POR DON MODESTO LAFUENTE y CONTINUADA POR DON JUAN VALERA, MONTANER Y SIMÓN, BARCELONA 1888
A veces, los vericuetos de la vida son inverosímiles y este es el caso de esta historia. A pesar de mi formación, dentro de la Universidad de Barcelona, nunca tuve en mis manos la historia general que cito al comienzo y que llegó (lamentablemente sólo algunos tomos) de la manera más insospechada a mis manos gracias a mi hermano pequeño. ¡No sabe lo que me han hecho disfrutar esa decena de tomos redactados en aquellos lejanos momentos del XIX! Creo merece la pena recuperarse, así que me concentraré en la temática de MI ALHAMA y transcribiré ese texto, añejo y a la vez actual. En algunos casos aparecen datos y nombres que permanecían en la recámara y que se hace necesario actualizar en nuestra memoria. Veamos lo que nos decía el cronista sobre la historia de mi Alhama natal..
“Un capitán de las compañías de escaladores llamado Juan Ortega del Prado, enviado a explorar y reconocer las plazas del territorio de los moros que pudieran ser sorprendidas, dio noticia de que Alhama, situada en el corazón del reino granadito, defendida por rocas naturales, por una de cuyas hendiduras serpenteaba un río en derredor de la ciudad, se hallaba descuidada y escasa de presidio, adormecidos sus moradores y fiados en la ventajosa posición de la plaza que hacía considerarla como inexpugnable. Alhama era población importante y rica por sus excelentes fábricas de paños, por ser caja de depósito de los caudales y contribuciones de la tierra, y por sus baños termales, de que iban a gozar con frecuencia los reyes de Granada y los personajes de la corte, de que distaba sólo ocho leguas, todo lo cual la constituía en una especie de sitio real, y era en ciertas épocas del año el punto de reunión y de recreo de la brillante corte granadina.
Más si la conquista de la plaza era por lo mismo tan ventajosa, también eran grandes las dificultades. Para llegar a ella había que atravesar el país más poblado de los moros, o correr una cadena de rocas y montañas llenas de precipicios. Nada, sin embargo, arredró a los que meditaban la arriesgada campaña. Comunicado el plan al adelantado de Andalucía don Pedro Enríquez y a algunos otros nobles y caballeros, dispúsose la expedición, juntáronse hasta tres mil jinetes y cuatro mil peones, reuniéronse el día señalado en Marchena, y caminando por Antequera y Archidona, ocultándose de día en las selvas y barrancos, trepando sierras y bosques y escabrosas sendas, llegaron al tercer día silenciosamente y formaron las tropas en un valle inmediato a Alhama (1). Hasta entonces no había revelado el marqués de Cádiz a sus soldados el verdadero objeto de la expedición, y llenáronse todos de gozo con la esperanza del botín que en una ciudad tan rica pensaban recoger, con cuyo aliciente todos se aprestaban a pelear con arrojo.
Protegidos por las sombras de una noche tenebrosas, antes de amanecer el siguiente día llegaron los escaladores al mando de Juan Ortega al pie del castillo. Aplicaron las escalas, mataron un centinela que dormía, clavaron el cuchillo y cortaron el aliento a otro que comenzaba a gritar, degollaron la primera guardia; y cuando a los lamentos de los moribundos acudían los soldados que vivían cerca del castillo, ya coronaban los baluartes hasta trescientos escuderos cristianos que con espada en mano se arrojaron sobre los moros. Cuando los moradores de la villa se apercibieron y acudieron a las armas con gran gritería, sonaban ya por fuera las trompetas y tambores de la gente del marqués de Cádiz, que se aproximaba a la población (1º de marzo, 1482). Los escaladores les abrieron una puerta, y el recinto de la fortaleza se vio al punto ocupado por la hueste cristiana capitaneada por el marqués de Cádiz, el adelantado Enríquez, el conde de Miranda y el asistente de Sevilla Diego de Merlo. Más difícil y penoso les fue apoderarse de la población. Repuestos ya de la sorpresa y armados los habitantes, barreadas las calles y aspillerazas las casas, provistos de arcabuces y ballestas, no podían los cristianos del castillo avanzar un paso sin encontrar la muerte. Celebrado consejo, hubo algunos que opinaron por desmantelar la ciudadela y abandonarla, pero opusiéronse con energía el marqués de Cádiz y los demás caudillos. Ideóse, pues, abrir una brecha en el castillo mismo, y saliendo por aquel boquete un grupo de gente escogida, a la voz de ¡Santiago, cierra España! cayeron de recio sobre el enemigo. Vierónse aquellos valientes reforzados por otros que de nuevo escalaron los baluartes, y se trabó en las calles un combate mortífero. Las mujeres y los niños de los moros desde las ventanas y tejados arrojaban sobre los cristianos vasijas de aceite y pez hirviendo. Palmo a palmo iban éstos forzando y ganando las trincheras y empalizadas, los moros peleaban con el valor de la desesperación, la sangre corría a torrentes, la lucha duró hasta la caída de la tarde, en que el triunfo se declaró por los cristianos. Grande fue el degüello; y sin embargo, muchos moros fueron todavía hechos cautivos; salváronse algunos por una mina que salía al río (2); escondíanse otros en las cuevas y desvanes hasta que el hambre y la sed los acosaba y obligaba a rendirse. Dueños los cristianos de la ciudad, y dada libertad a multitud de infelices cautivos que yacían en las mazmorras (3), entregóse la soldadesca al pillaje y al saqueo (4), y cebóse su codicia en aquellos abundantes y riquísimos almacenes, y recogióse además inmenso botín de alhajas de oro y plata, de dinero, y de tejidos de púrpura y de seda.
