«Naufragios» (I) [Álbar Núñez Cabeza de Vaca]

Naufragios es una obra del explorador español Álvar Núñez Cabeza de Vaca (1490?-1557?), que publicó entre 1542 y 1555. En ella hace una descrìpción de vivencias en unión de otros tres compañeros, de su periplo a través del suroeste de Estados Unidos y norte de México.

Su obra es considerada en la actualidad la primera narración histórica sobre los Estados Unidos. Aunque cabe decir que también exploró y describió otras extensiones, como el curso del río Paraguay y las cataratas de Iguazú.

Son de interés las observaciones etnográficas que recogió en su viaje sobre los indios del golfo de México, las cuales dejó escritas en la citada obra Naufragios.

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CAPITULO I

En que cuenta cuándo partió el armada, y los oficiales y gente que en ella iba.

A 17 días del mes de junio de 1527, partió del puerto de Sant Lúcar de Barrameda el gobernador Pánfilo de Narváez, con poder y mandado, de Vuestra Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están desde el río de las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme; y la armada que llevaba eran cinco navíos, en los cuales, poco mas o menos, irían seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba (porque de ellos se ha de hacer mención) eran estos que aquí se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y por alguacil mayor; Alfonso Enríquez, contador; Alonso de Solis, por factor de Vuestra Majestad y por veedor; iba un fraile de la Orden de Sant Francisco por comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con otros cuatro frailes de la misma Orden.

Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuarenta y cinco días, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de caballos. Aquí nos faltaron de nuestra armada mas de ciento y cuarenta hombres, que se quisieron quedar allí , por los partidos y promesas que los de la tierra hicieron. De allí partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla de Cuba), donde en algunos días que estuvimos, el gobernador se rehizo de gente, de armas y de caballos. Sucedió allí que un gentilhombre que se llamaba Vasco Porcalle vecino de la villa de la Trinidad, que es la misma isla, ofreció de dar al gobernador ciertos bastimentos que tenía en la Trinidad, que es cien leguas del dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la armada, partió para allá; mas llegados a un puerto que se dice Cabo de Santa Cruz, que es mitad del camino, parescióle que era bien esperar allí y enviar un navío que trajese aquellos bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja que fuese allí con su navío, y que yo, para más seguridad, fuese con él, y él quedó por cuatro navíos, porque en la isla de Santo Domingo había comprado un otro navío. Llegados con estos dos navíos al puerto de la Trinidad, el capitán Pantoja fue con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allí, para rescebir los bastimentos; yo quedé en la mar con los pilotos, los cuales nos dijeron que con la mayor presteza que pudiéramos nos despachásemos de allí , porque aquél era un mal puerto y se solían perder muchos navíos en él; y porque lo que allí nos sucedió fue cosa muy señalada, me pareció que no sería fuera del propósito y fin con que yo quise escribir este camino, contarla aquí.

Otro día, de mañana, comenzó el tiempo a dar no buena señal, porque comenzó a llover, y el mar iba arreciando tanto, que aunque yo dí licencia a la gente que saliese a tierra, como ellos vieron el tiempo que hacía y que la villa estaba de allí una legua, por no estar al agua y frío que hacía, muchos se volvieron al navío. En esto vino una canoa de la villa, en que me traían una carta de un vecino de la villa, rogándome que me fuese allá y que me darían los bastimentos que hubiese y necesarios fuesen: de lo cual yo me excusé diciendo que no podía dejar los navíos. A mediodía volvió la canoa con otra carta, en que con mucha importunidad pedían lo mismo, y traían un caballo en que fuese; yo dí la misma respuesta que primero había dado, diciendo que no dejaría los navíos, mas los pilotos y la gente me rogaron mucho que fuese, porque diese priesa que los bastimentos se trujese lo mas presto que pudiese ser, porque nos partiésemos, luego de allí, donde ellos estaban con gran temor que los navíos se habían de perder si allí estuviesen mucho. Por esta razón yo determiné de ir a la villa, aunque primero que fuese dejé proveído y mandado a los pilotos que si el Sur, con que allí suelen perderse muchas veces los navíos, ventase y se viesen en mucho peligro, diesen con los navíos de través y en parte que se salvase la gente y los caballos; y con esto yo salí, aunque quise sacar algunos conmigo, por ir en mi compañía, los cuales no quisieron salir, diciendo que hacía mucha agua y frío y la villa estaba muy lejos; que otro día, que era domingo, saldrían con el ayuda de Dios, a oír misa. A una hora después de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navíos al través por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y mucha agua que hacía, estuvieron aquel día y el domingo hasta la noche. A estar hora el agua y la tempestad comenzó a crecer tanto, que no menos tormenta había en el pueblo que en la mar, porque todas las casas y iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para podernos amparar que el viento no nos llevase; y andando entre los árboles, no menos temor teníamos de ellos que de las casas, porque como ellos también caían, no nos matasen debajo. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde media hora pudiésemos estar seguros. Andando en esto, oímos toda la noche, especialmente desde el medio de ella, mucho estruendo y grande ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la mañana, que la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se vio; yo hice una prueba de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad.

El lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos por la costa por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos, metímonos por los montes, y andando por ellos un cuarto de legua de agua, hallamos la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, y diez leguas de allí, por la costa, se hallaron dos personas de mi navío y ciertas tapas de cajas, y las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se podían conoscer; halláronse también una capa y una colcha hecha pedazos, y ninguna otra cosa paresció. Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte caballos. Los que habían salido a tierra el día que los navíos allí llegaron, que serían hasta treinta, quedaron de los que en ambos navíos había. Así estuvimos algunos días con mucho trabajo y necesidad, porque la provisión y mantenimientos que el pueblo tenía se perdieron y algunos ganados; la tierra quedó tal, que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni yerbas.

Así pasamos hasta cinco días del mes de noviembre, que llegó el gobernador con sus cuatro navíos, que también habían pasado gran tormenta y también habían escapado por haberse metido con tiempo en parte segura. La gente que en ellos traía, y la que allí halló, estaban tan atemorizados de lo pasado, que temían mucho tornarse a embarcar en invierno, y rogaron al gobernador que lo pasase allí y él, vista su voluntad y la de los vecinos, invernó allí . Dióme a mí cargo de los navíos y de la gente para que me fuese con ellos a inventar al puerto de Xagua, que es doce leguas de allí , donde estuve hasta 10 días del mes de febrero.

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