La Eneida (VII) [Virgilio]

LIBRO VII

Tú también a nuestros litorales, oh nodriza de Eneas,
fama diste inmortal con tu muerte, Cayeta;
y aún hoy conservan tus honras el lugar y los huesos tu nombre
en Hesperia la grande -si gloria es eso- señala.
El piadoso Eneas, celebradas debidamente las exequias,
levantando el terraplén del túmulo, luego que callaron
los mares profundos, abre camino a sus velas y el puerto abandona.
Brisas lo llevan soplando hacia la noche y no oculta el rumbo
una luna brillante, esplende el mar a la luz temblorosa.
Pasan rozando las cercanas costas de la tierra de Circe,
donde la exhuberante hija del Sol recónditos bosques
hace que resuenen de su canto continuo, y a las luces de la noche
en moradas soberbias quema el cedro oloroso
mientras recorre las delicadas telas con afilado peine.
Se escuchan allí los gemidos y la furia de los leones
que cadenas rechazan y rugen bien entrada la noche;
y los cerdos erizados de púas y los osos enfurecidos
en sus jaulas y el aullido de las sombras de lobos enormes:
a todos de su aspecto humano la diosa cruel con poderosas hierbas
los había cambiado, Circe, en rostro y cuerpos de fieras.
Para que maravilla semejante no sufrieran los piadosos troyanos
si entraban en el puerto, ni padecieran un litoral cruel,
Neptuno llenó sus velas de vientos favorables,
propició su huida y los lanzó más allá de hiervientes escollos.
Y ya enrojecía con sus rayos el mar y desde el alto éter
la Aurora brillaba de azafrán en su biga de rosas,
cuando se posaron los vientos y se detuvo de repente todo
soplo y se esfuerzan los remos en el tardo mármol.
Y ve entonces Eneas un enorme bosque
desde el mar. Aquí el Tiber de amena corriente
y rápidas crestas y rubio de la mucha arena
irrumpe en el mar. Alrededor y en lo alto frecuentan
aves diversas sus orillas y el curso del río
endulzando el aire con su canto y volaban por el bosque.
Torcer el rumbo ordena a sus compañeros y volver las proas
a tierra y alegre se adentra en la corriente umbrosa.
Ahora ea, Erato. He de contar qué reyes, qué tiempos,
cuál era en el Lacio antiguo el estado de las cosas,
cuando un ejército extranjero llevó su flota
a las costas ausonias, y cantaré el origen de la lucha primera.
Tú, diosa, ilumina tú al vate. He de decir guerras horribles,
he de decir ejércitos formados y reyes que el valor condujo a la muerte
y las tropas tirrenas y toda entera sometida alas armas
Hesperia. Se alza ante mí una serie mayor de sucesos,
emprendo una obra aún más grande.
Reinaba el rey Latino,
ya anciano, en larga paz sobre campos y tranquilas ciudades.
Que era éste nacido de Fauno y la Ninfa laurente Marica
sabemos; Pico fue el padre de Fauno y a ti, Saturno,
por padre te tiene éste: eres tú el origen remoto de esta sangre.
No tenía hijo Latino por sino de los dioses ni le quedaba
de varones prole alguna, que había perdido en el surgir de la primera juventud.
Sola guardaba su casa y posesiones tan grandes una hija,
madura ya para varón, ya con los años de casar cumplidos.
Muchos la pretendían del gran Lacio y de Ausonia
entera; la pretendía el más bello que todos los otros,
Turno, poderoso de abuelo y bisabuelo, a quien la regia esposa
animaba con ansia sorprendente a unírsele por yerno;
mas portentos divinos lo impiden con terrores diversos.
Había un laurel en medio de la casa, en lo más hondo,
de sagrado follaje y cuidado con reverencia durante muchos años,
que, se decía, el padre Latino en persona encontró y consagró
a Febo, al fundar de la ciudad los cimientos,
y que por él puso de nombre laurentes a los colonos.
De aquél en lo más alto una nube de abejas
(asombra contarlo) se instaló, llevadas por el aire
transparente con intenso zumbido y se colgó con las patas trabadas
un repentino enjambre de la rama frondosa.
Al punto el vate dijo: «Vemos que llega
un hombre extranjero, y que del mismo sitio viene
al mismo sitio y se apodera de la alta fortaleza.»
Además, mientras los altares perfumaba con castas antorchas
y junto a su padre en pie estaba la joven Lavinia,
se vio (¡qué espanto!) que un fuego prendía en el largo cabello
y ardía todo su tocado entre llamas crepitantes,
abrasado su pelo de reina, abrasada la corona
cuajada de gemas; llena de humo, entonces, la envolvía
una luz amarilla y extendía a Vulcano por toda la casa.
Contaban esta visión como algo horrible y asombroso,
pues anunciaba que ilustre y famoso sería su propio
destino, pero que gran guerra habría de traer a su pueblo.
Entonces el rey, preocupado por estos fenómenos, de Fauno el oráculo,
su padre clarividente, busca y consulta los bosques
al pie de la alta Albúnea, donde resuena la mayor de las selvas
con su fuente sagrada que, sombría, exhala terribles vapores.
Aquí los pueblos de Italia y toda la tierra de Enotria
respuesta buscan en la duda; aquí el sacerdote,
cuando lleva su ofrenda y en la noche callada se acuesta
en pellejos de velludas ovejas y el sueño concilia,
puede ver con maravillosas figuras muchas imágenes volar
y escucha voces diversas y de la conversación goza
de los dioses y habla con el Aqueronte del profundo Averno.
Aquí también entonces el padre Latino respuesta buscando
sacrificaba según el rito cien lanudas ovejas y acostado
descansaba sobre sus vellones extendidos.
De la hondura del bosque le llegó una voz repentina:
«No pretendas casar a tu hija con un matrimonio latino,
oh, sangre mía, ni confíes en el tálamo ya preparado.
Yernos vendrán extranjeros que con su sangre nuestro
nombre llevarán a los astros y cuyos descendientes
todo verán caer bajo sus pies, todo gobernarán
cuanto ve el sol al correr de uno a otro Océano.»
