “la historia del redescubrimiento de las leyes de Mendel en el año 1900 puede considerarse como una farsa científica moderna” (188).
La torpe justificación con que De Vries disculpó su plagio se convirtió en un mito: la obra Mendel había sido ignorada por sus contemporáneos. Esto es tan falso que, no por casualidad, su “redescubrimiento” sucedió en tres lugares distintos (Holanda, Austria y Alemania) por tres biólogos también distintos: Hugo De Vries, Erich von Tschermack-Seysenegg y Carl Correns. Es muy difícil comprender que si antes había sido tan desconocido, posteriormente fuera reconocido repentinamente de modo simultáneo. Lo cierto es que los experimentos de Mendel no pasaron, en absoluto, desapercibidos en el ámbito científico porque, en contra de lo que también se afirma, la revista en la que se publicó tenía una enorme difusión y era muy reconocida entre los naturalistas. El artículo apareció en un catálogo científico de referencia de la Royal Society británica, frecuentada por Darwin, el mismo año de su publicación. Fue citado por H.Hoffmann tres años después de publicarse en un artículo sobre botánica. La Enciclopedia Británica también lo mencionó en su edición de 1880. El botánico suizo Nägeli, descubridor de los cromosomas, mantuvo correspondencia con él pero en su obra sobre genética, no le menciona. Correns era discípulo de Nägeli y se casó con su sobrina, por lo que parece inverosímil que nunca hubiera oído hablar de Mendel. Tschermack era nieto de uno de los examinadores de Mendel por lo que también es inverosímil que no le conociera. En su tesis doctoral sobre híbridos, leída en 1875, el biólogo ruso I.F.Schmalhausen realizó una reseña detallada de sus reglas de segregación. En Estados Unidos también le conocían en 1894: Bailey le cita en su obra Plant breeding. En 1881 Wilhelm Olbers Focke le mencionó 17 veces en su obra Die Pflanzen-Mischlinge: Ein Beitrag zur Biologie der Gewächse. Se trataba de una verdadera enciclopedia de la hibridación que todos los botánicos tenían en sus librerías, en donde una mención bastaba para ser conocido en ese ámbito. Como muchos otros que ni siquiera le mencionan, Focke considera que los estudios de Mendel sobre los guisantes son irrelevantes en comparación con los de otros investigadores. Los hibridistas de la época no prestaron atención a sus tesis porque no eran generalizables. Sin embargo, sus tres “redescubridores” posteriores, también hibridistas todos ellos, sí le prestaron atención tres décadas después, y eso exige una explicación.
Para realizar en 1900 una valoración de la obra de Mendel que no había existido en 1865 tuvieron que desencadenarse otra serie de circunstancias en paralelo. En botánica las cosas habían cambiado totalmente desde 1865. Los hibridistas leen a Mendel en 1900 con unas gafas que no tenían antes. Son las gafas de Weismann, que habían aportado dos nuevos cristales a la ciencia de la vida. El primero fue la liquidación de la herencia de los caracteres adquiridos, que había dejado huérfana a la biología, necesitada de una concepción nueva en este punto, convirtiendo los escritos de Mendel sobre hibridacion en una teoría general de la herencia. A su vez, para acabar con la herencia de los caracteres adquiridos había que acabar antes con la pangénesis. Precisamente De Vries comenzó en 1876 sus ensayos de hibridación para contrastar la pangénesis de Darwin, sobre la cual escribió en 1888 su obra Intracellulare pangenesis (189). El segundo fue la separación que estableció entre el plasma y el cuerpo y, sobre todo, que el plasma, lo mismo que el cuerpo, también tenía un carácter material.
Como apuntan Hubbard y Wald, el monje checo no estaba interesado por el genotipo sino por el fenotipo, y habló de caracteres dominantes y recesivos, no de factores dominantes y recesivos (190). La verdadera aportación de Mendel, pues, residió en la separación de los caracteres entre sí: en un ser vivo unos componentes se podían separar de los otros y, por consiguiente, los unos se podían transmitir independientemente de los otros. A esto De Vries añadió su propia aportación: “Es necesario un cambio completo de los puntos de vista desde los cuales tiene que partir la investigación. Es necesario que pase a segundo término la imagen de la especie frente a su composición a base de factores independientes”. No sólo había que introducir el micromerismo sino que, además, había que concebir a los organismos vivos como conglomerados de caracteres independientes. El botánico holandés introducía así un nuevo punto de vista discontinuo que rompía con la vieja teoría de los fluidos y, subsiguientemente, con la noción de plasma de Weismann. Esa nueva concepción coincidía con el auge de la teoría celular, también discontinua, reforzada por los éxitos del atomismo en la física. Los sólidos parecen más propicios que los líquidos para una explicación mecanicista y una explicación de esta naturaleza tiene más visos científicos para los positivistas: ofrecen la imagen intuitiva de discontinuidad, mientras los líquidos parecen expresar mejor la continuidad, ya que se puede lograr su uniformidad fácilmente por medio de la mezcla; en definitiva, son más propicios para las odiadas divagaciones de tipo filosófico. La concepción continua, el plasma germinal de Weismann, quedó atrás definitivamente. De Vries partió de una segregación (de caracteres) y eso le condujo a deducir otra segregación (de factores), vinculados en forma de un determinismo estricto: cada factor condiciona un único carácter. Partiendo de caracteres contrastables y discontinuos, sólo eran imaginables factores igualmente discontinuos, porque eran ellos los que los determinaban. La causa debía ser parecida al efecto. Por tanto, se llegó a una conclusión por la elección de un determinado punto de partida. Este punto de partida era opuesto al de Darwin: donde la pangénesis concebía a las células interrelacionadas, De Vries partió de la independencia de esos factores, así como su capacidad para combinarse. Además, como ya ha quedado expuesto, la pangénesis invierte la relación entre el factor y el carácter, siendo éste el determinante de aquel, y no al revés. Por supuesto, también es opuesta a la de Lamarck, de manera que cuando los mendelistas se lanzaron a liquidar a Lamarck, de quien pretendían deshacerse en realidad era de ambos.
