Aquí reina la paz y el peatón disfruta de su tiempo sin verse acosado por el ruido o los edificios de estilo soviético que empañan cualquier lugar. Hay tiempo para poder extasiarse, cruzar las calles sin tener que correr, algo que en pleno siglo XXI es un lujo que pocos lugares ofrecen. Así que también ese es un valor añadido de esta joya milenaria y uno, inconsciente, sueña con encontrar algo similar cuando vuelve a casa. ¡Qué poco cuesta soñar imposibles!
Un consejo para cualquier viajero: déjese atrapar por el embrujo de la mítica ruta o si lo prefieren sorpréndanse como lo hacía cuando a mediados del siglo pasado el viajero llegaba a Granada y se quedaba encandilado con el Albaicín y su no menos sorprendente Sacromonte; evidentemente ya estamos en otro tiempo y otro lugar, pero conviene dejarse llevar y llenar todos nuestros poros de unas sensaciones que pocas ciudades como Bujara dejan en quien la visita, a poco que se deje atrapar la ciudad le habrá transmitido su embrujo.
Hay que disfrutarla sin pretender abarcarlo todo o, en todo caso, ponga más tiempo de estancia y marque su propio ritmo. Nunca le dejará indiferente y los descubrimientos le irán marcando algo más que una experiencia inolvidable.
Dependiendo el tiempo, el guía nos incluyó un extra y nos llevó al Palacio de Verano del Emir [SITORAI MAKHI KHOSA] que traducido sería “El jardín de la Luna y las Estrellas”, está a una decena de kilómetros y bien merece la pena la escapada si uno tiene todavía fuerzas y su aparato locomotor se lo permite.
En fin, un paseo por Bujara no sería tal si al menos no hemos contemplado la plaza o centro neurálgico, una veintena de madrasas (eran las escuelas coránicas aunque hoy día son poquísimas las que en Uzbekistán tienen esta función). La parte de los bazares con sus bullicios, sus negocios y el variopinto paisanaje que por allí anda, la judería donde si el 5rabino está de buen humor y le mencionáis España [Sefarad] os mostrará hasta lo más escondido de su centro y su sinagoga. Las marionetas o el minarete, si hay algún vigilante por la zona se puede negociar que te deje entrar [más de 5€ es una tomadura de pelo, pero para un par de personas es más o menos lo usual, aunque las escaleras tienen también su dificultad y el estado de conservación tampoco es el mejor].
La Fortaleza o el Arca [ARK generalmente en los planos], el Zindon justo detrás, aunque menos espectacular que la encontrada en Jiva, ahí suelen enseñar un “pozo” a donde eran lanzados los condenados, entre ellos están los casos de dos emisarios de Su Graciosa Majestad Británica [hay que poner imaginación para hacerse una idea del lugar en aquel 1842]. Bolo, Hoja, Zaynidin, Ismail Samani y decenas de nombres más requieren una introspección bastante fuerte y dedicar unas cuantas semanas después del viaje a disfrutarlo mentalmente o recorriendo fotografías, libros de viajes o novelas inspiradas en aquella zona pueden ser también uno de esos gratificantes ejercicios que no siempre hacemos. Quizá esa ha sido también la gran lección de la plandemia de Covid que nos la han colocado con calzador y llevamos prácticamente dos años cuyo epicentro noticioso o demagógico ha sido precisamente ese virus que nadie ve pero que a todos nos amargó la vida.
Disfrutar reviviendo un buen viaje ha sido también una gran terapia para relativizar todo lo que somos y lo fácil que es hacernos descarrilar. O si lo prefieren, la confinación ha servido también para hacernos más conscientes de que realmente somos una pequeña cosa en el cosmos y que el mundo no se ha hecho en cuatro días. Allí todavía hay valores mientras que nosotros vivimos encerrados en el egocentrismo y el zoísmo: nada bueno nos augura el futuro de seguir ese camino.
JUAN FRANCO CRESPO
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