No guarda en su boca Latino esta respuesta
de su padre Fauno ni los consejos recibidos en la noche callada,
sino que ya la Fama que vuela alrededor por las ciudades
ausonias los había llevado, cuando la juventud laomedontia
ató sus naves a la pendiente hermosa de la orilla.
Eneas y sus jefes primeros y el apuesto Julo
dan con sus cuerpos bajo las ramas de un árbol alto,
y ordenan un banquete y disponen por la hierba bajo los alimentos
tortas de harina (así el propio Júpiter se lo inspiraba)
y colman de frutas silvestres el suelo cereal.
Aquí por caso, cuando todo acabaron y la poca comida les obligó
a hincar el diente en la delgada pasta de Ceres
y a violar con manos y audaces mandíbulas el círculo
de las tortas del destino, sin dejar siquiera los anchos cuadros:
«¡Vaya! ¿Hasta las mesas nos comemos?», exclamó Julo
y nada más, en broma. El escuchar estas palabras por vez primera
trajo el final de las fatigas, y al punto las arrancó el padre
de la boca de quien las dijo y le hizo callar pasmado del augurio.
Al punto: «Salve, tierra que el destino nos debía,
y salve a vosotros -dijo-, leales Penates de Troya.
Aquí está mi casa, ésta es mi patria. Pues ya mi padre
Anquises (ahora lo recuerdo) me dejó estos arcanos del destino:
«Cuando, hijo mío, estés en litoral desconocido y por el hambre
te veas obligado, agotadas las viandas, a devorar las mesas,
acuérdate, aun cansado, de esperar tus casas y de con tu mano
levantar allí tu primera morada y disponer alrededor un muro.»
Ésta era el hambre aquélla, ésta por último nos aguardaba
para marcar el fin de nuestros sufrimientos.
Así que ánimo y, contentos, con la primera luz del sol
qué lugares o qué hombres los ocupan, dónde las murallas del pueblo
investiguemos y salgamos del puerto por diversos caminos.
Libad ahora las páteras a Júpiter y con preces llamad
a mi padre Anquises, y reponed el vino de las mesas.»
Después de hablar así ciñe sus sienes con una frondosa
rama y al genio del lugar y a la primera de las diosas,
la Tierra, y a las Ninfas y a los ríos aún desconocidos
invoca, como a la Noche y de la Noche a los astros nacientes
y a Júpiter Ideo y a la madre frigia por orden
les reza y a su madre en el cielo y en el Érebo al padre.
Tronó entonces tres veces el padre todopoderoso, brillante
en lo alto del cielo, y con sus rayos y el oro de la luz por su mano
mostró una nube ardiente sacudiéndola desde el éter.
Corre de pronto en el campo troyano el rumor
de que el día había llegado en que la muralla debida fundaran.
Reanudan encendidos el banquete y ante visión tan grande
llenan alegres las crateras y coronan el vino.
Cuando la luz del día siguiente a bañar empezaba
las tierras, la ciudad y el territorio y las costas de ese pueblo
exploran por caminos diversos: éstas eran las aguas de la frente del Numico,
éste el río Tíber, aquí vivían los valientes latinos.
Entonces el hijo de Anquises ordena marchar al augusto
recinto del rey a cien oradores elegidos entre todas
las clases, cubiertos todos con las ramas de Palas,
a llevarle presentes y pedir la paz para los teucros.
Sin tardanza se apresuran a cumplir la orden y van
a toda prisa. Él marca las murallas con un surco en el suelo
y prepara el lugar y, a la manera de los campamentos,
rodea el emplazamiento primero de la costa con un terraplén y unas almenas.
Y ya divisaban los jóvenes, cubierto el camino, las torres
y los altos tejados de los latinos y llegaban al muro.
Delante de la ciudad niños y jóvenes en la flor primera
practican a caballo y prueban sus carros en el polvo,
o tensan los difíciles arcos o agitan con sus brazos
pesadas lanzas, y compiten corriendo o a golpes,
cuando un mensajero se adelanta a caballo y lleva
a oídos del anciano rey que han llegado unos hombres
enormes de extraña vestidura. Él ordena que sean llevados
a palacio y se sienta en el centro en el trono de sus mayores.
Estaba en lo alto de la ciudad la augusta morada,
enorme, alzada sobre cien columnas, el palacio del laurente Pico,
imponente de selvas y por la devoción de los mayores.
Aquí quería el augurio que recibieran los reyes el cetro
y levantasen las primeras fasces; era éste su templo, la curia,
éste el lugar de sus sagrados banquetes; aquí, matando el carnero,
solían sentarse los padres en mesas corridas.
Aparecían además por orden las efigies de los antepasados
en rancia madera de cedro, ítalo y el padre Sabino
plantador de la vid, con una corva hoz bajo su figura,
y el anciano Saturno y la imagen de Jano bifronte
estaban en el vestíbulo y desde el principio los demás reyes
con las heridas de Marte recibidas luchando por la patria.
Y muchas armas además sobre sagrados postes,
cuelgan carros prisioneros y corvas segures
y penachos de yelmos y enormes cerrojos de las puertas
y lanzas y escudos y las quillas arrancadas a las naves.
El propio Pico aparecía sentado, el domador de caballos,
con la trompeta de Quirino y ceñido de breve trábea,
y en la izquierda llevaba un escudo; a éste su esposa, loca de pasión,
golpeándolo con varita de oro y con filtros cambiándolo,
Circe, pájaro lo volvió y salpicó de colores sus alas.
Del interior de tal templo, sentado en el trono de sus padres,
Latino llamó a los teucros a su lado y les hizo pasar,
y una vez allí les dice el primero con boca placentera:
«Decidme, Dardánidas (pues no nos es vuestra ciudad desconocida
ni vuestra raza, y hemos oído que andáis vagando por el mar),
¿qué buscáis? ¿Qué motivo o qué necesidad arrastró
vuestras naves a la playa de Ausonia por vados cerúleos?
Bien por errar la ruta, bien llevados de las tempestades
cual a menudo sucede en alta mar a los marinos,
os habéis adentrado en las orillas del río e instalado en el puerto.
No evitéis nuestra hospitalidad ni queráis ignorar a los latinos,
raza de Saturno que es justa no por ley o atadura,
sino por voluntad propia y siguiendo el ejemplo del antiguo dios.