A diferencia de Weismann y De Vries, los “factores constantes” de los que hablaba Mendel eran abstracciones, elementos puramente formales e independientes de los caracteres concretos que determinaban, una reminiscencia de la concepción hilemorfista de la materia y la forma expuesta con otras palabras que velaban su origen metafísico. Los “factores” eran diferentes de los caracteres que determinaban del mismo modo que la forma es distinta de la materia. Mendel no dio un nombre en particular a esos “factores” pero por la misma época abundaban los neologismos para hablar de ello: idioplasma, plastídulas, bioforas, gémulas, pangenes, etc. La expresión que Mendel utiliza es bildungsfähigen Elemente, que literalmente significa “elementos constructores de la forma” o elementos formadores, cuyo origen está en Goethe y que hoy algún manual universitario copia al afirmar que la función del ADN consiste en “transformar la información en forma” (191). Cualquiera que sea su denominación, a mediados del siglo XIX los factores eran entes especiales e inmateriales de los que la materia era expresión, el “semen lógico” de los estoicos que con distintas variantes expone el comienzo del Evangelio de Juan: al principio fue el verbo que luego se hizo carne. Hoy los mendelistas repiten eso mismo en un rebuscado lenguaje criptográfico, convirtiendo el verbo divino en un código o en información génica. Con otros nombres, la escisión metafísica entre genotipo y fenotipo (plasma-cuerpo en Weismann, factor-carácter en Mendel) tiene, pues, un origen muy antiguo. Una noción subyacente a esas concepciones, además de su separación, es que el genotipo es el motor y la causa de todo lo demás. El alma utiliza al cuerpo para manifestarse, decía Aristóteles, y el genotipo hace lo mismo con el fenotipo, lo cual se expresa en el viejo refrán popular de que “la cara es el espejo del alma”. Ahora bien, el cuerpo es mortal pero el alma es inmortal; la copia (el cuerpo) nunca puede ser tan perfecto como el original (el alma).
En cualquier caso, tanto la pangénesis, como el plasma de Weismann o los factores de Mendel estaban envueltos en la más absoluta oscuridad. Eran lo que Darwin había calificado como “tinta invisible” (192), algo que no era posible descifrar. Expuesto de una forma mística, como hasta la fecha, hubiera sido inconcebible que esa clase de concepciones prosperaran en el ambiente positivista de mediados del siglo XIX. La ciencia repudia las abstracciones que se escapan a su intervención. Los biólogos no podían admitir que “formas”, “entes de razón” y abstracciones filosóficas semejantes pudieran influir sobre un cuerpo material. De ahí la importancia de Weismann al defender la materialidad del plasma germinal, que luego se trasladó a aquellos nebulosos “factores” de los que hablaba Mendel. Los “factores constantes” de Mendel son el plasma de Weismann que se concretaban y encarnaban en diferentes partículas materiales, susceptibles de ser sometidas a experimentación, es decir, cuyo funcionamiento se podía verificar y reproducir por medio de la hibridación. Sin embargo, a pesar de su materialidad nadie proporcionaba ninguna pista acerca de aquellos “factores constantes”. Con el tiempo las mismas nociones fueron mutando, a veces sólo de nombre. Se empezó a hablar cautelosamente de la “hipótesis del gen” hasta que acudieron en su apoyo tres descubrimientos capitales de la primera mitad del siglo XX, convenientemente interpretados para que la hipótesis del gen pasara a convertirse en la teoría del gen: en 1903 la teoría cromosómica, en 1925 los efectos génicos de las radiaciones y en 1953 la estructura de doble hélice.
Los conceptos iban tomando forma de una forma paradójica, como suele suceder. La pangénesis de Darwin se iba a transformar en su contrario pero manteniendo las mismas expresiones o similares. La voz gen deriva de pangénesis, e incluso la propia genética nació entre los biólogos alemanes de la escuela de la filosofía de la naturaleza de comienzos del siglo XIX con un significado científico diferente, dialéctico, que es el que había que eliminar: genética significaba tanto creación como desarrollo o transformación (192b). En el siglo XIX Darwin es el último en emplear dialécticamente ese concepto de generación y transformación. A partir de 1900 gen y genética parecen tener que ver con Darwin cuando son su misma negación.
No hubo “redescubrimiento” porque las leyes de Mendel eran conocidas con anterioridad a él. Si sus contemporáneos no apreciaron sus conclusiones no fue por su originalidad sino precisamente por su falta de originalidad. Hacia mediados del siglo XVIII el alemán Joseph Kölreuter ya describió que los híbridos de la primera generación aparecen mezclados y uniformes y que, al cruzar de nuevo estos híbridos, en la segunda generación aparecían numerosas variaciones, algunas de las cuales se aproximaban a los porcentajes de los que luego habló Mendel. La obra de Kölreuter fue rescatada hacia 1830 por otro hibridador alemán, Carl von Gärtner. Existieron muchos otros precedentes en varios países europeos, aunque quien más se acercó a las tesis de Mendel fue el francés Charles Naudin (1815-1899). En una de sus cartas a Nägeli, Mendel le confiesa haber leído la obra de Naudin, cuya conclusión era que los híbridos de la primera generación presentan un aspecto uniforme intermedio respecto al de los progenitores, es decir, se anticipa a una de las leyes de Mendel. A partir de la segunda generación consideraba que aparecía una variedad abigarrada de formas que se aproximaba más o menos a alguno de los progenitores. Para explicarlo introdujo el concepto de “segregación”, es decir, la coexistencia en la descendencia híbrida de factores (“esencias” las llamaba) no mezclados. Es otra de las leyes de Mendel. Antes se creía que las células sexuales no contenían más que un único factor pero, según Naudin, el híbrido era un mosaico de componentes discretos que se combinan de manera aleatoria. Los descubrimientos de Naudin le valieron en 1862 el premio de ciencias físicas (193).
