EL LENGUAJE CIENTÍFICO Y SU TRADUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

El lenguaje científico es un tipo de lenguaje que se centra en transmitir el conocimiento de materias o disciplinas científicas, pero de una forma unívoca, que no se preste a más de una interpretación. No obstante, el lenguaje científico, aún siendo un lenguaje convencional, no es de uso público ordinario, pues es necesario conocer la terminología especializada de que se dota para su comprensión. Es por tanto un lenguaje específico donde los usuarios mantienen un consenso de uso.

El lenguaje científico recurre a un vocabulario monosémico, es decir, exento de que un término pueda confundir o dar lugar a interpretaciones erróneas o ambiguas, especialmente cuando se realiza una traducción científica. Es un lenguaje denotativo y unívoco por definición.

El lenguaje científico es objetivo o tiende a él todo lo posible, pues no caben en su empleo opiniones ni adjetivaciones, sentimientos o consideraciones de carácter personal. En este sentido, una característica de este lenguaje consiste en el uso ordinario de la oración impersonal, normalmente salvada con la introducción del plural de modestia, es decir, utilizar el «nosotros» encubriendo el «yo»; este artificio de usar la primera persona singular convertido en plural, permite que el individuo encargado de expresar un texto de naturaleza científica pueda pasar a un segundo plano, de tal manera que no se conceda más importancia al autor que al contenido. Es común asociar el plural de modestia con textos o documentos académicos y científicos.

El lenguaje científico también busca la máxima claridad y precisión, con ausencia de perífrasis, usando una sintaxis esquemática y alejado de todo particularismo. También se busca simplificar y evita caer en redundancias.

A diferencia del lenguaje natural, el lenguaje científico es formalizado, y como tal se introducen en él elementos con esa característica como son los esquemas, planos, diagramas, fórmulas químicas, símbolos matemáticos, etc. Requiere un aprendizaje para usarlo con algún propósito.

LA NECESIDAD HISTÓRICA DE LA TRADUCCIÓN

Conforme la ciencia y la técnica iban ganando espacio y prestigio social, especialmente a lo largo de todo el siglo XIX y XX, se extendió también el convencimiento de que cualquier lengua asentada y preciada debía aspirar a ser un vehículo para transmitir conocimientos en materia de ciencia y tecnología. Gran parte de ese conocimiento llegó a los receptores a través de traducciones de otras lenguas.

Los motivos por el cual existe la necesidad de la traducción, son las diferencias entre lenguas y culturas. La traducción va dirigida a un destinatario que desconoce la lengua y particularidades culturales en la que está escrito el texto original.

La necesidad de la traducción obliga a prestar atención a la competencia traductora, es decir, a aquellos conocimientos del traductor que le permiten realizar una transferencia de información entre dos lenguas, pero con capacidad de comprensión de la lengua de partida y competencia de expresión en la lengua de llegada. Esto significa que el traductor no tiene que ser forzosamente bilingüista, pero debe poseer un conocimiento activo de las mismas, además de otros conocimientos extralingüísticos para «comprender» las idiosincrasias culturales y así poder reformular un texto original, junto con la habilidad para transferirlo a otra lengua sin interferencias.

Además, el traductor debe poseer conocimientos instrumentales, habilidad y dominio de las estrategias y demás recursos literarios, con objeto de salvar los problemas y deficiencias de traducción a los que se enfrenta.

LOS ANTECEDENTES DE LA TRADUCCIÓN INTERDISCIPLINAR

En ocasiones, las necesidades de traducción, debido a las características diversas que se tratan en los textos originales, precisa recurrir a profesionales de diferentes disciplinas científicas, la traducción se convierte así en una labor interdisciplinar y en ella pueden intervenir historiadores, lingüistas, biólogos, etc. Tales necesidades suelen llevarles al encuentro en reuniones o congresos con objeto de debatir e intentar dar solución a los problemas que surgen en las labores de traducción.

En la historia precedente, la falta de comunicación entre estos profesionales o estudiosos asimilados de otras épocas, pudo implicar que las ciencias aplicadas no se desarrollasen con la rapidez que era de prever. Por ejemplo, algunos errores históricos de traducción trajo confusión en la identificación de enfermedades que, en algún caso, parecían nuevas cuando en realidad ya eran sobradamente conocidas. Así, por ejemplo, podemos citar a Herófilo de Calcedonia, que vivió entre los años 335 y 280 a. C. De él no nos ha llegado ninguna obra original pero, a través del médico griego Galeno de Pérgamo, sí tenemos conocimiento de que Herófilo ya había estudiado con gran detalle la anatomía del encéfalo. A él se le atribuye la descripción de las meninges, los plexos corioideos y del confluente de los senos que aún hoy en día llamamos en su honor «prensa de Herófilo».

Herófilo en un medallón de la Antigua Facultad de Medicina de Zaragoza. Imagen Wikimedia Commons

Pero, el término «prensa» confundía a los estudiosos, porque no hallaban correspondencia alguna entre la forma y función de ese órgano con una prensa. El error nace en la interpretación y posteriores traducciones a lo largo del tiempo. Resulta que, como se dijo, los descubrimientos de Herófilo llegaron a nosotros primero a través de Galeno, y después a través de la traducción que realizara el médico árabe Avicena. Galeno describió los senos del cerebro como «cierto lugar vacío, como una cisterna, al que el mismo Herófilo suele llamar lenós». La palabra griega lenós tiene dos acepciones, por una parte significa «tonel», «cuba» o «pila», cualquiera de las cuales estaba seguramente en la mente de Herófilo cuando hizo ese descubrimiento; pero por otra parte también significa «prensa» o «lagar», y es esta segunda acepción la que por error interpretó Avicena como válida, dejándolo escrito en su Canon con su correspondiente palabra árabe utilizada para las prensas de aceitunas, es decir, «almazara».