Que recuerdo, en efecto (aunque los años oscurecen los hechos),
que así lo contaban los viejos auruncos, cómo nacido en estos campos
llegó Dárdano hasta las ciudades ideas de Frigia
y a la Samos de Tracia, que ahora llaman Samotracia.
A aquel que de aquí partió del tirreno solar de Córito,
ahora en solio de oro la morada regia del cielo estrellado
lo acoge y aumenta en los altares el número de los dioses.»
Dijo, y con estas palabras le sigue Ilioneo:
«Rey de la egregia estirpe de Fauno, ni la negra tormenta
nos obligó, llevados de las olas, a arribar a esta tierra vuestra
ni la estrella o la costa nos hicieron errar el camino.
Hemos llegado a esta ciudad por decisión propia y queriéndolo
en nuestro corazón, expulsados del reino más grande
que un día el sol contempló en su camino desde el Olimpo.
De Jove el origen de la raza nuestra, la juventud dardánida
se enorgullece de su padre Jove y de la raza suprema de Jove nuestro rey:
el troyano Eneas nos ha traído hasta tus umbrales.
De qué manera de la cruel Micenas se desató por los ideos
campos la tempestad, por qué hados llevados de una y otra parte
se enfrentaron el mundo de Europa y el de Asia,
lo saben tanto el que el límite de las tierras aleja
donde refluye el Océano como aquel a quien separa la zona del sol inicuo
que se extiende en medio de las otras cuatro.
Después de aquel desastre llevados por tantos vastos mares,
buscamos un pequeño solar para los dioses patrios y una costa
tranquila, y agua y aire libre para todos.
No seremos indignos de vuestro reino ni será pequeña
vuestra fama ni se borrará la gracia de tan grande favor,
ni habrán de arrepentirse los ausonios de acoger a Troya en su regazo.
Que lo juro por los hados y la diestra poderosa de Eneas,
si alguno hay que la haya conocido en tratos o en armas y guerra;
muchos pueblos, muchas naciones (no nos desprecies, aunque
nos veas con cintas en las manos y palabras suplicantes)
nos requirieron y quisieron unirnos con ellos;
mas los hados de los dioses nos obligaron con su fuerza
a buscar vuestras tierras. De aquí procede Dárdano,
aquí nos manda de nuevo Apolo y nos obliga con sus órdenes
al Tiber tirreno y a las sagradas aguas de la fuente del Numico.
A ti te entrega además, como presentes, exiguos testigos
de una mejor fortuna, restos salvados de las llamas de Troya.
Con este oro libaba el padre Anquises junto a los altares,
éste era el ornato de Príamo cuando impartía justicia
según la costumbre a los pueblos convocados, el cetro y la tiara
santa y su vestido, labor de las troyanas.»
A tales palabras de llioneo fijos Latino mantenía el rostro
y la mirada y no los apartaba sin moverse del suelo,
volviendo sus ojos atentos. Y ni la púrpura bordada
distrae al rey ni le distraen los cetros de Príamo tanto
cuanto pensando está en la boda y el tálamo de la hija,
y da vueltas en su corazón al antiguo aviso de Fauno;
éste era aquel yerno venido de un país extranjero
que anunciaba el destino y con iguales auspicios
llamado estaba a reinar, de éste la estirpe que por su valor
sería famosa y habría de llenar con sus fuerzas el orbe entero.
Contento al fin exclama: «¡Secunden los dioses nuestros planes
y su propio augurio! Se te dará, troyano, lo que pides,
y no desprecio tus regalos. Mientras sea rey Latino la riqueza
no os faltará de un buen campo o la opulencia de Troya.
Así que, venga Eneas en persona, si tanto deseo tiene de nosotros,
si es que tiene prisa en sellar nuestra hospitalidad
y ser llamado nuestro aliado, y no se esconda de rostros amigos:
prenda será para mí de paz estrechar la diestra de vuestro jefe.
Volved a llevar ahora a vuestro rey mis palabras:
una hija tengo que según las suertes del templo de mi padre
no debe casarse con varón de nuestra raza, ni lo permiten
muchas señales del cielo; avisan que de costas lejanas
yernos vendrán -que éste es el futuro del Lacio- que con su sangre
alzarán nuestro nombre a las estrellas. Y yo creo que éste
es aquel que el destino reclama y así si es buen adivino el corazón, lo deseo.»
Dicho esto el padre elige caballos de su manada
(trescientos aguardaban relucientes en altos establos),
y al punto ordena que para todos los teucros sean llevados por orden
los alados corceles enjaezados de púrpura y telas bordadas
(de los pechos les cuelgan collares de cuentas de oro,
de oro cubiertos, oro amarillo muerden entre los dientes),
para el ausente Eneas un carro y una pareja para el yugo
de celestial simiente que fuego respira por la nariz,
de la raza de aquellos que a su padre robó la maga Circe
y crió bastardos de una madre que les había puesto debajo.
Con presentes tales los Enéadas y con las palabras de Latino
regresan altivos sobre sus caballos y llevan ofertas de paz.
Mas he aquí que volvía de la Argos del Ínaco
la cruel esposa de Júpiter y volaba por los aires,
y divisó a los lejos desde el cielo al feliz Eneas
y a la flota dardania por encima del sículo Paquino.
Ve cómo se alzan ya las casas, que se entregan confiados a la tierra,
que han abandonado los barcos; clavada se quedó de aguda rabia.
Sacudiendo entonces la cabeza estas palabras saca de su pecho:
«¡Ay raza odiada y a nuestros hados contrarios
hados de los frigios! ¿Así que no cayeron en los campos sigeos,
no pudieron tampoco caer prisioneros, ni quemó el incendio
de Troya a sus guerreros? En plena batalla y entre el fuego
supieron hallar una salida. Así que, ya veo, al fin mi numen
yace agotado, o saciado mi odio me he cruzado de brazos.
¡Para eso me lancé a perseguirlos, arrojados de su patria,
con vehemencia por las aguas y a impedir por todo el mar su huida!
Agotado se han las fuerzas del mar y del cielo contra los teucros.
¿De qué me sirvieron las Sirtes o Escila, de qué Caribdis
enorme? Ya se refugian en el ansiado cauce del Tiber
sin miedo del piélago o de mí. Fue Marte capaz de perder
al pueblo de los Lápitas gigantes; el propio padre de los dioses
entregó la antigua Calidón a la ira de Diana,
¿y qué delito cometieron Lápitas y Calidón para merecerlo?