La diferencia entre Mendel y Naudin no son las leyes, que el francés fija con cierta precisión, sino que mientras Naudin se interesa por la especie con la que está experimentando, por la totalidad de sus caracteres, a Mendel sólo le interesan algunos de ellos. Como consecuencia, mientras Naudin cruza especies distintas, Mendel cruza a una especie consigo misma. La conclusión que se extrae del monocultivo de guisantes es que Mendel no relaciona a las especies entre sí sino a una especie consigo misma. Los guisantes de Mendel no eran el objeto sino el instrumento de estudio. Para un botánico que únicamente trabajó con guisantes es muy significativo que nadie se interesara nunca por lo que Mendel dijo de ellos. A Mendel no le interesa la estabilidad de los guisantes con los que experimenta, que está asegurada de antemano, sino la de sus rasgos característicos. De ahí que utilice la expresión “factores constantes”: no le importaba la especie en sí sino determinados rasgos de la misma y la manera en que se podía lograr (o impedir) la transmisión hereditaria de los mismos, una vez obtenidos. Según C.U.M.Smith, Mendel dio un vuelco al enfoque que sobre la hibridación había prevalecido hasta entonces: “Era necesaria una orientación radicalmente diferente para descifrar la clave hereditaria. En lugar de estudiar la variación ‘per se’, en lugar de ponderar el cambio progresivo de una especie animal o vegetal conforme al tiempo geológico, era necesario concentrarse sobre la estabilidad en medio de la variabilidad, sobre la continua reaparición de un rasgo invariable. Y esto desde luego es precisamente lo que hizo Gregor Mendel durante sus ocho años de labor experimental de crianza” (194).
Voy a exponer esto mismo desde otro punto de vista: en lo que a los caracteres respecta, a diferencia de Lamarck, que estudia los componentes fundamentales de los organismos (vértebras, corazón, ojos, etc), Mendel se refiere siempre a los rasgos secundarios y diferenciales (color, tamaño, forma, etc.). Se ocupaba de aspectos tales como el color de las alas de una mariposa, mientras que a Lamarck lo que le interesaba es que las mariposas tuvieran alas. Sólo una vez que se toman en consideración los componentes constitutivos de una especie, aquellos que son iguales en todos y cada uno de sus individuos, se puede pasar al estudio de aquello que diferencia a unos otros, a la variabilidad, que es el núcleo de la obra de Mendel. Si el monje hubiera fijado su atención sobre los elementos constituyentes de las especies, no hubiera podido proceder siquiera a la hibridación: no se puede hibridar una especie con pulmones con otra con branquias.
No es ninguna casualidad que todos los hibridadores del siglo XIX trabajaran con un número enorme de variedades mientras Mendel sólo experimentó con una. El monje checo no fue el primero en usar guisantes para experimentar pero sí fue el único que limitó sus experimentos a los guisantes. Por el contrario, Kölreuter ensayó 500 tipos distintos de hibridaciones con 138 especies también distintas y Focke experimentó con unos cien tipos diferentes de plantas. Luego el mendelismo ha convertido en ley general unos ensayos restringidos sobre los que Mendel nunca pretendió establecer leyes que comprendieran a todas las especies vivas. No todos los vegetales reunen las características del guisante, cuya planta se puede autofecundar. Además, también hay muchas variedades distintas de guisantes. Por eso las excepciones a sus leyes superan, con mucho, los casos que las confirman y, para evitar su derrumbe, los mendelistas han ido colocando un remiendo detrás de otro. El propio Mendel pudo comprobarlo. Nägeli le sugirió que estudiara otras plantas para ver si confirmaban los resultados obtenidos con los guisantes. Mendel dedicó cinco años a la tarea pero los intentos con otro tipo de plantas no coincidieron con los de los guisantes, comprobando así que sus resultados eran de aplicación limitada. Correns criticó a De Vries por haber supuesto la existencia de unas leyes de la herencia, que él prefirió calificar como reglas para destacar ese valor limitado (195). De 1900 hasta 1927 Correns se dedicó a experimentar para probar precisamente el carácter limitado de las reglas de Mendel. Fue el primero en clasificar los fenómenos hereditarios en mendelianos y no mendelianos. Actualmente los propios mendelistas empiezan a reconocer que “la inmensa mayoría” de las variaciones no se heredan en forma mendeliana (196).