Gran pesadumbre y honda tristeza causó en Granada la noticia de haberse perdido una ciudad tan fuerte y tan opulenta como Alhama. El pueblo entre atemorizado y absorto recordaba con pavor las fatídicas predicciones del viejo profeta, (5) y un patético romance de aquel tiempo compuesto sobre el triste tema de: ¡Ay de mi Alhama!, demuestra cuán profunda debió ser la impresión que produjo en los ánimos. Llegaban a los oídos de Muley no sólo los lamentos, sino las murmuraciones y los dicterios que contra él vertía el pueblo, mientras en Medina del Campo, con noticias que envió el marqués de Cádiz a los reyes de Castilla anunciándoles el éxito feliz de su empresa, se entonaba en los templos el himno sagrado de acción de gracias al Dios de los ejércitos. Bien comprendían los monarcas la comprometida situación de los vencedores de Alhama y la necesidad de enviarles pronto socorro; y mientras la reina Isabel (6) dirigía excitaciones a todos los magnates y caballeros castellanos, organizaba los refuerzos y adoptaba disposiciones para el gobierno del Estado, Fernando preparó aceleradamente su marcha a Andalucía, y se encaminó hacia Córdoba acompañado por don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, y de algunos otros nobles y caudillos. También el marqués de Cádiz se apresuró a reclamar el auxilio del conde de Cabra y de otros señores y alcaldes de Andalucía. Y oto era menester en verdad, porque el terrible Muley Hacen, reuniendo en pocos días un ejército de cincuenta mil infantes y tres mil caballos, avanzaba ya sobre Alhama, obligando a retirarse a don Alonso de Aguilar que por Archidona acudía en socorro de los cristianos. Al aproximarse los granadinos a los muros de Alhama, excitó su indignación y aumentó su rabia y su coraje el repugnante espectáculo que ofreció a sus ojos una manada de perros y de aves de rapiña (7). Después de alancear con rabioso frenesí los voraces animales, emprendieron con el mismo furor el asalto de la ciudad por diferentes puntos. Corta y escasa, pero valiente y muy prevenida la guarnición, cuantos moros pisaban los adarves (8) caían estrellados y sin vida. Entonces conoció Muley Hacen el error de haber ido desprovisto de artillería fiado en la muchedumbre de su gente. Quiso suplir aquella falta con trabajos de minería para volar los muros, pero las descargas mortíferas de los sitiados obligaron a los zapadores a desistir de aquella faena.
Apeló entonces Muley a otro arbitrio. La ciudad no tenía más agua que la del río que lame los hondos cimientos de los muros, y de que se surtía la población por una galería subterránea. A cortar este recurso a los sitiados se dirigieron los esfuerzos de los moros. Vigilada por éstos la boca de la mina, cada soldado que asomaba a proveerse de agua recibía una descarga de flechas. Apurada pronto la del único aljibe que había en la ciudad, la sed obligaba a los cercados a sostener cada día sangrientos combates por el afán de llenar un cántaro o de refrescar sus abrasados labios, y a veces atravesaba una flecha envenenada su corazón antes de llegar a la boca el más puro elemento de la vida. Ejemplo de resignación en las privaciones daba a sus soldados el marqués de Cádiz, pero esto no dejaba de hacer su situación apurada y extrema. Algunos adalides descolgados de noche por la muralla pudieron llevar a los caballeros de Andalucía cartas del marqué exhortándolos a que no le abandonaran en aquel trance.