Y heme aquí, la gran esposa de Jove que, pobre de mí,
nada dejé por intentar, que a todo me he lanzado,
vencida ahora por Eneas. Pues bien, si mi numen
no es bastante, no he de dudar ciertamente en implorar donde sea:
si domeñar no puedo a los de arriba, moveré al Aqueronte.
No me será dado alejarlos del reino latino -sea-
y sin cambio sigue por el destino la esposa Lavinia;
mas añadir y acumular obstáculos puedo a cosas tan grandes,
en dos puedo dividir a los pueblos de estos reyes.
Este precio pagarán los suyos, si suegro y yerno se unen:
de sangre troyana y rútula tendrás la dote, muchacha,
y Belona será la diosa que presida tu boda. No ha sido sola
la hija de Ciseo en parir, preñada de la tea, fuegos conyugales;
también Venus tendrá su parto y habrá un nuevo Paris,
y de nuevo funestas alumbrarán las antorchas a la Pérgamo que renace.»
Luego que dijo esto horrenda descendió a tierra;
a la enlutada Alecto de la sede de las diosas crueles
saca y de la tiniebla infernal, a la que ama las guerras
dolorosas, las iras, las insidias y los crímenes dañinos.
Hasta Plutón, su padre, la odia y sus hermanas del Tártaro
odian al monstruo: en tantos rostros se transforma,
con tan crueles caras aparece, tan negra de culebras.
Juno la provoca con estas palabras, y así le dice:
«Bríndame tu ayuda favorable, muchacha nacida de la Noche,
colabora para que mi honor no ceda ni se quebrante
mi fama en el lugar, que con bodas no puedan los Enéadas
ganarse a Latino ni en territorio ítalo instalarse.
En tus manos está lanzar al combate a hermanos de igual alma
y derribar las mansiones con el odio; tú puedes meter tu fusta
en las casas y las antorchas funerales; tú tienes mil nombres
y mil formas de dañar. Sacude tu pecho fecundo,
rompe el arreglo de paz, siembra crímenes de guerra.
Que ansíe las armas, las pida y las empuñe la juventud.»
Sale Alecto infestada del veneno de la Gorgona
y el Lacio primero y los altos techos del caudillo
laurente busca, y se sienta en el callado umbral de Amata,
a la que, ardiente, quemaban además de la llegada de los teucros
y las bodas de Turno, cuitas y enojos de mujer.
A ella la diosa de cabellos cerúleos una sola serpiente
le lanza que se mete en su seno hasta lo hondo del pecho,
para que, enfurecida por el monstruo, sacuda la casa entera.
Se desliza ella entre el vestido y el suave pecho
y vueltas da sin contacto alguno y engaña a la enfurecida
inspirándole aliento de víbora; se vuelve la culebra
enorme collar de oro en su cuello, se vuelve remate de cinta
y ciñe sus cabellos y lúbrica vaga por sus miembros.
Y mientras el contagio primero con su húmedo veneno
ataca sus sentidos y envuelve sus huecos en fuego
y aún su ánimo no recibe la llama en todo el pecho,
habló dulcemente y a la manera que las madres acostumbran,
llorando y llorando por su hija y el himeneo frigio:
«¿A unos teucros sin patria será entregada mi Lavinia,
padre, y no tendrás piedad ni de ti ni de su hija?
¿Y no tendrás piedad de una madre a quien el pérfido pirata
dejará con el primer Aquilón, llevándose a su hija a alta mar?
¿Es que no fue así cómo entró en Lacedemonia el pastor frigio
y a Helena se llevó, la hija de Leda, a la ciudad troyana?
¿Qué hay de tu sagrada palabra? ¿Qué de tu antiguo cuidado por los tuyos
y de tu diestra, que tantas veces diste a tu pariente Turno?
Si para yerno se busca a uno de un pueblo que no sea latino
y así está decidido y el mandato te obliga de tu padre Fauno,
pienso en verdad que toda la tierra que está libre de tu cetro
es extranjera, y que así lo proclaman los dioses.
Y de Turno, si hay que buscar el origen primero de su casa,
Ínaco y Acrisio son los padres yMicenas la patria.»
Cuando advirtiendo que ha hablado en vano ve que Latino
sigue en su contra, y hasta el fondo de su corazón se desliza
el veneno furioso de la serpiente y por completo la gana,
entonces la infeliz empujada por terribles visiones
enloquece fuera de sí sin freno por la inmensa ciudad.
Como el trompo gira impulsado por la cuerda retorcida
con el que los niños en gran corro juegan por los patios vacíos
y practican atentos su juego: él va trazando círculos
al golpe de la cuerda; pasmados miran desde lo alto
los grupos de niños ante el boj volandero;
las vueltas le dan fuerzas. No en carrera más lenta
se agita Amata por la ciudad y entre la gente fiera.
Luego, fingiéndose bajo el numen de Baco por los bosques
se entrega a un delito mayor y en alas de una mayor locura
vuela y esconde a su hija en los montes frondosos,
para arrancársela del tálamo a los teucros y retrasar las teas,
gritando «Evohé, Baco», «sólo tú digno de mi hija»
vociferando, «que empuñe para ti los blandos tirsos,
que te rodee con su danza, que para ti alimente su cabello sagrado».
Vuela la noticia y a todas las madres, el pecho encendido
por la furia, empuja el mismo ardor a buscar nuevos techos.
Sus casas dejaron, entregan al viento su pelo y su cuello;
algunas llenan el aire de trémulo ulular
y vestidas con pieles portan las lanzas de pámpanos.
Ella en medio de todas sostiene fervorosa el pino
ardiente y canta las bodas de su hija con Turno,
torciendo una mirada de sangre, y en tono siniestro
exclama de pronto: «¡Madres del Lacio, eh! ¡Escuchadme!
Si alguna gracia para la infortunada Amata queda
en vuestros píos corazones y os muerde el diente del derecho materno,
desatad las cintas de vuestro pelo, venid a la orgía conmigo.»
Así lleva de un lado para otro Alecto a la reina,
por bosques y lugares sólo de alimañas con el estímulo de Baco.