Pero la concepción opuesta a la de Mendel, que es la que Naudin mantenía, tampoco era cierta. Mientras Naudin consideró que los híbridos eran inestables y que no existía un orden en la herencia, Mendel afirmó todo lo contrario. Pero Mendel no era mendelista; lo mismo que Lamarck y Darwin, él tampoco es responsable de lo que 35 años después sus “redescubridores” quisieran leer en sus escritos. La propia leyenda fabricada en torno a los guisantes poco tiene que ver con el original. Los experimentos de Mendel, como él mismo dijo en el título de su conferencia, se referían a la hibridación de una planta concreta. Como los botánicos del siglo XIX, Mendel se centró en la variabilidad, no en la evolución. No habló nunca de la existencia de unas supuestas leyes de la herencia de validez universal (197). Lo que Mendel dijo exactamente de su concepción fue lo siguiente: “Todavía no se ha podido llegar a deducir, por la formación y el desarrollo de los híbridos, una ley extensible a todos los casos sin excepción; eso no podría dejar de extrañar a cualquiera que conozca la extensión del problema y sepa apreciar las dificultades que uno tiene que superar en ensayos de esta naturaleza. Una solución definitiva sólo podrá intervenir como consecuencia de experiencias detalladas hechas en las más variadas familias vegetales. Si se echa un vistazo de conjunto a los trabajos acometidos en este terreno, se llegará a la conclusión de que, entre numerosos intentos, no hay ninguno que se haya ejecutado con suficiente amplitud y método para permitir fijar el número de las diferentes formas en las cuales aparecen los descendientes de los híbridos, clasificar esas formas con seguridad en cada generación y establecer las relaciones numéricas que hay entre esas formas. En efecto, es necesario tener un cierto coraje para emprender un trabajo tan considerable. Sin embargo, sólo él parece poder conducir finalmente a resolver una cuestión cuya importancia no hay que ignorar para la historia de la evolución de los seres organizados” (198).
Como el mismo Mendel indica, una solución definitiva no podía derivar sólo de los experimentos con guisantes sino que era necesario comprobarlo “en las más variadas familias vegetales”, lo cual está mucho más allá del alcance de su obra. Lo mismo que la clasificación de las especies, la evolución se ha se construido habitualmente sobre la zoología. Es difícil encontrar un significado botánico al uso y desuso de Lamarck o a la lucha por la existencia de Darwin. Los zoólogos consideran a los vegetales como alimento de los animales y, en consecuencia, la vegetación no es el sujeto sino el medio. Pero ese tampoco es el aspecto fundamental de la cuestión: lo que se trata de determinar es si por medio de la hibridación se podía llegar a explicar la evolución.
Aunque la hibridación es una práctica agrícola y ganadera tradicional con más de 6.000 años de antigüedad, desde finales del siglo XVIII se convirtió en uno de los recursos más corrientes para explicar la biodiversidad, una práctica tradicional que consumió muchas horas de experimentación, las primeras de una ciencia basada en la observación pura. En la primera mitad del siglo XIX a los agrónomos se les llamaba precisamente “hibridadores”. Su interés era económico: estaba naciendo la agricultura capitalista para alimentar con nuevas variedades de ganado y plantas más baratas a una clase obrera creciente que poblaba las ciudades procedente del campo. Aquellos ensayos de hibridación plantearon los primeros interrogantes concretos y prácticos de la genética. Fue una manera experimental de poner a prueba la clasificación de los seres vivos que Linneo había establecido. ¿Es posible la hibridación entre distintas especies? ¿Hasta qué punto el hombre era capaz de crear o de modificar lo ya creado? Demuestran que la genética tenía ya un importante recorrido -práctico y teórico- en la primera mitad del siglo XIX y, por lo tanto, que esa ciencia ni nace con Mendel ni con su manoseado “redescubrimiento” de 1900.
Los mendelistas han reducido las hibridaciones del siglo XIX a meras fecundaciones, es decir, a hibridaciones sexuales, silenciando el largo repertorio de hibridaciones vegetativas que se ensayaron. Pero en “El origen de las especies” Darwin trata de las hibridaciones sexuales y en “Variación de los animales y las plantas bajo domesticación” trata de las hibridaciones vegetativas. Él mismo en persona realizó experimentos prácticos de hibridación, algunos de ellos con guisantes precisamente, y dedicó muchas páginas a discutir esta cuestión, en las que -insisto- coincide exactamente con las aborrecidas tesis de Michurin y Lysenko. Le sirvieron para refrendar su teoría de la pangénesis y la heredabilidad de los caracteres adquiridos.
La hibridación que practica Mendel no es cualquier clase de hibridación sino una hibridación de tipo sexual precisamente. A partir de 1900 este tipo de ensayos conduce a otra de las tergiversaciones más comunes de los mendelistas: la de que toda hibridación tiene un origen sexual, no existen los híbridos vegetativos de Darwin y, por tanto, a sostener a toda costa la separación del plasma y el cuerpo, suplantar la biología por la genética y, en definitiva, al pansexualismo, a deducir conclusiones meramente reproductivas, es decir, cuantitativas. La evolución es un problema multiplicativo: prospera quien reproduce un mayor número de ejemplares, todos esos ejempares son idénticos (teoría de la copia perfecta), toda diversidad tiene un origen sexual y, finalmente, la dotación hereditaria es ajena a cualquier condicionamiento exógeno, somático o ambiental. Mendel ignoró completamente el medio en el que crecían sus guisantes, pero ningún ganadero piensa que el rendimiento de una vaca lechera depende exclusivamente de sus ancestros y no de una buena alimentación.
No obstante, para comprender la obra de Mendel desde la perspectiva actual, evolucionista, la pregunta clave es, sin duda, si se puede desarrollar una teoría de la evolución exclusivamente sobre la hibridación y, especialmente, sobre la hibridación sexual. Aún situándose en un horizonte más amplio que Mendel, la propia obra de Darwin demostró, hace siglo y medio, que la respuesta es negativa. El error de los mendelistas consiste en creer lo contrario. La fecundación sexual es una consecuencia de la evolución, no su causa. Sólo existe en los seres más evolucionados, si bien no cabe duda que, una vez aparecida, se convierte, a su vez, en un motor acelerado de esa misma evolución.
