“La Iliada” (XXI) [Homero]

CANTO XXI

Batalla junto al río

Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto le obliga a volver a su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para que los demás puedan entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.

Así que los troyanos llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa corriente a quien el inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían espantados el día anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso; por allí se derramaron entonces los troyanos en su fuga, y Hera, para detenerlos, los envolvió en una densa niebla. Los otros rodaron al caudaloso río de argénteos vórtices, y cayeron en él con gran estrépito: resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y acullá, gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las langostas acosadas por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan hacia el río y se echan medrosas en el agua, de la misma manera la corriente sonora del Janto de profundos vórtices se llenó, por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo caían confundidos.

Aquiles, vástago de Zeus, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla, saltó al río, cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones crueles, y comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible clamoreo de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces huyen del ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél devora a cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban por la impetuosa corriente del río y se refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y encargó a los amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.

Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo, iba a salir del río. Ya anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de noche a un campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un cabrahígo para hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose cual imprevista calamidad, se lo llevó mal de su grado. Transportóle luego en una nave a la bien construida Lemnos, y allí lo puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio. Después Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso rescate y enviólo a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa paterna, estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades, sin que Licaón to deseara. Como el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme ‑sin casco, escudo ni lanza, porque todo lo había tirado al suelo‑ y que salía del río con el cuerpo abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio, sorprendióse, y a su magnánimo espíritu así le habló:

‑¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que los troyanos a quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del día cruel, ha vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso mar que a tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de mi lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de la fértil tierra que hasta a los fuertes retiene.

Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le acercó a tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de librarse de la triste muerte y de la negra Parca. El divino Aquiles levantó en seguida la enorme lanza con intención de herirlo, pero Licaón se encogió y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole por cima del dorso, se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre. En tanto Licaón suplicaba a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y sujetándole con la otra la aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le decía:

‑Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has de tenerme, oh alumno de Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en tu tienda el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien cultivado, y, llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te valió mi persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha que, habiendo padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Debo de ser odioso al padre Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida corta, me parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya hiciste sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la aguda pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No me mates; pues no soy del mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a tu dulce y esforzado amigo.

Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue amarga la respuesta que escuchó:

‑¡Insensato! No me hables del rescate, ni lo menciones siquiera. Antes que a Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los troyanos y fueron muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno escapará de la muerte, si un dios lo pone en mis manos delante de Ilio y especialmente si es hijo de Príamo. Por Canto, amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.

Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la lanza, se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a Licaón en la clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano dio de ojos por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por el pie, arrojólo al río para que la corriente se lo llevara, y profirió con jactancia estas aladas palabras:

-Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te colocará tu madre en un lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso Escamandro al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y encrespada superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás troyanos hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás haciendo gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos remolinos, a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyos vórtices echáis vivos los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de otros, hasta que hayáis expiado la muerte de Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis en los aqueos junto a las naves, mientras estuve alejado de la lucha.

Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría cesar al divinal Aquiles de combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de Peleo dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de Acesámeno; que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues, Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto, irritado por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles había hecho perecer sin compasión en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troyano. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, fue el primero en hablar, y dijo:

‑¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos cuyos hijos se oponen a mi furor.

Respondióle el preclaro hijo de Pelegón:

‑¡Magnánimo Pelida! ¿Por qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil Peonia, que está lejos; vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y hace once días que llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha corriente, del Axio que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón, famoso por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido Aquiles.

Así habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y el héroe Asteropeo, que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo, pero no lo atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el mismo la detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra sangre; mas el arma pasó por encima y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne. Aquiles arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con intención de matarlo, y erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió enardecido a Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de fuerza. Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida, acercósele Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo; derramáronse en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le quitó la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo estas palabras:

‑Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la victoria a los hijos del prepotente Cronión. Dijiste que tu linaje procede de un río de ancha corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y este último era hijo de Zeus. Y como Zeus es más poderoso que los nos, que corren al mar, así también los descendientes de Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno grande, si es que puede auxiharte. Mas no es posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda corriente del que nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues también el Océano teme el rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.

Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo allí, tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia bañaba el cadáver, y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los riñones. Aquiles se fue para los peonios que peleaban en carros; los cuales huían por las márgenes del voraginoso río, desde que vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las manos y la espada del Pelida. Éste mató entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso, Trasio, Enio y Ofelestes. Y a más peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno de los profundos vórtices:

‑¡Oh Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si el hijo de Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de mí y ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de un modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de hombres.

Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Se hará, oh Escamandro, alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me abstendré de matar a los altivos troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando con Héctor, él me mate a mí o yo acabe con él.

Esto dicho, arremetió a los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río de profundos remolinos dirigióse a Apolo:

‑¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del Cronión, el cual te encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras to auxilio hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil campo.

Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y, arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la orilla mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la hermosa corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie. Asióse entonces con ambas manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste, arrancado de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus muchas ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran dios desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el propósito de hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos. El Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz águila negra, que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma y el bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido. Como el fontanero conduce el agua desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un azadón en la mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve las piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante del que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente a Aquiles, porque los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los inmortales que tienen su morada en el espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río, que las celestiales lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afligido en su corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y dijo:

‑¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la persecución del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me matarían al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño porquerizo a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.