Cuando entendió que había aguzado bastante su furor primero
y que había dado en tierra con los planes y la casa de Latino,
la diosa triste de las alas foscas vuela de aquí en seguida
a los muros del rútulo audaz, ciudad que, dicen,
Dánae fundara con colonos acrisioneos
impulsada por la fuerza del Noto. Hay un lugar que Ardea
llamaron un día los mayores, y hoy Ardea sigue siendo su gran nombre,
aunque pasó su suerte. Aquí bajo altos techos Turno
gozaba ya de un profundo descanso en una noche negra.
Alecto se quita su torva faz y sus miembros
furiosos y se transforma en la figura de una anciana
y ara de arrugas su obscena frente y ciñe sus blancos
cabellos con una cinta, entrelaza luego un ramo de olivo;
se convierte en Cálibe, la anciana de Juno sacerdotisa de su templo,
y a los ojos se presenta del joven con estas palabras:
«Turno, ¿vas a aguantar que se gasten en vano tantas fatigas
y que sea entregado tu cetro a colonos dardanios?
El rey te niega el matrimonio y una dote ganada
con sangre, y busca para su reino un heredero de lejos.
Venga, acude ya y ofrécete, burlado, a enojosos peligros;
ve y dispersa al ejército tirreno, protege con la paz a los latinos.
Que todo esto me ordenó contarte a las claras, cuando yacieras
en la plácida noche, la propia Saturnia todopoderosa.
Así que, ¡venga! Dispón gozoso que se arme la juventud
y que salga por las puertas a los campos, y abrasa a los jefes
frigios que se instalaron en el hermoso río y sus pintadas naves.
Una poderosa fuerza del cielo lo ordena. El propio rey Latino,
si no se aviene a consentir la boda y obedecer esta orden,
lo sienta y conozca por fin a Turno con sus armas.»
Se echó a reír en este punto el joven de la vidente
y así le replicó: «No escapó a mis oídos la noticia, como piensas,
de que han entrado barcos en las aguas del Tiber;
no me vengas con miedos tan grandes. Ni se ha olvidado
de nosotros Juno soberana.
Mas a ti, abuela, vencida por el tiempo y ahíta de verdad
la vejez te castiga con vanas cuitas, y entre ejércitos
de reyes se burla de tus adivinanzas con un falso temor.
Cuídate mejor de las estatuas de los dioses y de sus templos;
deja a los hombres la guerra y la paz, que a ellos la guerra toca.»
Con estas palabras se encendió la cólera de Alecto.
Y un súbito temblor se apodera de los miembros del joven según habla,
fijos se quedaron sus ojos: con tantas hidras silva la Erinia,
así de horrible descubre su rostro; entonces torciendo su mirada
de fuego rechazó al que entre dudas trataba
de seguir hablando e hizo alzarse dos serpientes en su pelo,
y chasqueó sus látigos y esto añadió con boca de rabia:
«Aquí me tienes, vencida por el tiempo y de quien ahíta de verdad
se burla la vejez con falso temor entre ejércitos de reyes.
Mírame bien: vengo de la morada de las crueles hermanas,
llevo en mi mano la guerra y la muerte.»
Dicho esto arrojó su antorcha sobre el joven
y bajo su pecho clavó teas humeantes de negra luz.
Y un intenso pavor le sacó de su sueño y huesos y miembros
baña el sudor manado de todo su cuerpo.
Enloquece pidiendo sus armas y sus armas busca por la cama y la casa;
le enfurece el ansia de hierro y una locura criminal de guerra
y luego la cólera: como cuando la llama con gran ruido
de leños se amontona a los lados de un caldero que hierve
y brincan los líquidos por el calor, se agita la masa humeante
de agua y asoma por arriba una corriente de espuma,
y no se contiene ya la ola, vuela por los aires el negro vapor.
Así que, violada la paz, marca el camino a los jóvenes principales
hacia el rey Latino y ordena preparar las armas,
defender Italia, expulsar del territorio al enemigo;
que ellos se bastaban para ir contra los dos, teucros y latinos.
Luego que así habló e invocó en su favor a los dioses,
compiten los rútulos en lanzarse a las armas.
A éste lo mueve la prez egregia de su figura y de su juventud,
a éste sus reales antepasados, a éste la diestra de claras hazañas.
Mientras Turno llena a los rútulos de un espíritu audaz,
Alecto se dirige a los teucros con sus alas estigias,
explorando el lugar con nuevos trucos, en cuya playa andaba
persiguiendo el hermoso Julo a las fieras con carreras y trampas.
La doncella del Cocito infundió entonces a las perras
una súbita rabia y toca sus hocicos con olor conocido
para que persigan con vehemencia a un ciervo; ésta fue la causa
primera de las fatigas y encendió los ánimos agrestes al combate.
Había un ciervo de hermosa presencia y enorme cornamenta,
al que los hijos de Tirro, arrancado de las ubres maternas,
alimentaban y su padre, Tirro, a quien obedecen
los ganados del rey y encomendada está la guardia de los campos.
Acostumbrado a sus órdenes, Silvia la hermana con todo cuidado
adornaba sus cuernos cuajándolos de flexibles guirnaldas,
y peinaba al animal y lo bañaba en aguas cristalinas.
Él, sumiso a la mano y acostumbrado a la mesa de sus amos,
vagaba por los bosques y de nuevo al umbral conocido
volvía por su voluntad, aunque fuera ya noche cerrada.
A éste lo sintieron vagando a lo lejos las perras rabiosas
de Julo cuando, de caza, seguía por caso la corriente
de un río y en la ribera verdeante aliviaba su calor.
Y hasta el mismo Ascanio encendido por el ansia
de gloria montó sus dardos en el curvo arco,
y no faltó el dios a la diestra insegura y con gran ruido
atravesó la flecha el vientre y los ijares.
Mas herido escapa el cuadrúpedo hacia la casa conocida
y gana gimiendo los establos y con su queja llenaba
todo el lugar, cubierto de sangre y como suplicando.
Silvia la primera, la hermana, golpeándose los brazos con las palmas
pide ayuda y convoca a los duros habitantes de los campos.