Con el mismo experimento, Mendel y Darwin se sitúan en contextos científicos diferentes. Utilizando el ejemplo anterior cabe afirmar que el color de las alas de una mariposa puede tener interés a determinados efectos, aunque limitados, pero en ningún caso para explicar la evolución. El objetivo de Mendel era explicar la diversidad y no la continuidad. Como ha quedado expuesto más arriba, los caracteres que son iguales, es decir, los más importantes, aquellos relacionados con la clasificación de los seres vivos, carecen de explicación mendelista. La hibridación trataba de contestar a la pregunta acerca de si la clasificación de las especies establecía fronteras absolutas entre ellas, imposibles de sortear: ¿Es posible la hibridación entre distintas especies? La pregunta cuestionaba la fecundidad de los híbridos, es decir, su capacidad para engendrar descendencia. La palabra más utilizada por Darwin al hablar del asunto en “El origen de las especies” es esterilidad que, naturalmente, conduce a la extinción, no a la evolución. Por eso, comentando la obra de Trémaux, Marx escribió que, contrariamente a una opinión generalizada, no son los híbridos los que crean las diferencias, sino al revés, demuestran la unidad de tipo de las especies: “Lo que Darwin presenta como las dificultades de la hibridación son aquí [en Trémaux], al contrario, pilares del sistema, puesto que [Trémaux] demuestra que una ‘espèce’ solo está constituida cuando el ‘croisement’ con otras deja de ser fecundo o posible” (199). La hibridación, pues, no puede explicar la evolución, y ese fue uno de los errores básicos de los mendelistas, que quisieron hacer pasar los resultados de unos experimentos de hibridación con guisantes como leyes generales aplicables a todas las especies vivas en cualquier época histórica, por remota que pudiera ser.
La oposición entre Mendel y Darwin es clara en la continuidad o discontinuidad de los caracteres. Mientras Darwin desarrolla una teoría basada en la continuidad, descartando los saltos y la discontinuidad, las leyes de Mendel eran discretas, requieren rasgos morfológicos contrastables. Como consecuencia de ello, la hipótesis del gen se va a construir sobre la base de que dicho componente explica no exactamente los caracteres sino la variación de los caracteres: si todos los hombres fueran rubios, nadie hubiera sospechado jamás que existiera un gen determinante del color del pelo. Por lo tanto, no hay tantos genes como caracteres sino tantos genes como caracteres diversos. Pero hay variaciones casi imperceptibles, por lo que el número de genes será el mismo que el de los cambios que seamos capaces de observar, es decir, no dependerá sólo de nuestra perspicacia sino de la potencia del microscopio con el que trabajemos. Por otro lado, Mendel sólo tomó en consideración unos pocos y secundarios rasgos de la planta, ignorando otras diferencias porque no eran suficientemente contrastables. Sus ensayos eran impracticables con tipos intermedios que, como el tamaño de las hojas y de las flores, presentan un amplio rango de variaciones. Los guisantes debían ser amarillos o verdes y no valían las tonalidades intermedias.
El éxito de las leyes de Mendel en 1900 hay que ponerlo en relación con las leyes que sobre la herencia estaban vigentes antes de 1900. Hasta esa fecha las concepciones dominantes acerca de la herencia defendían la mezcla, interpretada de manera que no sólo no explicaba la biodiversidad sino que pronosticaban la mediocridad, es decir, la tendencia de las especies a la uniformidad y, en el hombre, la tendencia sociológica hacia la denominada “clase media”. La cantidad se opone a la calidad. Para impedir la regresión a la mediocridad, la burguesía implementó toda esa batería de políticas aberrantes de tipo aristocrático en los países capitalistas más “avanzados”. Como los miserables se reproducen más que los burgueses, no solamente había que impedir la hibridación interclasista sino que había que esterilizarlos.
Con Mendel el asunto se podía presentar de otra forma. Sus leyes demostraban que la hibridación no sepultaba los caracteres “puros” más que aparentemente porque en la segunda generación reaparecían. Era una explicación convincente de algo que venía preocupando a los biólogos: la estabilidad de los híbridos, a veces calificado como el problema de la “constancia de las razas”, que contrastaba con su opuesto, el de la regresividad o reaparición en la progenie de rasgos provenientes de los ancestros al cabo de algunas generaciones. A mediados del siglo XIX las controversias sobre hibridación planteaban si los híbridos constituían nuevas especies o, por el contrario, eran un retorno a una variedad preexistente, esto es, supuestos de involución y atavismo, el retorno de caracteres pasados en las nuevas generaciones. La regresión de los caracteres ya era conocida desde comienzos del siglo XIX, pero se había interpretado erróneamente, en el sentido de que la regresión demostraba una tendencia hacia las especies originales, que serían inmutables, cuando en realidad es una forma de segregación, como probaron Naudin y Mendel, es decir, de conservación y, por consiguiente, de continuidad de la herencia. Había algo en la forma-factor-gen que no se manifestaba, que quedaba latente, escondido en medio de la impureza. Las leyes de Mendel proporcionaban un método para sacarlo a la luz, que fue el utilizado por los eugenistas y racistas para extraer la pureza en medio de la mezcla degenerativa. Esto era algo tan conocido en la segunda mitad del siglo XIX que Darwin hace un uso intensivo de esta concepción, citando siempre a Naudin y nunca a Mendel ni a Trémaux. “Un híbrido es un mosaico viviente”, dice Darwin parafraseando a Naudin. También habla de “prepotencia” para aludir al carácter dominante, así como de “caracteres latentes” para aludir a los recesivos, sobre los que escribe: “En toda criatura viva podemos asegurar que subyace una multitud de caracteres perdidos, lista para desplegarse bajo condiciones adecuadas” (200). En una carta a Wallace fechada en 1866, el mismo año de la publicación del trabajo de Mendel, Darwin le dice: “No creo que comprenda lo que quiero decir cuando afirmo que ciertas variedades no se mezclan. Esto no se refiere a la fertilidad. Un ejemplo explicará el punto. He cruzado guisantes Painted Lady con Purple, variedades de colores muy diferentes, y he obtenido, incluso en la misma baya, ambas variedades perfectamente separadas y no un estado intermedio. Pienso que debe ocurrir algo parecido, por lo menos, con sus mariposas y las formas arbóreas de Lythrum. Si bien estos casos son, en apariencia, tan maravillosos, no sé si son, en realidad, más maravillosos que el hecho de que todas las hembras del mundo produzcan machos y hembras bien distintos como descendencia”. Parece obvio, y no es ninguna casualidad, que también Darwin realizó experimentos con guisantes con dos objetivos:
a) para refutar la hipótesis de la herencia mezclada que, al diluir las variedades y uniformizar gradualmente a los individuos, socavaba la selección natural
b) para explicar la regresión en los caracteres; siguiendo a Naudin Darwin considera que mientras la primera generación de híbridos es uniforme, la segunda experimenta una regresión, reapareciendo caracteres ancestrales que habían permanecido ocultos hasta entonces.
