GEOGRAFÍA - PAÍSES: Austria - 3ª parte
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Geografía

PAÍSES

Austria - 3ª parte


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Historia

letra capitular En la historia de Austria su situación geográfica influye como pocas veces lo hace para el devenir de un país: situada en pleno corazón de Europa estuvo sometida a las más variadas influencias (germanas, romanas y eslavas) y actuó, como mediadora o parte interesada, en prácticamente todos los conflictos que tuvieron al Viejo Continente como escenario, jugando en numerosas ocasiones un papel de potencia que en realidad no le correspondía. Ya en el Neolítico se desarrolló en esa zona una brillante civilización en base al trabajo del bronce y del hierro (cultura de Hallstatt) por un pueblo indogermánico: los ilirios. Éstos fueron desplazados en los albores de nuestra era por tribus celtas, que a su vez cedieron al empuje de los pueblos germánicos del N. El Imperio romano conquistó estas tierras en el siglo I a C, convirtiéndolas en provincias de alto valor estratégico (Retia, Nórica y Panonia) y fue el vehículo para la llegada del cristianismo a orillas del Danubio.

El derrumbe del Imperio romano dio lugar al establecimiento de reinos bárbaros, ostrogodos y longobardos, que no tardaron en sufrir los embates de la gran marea de los pueblos que venían de las estepas asiáticas, sobre todo los ávaros. Para detener el avance destructor de esos pueblos de jinetes, Carlomagno constituyó en el año 803 la Ostmark o marca defensiva oriental del Imperio carolingio. Cuando la obra de Carlomagno se desintegró, dividida entre sus herederos, la Marca del Este quedó en manos de la dinastía otónida, que consideraba su Sacro Imperio como continuador directo de Roma.

En los albores de la Edad Media el territorio austriaco fue elevado a la dignidad de margraviato gracias a su defensa victoriosa contra los magiares, iniciando así su progresiva independencia, culminada bajo la dinastía de los Babenberg, reinantes en Austria hasta su extinción en 1253. Tras un turbulento interregno, la batalla de Marchfeld, en 1278, concedió el trono imperial alemán a la casa de los Habsburgo, que tomó a la antigua marca austriaca como estado patrimonial y base de su política de expansión territorial, por lo que se ha conocido como casa de los Austria. La ampliación de los dominios de los Habsburgo se cimentó, por encima de las conquistas militares, en inteligentes alianzas matrimoniales; así, obtuvieron los estados del Ducado de Borgoña, incluidos los Países Bajos, los de los Jagellones (Hungría, Bohemia y Polonia), y finalmente vincularon la corona de España, con todo su inmenso imperio, a la de Alemania, en la persona de Carlos V. De este modo, Austria quedó conformado como un estado multinacional cuya lengua, cultura y clases dominantes eran alemanas.

Aunque en sus primeros tiempos la monarquía austriaca fue una potencia innovadora, representante del Despotismo Ilustrado, durante los siglos XVI y XVII los Habsburgo se constituyeron en defensores del Papado frente a la Reforma protestante. Asimismo, Austria se convirtió en bastión defensivo de Europa frente al expansivo Imperio otomano, inaugurando de este modo su época de gran potencia continental. Pudo así hacer frente a los conflictos sucesorios que enfrentaron a las distintas dinastías europeas agrupadas en alianzas como consecuencia del derrumbe de la hegemonía española, conservando la mayor parte de los territorios que había adquirido la línea hispana de los Habsburgo. A la brillantez política y militar de esa época correspondió un esplendor cultural plasmado en la fastuosidad del Barroco, así como una reorganización del imperio, que dejó de ser un conglomerado de estados feudales para convertirse en una unidad administrativa e institucional, gracias sobre todo al descollante reinado de María Teresa (1740-80), fundadora de la dinastía Habsburgo-Lorena. En los umbrales del siglo XIX, una nueva amenaza se cernía sobre Austria, esta vez desde occidente: el expansionismo de la Francia napoleónica.

La alianza de varios príncipes alemanes con Bonaparte en la Confederación del Rin, motivó la renuncia de Francisco I a la corona del Sacro Imperio, cambiándola por la de emperador de Austria (1806), y dando así el golpe de gracia a algo que de hecho era sólo una ficción política. Una vez derrotado definitivamente el proyecto bonapartista, las potencias vencedoras celebraron la mayor cumbre diplomática de la historia hasta el momento, el Congreso de Viena (1815), capitaneado por el canciller austríaco Metternich, con el fin de sentar las bases de un reparto de poderes equilibrado en Europa, bajo la coartada de prevenir en el futuro el peligro francés. En este reparto de zonas de influencia, Austria recuperó todos los territorios que los franceses le habían arrebatado, e incluso ganó algunos nuevos; su deseo de conservar esos territorios de habla no germánica la desvinculó del proceso de unidad alemana que concluiría su rival prusiano. Europa se reorganizó bajo las premisas del absolutismo monárquico del antiguo régimen, tratando de borrar todas las huellas de la Revolución Francesa. Pero pronto se demostró que ello no era posible, pues empezaba a cristalizar el nuevo orden económico y social burgués.