Éstos (pues la peste funesta se esconde en los callados bosques)
acuden presurosos, quien armado de quemado tizón,
quien con los nudos de pesada estaca; lo que cada cual pilla
la ira se lo vuelve armas. Llama Tirro a sus hombres
cuando andaba partiendo en cuatro una encina
con cuñas clavadas, blandiendo su segur entre grandes jadeos.
La diosa cruel, por su parte, viendo desde su atalaya llegada la hora,
se dirige a lo alto del establo y desde el tejado
lanza la señal de los pastores y con curvo cuerno
hace sonar su voz del Tártaro, con la que al punto todo
el bosque se estremeció y resonaron las selvas profundas;
la oyó a lo lejos de la Trivia el lago, la oyó la corriente
del Nar, blanco de aguas sulfurosas, y las fuentes velinias,
y estrecharon las madres temblorosas contra el pecho a los hijos.
Raudos entonces a la voz con que la tuba cruel
les dio la señal acuden los indómitos campesinos tomando
acá y allá sus flechas, y no deja la juventud troyana
a Ascanio sin su ayuda y sale fuera de su campamento.
Se enfrentaron las filas. Y ya no de un agreste certamen
se trata con duros troncos o leños quemados,
sino que combaten a hierro de doble filo y un negro
sembrado de espadas enhiestas se eriza, y brillan los bronces
heridos por el sol y despiden su luz bajo el nublado:
como empieza la ola a clarear al primer soplo de viento,
y se encrespa poco a poco el mar y más alto las olas
levanta para desde el abismo profundo llegar hasta el éter.
Aquí el joven Almón, el mayor de los hijos de Tirro,
cae en primera línea de estridente flechazo;
pues bajo la garganta se le abre la herida y el camino
de la húmeda voz y con sangre tapona el hilo de vida.
Muchos cuerpos de soldados alrededor y el anciano Galeso,
mientras acude mediador de paz, el más justo que fue
y un día el más rico de los campos ausonios:
cinco rebaños de ovejas le balaban y otras cinco vacadas
a su casa volvían y con cien arados revolvía la tierra.
Y mientras esto ocurre en los campos con igualado Marte,
la diosa, dueña de las órdenes recibidas, cuando la guerra
de sangre llenó y celebró las primeras muertes del combate,
abandonó Hesperia y cruzando las auras del cielo
llega ante Juno con orgullosa voz de vencedora:
«Ahí tienes, cumplida para ti la discordia de una triste guerra.
Diles ahora que afirmen su amistad y hagan los pactos.
Ahora que he empapado a los teucros con sangre ausonia,
esto otro a esto he de añadir si tu voluntad me aseguras:
en guerra pondré con mis rumores a las ciudades vecinas
y encenderé sus ánimos con el ansia de un Marte insano,
para que de todas partes acudan en su ayuda; sembraré de armas los campos.»
Repuso Juno entonces: «Hay ya bastantes terrores y engaño;
ahí están ya las causas de la guerra, de cerca se combate con las armas,
una nueva sangre empapa las armas que ofreció primero la suerte.
Que tales bodas y tales himeneos celebren
la estirpe egregia de Venus y el propio rey Latino.
Y no querría el padre que reina en la cima del Olimpo
que andes dando vueltas libremente por las auras del éter.
Deja estos lugares. Si algo queda aún del azar en las manos,
yo misma lo conduciré.» Con esta voz habló la hija de Saturno;
la otra por su parte alzó sus alas estridentes de culebras
y volvió a su puesto del Cocito dejando las alturas.
Hay un lugar en el centro de Italia al pie de altas cumbres,
noble y nombrado por su fama en muchas partes,
los valles del Ansanto; un negro flanco de bosques
con denso follaje lo ciñe por dos lados y un fragoso
torrente resuena en las rocas y el torcido remolino.
Aquí una gruta horrenda y los respiraderos del cruel Dite
aparecen, y roto el Aqueronte una enorme vorágine
abre las fauces pestilentes en las que se ocultó la Erinia,
numen odioso, dejando descansar al cielo y a las tierras.
Y no deja entretanto la hija de Saturno a la guerra
de dar el postrer empujón. Corre a la ciudad todo
el número de los pastores desde el frente y muertos llevan
al joven Almón y de Galeso el cuerpo ensangrentado,
e imploran a los dioses y reclaman el testimonio de Latino.
Llega Turno y en medio del fuego del asesinato
redobla el terror: convocan al reino a los teucros,
se mezclan con la raza de los frigios, a él lo arrojan de su puerta.
Entonces aquellos cuyas mujeres, golpeadas por Baco, en tíasos
andan saltando por bosques perdidos (grande es el nombre de Amata),
acuden a juntarse de todas partes y a Marte requieren.
Al punto todos proclaman la guerra infanda contra los presagios,
contra el hado de los dioses, bajo un numen maligno.
Rodean disputando la mansión del rey Latino;
él se resiste como la roca que el piélago mover no puede,
como la roca que soporta su mole ante el fragor intenso
del piélago que se le echa encima, rodeada por los ladridos
de muchas olas; escollos y peñascos espúmeos en vano tiemblan
alrededor y a su costado se derrama el alga machacada.
Pero cuando se ve sin fuerza alguna para vencer la ciega
decisión, y marchan las cosas según las órdenes crueles de Juno,
poniendo por testigos a los dioses y a las auras inanes el padre
dice: «Nos quebrantan, ¡ay!, los hados y la tormenta nos arrastra.
Mas vosotros habréis de pagar el castigo con sacrílega sangre,
infelices. A ti, Turno, te aguarda -¡horror!- un triste
suplicio y con tardíos votos suplicarás a los dioses.
Pues a mí me llega la hora del descanso y en la boca del puerto
sólo de una muerte feliz se me priva.» Y sin decir más
se encerró en su casa y dejó las riendas del gobierno.
Esta costumbre había en el Lacio de Hesperia que siempre las ciudades
albanas guardaron por sagrada, y hoy la mayor de todas,
Roma, la guarda, cuando citan a Marte al inicio del combate
y la guerra lacrimosa deciden llevar a los getas,
los hircanos o los árabes, o marchar sobre el Indo
y seguir a la Aurora y arrebatar los estandartes a los partos.
