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Antártida
EXPLORACIÓN - EXPEDICIONES
Ernest Henry Shackleton 1914 - 5ª parte
l James Caird hacía tres millas a la hora en medio de formidables icebergs que rozaban y mordían la embarcación. Worsley imaginó las poderosas estructuras encarnadas en diversas criaturas cuando escribió:
"Cisnes de extrañas formas picoteaban las tablas de nuestra embarcación; una góndola que iba guiada por una jirafa, a muchos compañeros les pareció que se trataba de un pato sentado sobre la cabeza de un cocodrilo; un oso desde lo alto de una torre casi araña nuestra vela. Todo tipo de formas extrañas, fantásticas y majestuosas se abrían ante nosotros".
Entretanto, en isla Elefante, las siguientes dos semanas desde la partida del James Caird, una fuerte ventisca sumió la isla en un lugar inhóspito para las condiciones en que se encontraban los hombres que se habían quedado. Wild y sus hombres para protegerse de las inclemencias construyeron una cabaña apoyando los botes boca abajo sobre muros de piedras, que después cubrieron con velas para protegerlos de la lluvia y nieve. Para las paredes utilizaron retales de lona de una vieja tienda.
Construyendo una cabaña en Isla Elefante
En su interior montaron la estufa a la que acoplaron una chimenea. Pasaron las semanas muertas, y el 22 de junio celebraron el pleno invierno con una bebida hecha a base de agua caliente, jengibre, azúcar y una cucharadita de alcohol. El tiempo lo invertían cantando sus canciones favoritas, y recordando sus mejores momentos.
Wild y sus hombres de Isla Elefante
Para principios de agosto la comida empezó a escasear teniendo que ser racionada. El 12 de agosto consumieron el último alcohol que les quedaba. El invierno les confinó en la cabaña y sus rigores causó graves problemas de congelación. Los doctores Mecilroy y Macklin no tuvieron más remedio que amputar a Blacborrow los dedos de los pies por la gangrena.
Por su parte, el James Caird hacía cada día una distancia bastante buena sobre 60 a 70 millas, pero el viaje era insufrible. Los sacos de dormir llegaron a quedar empapados y resultaba difícil mantener la temperatura de los cuerpos. Los cantos rodados que se llevaban a bordo a modo de lastre, tenían que ser cambiados continuamente de lugar para que se pudiera acceder a la bomba de achique, que era estorbada por bolsas, sacos de dormir, reservas y equipo. En poco tiempo los sacos de dormir llegaron a ser prácticamente inútiles porque sus interiores chorreaban.
Para calentarse, los hombres frotaban sus piernas con la ropa mojada que no habían cambiado en siete meses. Las comidas a pesar del mal tiempo eran regulares, desayunando a las 8:00, almorzando a la 13:00 y cenando a las 17:00; el Menú principal era a base de bizcochos, leche, té, bovril y terrones de azúcar. Disponían de seis galones y medio de combustible para la lámpara de aceite que complementaba su suministro de velas.
Al cuarto día de la salida una severa tormenta les golpeó duramente. Durante la tarde divisaron los restos de un naufragio, probablemente los de una infortunada embarcación que no había podido aguantar la tormenta. El siguiente día el temporal era tan feroz que evitaron capearlo; recogieron la vela mayor y enarbolaron en cambio el foque pequeño. Miles de veces parecía que el bote iba a volcar, pero milagrosamente aguantó las embestidas. El ventarrón nació en el Continente Antártico, y con él vinieron temperaturas heladas. El rocío a bordo se congeló y todo el bote quedó cubierto por una capa de hielo. La embarcación llegó a ser tan pesada que forzó a los hombres a utilizar continuamente herramientas para astillar los hielos y lanzarlos lejos.
Pasó un día más y el hielo se convirtió en un verdadero problema, ya que el bote más que a un barco se parecía a un tronco flotante. Algunos equipos fueron por la borda, entre ellos los remos de repuesto que se habían encajonado en el hielo a ambos lados del bote, y dos sacos de dormir que estaban completamente helados por la humedad que habían acumulado. En los hombres también causó estragos, desarrollándose grandes ampollas en dedos y manos.
Al alba del séptimo día el viento había menguado, de nuevo se puso rumbo a las Georgias del Sur. El sol salió y los hombres colgaron del mástil los calcetines y sacos de dormir. El hielo comenzaba a fundirse a lo lejos y las ballenas soplaban en las inmediaciones del bote. Wild tomó una situación al sol y calculó que habían recorrido 380 millas, les faltaban casi la mitad del viaje para llegar a su destino. Hasta el undécimo día (5 de mayo) se navegó con tranquilidad, pero fue entonces cuando un tremendo huracán se desarrolló, a medianoche se divisó en el horizonte una línea de cielo claro entre el Sur-sudoeste. Shackleton escribió.
"llamé a los otros hombres y les dije que el cielo aclaraba, y entonces un momento más tarde me di cuenta de que eso que había visto no era una abertura en las nubes, sino la cresta blanca de una ola gigantesca".
El barco quedaba al albedrío del mar embravecido y cuando el alba se presentó no había tierra a la vista; el desastre era inevitable, empezaron a prepararse para un naufragio seguro. De repente, milagrosamente, el viento cambió y de nuevo pusieron rumbo a la tierra que tanto anhelaban. La noche llegó, y al alba del día 10 de mayo el viento era nulo. Vieron entonces una zona de tierra que pensaron era la bahía del Rey Haakon; Shackleton decidió que ese sería el lugar del desembarco, por lo que pusieron proa a esa bahía que enseguida alcanzaron.
Desembarco en las Georgias del Sur
A la llegada se encontraron con peligrosos arrecifes a ambos lados y glaciares que finalizaban en el mar. Tras varios intentos al cambiar el viento llegaron a la playa por un estrecho paso. A las 2 de la mañana desembarcaron gritando de alegría, pero se encontraban a 17 millas de la estación ballenera Stromness; un penoso viaje por las montañas y glaciares de las Georgias del Sur era inevitable. Macnish y Vincent estaban demasiado débiles para intentar el viaje, así que Shackleton les dejó allí al cuidado de Macarthy.