Aunque no fue ni el primero ni el único que la defendió, la teoría de la dominancia y la recesividad es el verdadero núcleo de la obra de Mendel que, a partir de 1900, alcanzó gran difusión porque permitió otro vuelco a la concepción misma de la selección natural de Darwin, cuyo objeto ya no serán los cuerpos, las especies vivas, sino los genes. Así, reconoce Jacob, se empieza a sostener que la selección natural ya no opera sobre el cuerpo sino sólo sobre las células germinales, con lo cual “la concepción de la herencia sufre así una transformación total” (201). Es el denominado polimorfismo genético, es decir, la concepción de que un mismo carácter puede estar determinado por varios genes diferentes, de los cuales sólo opera uno, quedando los demás latentes o inactivos. Si la selección natural de Darwin requería de biodiversidad, la selección natural de los neodarwinistas requerirá de polimorfismo, de genes variables. En contra de lo que Darwin había repetido con insistencia, la selección natural, se convierte en el único mecanismo de la evolución.
Como reconoció Bateson, uno de sus primeros fieles, los escritos de Mendel no son una descripción literal de sus investigaciones sino una “reconstrucción” de las mismas. Sus experimentos fueron ficticios. Los relató de manera diferente a la forma en que los había llevado a cabo, por lo que se observan graves incongruencias. Los números no cuadran en ningún caso. Así, por ejemplo, dice que utilizó 22 plantas en total, pero dado que estudió siete caracteres en plantas que sólo diferían en uno de ellos, sólo hubiera necesitado siete parejas, es decir, 14 en total. Sus experimentos son absurdos e imposibles, concluye Di Trocchio: “Mendel no llevó a cabo experimentos en el jardín del convento sino en su celda con papel y pluma” (202). Lo mismo sostiene Michael Ruse: “Mendel había ya descubierto las leyes antes de realizar la mayor parte de los experimentos con el guisante” (203).
Otra demoledora crítica contra Mendel la lanzó en 1936 Fisher desde el punto de vista estadístico (204). Mendel concentró su atención en siete caracteres dominantes de los guisantes que, además, presentó como mutuamente independientes. Pero hoy sabemos que eso sólo es posible si cada factor que lo produce (gen) se encuentra en un cromosoma diferente. De todos los caracteres posibles Mendel seleccionó los que él creía que cumplían sus previsiones, es decir, aquellos situados en cromosomas distintos. Sin embargo, el guisante tiene un total de siete cromosomas y la probabilidad de que siete caracteres tomados al azar pertenezcan cada uno de ellos a un cromosoma distinto es de un 0’6 por ciento, es decir, sólo seis de cada mil. Lo más normal es que uno o varios formen parte del mismo cromosoma, por lo que se heredan de forma conjunta y, por tanto, la proporción prevista por Mendel no podía funcionar en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, los mendelistas usan la proporción en que dos caracteres distintos se heredan de forma conjunta para calcular la distancia a la que se localizan estos dos genes en un mismo cromosoma. De los siete caracteres que Mendel estudió, y que presentó como independientes, sólo dos eran realmente independientes. El resto no podía cumplir sus leyes. La conclusión fue que las había elaborado no como conclusión de sus experimentos, sino calculando numéricamente cuál sería el resultado si todos los caracteres se transmitieran de manera independiente. Sus leyes son un fraude en el sentido que le dieron sus secuaces a partir de 1900. Mendel se limitó a exponer en forma de experiencia práctica lo que no era más que un modelo ideal, abstracto.