Son dos las Puertas de la Guerra (con este nombre las llaman),
sagradas por el culto y el terror del fiero Marte;
cien tirantes de bronce las cierran y postes eternos
de hierro, y no falta a la entrada Jano guardián.
Cuando es definitiva la decisión de combatir en los padres,
el cónsul en persona, con la trábea quirinal y el ceñidor
gobierno revestido, abre sus hojas chirriantes,
en persona convoca a las guerras; le sigue después la juventud entera
y con ronco asenso soplan sus cuernos de bronce.
Por eso también así se ordenaba a Latino según la costumbre
la guerra declarar a los Enéadas y abrir las tristes puertas.
Se abstuvo el padre de su contagio y rehuyó sin mirar
el ingrato ministerio y se escondió en ciegas sombras.
Entonces la reina de los dioses bajando del cielo con su mano
empuja las tardas hojas y la hija de Saturno
rompe, girando el gozne, los herrados postes de la Guerra.
Se enciende Ausonia antes en calma e inmóvil;
unos se aprestan a marchar a pie por los campos, otros altivos
en altos caballos se excitan cubiertos de polvo; todos buscan sus armas.
Unos bruñen los escudos pulidos y las flechas brillantes
con pingüe grasa y afilan con el pedernal las segures;
les agrada portar las enseñas y escuchar el sonido de las tubas.
Y cinco grandes ciudades en yunques ya preparados
renuevan sus armas: Atina poderosa y la orgullosa Tíbur,
Ardea y Crustumeros con Atenas, coronada de torres.
Cavan seguras defensas para la cabeza y doblan de sauce
las varas de los escudos; otros lorigas de bronce
preparan o las grebas brillantes de flexible plata;
de aquí el culto de la reja y de la hoz, de aquí toda ansia
de arado se apartó; funden de nuevo en los hornos las patrias espadas.
Y suenan ya los clarines, pasa la tésera la señal del combate.
Éste saca nervioso el yelmo de su casa, aquél tembloroso
caballos aparea bajo el yugo y el escudo y la malla
de triple hilo de oro se pone y se ciñe la leal espada.
Abrid, diosas, ahora el Helicón y lanzad vuestros cantos,
qué reyes la guerra movió, qué ejércitos y de qué bando
llenaron los campos, de qué guerreros florecía por entonces
la tierra sustentadora de Italia, de qué armas ardió.
Pues bien lo sabéis, diosas, y podéis decirlo,
que a nosotros apenas nos llega el soplo tenue de la fama.
El primero en entrar en guerra fue el áspero Mecencio
de las costas tirrenas, despreciador de los dioses, y en armar sus tropas
A su lado Lauso, su hijo, más gallardo que el cual
no hubo otro si no contamos al laurente Turno;
Lauso, domador de caballos y vencedor de fieras,
manda a mil hombres que en vano lo siguieron
de la ciudad de Agila, digno de órdenes más felices
que las de su padre, y de un padre que no fuera Mecencio.
Tras ellos por la hierba muestra su carro señalado
de palma y sus caballos victoriosos el hijo del hermoso Hércules,
el hermoso Aventino, y lleva en su escudo el emblema
paterno, cien serpientes y la hidra ceñida de culebras;
en los bosques del monte Aventino Rea la sacerdotisa
lo parió a escondidas a la luz de este mundo
unida a un dios siendo mujer, luego que el héroe de Tirinto
tras vencer a Gerión llegó a los campos laurentes
y lavó las vacas hiberas en el río tirreno.
Lanzas llevan en la mano y picas crueles para la guerra,
y pelean con el romo puñal y el asador sabino.
Él mismo a pie, envuelto en una piel enorme de león
erizada de terribles cerdas, de blancos dientes
protegida la cabeza, así entraba en el palacio real,
hirsuto, revestidos los hombros con el manto de Hércules.
Salen entonces dos hermanos gemelos por los muros de Tíbur,
ciudad así llamada por el nombre de su hermano Tiburto,
Catilo y el fiero Coras, la juventud de Argos,
y llegan a primera línea entre un bosque de dardos:
como cuando de lo alto del monte bajan dos Centauros
que la nube engendró dejando el Hómole en rápida carrera
y el Otris nevado; les abre paso en su marcha
la selva inmensa y se apartan con gran ruido las ramas.
Y no faltó el fundador de la ciudad de Preneste,
de quien toda edad ha creído que nació ya rey de Vulcano
entre los agrestes ganados y se le encontró delante del fuego,
Céculo. Le acompaña agreste y numerosa legión:
los guerreros que habitan la elevada Preneste y los de los campos
de Juno Gabina y el helado Anio y rociados de arroyos
los peñascos hérnicos y cuantos alimentas, rica Anagnia,
y los tuyos, padre Amaseno. No a todos ellos les suenan
las armas, los escudos o los carros; la parte mayor dispara
bolas grises de plomo, otra parte lleva dos flechas
en la mano y tienen la cabeza protegida
con cascos rubios de piel de lobo; dejan huellas desnudas
con el pie izquierdo y cuero crudo el otro les cubre.
Y allá va Mesapo, domador de caballos, prole de Neptuno,
a quien nadie puede abatir con hierro o con fuego;
llama de pronto a las armas a pueblos ha tiempo ociosos
y a ejércitos sin costumbre de guerras y empuña de nuevo la espada.
Aquí están las tropas de Fescenio y los ecuos faliscos,
éstos habitan los alcázares del Soracte y los campos flavinios
y de Címino el lago, con su monte, y los bosques capenos.
Marchaban igualados en número y cantando a su rey:
como los cisnes de nieve entre nubes transparentes
cuando vuelven de comer y de sus largos cuellos
salen cantos melodiosos, suena la corriente y devuelve el eco la laguna Asia.
Y nadie pensaría que de concurso tan grande
una tropa de bronce se forma, sino que de alta mar
se precipita a la playa una nube aérea de roncas aves.
Y mira a Clauso al frente de un gran ejército
de la antigua sangre de los sabinos y él mismo cual un ejército,
de quien llega hasta hoy la familia Claudia y la tribu
por el Lacio, luego que Roma fue dada en parte a los sabinos.