Este error siguió trasmitiéndose después por Gerardo de Cremona al traducir la obra de Avicena al latín en el siglo XVII, traduciendo «almazara» por «torcular», que es la definición de la prensa del vino en latín. A partir de aquí, el término «torcular de Herófilo» o «prensa de Herófilo» se asentaría de tal manera entre fisiólogos y anatomistas, que incluso en pleno sigo XIX el mismo anatomista francés Cruveilhier, intentaba explicar que la prensa de Herófilo se llamaba así por la fuerte presión que las dos columnas de sangre ejercían entre ambos senos. La diferencia de interpretación entre una prensa y un tonel permanece hoy en día, pues seguimos utilizando «prensa de Herófilo» para definir la parte del cerebro donde confluyen los dos senos.

Otro ejemplo más cercano en la historia reciente, en España, nos explica como muchos médicos del siglo XIX se hallaban desconcertados cuando tuvieron conocimiento por informes llegados de Francia e Inglaterra, de la existencia de una «nueva» enfermedad que llamaban «croup». Durante casi un siglo se mantuvo un caos terminológico ante una enfermedad que no era nueva pero que se aceptó en principio como tal, a pesar de que unos pocos médicos comprendieron muy pronto que esa enfermedad no era otra que la conocida en España como «garrotillo», la cual ya había sido identificada en 1611 por Juan de Villareal, llamándola así por el modo en que morían los que la padecían, pues perecían ahogados de forma similar a como sucedía con los ajusticiados por garrote vil, un método de ejecución que se usaba en España.

EL PODER DEL LENGUAJE CIENTÍFICO

Hablar de traducción científica en ciencias medioambientales o en cualquiera otra disciplina, significa hablar de lenguaje científico, e intrínsicamente de una forma de poder que trasciende las barreras del tiempo.

Gottfried Leibniz, el «último genio universal», es un ejemplo perfecto para exponer la concepción del lenguaje científico como instrumento de poder. Una teoría sólo puede demostrar su validez de la mano de quienes tienen la capacidad de hacerla efectiva en la práctica, como los arquitectos, ingenieros, físicos, técnicos, artesanos, obreros…, y analizando las transformaciones producidas en la naturaleza tras su intervención.

Retrato de Gottfried Wilhelm Leibniz en la Biblioteca pública de Hannover. Imagen Wikimedia Commons

La historia está plagada de ideas, teorías y respuestas prácticas. La teoría de Arquímedes, las leyes de la caída por planos inclinados de Galileo, de la gravitación universal de Newton, de la genética de Mendel, de la termodinámica de Clausius y Carnot, de la relatividad de Einstein…, todas ellas han tenido de alguna manera más o menos compleja, una respuesta en la técnica que ha transformado la sociedad de forma insospechada: la máquina de vapor, el avión, las naves espaciales, las telecomunicaciones, el control de la energía nuclear, la ingeniería genética…, todas son auténticas revoluciones nacidas de simples teorías.

Leibniz formuló que nuestros razonamientos son simples conexiones y sustituciones de caracteres, es decir, signos, sean estos imágenes, notas, verbos…, etc. Así, reconoce que la geometría griega sirvió en su tiempo para representar una visión de la realidad más clara, pero adolecía de defectos, por ello debía sustituirse por un nuevo sistema de signos. El lenguaje algebraico de Descartes dio un primer paso, permitiendo resolver problemas con más facilidad que usando las figuras griegas. La geometría cartesiana se mostró más efectiva como lenguaje científico, como demostrarían los matemáticos a partir de 1637 con la publicación de la Geometría de Descartes. Y así, paso a paso, la ciencia se abría camino y nos hablaba, a través de su propio sistema de comunicación.

Sólo deteniéndonos a considerar lo que nos rodea podemos llegar a valorar el poder del lenguaje científico. La ciencia, mediante la técnica, nos habla y se comunica. Y es que, la ciencia no sólo utiliza el lenguaje para expresarse, sino que a través de él también puede transmitirse, de hecho esa transmisión es indispensable para sostenerse, e incluso para su propia existencia. Así, un experimento científico puede resultar espectacular por sus resultados, pero no concluirá hasta que éstos se comuniquen, cumpliéndose de esa forma una de las condiciones del lenguaje: la transmisión de información entre un emisor y un receptor.

Estación espacial internacional. Foto Wikimedia Commons

Esa transmisión de información puede resultar, en un principio, en la comunicación de verdades provisionales, las cuales se van modelando, mejorando, aceptando o desechando, convirtiéndose en nuevas verdades también provisionales pero cada vez con más argumentos para convencer. Todas ellas se van apoyando en una demostración de que la ciencia no surge de la nada, sino de un conocimiento in crescendo que se transmite.

Como resultado de ese conocimiento transmitido, las modernas civilizaciones han comprendido el funcionamiento de la Naturaleza y sus leyes, creado importantes vías de comunicación y transporte, diversificado la industria, alcanzado grandes cotas de tecnología en diversos campos, como la aeronáutica y espacial, la construcción, las técnicas agrícolas, la síntesis en productos químicos y médicos, los procesados de plásticos y otros materiales que van sustituyendo, cada vez más, a los que son obtenidos directamente de la Naturaleza con mayor o menor procesamiento.

Todo ello es una expresión directa del lenguaje científico, una plasmación práctica de lo que en un momento dado consistía en una simple teoría; es una demostración del poder del lenguaje científico aplicado.

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