El Archivo General de la Corona de Aragón

Blog Cultureduca educativa logo_minist_cultura El Archivo General de la Corona de Aragón  Información pública procedente del Ministerio de Cultura de España. Más información en: www.mcu.es/

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Vista de la escalera del Palacio
de los Virreyes antigua sede de Archivo

Nació como Archivo Real, y durante más de cuatro siglos estuvo albergado en el Palacio Real Mayor de Barcelona. Nació por el designio de un monarca meticuloso, que sabía esgrimir la documentación como arma legal y diplomática para incorporar territorios y jurisdicciones. Nació en 1318, cuando la cantidad de antiguas escrituras de la Casa Real, los archivos incautados a los Templarios (1307), y la complejidad de la documentación producida por su propia Cancillería, movieron al rey Jaime II (1231-1327) a destinar a archivo dos cámaras del Palacio que la construcción de la nueva Capilla había dejado libres. En ellas permaneció el Archivo Real, hasta que los recios muros se agrietaron y amenazaron ruina en 1770.

La práctica de anotar en libros, primero en forma resumida y luego más extensamente, las carta y órdenes más importantes que la Cancillería Real sellaba y expedía, empezó en los últimos tiempos del rey Conquistador (1213-1276) propiciada por la extensión del uso del papel. Prosiguió bajo sus dos inmediatos sucesores, pero fue el mismo Jaime II quien ordenó la copia íntegra de los documentos en series temáticas de registros, convirtiendo la registración previa del documento real a expedir, en un trámite tan obligado como el mismo sellado. Logró reunir unos 80 registros anteriores a su acceso al trono, algunos de los cuales seguían en poder de escribanos. De su reinado se conservan 330.

Su sucesor, Alfonso el Benigno (1327-1336) siguió el ejemplo paterno, y es igualmente enorme el cúmulo de los papeles y escrituras consevados, tanto administrativos como privados. Entrado el reinado de Pedro el Ceremonioso (1336-1387), el Archivo Real decae en la consideración de archivo particular o privativo del monarca, y sube en la de archivo de la Administrción Real.

Tan meticuloso y ordenancista como su abuelo, o más, Pedro el Ceremonioso se guió por el instinto de conservar la documentación que le interesaba tener a mano para cuando fuera necesario, y desentenderse de valores transitorios. Así mandó expresamente al Archivo, para que allí se conservaran: el Libro de Priviliegios de Mallorca, incautado cuando la incorporación de este reino (1344); el Libro de Privilegios de Valencia, cancelado al derrotar la Unión (1348); el original de sus célebres Ordenaciones; el original del Crónica General de sus antepasados que mandó escribir; el proceso contra Jaime de Mallorca; sus discursos a las Cortes, etc. Por descontado, prosiguó la política de tranferir al Archivo los registros de la Cancillería, que a su muerte ascendían a 1.800.

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Detalle una de las gárgolas en el Palacio de los Virreyes

Lo más destacable de este monarca es haber convertido el Archivo en una oficina permanente de trabajo documental. En 1346 nombró a su escribano Pere Perseya como archivero, quien acto seguido elaboró el primer inventario de las escrituras, guardadas entonces en armarios y arcas que servían de pauta para su clasificación. Estuvo siempre en contacto con los archiveros sucesores de Perseya, ordenando la búsqueda de documentos, reclamando el envío de copias y originales, mandando documentación para su custodia. En 1384 enviaba a Berenguer Segarra unas ordenanzas sobre el tratamiento que el archivero debía dar a los registros: procurar su entrega por parte de los escribanos reales, rotularlos, foliarlos, repararlos si lo necesitaban, y elaborar índices onomásticos de los beneficiarios de los documentos que contenían.

En los siguientes reinados, a pesar del cambio de dinastía (1412), la funcionalidad del Archivo respecto de la Administración Real se mantuvo con variaciones. Sí varió su consideración social.

Archivo Público

Los registros de la Real Cancillería daban fe de los derechos y prerrogativas del monarca, como es obvio. A la vez, afectaban los intereses de sus súbditos, aquellos que en su momento habían pagado por obtener la ejecutoria de una sentencia, la exclusiva para la explotación de una mina, la legitimación de hijos naturales, etc., que allí se encontraban consignados. El Archivo Real excedía los intereses porticulares de su propietario; era público.

Los estamentos tomaron conciencia del hecho, y reclamaron la accesibilidad a los registros. Abrieron fuego las Cortes de Valencia, consiguiendo del rey Alfonso, en 1419, que en la Cancillería se confeccionaran registros exclusivos para los asuntos regnícolas, y se custodiaran en el Real de Valencia. Más tarde, en 1461, aprovechando la revuelta de Cataluña, contra Juan II, las Cortes aragonesas consiguieron los mismo, creándose en Zaragoza el Archivo Real de Aragón.

