Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado
que va diciendo a todo el que lo advierte:
¡»Yo sí que estoy contenta con mi suerte!»
Porque no apetecía
más compañía que su pensamiento,
que alegre, le ofrecía
inocentes ideas de contento;
marchaba sola la feliz lechera
y decía entre sí de esta manera:
«Esta leche vendida,
en limpio me dará tanto dinero,
y con esta partida
un canasto de huevos comprar quiero,
para sacar cien pollos que al estío
me rodeen cantando el pío, pío.
Del importe logrado
de tanto pollo, mercaré un cochino;
con bellota, salvado,
berza, castaña, engordará sin tino;
tanto, que puede ser que yo consiga
ver cómo se le arrastra la barriga.
Llevarélo al mercado;
sacaré de él sin duda buen dinero;
compraré de contado
una robusta vaca y un ternero,
que salte y corra toda la campaña,
hasta el monte cercano a la cabaña.»
Con este pensamiento
enajenada, brinca de manera
que, a un salto violento,
el cántaro cayó. ¡Pobre lechera!
¡Qué compasión! Adiós leche, dinero,
huevos, pollos, lechón, vaca y ternero.
¡Oh, loca fantasía,
qué palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría;
no sea que saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre su cantarillo la esperanza.
No seas ambiciosa
de mejor o más próspera fortuna;
que vivirás ansiosa,
sin que pueda saciarte cosa alguna.
No anheles impaciente el bien futuro:
mira que ni el presente está seguro.