“La Iliada” (XXIV) [Homero]

CANTO XXIV

Rescate de Héctor

Iliada06Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el cadáver, a la vez que manda a Príamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con magníficos presentes a la tienda de Aquiles para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.

Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.

De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo, compadecíanse los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales:

‑Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra.

Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos:

‑Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín; ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!

Replicó Zeus, el que amontona las nubes:

‑¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de cuantos mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables ofrendas, jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor: es imposible que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y de día, le acompaña su madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para que se me acercara, yo le diría a ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles, recibiendo los dones de Príamo, restituyera el cadáver.

Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el estrecho. La diosa se lanzó a lo profundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey montaraz que lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa lloraba, en medio de ellas, la suerte de su hijo irreprensible, que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y, acercándosele Iris, la de los pies ligeros, así le dijo:

‑Ven, Tetis, pues te llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.

Respondióle la diosa Tetis, de argénteos pies:

‑¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.

En diciendo esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había otro que fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos como el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades. Salieron éstas a la playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente Cronida con los demás felices sempiternos dioses congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una copa de oro y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de los dioses comenzó a hablar de esta manera:

‑Vienes al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente pesar. Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué lo he llamado. Hace nueve días que se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver de Héctor, y de Aquiles, asolador de ciudades, a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el muerto, pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo, y conservar así tu respeto y amistad. Ve en seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy irritados contra él y yo más indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndose retiene a Héctor en las corvas naves y no permite que lo rediman; por si, temiéndome, consiente que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al magnánimo Príamo para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo.

Así se expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin cesar, y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo inmolado dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos términos.

‑¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin acordarte ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y ahora préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.

Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Sea así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el mismo Olímpico lo ha dispuesto.

De este modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:

‑¡Anda, ve, rápida Iris! Deja tu asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al magnánimo Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a Aquiles Bones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le junte, y acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe su ánimo, pues le daremos por guía el Argicida, el cual le llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe, éste no te matará, a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato, ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.

Así dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; y, en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en el patio alrededor del padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y el anciano aparecía en medio, envuelto en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol que al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se lamentaban en el palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la llanura por haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus cerca de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba los miembros, así le dijo:

‑Cobra ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte males, sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar al divino Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún troyano se te junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas, y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe tu ánimo, pues tendrás por guía el Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando hayas entrado en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.

Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos que prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y la sujetaran con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro, tenía elevado techo y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa Hécuba, hablóle en estos términos:

‑¡Oh infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme que vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi corazón me instigan vivamente a ir allá, a las naves, al campamento vasto de los aqueos.

Así dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:

‑¡Ay de mí! ¿Qué es de la prudencia que antes lo hizo célebre entre los extranjeros y entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido llega a verte con sus propios ojos y te coge, ni se apiadará de ti, ni te respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde lejos, sentados en el palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta suerte el estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros, lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo comer hincándole los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha hecho a mi hijo; que éste, cuando aquél lo mató, no se portaba cobardemente, sino que a pie firme defendía a los troyanos y a las troyanas de profundo seno, no pensando ni en huir ni en evitar el combate.

Contestó el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑No te opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me persuadirás. Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque fuera adivino, arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí, iré y no serán ineficaces sus palabras. Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.

Dijo, y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos, doce mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas túnicas. Pesó luego diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas y una magnífica copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su país, y era un soberbio regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente deseo que tenía de rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los troyanos, increpándolos con injuriosas palabras:

‑¡Idos ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra casa, que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me envía, con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros. Muerto él, será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con estos ojos vea la ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de Hades.

Dijo, y con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano. Y en seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón, Antífono, Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a los nueve los increpó y les dio órdenes, diciendo:

‑¡Daos prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto todos en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos en la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a Troilo, que combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en los coros y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero ¿no me prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para que emprendamos el camino?

Así dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de hermosas ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que ataron bien; descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de anillos, y tomaron una correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron después el yugo sobre la parte anterior de la lanza, metieron el anillo en su clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con la correa, a la cual hicieron dar tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron sacando de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los innumerables dones para el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes cascos, que en otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de comer en pulimentado pesebre.