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Vista de la fachada posterior del Palacio de los Virreyes

El de Barcelona dejó de ser único, y durante los siglos XV-XVII, prácticamente sólo había movimientos en la estancia donde se guardaban los registros. Los numerosos Memoriales de los dos archiveros García, elaborados entre 1412 y 1475, se refieren todos a registros. Las escrituras y legajos de papeles del tiempo de la dinastía de la Casa de Barcelona seguín guardados en treinta armarios y dos arcas grandes, que sólo se abrían ocasionalmente; por ejemplo, cuando los historiadores Jerónimo Zurita, Francisco Diago y Péire de Marca los examinaron. Los documentos provados de Alfonso el Magnánimo, fallecido en Nápoles (1485), nunca se enviaron a Barcelona; sólo después de su muerte, los registros. Con Fernando II, también el ingreso de los registros reales empezó a flaquear. Habiendo hecho estable la delegación de poderes en su Lugarteniente y la Audiencia, poco administraba el Rey en Cataluña, y sus secretarios fueron remisos a enviar los registros a Barcelona. La cuestión tocó fondo en tiempo de los Austrias: del Emperador Carlos y sus dos inmediatos sucesores, sólo hay 101, 116, y 92 registros, respectivamente. A partir de 1624, los registros reales dejaron de transferirse. El Archivo de Barcelona sólo aumentaba por los registros del Lugarteniente o Virrey, eleborados en la misma ciudad.

La cuestión de la accesibilidad al Archivo también se manifestó en Cataluña. Las Cortes catalanas de 1481 aprobaron una Constitución por la que el archivero real estaba obligado a mostrar las cartas que afectaran a particulares, y dar traslado de ellas. Las Cortes de 1503 instaron que todos los registros, en el plazo de diez años después de su terminación, ingresaran en el Archivo. Las de 1599 intentaron que los Libros de la Cabrevación, formados en 1580 a partir de la documentación del Archivo, estuvieran a dispoción de cualquier particular que solicitara su examen. Las de 1702 prohibieron que nadie sacara del Archivo libros o cartas, bajo ningún concepto, ni siquiera con licencia de Lugarteniente. Jaime II habría quedado atónito ante semejantes disposiciones intrusas sobre su Archivo.

El último paso fue dado en 1706, con los capítulos aprobados en las Cortes convocadas por el Archiduque Carlos. En siete largos capítulos dedicados al Archivo Real, los Estamentos determinaron las reformas materiales que creían necesarias, y planificaron el trabajo archivístico que se debía realizar para hacer accesible toda la documentación. Vano intento. En 1714 Barcelona se rindió a las tropas de Felipe V y la administración borbónica cerró el paso a cualquier intervención en el Archivo Real.

Archivo Cerrado

Desde el siglo XV, cuando los reyes dejaron de residir en Barcelona, al Archivo pasó a depender orgánicamente de la real Audiencia, prosidida por el Lugarteniente Real. El cargo de archivero estaba anejo a una escribanía de mandamiento, y era remunerado del fondo común de los derechos del sello.

La Audiendia instaurada por nueva planta de 1716, siguió los usos y costumbres del la antigua. El secretario asumió las funciones del archivero, y los registros de gobierno y justicia del Principado siguieron transfiriendose al Archivo Real. Fue a raíz de una solicitud de la plaza de oficial del Archivo, por parte de un particular (1727), cuando la Cámara de Castilla empezó a interesarse por el Archivo Real de Barcelona.

Tras diversas consultas de la Audiencia, una de ellas de ciento veinte páginas, encareciendo la necesidad de organizar el Archivo, Felipe V firmaba una Real Cédula «sobre la planta del Real Archivo, reglas y disposiciones que ha de practicarse para la coordinación de los papeles y su consrvación, y nominación de oficiales» (1738). Con otras palabras, venía a ser lo mismo que habían establecido las Cortes Catalanas en 1706, con un diferencia notable: no se preveían transferencias, y se le consideraba un archivo cerrado a nuevas incorporaciones. Y así fue: los últimos registros transferidos desde la Real Audiencia al Archivo Real son de 1727.

Los oficiales inferiores quedaron nombrados en al misma Real Cédula, y dos años después llegaba el nombramiento de D. Francisco Javier de Garma como archivero. En seguida empezaron los trabajos, emprendidos bajo la luz de la Ilustración. El fondo antiguo del Archivo se consideró como una unidad. Se vaciaron armarios, arcas y baúles, y sin respetar procedencias ni conservar pequeños fondos que todavía se hallaban intactos, los pergaminos por un lado (coleccionadas aparte las bulas pontificias), y los legajos de papeles y cuadernos por otro lado, todo se ordenó por la cronología de los reinados de Condes de Barcelona y Reyes de Aragón, siguiendo la pauta de las serie de registros.