En tal conflicto advirtiese una mañana gran movimiento en el campo de los moros. Era que había sido avisado Muley Hacen de que se veía asomar muchedumbre de gente armada con banderas y cruces, que no dejaban duda de ser soldados cristianos. Convenciese pronto Muley, bien a su pesar, de que se le venía encima el ejército libertados de los de Alhama, y era así en verdad. Los esfuerzos de los reyes de Castilla no habían sido inútiles, y tampoco las excitaciones del marqués de Cádiz a los caballeros andaluces habían sido infructuosas. Todos se prestaron gustosos a hacer un servicio que interesaba a la religión y afectaba a la honra castellana, y habíase formado un ejército de cinco mil caballos y cuarenta mil peones. Entre los nobles caudillos de esta hueste figuraba el duque de Medina-Sidonia don Enrique de Guzmán, el antiguo rival y enemigo del marqués de Cádiz don Rodrigo Ponce de León, los dos troncos de las de los Ponces y los Guzmanes, cuyas discordias y guerras habían agitado durante tanto tiempo las tierras de Andalucía, y cuyos odios la reina Isabel había logrado templar, pero no extinguir. Por lo mismo el de Cádiz no se había atrevido a escribir al de Medina-Sidonia, pero éste quiso dar un ejemplo con su magnanimidad, y olvidando añejas rivalidades y oyendo sólo la voz del patriotismo y de la galantería, acudió espontánea y generosamente con sus numerosos vasallos en socorro del que había sido antes su enemigo. Venía el intrépido don Alonso de Aguilar, cuñado del marqués, campeón de los más formidables, que no encontraba arnés tan fuerte que resistiera al golpe de una lanza empujada por su robusto brazo. Venían los hermanos gemelos don Rodrigo y don Juan Téllez Girón, maestre de Calatrava el uno y conde de Ureña el otro: los amigos y parientes Diegos Fernández de Córdoba, conde de Cabra el primero, alcalde de los Donceles el segundo, deudos todos de la marquesa de Cádiz; los condes de Alcaudete y de Buendía, el corregidor de Córdoba y otros ilustres caudillos, con diferentes banderas, entre las cuales sobresalía la de Sevilla llevada por la hueste del duque de Medina-Sidonia.
(1) Aunque es un dato por confirmar, creo que se está refiriendo el cronista, de acuerdo con la cita de Antequera –Archidona, al famoso Llano de Dona en donde de críos solíamos escapar cuando algún que otro aviador despistado acababa con su avioneta sobre los cultivos del momento.
(2) ¿Se está refiriendo el cronista al atajo subterráneo que de críos utilizábamos para bajar al rió a bañarnos al Enchinal por debajo de la destruida Iglesia de las Angustias, y que en mi niñez estaba ocupada por la madre de Pericles en unas condiciones que hoy nos harían palidecer, sobre todo porque en la zona en la que vivo, les entregan viviendas “nuevas de trinca” a todo quisque, como si nuestro país estuviera sobrado de todo; muy cerca de las Escalerillas del Diablo?
(3) ¿A cuáles se refiere el cronista? Las mazmorras que nosotros recordamos, muy cerca de la nota 2, apenas podrían colocarse un centenar de prisioneros. Así que creemos que “multitud” podrían ser, simplemente, una decena de cautivos.
(4) Parece que hemos aprendido poco, porque con la última guerra de Irak los militares que entraron en el país prácticamente actuaron de la misma forma que la relatada por el cronista para estos hechos del XV.
(5) Sin duda se está refiriendo al lamento de un viejo y venerable anciano ante los aduladores que venían a dar lisonjas a Muley Hacen, que con lastimero y lúgubre acento exclamó al salir del Alcázar “Ay, ay de Granada”. El fin del imperio musulmán en España es ya llegado. [La escena, por lo visto se vivió en la corte granadina cuando llegaron las noticias de la destrucción de Zahara].
(6) La misma que estos días –septiembre 2013- estaban rodando una serie dentro del casco histórico de Barcelona y cuyos mandamases municipales prohibieron a los realizadores la filmación en la histórica Plaza del Rey –al lado de la Plaza de San Jaime y la Vía Layetana- porque, dicen los nacionalistas, la serie no se ajusta a la verdad histórica ¿…? ¡Lo que tenemos que oír los que ya peinamos canas de manos de estos desvergonzados mozalbetes que tratan de acercarnos, una vez más, al precipicio y la destrucción. Para esta gente la única verdad es la suya: el resto de humanos no tenemos derecho ni al aire que respiramos. ¿Cometeremos los mismos errores que nuestros abuelos? ¡Crucemos los dedos!
(7) Todavía recuerdo mis tiempos de niñez cuando algún que otro buitre era abatido en la zona y los críos nos lo pasábamos a lo grande arrastrando estas gigantescas aves de rapiña con su cuello desnudo y casi dos metros de envergadura, cuyas grandes plumas utilizábamos, a título de Sioux, en nuestros juegos tras acabar la jornada escolar, feliz y dichosa, en la que los patios eran libres y nadie te controlaba. En el siglo XXI tenemos que vigilar a los niños como si fueran delincuentes y además los centros escolares están protegidos con vallas de varios metros de altura. ¿Para que no se escapen? Igual es ese el motivo, porque yo recuerdo las escapadas al río en el temprano marzo a darnos el primer baño tras tomar el atajo del camino de los Molinos justo tras pasar la Pila de la Carrera a la que, de una u otra manera, siempre acaba cayendo alguno en las múltiples travesuras.
(8) De nuestros tiempos de crío recuerdo todavía el Adarve de los Remedios (Puerta de Granada) y el de las Angustias que, por las calles bajas, nos llevaba a la Fuente la Teja de la que siempre salía un agua fresquísima que te calaba los dientes.