Si las cifras son incongruentes resulta absurdo que los mendelistas destaquen en su obra precisamente sus resultados cuantitativos, es decir, su aspecto menos interesante. Tampoco cabe apreciar el carácter experimental de sus hibridaciones, un tópico de moda en la botánica del siglo XIX. Sus referencias al cultivo de guisantes no eran más que la ilustración del mensaje que Mendel pretendía transmitir, de su concepción de la variabilidad vegetal. Hasta entonces había habido muchos hibridadores que habían destacado un sinfín de observaciones empíricas y de metodologías de cultivo. Por eso nadie prestó atención a Mendel hasta 1900, porque parecía otra experiencia más, esta vez de alcance mucho más reducido. Sobraban los ensayos sin teoría previa, sin hipótesis de trabajo. Mendel tenía un teoría en una disciplina en la que nadie se había preocupado por alcanzar ninguna. Según Mae Wan Ho, Mendel “procedió deductivamente desde principios generales a lo específico, con una teoría matemática ya en mente que buscaba confirmar mediante la experimentación”. Existían muchos caracteres que no encajaban en el complejo modelo de la herencia mendeliana: “Pero Mendel se concentró solamente en los que sí lo hacían. Por lo tanto, la teoría resultante solo puede ofrecer, en el mejor de los casos, una descripción muy parcial e idealizada de la herencia […] Mendel eliminó las desprolijas complejidades de los organismos vivos para experimentación y optó por entidades ideales y eternas que se comportan de un modo simple y lógico” (205). Eso es lo que le vuelve contradictorio: él sí tenía una teoría capaz de resultar contrastada. Hasta entonces los hibridadores no esperaban nada de sus cultivos. El caso de Mendel es totalmente distinto; concibió un modo de transmisión hereditaria de los caracteres y lo contrastó en una serie de ensayos, confesando que recomenzó sus pruebas cuando comprobó que los resultados no eran los esperados. En una carta a Nägeli de 8 de abril de 1867 Mendel le dice: “La realización de una gran cantidad de fecundaciones entre 1863 y 1864 me convenció de que no era fácil encontrar plantas apropiadas para una amplia serie experimental y de que en caso favorable podrían transcurrir años sin obtener la conclusión deseada”. Por eso sólo experimentó con guisantes, la “planta apropiada” y con determinados caracteres, también apropiados para ilustrar de una manera concreta lo que se proponía.
Bateson advirtió que en sus experimentos Mendel no utilizó líneas puras para los siete rasgos estudiados, de manera que coexistían rasgos múltiples en la misma planta. Era necesario empezar por obtener ejemplares genéticamente puros, si es que eso es factible en condiciones silvestres. Para obtener lo “impuro” primero hay que disponer de lo “puro”, de manera que la reproducción asexual preserva el patrimonio hereditario (permite la continuidad de la “pureza”) en tanto la sexual propicia la hibridación (permite la “impureza”). Al mismo tiempo, a fin de que la experimentación se pueda repetir, es necesario definir un tipo igual de cobaya, como propuso Morgan con sus moscas, lo cual tampoco es fácil porque los organismos nunca coinciden genéticamente de manera exacta. Por eso cuando aluden al desciframiento del genoma humano, no dicen el de quién exactamente. Para obtener ejemplares parecidos se crían artificialmente en invernaderos o laboratorios, en condiciones muy diferentes de las que existen en la naturaleza. No obstante, se pretende que esas condiciones de laboratorio reproducen con cierta fidelidad los fenómenos de la naturaleza. Así, en ocasiones se pretende extrapolar el cultivo de enfermedades en un ratón de laboratorio con las que se observan espontáneamente en el hombre. Ni los guisantes, ni las moscas, ni los perros, ni las bacterias, ni los ratones, silvestres o de diseño, sirven para establecer leyes generales sobre la evolución de todos los seres vivos.
A diferencia del mendelismo, la corriente dominante en la genética soviética se fundamentó en postulados mucho más amplios, que fueron los establecidos por el botánico ruso K.A.Timiriazev (1843-1920). Éste diferenciaba entre una reproducción simple, que es la repetición del desarrollo de los ancestros, característico de las plantas que se multiplican de manera asexual, junto a la reproducción que denominaba doble o compleja, es decir, la multiplicación sexual, normalmente asociada a los dos organismos progenitores. A su vez, en esta última diferenciaba tres supuestos:
a) mixta, en la que se incluyen las quimeras, un tipo de herencia no mezclada en el que los caracteres de uno de los progenitores se manifiestan en una parte del organismo y los caracteres del otro en la otra parte.
b) conjunta, que es la más importante para Timiriazev, que se produce cuando los caracteres de los dos progenitores se fusionan en la descendencia, aunque sin manifestarse en estado puro, ya que se obtienen nuevas propiedades.
c) antagónica, cuando los caracteres paralelos pero opuestos de los antecesores no se fusionan en la descendencia híbrida. En estos casos no se obtiene una propiedad nueva o intermedia sino que se expresa la propriedad de uno solo de los progenitores mientras que la del otro desaparece.
En la herencia antagónica, continúa Timiriazev, se observan dos posibilidades:
a) el millardetismo, nombre derivado del botánico francés Millardet, que estudió esta categoria de híbridos: son aquellos supuestos en los que los híbridos, uniformes en la primera generación, lo son también en las generaciones siguientes. La descendencia híbrida no se diversifica, no se segrega en las generaciones sucesivas, ya que las propriedades de uno de los progenitores quedan totalmente absorbidas por el otro.
b) el mendelismo, al que Timiriazev considera como un hecho aislado que no se produce más que en condiciones determinadas y que, además, no fue descubierto por Mendel.
Como se observa, es un cuadro mucho más completo que el esquema simplificado en extremo que se ha difundido y sigue vigente en los países capitalistas. Según ello, no hay un rechazo de los supuestos de herencia mendeliana sino una integración como un caso particular y restringido que no excluye otras formas diferentes de herencia. Como afirma Mae Wan Ho, “la hererencia mendeliana se aplica sólo a un conjunto restringido de caracteres observados a lo largo de un número limitado de generaciones en condiciones ambientales más o menos constantes, y sólo cuando se cruzan organismos dentro de la misma especie y con el mismo número de cromosomas. En realidad, uno de los caracteres que Mendel estudió, el de los guisantes rugosos, fue introducido por un elemento genético móvil o ‘gen saltador’, que se había insertado en el alelo salvaje normal de los guisantes redondos, un proceso decididamente no mendeliano” (206). El mendelismo, pues, elevó a regla general, lo que no era más que un caso particular.