La burguesía, junto a intelectuales e incluso la baja aristocracia, ostentaba una ideología liberal opuesta al poder absoluto de los monarcas, y reclamaba constituciones escritas que dieran participación política a mayores capas de la sociedad. Esta oposición liberal desembocó en una época de estallidos revolucionarios, de los que uno de los más espectaculares fue el de Viena, de 1848, que puso fin al estado burocrático y policial diseñado por Metternich. Además, la revolución en Austria tomó también tintes independentistas, dado el carácter multinacional del imperio. La monarquía se vio obligada a hacer concesiones que consideraran las diferencias nacionales: se declaró el imperio constituido por dos Estados, el Imperio austriaco y el Reino de Hungría, vinculados sólo por la persona del monarca. En realidad, era una jugada táctica que mantenía el equilibrio dentro del imperio: Austria agitaba a las minorías nacionalistas rumanas y eslavas de Hungría, de modo que ésta necesitaba seguir vinculada con la parte alemana del Imperio para mantener la hegemonía de su mitad. A esta política interior, basada en un equilibrismo entre las distintas nacionalidades, se correspondía una no menos delicada en el conjunto europeo: las teorías del mercantilismo reinante introducían necesidad de mercados, recursos y población potenciados al máximo, lo cual embarcó a las potencias europeas (Rusia, Gran Bretaña y Francia por un lado, Austria, Alemania e Italia por otro), en una carrera colonial que culminó en la Primera Guerra Mundial, cuando se rompió el equilibrio por el punto más débil: la disputa sobre los estados balcánicos surgidos de la desaparición del Imperio turco, y particularmente el rechazo de los nacionalistas serbios a integrarse en el Imperio austrohúngaro.

Terminada la conflagración, con Austria en el lado perdedor, se consideró, por parte de los vencedores, que ya no tenía sentido su papel de dique frente al expansionismo ruso, alemán o turco, prefiriendo dislocar el Imperio en pequeños estados que serían potenciales clientes de las economías ganadoras de la guerra. Como además se prohibió a Austria unirse con el resto de países de habla alemana, su territorio quedó reducido al actual. Los nuevos estados danubianos (Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Yugoslavia) fueron creados bajo criterios de premio o castigo a los distintos pueblos según su alineamiento durante el conflicto, por lo que su coherencia interna era tan poco racional como la del antiguo imperio, y prácticamente en ninguno de ellos se pudo asentar un régimen representativo o democrático. La caída del imperio lo fue también de su dinastía reinante, que dejó paso a una República Democrática y Federal Austriaca, reflejada en la Constitución de 1920. De esta manera, Austria se vio rodeada de gobiernos dictatoriales y dudosamente legítimos, y a menudo hostiles a la antigua metrópoli.

Interiormente, el país también quedó desarticulado, dividido entre un campo católico y conservador y una capital, ahora desproporcionadamente grande, más mundana y progresista, la llamada Viena Roja. Esto provocó malestar social y un clima de inestabilidad, agravado por el endeudamiento y la crisis económica de postguerra. Se produjo una auténtica guerra civil entre los socialdemócratas y la derecha, partidaria de la anexión a Alemania, que se resolvió con un golpe de estado del canciller Dollfuss, quien instauró un régimen corporativista católico, pero opuesto a la anexión o Anschluss. Finalmente, Dollfuss fue asesinado, y el alineamiento de la Italia fascista con la Alemania de Hitler (austriaco de nacimiento) hizo caer a la joven república en manos del III Reich (1938), al que acompañó en su derrota absoluta en la Segunda Guerra Mundial. Una vez terminada la guerra, Austria consiguió ser considerada víctima y no cómplice de Alemania, con lo cual pudo reorganizarse como estado independiente, recuperando la plena soberanía en 1955 y comprometiéndose a un estatus de permanente neutralidad. Quedó organizada como República Federal, con un Presidente (que comparte el poder ejecutivo con el Gobierno Federal) y dos cámaras legislativas elegidas por sufragio universal. Cada uno de los 9 länders o Estados tiene su propio parlamento.

Entre 1970 y 1983 el Partido Socialista (SPÖ) del canciller Bruno Kreisky gobernó ininterrumpidamente con mayoría absoluta aplicando la fórmula socialdemócrata de estado benefactor, apoyado en un fuerte sector público de la economía. En 1983 los escándalos económicos, la crisis del petróleo y el debate sobre el centralismo del Estado, obligaron al SPÖ a gobernar en coalición con los liberales, cediendo Kreisky la cancillería a Sinowatz. En junio de 1986 fue elegido presidente de la república Kurt Waldheim, con un oscuro pasado nazi, ante lo cual se rompió la coalición de gobierno. Las nuevas elecciones dieron mayoría al Partido Liberal, pero gobiernan socialistas y populistas en coalición, con Franz Vranitzky como canciller.

En 1992 Kurt Waldheim fue sustituido por Thomas Klestil, poniendo fin a una incómoda situación internacional, lo cual permitió a Austria solicitar el ingreso en la UE, lo cual consiguió tras un referéndum ampliamente respaldado. Austria ingresó en la UE en enero de 1995. En la actualidad Austria aspira, amparada en su situación geográfica y su tradición de neutralidad, a ser la piedra angular de la «nueva arquitectura europea».

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