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Vista del acceso posterior del Palacio de los Virreyes

En 1754, otra Real Cédula dictaba un Reglamento para el Archivo, sancionando lo trabajos que se estaban practicando. Por primera vez en un documento firmado por un monarca, se le daba el nombre de Archivo de la Corona del Aragón. Acogiéndose al nombre, que ya se usaba desde fines del siglo anterior, Garma intentó que se le incorporaran los Archivos Reales de Valencia y Zaragoza, y también el de la Real Audiencia de Mallorca, pero no lo consiguió. Cuando llegó la necesidad de evacuar las estancias del viejo Palacio Real, conocido entonces como Palacio de la Inquisición, en 1770, los trabajos de ordenación se podían dar por terminados. No los de índices, cuya magnitud desbordaba la capacidad de planificación y realización de Garma y sus colaboradores. El Archivo fue trasladado a unas dependecias lúgubres del Palacio de la Audiencia, el que en otro tiempo había sido Palacio de la Diputación. A la muerte de Garma, en 1783, se fundieron matrices para el sellado de los certificados, pues hasta entonces el archivero había sido usado su sello personal: el Archivo dejaba de ser una oficina, y con Reglamento y sello propios, tomaba el carácter de institución.

Archivo Abierto

Tras las turbaciones del dominio francés en Barcelona, (1809-1814), coincidiendo con el retorno de Fernando VII, tomaba posesión del cargo de archivero un hombre con vocación, dotado de una inteligencia clara y una extraordinaria percepción del valor docuental. D. Próspero de Bofarull, en poco tiempo dio remate a la ordenación de los pergaminos y de los registros, redactando unso inventarios modélicos, para los usos de su tiempo. Emprendió el traslado sistemático de las escrituras antiguas, que llenan 34 guresos volúmenes. Redactó valiosos índices, convirtiendo en útiles los que no lo eran. Restauró y prosiguió la encuadernación de miles de registros y volúmenes.

Reivindicó la historia antigua de Cataluña al publicar Los Condes de Barcelona vindicados (1836), reveló tesoros documentales en 17 volumenes de la Colección de Documentos Inéditos, que él fundó. Se relacionó con los eruditos de su tiempo, comunicó infinidad de noticias a historiadores nacionales y extranjeros que en número creciente se acercaban al Archivo, autorizados con Orden Ministerial o recomendados por las autoridades. Tras infinitas gestiones, consiguió la cesión de una sede muy adecuada para albergar el Archivo: el Palacio del Lugarteniente, inaugurado poco después de su jubilación (1853).

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Fachada de la Antigua sede del Archivo

D. Próspero de Bofarull conectó perfectamente con el sentido histórico del Archivo que se le había encomendado. Rechazó considerarlo «sepulcro de antiguas escrituras», y se esforzó en resturarle el carácter de archivo vivo de las instituciones, al menos de Cataluña, ya que no estaban a su alcance los demás territorios de la Antigua Corona de Aragón, si bien consiguió la transferencia desde el Archivo de Simancas de los fondos del Consejo de Aragón que allí se custodiaban (1852). Es muy elocuente, en este sentido, que en 1819 procurara al incorporación de la documentación del la Junta Superor de Cataluña (1808-1812), y en 1823 los de las efímeras Universidad de Barcelona (1822-1823) y Diputación Provincial de Cataluña (1821-1812), que luego se vió obligado a ceder. En 1828 pudo incorporar en forma definitiva los fondo de la Diputación de origen medieval, extinguida en 1714. Sus esfuerzo y gestiones para salvar los archivos de los monasterios y conventos desmortizados e incendiados en 1835, no obedecían al propósito de conservarlos por su calidad de tesoros de antigüedad, sino por ser reflejos documentales, antiguos y actuales, de instituciones desaparecidas.

Archivo Moderno

La muerte de D. Próspero de Bofarull coincide con la creación del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. A partir de 1858, el Archivo pierde autonomía, y su andadura se rige por las normas que dicta el Ministerio pertinente. Algunas de la incorporaciones de fondos obedecen a disposiciones de carácter general, otras son coyunturales, otras se deben a gestiones esforzadas de ilustres Directores del Archivo. Las incorporaciones más voluminosas son sin duda, las de la segunda mitad del siglo XX.

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Vista aérea de la nueva sede del Archivo

Ya en la última década, ha ocurrido el acontecimiento más notable, que es la construcción de la nueva sede, dotada con todos los avances actuales en instalación y seguridad. Fue inaugurada en 1993, y entró en funcionamiento al año siguiente. Su singular diseño invita a reflexionar sobre cuán lejos queda 1814. Entonces, cuando D. Próspero de Bofarull tomó posesión del Archivo, un letrero puesto en la puerta advertía: «Archivo Real, en el que no se puede entrar con el sombrero puesto».

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