A una la numerosa cohorte de Amiterno y los antiguos Quirites,
todo el grupo de Ereto y de Mutusca olivarera;
quienes habitan la ciudad de Nomento y los Campos
Róseos del Velino, los de las escarpadas rocas de Tétrica
y el monte Severo y Casperia y Forulos y el río de Himela;
los que beben del Tiber y el Fábar, los que envió la fría
Nursia y las tropas de Hortano y los pueblos latinos,
y a los que divide con sus aguas el Alia de infausto nombre:
numerosos como las olas que ruedan en el mármol libico,
cuando cruel Orión se oculta entre las aguas en invierno,
o como espigas que se doran apretadas bajo el sol nuevo
en las llanuras del Hermo o en los rubios campos de Licia.
Resuenan los escudos y la tierra se espanta del batir de pies.
También el agamenonio Haleso, enemigo del nombre troyano,
unce a su carro los caballos y en ayuda de Turno suma mil
pueblos feroces, los que trabajan con el rastrillo los felices
a Baco viñedos del Másico, y los que los padres auruncos
de los altos collados enviaron, y, al lado, los llanos
sicidinos, y los que dejan Cales y los habitantes de la corriente
vadosa del Volturno e igualmente el áspero saticulano
y el grupo de los oscos. Sus dardos son redondeadas
jabalinas y la costumbre atarles un flexible látigo.
La cetra les cubre la izquierda, con falcatas combaten de cerca.
Y no te irás de nuestro poema sin ser señalado,
Ébalo que, se dice, Telón te engendró de la Ninfa
Sebétide, cuando tenía el reino en Capri de los teléboes,
anciano ya; pero el hijo de ninguna manera contento
con los campos paternos, a su poder ya entonces sometía
a los pueblos sarrastes y la llanura que el Sarno riega,
y los que pueblan Rufras y Bátulo y los campos de Celemna,
y los que contemplan las murallas de Abela, rica en manzanas,
hechos a lanzar al modo teutónico sus cateyas;
cubiertas sus cabezas con la corteza arrancada al alcornoque,
de bronce resplandecen sus peltas, de bronce resplandecen sus espadas.
Y te mandó a la guerra la montañosa Nersas,
Ufente, glorioso por la fama de tus armas felices;
su pueblo, una gente espantosa sobre todas acostumbrada
a cazar por los bosques, los ecuos, y a la dura gleba.
Armados trabajan la tierra y les gusta reunir constantemente
botines nuevos y vivir de la rapiña.
Faltar no podía el sacerdote del pueblo de los marsos
con el yelmo de la rama del feliz olivo adornado,
por orden del rey Arquipo, el muy valiente Umbrón,
quien con víboras e hidras de pesado aliento
solía infundir el sueño entre cantos y gestos de su mano
y apagaba los enojos y con su arte curaba los mordiscos.
Mas no le valió para curarse del golpe de la danza
dardánida ni le ayudaron con su herida los cantos
somníferos o las hierbas cogidas en los montes marsos.
El bosque de Angitia te lloró y te lloró el Fucino
de aguas cristalinas y los lagos transparentes.
Marchaba también a la guerra el bellísimo hijo de Hipólito,
Vibio, a quien insigne lo envió Aricia, su madre,
criado en los bosques de Egeria entre húmedas
riberas, donde la grasa aplaca el altar de Diana.
Pues dice la fama de Hipólito que luego que por las mañas
de su madrasta murió y pagó el castigo paterno con su sangre
descuartizado entre locos caballos, a los astros de nuevo
etéreos llegó y a los aires superiores del cielo
al conjuro de las hierbas peonias y del amo r de Diana.
Entonces el padre omnipotente enojado porque de las sombras
infernales algún mortal volviera a la luz de la vida,
él mismo al inventor de tal arte y medicina,
al hijo de Febo lo lanzó con su rayo a las olas estigias.
Pero la divina Trivia oculta a Hipólito en secretos
lugares y lo confía a la ninfa Egeria y a su bosque,
donde sin fama, solo, su edad transcurriera en las selvas
de Italia y donde Virbio fuera con nombre cambiado.
Por eso también del templo de Trivia y sus bosques sagrados
se aparta a los caballos de córneas uñas, porque en la playa un día
espantados por monstruos del mar arrojaron al joven de su carro.
Su hijo conducía caballos no menos fogosos por el llano
campo y en su carro marchaba hacia el combate.
El propio Turno de hermosa presencia entre los primeros
se mueve sosteniendo sus armas y destacando por encima.
Su alto yelmo de triple penacho una Quimera soporta
que resopla por sus fauces fuegos del Etna;
tanto más ésta se agita y se enardece de tristes llamas
cuanto más crudo se vuelve el combate de la sangre vertida.
El bruñido escudo lo con los cuernos levantados
en oro le adornaba, ya cubierta de pelo, ya vaca
-tema extraordinario-, y Argo el custodio de la virgen
y su padre !naco derramando un torrente de la jarra labrada.
Le sigue una nube de infantes y ejércitos de escudos
se forman por toda la campiña, la juventud argiva
y las tropas auruncas, los rútulos y los antiguos sicanos
y las filas sacranas y los labicos de pintados escudos;
los que aran, Tiberino, tu valle y del Numico las sagradas
riberas y los collados rútulos trabajan con la reja
y el monte circeo, cuyos campos Júpiter preside
Ánxuro y Feronia gozosa de su bosque verdeante;
por donde se extiende la negra laguna de Sátura y entre valles
profundos busca su salida al mar y se oculta el gélido Ufente.
A éstos se añadió Camila, del pueblo de los volscos,
con una columna de jinetes y huestes florecientes de bronce,
guerrera, no como la que acostumbró su manos de mujer
a la rueca y los cestillos de Minerva, sino joven hecha a sufrir
duros combates y a ganar con el correr de sus pies a los vientos.
Ella volaría sobre las crestas de un sembrado
sin tocarlas, ni rozaría en su carrera las tiernas espigas,
o en medio del mar suspendida sobre las olas hinchadas
se abriría camino sin que las aguas tocasen sus plantas veloces.
A ella la contempla la juventud entera saliendo de casas
y campos, y no la pierden de vista al pasar las madres,
con la boca abierta de asombro ante el regio adorno de púrpura
que cubre sus hombros suaves o la fíbula de oro
que trenza su cabello, de cómo lleva ella misma su aljaba
licia o el mirto pastoril rematado en punta.

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