No fueron sus “redescubridores” quienes lanzaron a Mendel a la fama, sino William Bateson (1861-1926), que le tradujo al inglés, el idioma de la genética naciente. De Vries, Correns y Tschermack eran centroeuropeos y el centro del mundo estaba entonces en Inglaterra. Bateson, al que Lysenko califica de “oscurantista”, necesitaba utilizar a Mendel contra la teoría de la evolución, ya que era preformista y defendía las teorías catastrofistas de Cuvier. Bateson ataca al darwinismo en varios puntos: pangénesis, herencia de los caracteres adquiridos y cambios graduales. Para ello, junto con el francés Cuenot, transformó la leyes de la hibridación en leyes de la herencia, demostrando que su validez no se limitaba únicamente a las plantas sino también a los animales. Bateson publicó el primer manual sobre la herencia basado en sus leyes, en donde anticipaba una buena parte de la nueva terminología (alelomorfos, heterocigoto).
Hoy Mendel es un mito al que los mendelianos le rinden el culto debido, sin escatimar adjetivos que harían sonrojar al propio monje agustino. Se han excedido en su culto a la personalidad; le han catapultado a un olimpo del que aún no le han bajado. Por ejemplo, Rostand se atreve a decir que toda la genética está contenida en las 40 páginas en las que Mendel resumió sus experimentos sobre hibridación: “Leyendo hoy esas cuarenta páginas, a uno le sorprende a la vez la novedad de los resultados obtenidos y la circunspección del autor, que no adelanta nada más que lo perfectamente probado, y se contenta con encadenar los hechos con hipótesis estrictamente necesarias. Más de un siglo después de la publicación de la memoria de Mendel, no se encuentra, por así decirlo, nada que rectificar, ni un error de hecho ni de interpretación. De un golpe Mendel vio todo lo que se podía ver y todo comprendido: es casi único en la historia de la ciencia” (207). Lleno de entusiasmo por su maestro, el biólogo soviético Medvedev le pone a la altura de Copérnico, Leonardo da Vinci, Newton, Galileo y Darwin: “El descubrimiento de Mendel es tan importante como el de Darwin” porque sólo después de haber descubierto las leyes de la herencia se pudo hacer de la teoría de la evolución la base de la biología moderna (208). ¿Cómo pudieron Lamarck y Darwin escribir sus obras sin conocer las leyes de Mendel? Otra historia que parece vuelta del revés…
La diosificación de Mendel ha convertido a todos los demás en herejes. La crítica del mendelismo se presenta en sociedad como una crítica a la genética, como si genética fuera sinónimo de mendelismo. Como los fundamentos son erróneos, desde el comienzo se va tejiendo el mendelismo con continuas amalgamas entre concepciones dispares, con un remiendo detrás de otro para no dejar caer a los mitos sobre los que se ha construido. Con la teoría de las mutaciones los factores-genes siguieron su andadura. Lo crean todo y no son afectados por nada. La evolución se detiene a sus puertas. Como escribió Bertalanffy, la biología podía ser evolucionista pero la genética quedaba como el reducto de la inmutabilidad. A partir de entonces y sobre fundamentos tan poco claros, el mendelismo se convierte en el centro de las ciencias biológicas. A ella se subordinan la citología, la embriología, la paleontología, la antropología, la medicina y otras disciplinas.
No es un fenómeno exclusivamente científico, sino también mediático, es decir, ideológico, político y económico. Los mendelistas acaparan los premios Nobel, aparecen en primera plana en los medios de comunicación y conceden ruidosas conferencias de prensa. Cualquier fenómeno publicitario de esa naturaleza tiene como contrapartida el silenciamiento de otro tipo de investigaciones y concepciones y, en consecuencia, un determinado tipo de explicaciones aparece como la única explicación existente, o incluso posible. Una interesante investigación de Matiana González Silva ha sido sugestivamente titulada de la forma siguiente: “Del factor sociológico al factor genético. Genes y enfermedad en la páginas de ‘El País’ (1996-2002)”, donde analiza cómo ha cambiado la divulgación periodística acerca de las causas de las enfermedades, a favor de una explicación genética y, lógicamente, en detrimento de otra clase de explicaciones (209). La genética lo invade todo porque hay poderosos intereses económicos, bélicos y políticos que así lo determinan. Los intereses estrictamente científicos no coinciden necesariamente con ellos. Pero donde estaba ocurriendo eso era en los países capitalistas precisamente, por más que la burguesía intente proyectar sus espectros contra la URSS.
En el confuso estado que mantenían, los ingredientes ideológicos de la genética se convierten en dominantes en la cultura capitalista y propician el racismo y la xenofobia. En 1900 se descubren los grupos sanguíneos, de los cuales se extraen otras tantas nociones oscurantistas a sumar a las que la teoría sintética engendraba por sí misma. Los lazos nacionales y raciales son una extensión de los familiares y éstos se basan en la consanguinidad. La sangre es la unión más próxima y más íntima; en la Biblia está asociada al alma y a Aristóteles y Linneo le sirvieron para realizar la primera clasificación de los animales en dos grandes grupos: los que tienen sangre y los que carecen de ella. Pero pronto el papel místico de la sangre pasará a ser desempeñado por lo genético. Se forma un “darwinismo social” que divide a los seres humanos entre los ostentadores de un pedigrí secular, una estirpe superior, y los portadores de malformaciones hereditarias, predestinados al exterminio. En definitiva, lo que se observa con el cambio de siglo es la emergencia de dos teorías de marcado sesgo antievolucionista, la de Weismann y la de Mendel, que se ensamblan y, paradógicamente, se incorporan al evolucionismo distorsionándolo. No era la primera síntesis ni será la última. Cada una de esas confusas amalgamas no hace más que poner de manifiesto los endebles fundamentos sobre los que ha pretendido construirse el edificio, la insuficiencia conceptual y la precariedad de hipótesis que son clave para futuros desarrollos.