Rimas LX a LXIX [Gustavo Adolfo Bécquer]

LX

 
          Como se arranca el hierro de una herida
          su amor de las entrañas me arranqué,
          aunque sentí al hacerlo que la vida
               me arrancaba con él!
 
          Del altar que le alcé en el alma mía
          la Voluntad su imagen arrojó,
          y la luz de la fe que en ella ardía
               ante el ara desierta se apagó.
 
          Aún turbando en la noche el firme empeño
          vive en la idea la visión tenaz…
          ¡Cuándo podré dormir con ese sueño
               en que acaba el soñar!
 
LXI
 
          Este armazón de huesos y pellejo
          de pasear una cabeza loca
          cansado se halla al fin, y no lo extraño;
          pues, aunque es la verdad que no soy viejo,
 
          de la parte de vida que me toca
          en la vida del mundo, por mi daño
          he hecho un uso tal, que juraría
          que he condensado un siglo en cada día.
 
          Así, aunque ahora muriera,
          no podría decir que no he vivido;
          que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
          conozco que por dentro ha envejecido.
 
          Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella!,
          harto lo dice ya mi afán doliente;
          que hay dolor que al pasar su horrible huella
          graba en el corazón, si no en la frente.
 
 
LXII
 
 
          Primero es un albor trémulo y vago,
          raya de inquieta luz que corta el mar;
          luego chispea y crece y se difunde
          en ardiente explosión de claridad.
 
          La brilladora lumbre es la alegría;
          la temerosa sombra es el pesar;
          ¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
               ¿cuándo amanecerá?
 
 
LXIII
 
Como enjambre de abejas irritadas,
de un obscuro rincón de la memoria
salen a perseguirnos los recuerdos
de las pasadas horas.
 
Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo tan inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.
 
 
LXIV
 
          Como guarda el avaro su tesoro,
               guardaba mi dolor;
          le quería probar que hay algo eterno
          a la que eterno me juró su amor.
 
          Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
              que le agotó, decir:
          “¡Ah, barro miserable, eternamente
              no podrás ni aun sufrir!
 
LXV
 
           Llegó la noche y no encontré un asilo,
               ¡y tuve sed…!, mis lágrimas bebí;
          ¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
               cerré para morir!
          ¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
          de las turbas llegaba el ronco hervir,
          yo era huérfano y pobre… ¡El mundo estaba
          desierto… para mí!
 
 
LXVI
 
         ¿De dónde vengo…? El más horrible y áspero
               de los senderos busca:
          Las huellas de unos pies ensangrentados
               sobre la roca dura,
          los despojos de un alma hecha jirones
               en las zarzas agudas,
               te dirán el camino
               que conduce a mi cuna.
 
          ¿A dónde voy? El más sombrío y triste
               de los páramos cruza,
          valle de eternas nieves y de eternas
               melancólicas brumas.
 
          En donde esté una piedra solitaria
               sin inscripción alguna,
               donde habite el olvido,
               allí estará mi tumba.
 
LXVII
 
          ¡Qué hermoso es ver el día
          coronado de fuego levantarse,
               y a su beso de lumbre
          brillar las olas y encenderse el aire!
 
          ¡Qué hermoso es tras la lluvia
          del triste otoño en la azulada tarde,
               de las húmedas flores
          el perfume beber hasta saciarse!
 
          ¡Qué hermoso es cuando en copos
          la blanca nieve silenciosa cae,
               de las inquietas llamas
          ver las rojizas lenguas agitarse!
 
          ¡Qué hermoso es cuando hay sueño
          dormir bien… y roncar como un sochantre…
          y comer… y engordar… y qué desgracia
               que esto solo no baste!
 
LXVIII
 
    No sé lo que he soñado
        en la noche pasada;
    triste muy triste debió ser el sueño,
    pues despierto la angustia me duraba.
 
    Noté al incorporarme
        húmeda la almohada,
    y por primera vez sentí al notarlo
    de un amargo placer henchirse el alma.
 
    Triste cosa es el sueño
        que llanto nos arranca,
    mas tengo en mi tristeza una alegría…
    sé que aún me quedan lágrimas.
 
LXIX
 
          Al brillar un relámpago nacemos
          y aún dura su fulgor cuando morimos;
               tan corto es el vivir.
 
          La gloria y el amor tras que corremos
          sombras de un sueño son que perseguimos:
               ¡Despertar es morir!
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