Mientras el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto palacio, acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro, llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose delante del carro, dijo a Príamo:

Toma, haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento de los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi deseo. Ruega, pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo alto contempla a Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz mensajera, el ave que le es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en viéndola con tus propios ojos, vayas, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles. Y si el largovidente Zeus no te enviase su mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los argivos por mucho que lo desees.

Respondióle Príamo, semejante a un dios:

‑¡Oh mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las manos a Zeus, para que de nosotros se apiade.

Dijo así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:

‑¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi derecha to veloz mensajera, el ave que te es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.

Así dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde el uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de la ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.

El anciano subió presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro ruedas, y eran gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el heraldo la Ilanura, no dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se compadeció de él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:

‑¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que ningún dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.

Así habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argicida emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la juventud.

Cuando Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilio, detuvieron las mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche sobre la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y hablando a Príamo dijo:

‑Atiende, Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o supliquémosle, abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de nosotros.

d Así dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo en los flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:

‑¿Adónde, padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina, mientras duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los cuales te son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de ellos te viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución tomarías? Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano, y no podríais rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño y, además, te defendería de cualquier hombre, porque te encuentro semejante a mi querido padre.

Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Así es, como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de padres felices.

Díjole a su vez el mensajero Argicida:

‑Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por haber muerto el varón más fuerte, tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el combate?

Contestóle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑¿Quién eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?

Replicó el mensajero Argicida:

‑Me quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas veces le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y también cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo bronce. Nosotros le admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado contra el Atrida y no nos dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con quien vine en la misma nave bien construida; desciendo de mirmidones y tengo por padre a Políctor, que es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme a mí acompañar al héroe. Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque mañana los aqueos, de ojos vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en combate.

Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?

Contestóle el mensajero Argicida:

‑¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió ‑pues fueron muchos los que le envasaron el bronce‑ todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su corazón.

Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:

‑¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.

Díjole a su vez el mensajero Argicida:

‑Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle: no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y nadie osaría acometerte, despreciando al guía.

Dijo; y, subiendo el benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y las riendas a infundió gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el mensajero Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, a introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la elevada tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, cubriéndola con un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la pradera; rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:

‑¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, para que conmuevas su corazón.

Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue derecho a la tienda en que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus amigos estaban sentados aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar; y, si bien ya no comía ni bebía, aun la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que, poseído de la cruel Ofuscación, mató en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquiles, dirigiéndole estas palabras:

Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos.

Así habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano a Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda. Mas así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en su alma y en sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y, mirando compasivo su blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras:

‑¡Ah, infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste venir solo a las naves de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y, aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los males y en el otro los bienes. Aquél a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres. Así las deidades hicieron a Peleo claros dones desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y, siendo mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero también la divinidad le impuso un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo engendró uno, a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que de tu corazón se apodere incesante pesar, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante, antes tendrás que padecer un nuevo mal.

Respondió en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver al patrio suelo, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.

Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:

o ‑¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del mar. Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni desatrancaría con facilidad nuestras puertas. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole las órdenes de Zeus.

Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el héroe Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde que había muerto Patroclo. En seguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron el heraldo, vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a casa. Aquiles llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran, trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho a irritase el corazón de Aquiles, y éste lo matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:

‑No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te dedicaré la debida parte.

Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y en seguida dirigió a Príamo estas palabras:

‑Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y será por ti muy llorado.

En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:

‑Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos, gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.

Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:

‑Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón, pastor de pueblos, y quizás se diferiría la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.

Respondióle en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides.

Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, allí en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.

Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:

‑¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos todos.

Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y mulas, y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie lo advirtiera.

Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus había engendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas conducían. En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:

‑Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.

Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:

‑Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido al palacio, os hartaréis de llanto.

Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:

‑¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.

Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:

‑¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.

Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:

‑¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra ‑pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre‑, contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.

Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciamo Príamo dijo al pueblo:

‑Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.

Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.

Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.

Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.

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