Así se expresó. En seguida Poseidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron y le asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Poseidón, que sacude la tierra, fue el primero en hablar y dijo:

‑¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia de Zeus, nosotros los dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas muerto por el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un prudente consejo, por si quieres obedecer: no descanse tu brazo en la batalla funesta hasta haber encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a cuantos troyanos logren escapar. Y cuando hayas privado de la vida a Héctor, vuelve a las naves; que nosotros te concederemos que alcances gloria.

Dichas estas palabras, ambas deidades fueron a reunirse con los demás inmortales. Aquiles, impelido por el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada por el agua del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en la pelea. El héroe caminaba derechamente, saltando por el agua, sin que el anchuroso río lograse detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión, hinchaba y levantaba a lo alto sus olas, y a gritos llamaba al Simoente:

‑¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto tomará la gran ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla. Ven al momento en mi auxilio: aumenta tu caudal con el agua de las fuentes, concita a todos los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anonademos a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses. Creo que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que han de quedar en el fondo de este lago cubiertas de cieno. A él lo envolveré en abundante arena, derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus huesos podrán ser recogidos por los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y tendrá su túmulo aquí mismo, y no necesitará que los aqueos se lo erijan cuando le hagan las exequias.

Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la espuma, la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales lluvias alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo que el gran río derribara a Aquiles, gritó, y dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:

‑¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu igual en el combate! Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a suscitar con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar extienda el destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú abrasa los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no to dejes persuadir ni con palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga gritando; y entonces apaga el fuego infatigable.

Así dijo; y Hefesto, arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la llanura y quemó muchos cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse el campo, y el agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un campo recién inundado y se alegra el que lo cultiva, de la misma suerte, el fuego secó la llanura entera y quemó los cadáveres. Luego Hefesto dirigió al río la resplandeciente llama y ardieron, así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia que en abundancia habían crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces padecían y saltaban acá y allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del ingenioso Hefesto. Y el río, quemándose también, así hablaba:

‑¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu llama ardiente. Cesa de perseguirme y en seguida el divino Aquiles arroje de la ciudad a los troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a nadie?

Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una caldera puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y rebosa por todas partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se quemaba con el fuego y el agua hervía, y, no pudiendo ir hacia adelante, paraba su curso oprimida por el vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río, dirigiendo muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le decía:

‑¡Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los dioses? No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los troyanos. Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré no librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de las voraces llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.

Cuando Hera, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:

‑¡Hefesto hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales, a un dios inmortal atormentemos.

Así dijo. Hefesto apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la hermosa corriente.

Y tan pronto como el ánimo del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque Hera, aunque irritada, los contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus, sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse. Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que horada los escudos, acometiendo a Atenea con la broncínea lanza, estas injuriosas palabras le decía:

‑¿Por qué nuevamente, oh mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses con insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto lo mueve? ¿Acaso no te acuerdas de cuando incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la reluciente pica la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que ahora pagarás cuanto me hiciste.

Apenas acabó de hablar, dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el rayo de Zeus rompería, allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente lanza. Pero la diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y erizada de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como linde de un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle sin vigor los miembros. Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo manchó su cabellera y las armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de la victoria, profirió estas aladas palabras:

‑¡Necio! Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto que osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu airada madre que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a los orgullosos troyanos.

Cuando esto hubo dicho, volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija de Zeus, asió por la mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y apenas podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al punto dijo a Atenea estas aladas palabras:

‑¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de perro vuelve a sacar del dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los mortales. ¡Anda tras ella!

De tal modo habló. Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y alzando la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas y el corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y Atenea, vanagloriándose, pronunció estas aladas palabras:

‑¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los argivos, armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a socorrer a Ares desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con la toma de la bien construida ciudad de Ilio!

Así se expresó. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano Poseidón, que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:

‑¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez que los demás han dado principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues eres el menor en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo más experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es tu corazón! Ya no te acuerdas de los muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos entre los dioses, cuando enviados por Zeus trabajamos un año entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la promesa de darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo, pastoreabas los flexípedes bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en valles abundoso. Mas cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio Laomedonte se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenazas. A ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba además que con el bronce nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos y con el ánimo irritado porque no nos dio la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo a su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los troyanos perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!

Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:

‑¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos en seguida de combatir y peleen ellos entre sí.

Así diciendo, le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar a las manos con su tío paterno. Y su hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora, lo increpó duramente con injuriosas voces:

‑¿Huyes ya, tú que hieres de lejos, y das la victoria a Posidón, concediéndole inmerecida gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el palacio de mi padre, como hasta aquí lo hiciste ante los inmortales dioses, de luchar cuerpo a cuerpo con Poseidón.

Así dijo, y Apolo, que hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa de Zeus, irritada, increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar flechas:

‑¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte a mí? Difícil te será resistir mi fortaleza, aunque lleves arco y Zeus te haya hecho leona entre las mujeres y te permita matar, a la que te plazca. Mejor es cazar en el monte fieras agrestes o ciervos, que luchar denodadamente con quienes son más poderosos. Y, si quieres probar el combate, empieza, para que sepas bien cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres emplear tus fuerzas.

Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros, con la derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis, que volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se esparcían por el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por el gavilán vuela a refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que aquél la cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y el mensajero Argicida dijo a Leto:

‑¡Leto! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de Zeus, que amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de que me venciste con tu poderosa fuerza.

Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá, en medio de un torbellino de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el divino velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y, sonriendo dulcemente, le preguntó:

‑¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en su presencia hubieses cometido alguna falta?

Respondióle Ártemis, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa diadema:

-Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la discordia y la contienda han surgido entre los inmortales.

Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo por el muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen los dánaos, contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al Olimpo, irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a Zeus, el de las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba hombres y solípedos caballos. De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el humo al anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los habitantes trabajan y muchos padecen grandes males, de igual modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y daños.

El anciano Príamo estaba en la sagrada torre; y, como viera al ingente Aquiles, y a los troyanos puestos en confusión, huyendo espantados y sin fuerzas para resistirle, empezó a gemir y bajó de aquélla para exhortar a los ínclitos varones que custodiaban las puertas de la muralla:

Abrid las puertas y sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la ciudad los guerreros que huyen espantados. Aquiles es quien los estrecha y pone en desorden, y temo que han de ocurrir desgracias. Mas, tan pronto como aquéllos respiren, refugiados dentro del muro, entornad las hojas fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese hombre funesto entre por el muro.

Así dijo. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y a esto se debió la salvación de las tropas. Apolo saltó fuera del muro para librar de la ruina a los troyanos. Éstos, acosados por la sed y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la ciudad y su alta muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con la lanza, teniendo el corazón poseído de violenta rabia y deseando alcanzar gloria.

Entonces los aqueos hubieran tomado a Troya, la de altas puertas, si Febo Apolo no hubiese incitado al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de Anténor, a esperar a Aquiles. El dios infundióle audacia en el corazón, y, para apartar de él a las crueles Parcas, se quedó a su lado, recostado en una encina y cubierto de espesa niebla. Cuando Agenor vio llegar a Aquiles, asolador de ciudades, se detuvo, y en su agitado corazón vacilaba sobre el partido que debería tomar. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:

‑¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás corren espantados y en desorden, me cogerá también y me matará sin que me pueda defender. Si dejando que éstos sean derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura troyana, lejos del muro, hasta llegar a los bosques del Ida, y me escondiera en los matorrales, podría volver a Ilio por la tarde, después de tomar un baño en el río para refrescarme y quitarme el sudor. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No sea que aquél advierta que me alejo de la ciudad por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta me dé alcance; y ya no podré evitar la muerte y las Parcas, porque Aquiles es el más fuerte de todos los hombres. Y si delante de la ciudad le salgo al encuentro… Vulnerable es su cuerpo por el agudo bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que el héroe es mortal; pero Zeus Cronida le da gloria.

Esto, pues, se decía; y, encogiéndose, aguardó a Aquiles, porque su corazón esforzado estaba impaciente por luchar y combatir. Como la pantera, cuando oye el ladrido de los perros, sale de la poblada selva y va al encuentro del cazador, sin que arrebaten su ánimo ni el miedo ni el espanto, y si aquél se le adelanta y la hiere desde cerca o desde lejos, no deja de luchar, aunque esté atravesada por la jabalina, hasta venir con él a las manos o sucumbir, de la misma suerte, el divino Agenor, hijo del preclaro Anténor, no quería huir antes de entrar en combate con Aquiles. Y, cubriéndose con el liso escudo, le apuntaba la lanza, mientras decía con fuertes voces:

‑Grandes esperanzas concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar en el día de hoy la ciudad de los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número de males habrán de padecerse todavía por causa de ella. Estamos dentro muchos y fuertes varones que, peleando por nuestros padres, esposas e hijos, salvaremos a Ilio; y tú recibirás aquí mismo la muerte, a pesar de ser un terrible y audaz guerrero.

Dijo. Con la robusta mano arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro; pues acertó a dar en la pierna del héroe, debajo de la rodilla. La greba de estaño recién construida resonó horriblemente, y el bronce fue rechazado sin que lograra penetrar, porque lo impidió la armadura, regalo del dios. El Pelida arremetió a su vez con Agenor, igual a una deidad; pero Apolo no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al troyano, le cubrió de espesa niebla y le mandó a la ciudad para que saliera tranquilo de la batalla.

Luego el que hiere de lejos apartó del ejército al Pelión, valiéndose de un engaño. Tomó la figura de Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó a perseguirlo. Mientras Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego, hacia el río Escamandro, de profundos vórtices, y corría muy cerca de él, pues el odio le engañaba con esta astucia a fin de que tuviera siempre la esperanza de darle alcance en la carrera, los demás troyanos, huyendo en tropel, llegaron alegres a la ciudad, que se llenó con los que allí se refugiaron. Ni siquiera se atrevieron a esperarse los unos a los otros, fuera de la ciudad y del muro, para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en la batalla, sino que afluyeron presurosos a la ciudad cuantos, merced a sus pies y a sus rodillas, lograron salvarse.

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