“Los Comentarios Reales” (II-II) [Inca Garcilaso de la Vega]

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO II

LA SANGRIENTA BATALLA DE LAS SALINAS

Rodrigo Orgóñez, como bravo soldado que era, apercibió su gente bien de mañana, y puso en escuadrón los infantes, con sus mangas de arcabuceros a una mano y a otra del escuadrón, aunque sus arcabuceros eran pocos, y muchos de los de su contrario, que fueron los que le destruyeron y vencieron. Los capitanes de la infantería era Cristóbal de Sotelo, Hernando de Alvarado, Juan de Moscoso, Diego de Salinas. La gente de a caballo repartió en dos cuadrillas; en la una fueron Juan Tello y Vasco de Guevara, y en la otra Francisco de Chaves y Ruy Díaz. Orgóñez, como caudillo, quiso andar suelto con su compañero Pedro de Lerma, con achaque de gobernar el campo; pero su intención no era sino tener libertad para pasarse de una parte a otra buscando a Hernando Pizarro para encontrarse con él. Su artillería puso a un lado del escuadrón, donde pudiese ofender a sus enemigos. Puso por delante un arroyo que pasaba por aquel llano y una ciénaga pequeña que allí hay, entendiendo que fueran pasos dificultosos para sus contrarios.

Pedro de Valdivia, que era maese de campo, y Antonio de Villalba, sargento mayor, ordenaron su gente por los mismos términos que Rodrigo Orgóñez la suya. Pusieron el escuadrón con muy hermosas mangas de arcabuceros, que fueron los que hicieron el hecho. Hicieron dos escuadrones de a cien caballos contra los de Orgóñez. Hernando Pizarro con su compañero, que se llamaba Francisco de Barahona, tomó la delantera del un escuadrón de los caballos, y Alonso de Alvarado la de los otros. Gonzalo Pizarro, como general de la infantería quiso pelear a pie. Así fueron a encontrarse con los de Almagro, y pasaron el arroyo y la ciénaga, sin contradicción de los enemigos, porque antes de pasar, les echaron una rociada de pelotas que les hizo mucho daño, y aun los desordenó de manera que con facilidad pudieron romperlos; porque los infantes y caballos se retiraron del puesto donde estaban por alejarse de la arcabucería. Lo cual visto por Orgóñez, desconfiando de la victoria, mandó jugar la artillería, y una pelota que entró por el escuadrón contrario llevó cinco soldados de una hilera, que los atemorizó de manera que si entraran otras cuatro o cinco, desbarataran del todo el escuadrón. Mas Gonzalo Pizarro y el maese de campo Valdivia se pusieron delante, y esforzaron los soldados y les mandaron que con la pelotas que llevaban de alambre tirasen a las picas de los contrarios, que les hacían ventaja en ellas. Porque los de Almagro, a falta de arcabuces, se habían armado de picas, y querían los de Pizarro quitárselas, porque sus caballos rompiesen el escuadrón más de cincuenta  picas, como lo dicen Agustín de Zárate y Francisco López de Gómara.

Las pelotas de alambre (para los que no las han visto) se hacen en el mismo molde que las comunes; toman una cuarta o una tercia de hilo de hierro, y a cada cabo del hilo hacen un garabatillo como un anzuelo pequeño, y ponen el un cabo del hilo en el un medio molde, y el otro en el otro medio; y para dividir los medios moldes ponen en medio un pedazo de una hoja de cobre o de hierro delgado como papel, luego echan el plomo derretido, el cual se encorpora con los garabatillos del hilo de hierro, y sale de pelota en dos medios divididos, asidos al hilo de hierro. Para echarlos en el arcabuz los juntan como si fuera pelota entera; y al salir del arcabuz se apartan, y con el hilo de hierro que llevan en medio cortan cuanto por delante topan. Por este cortar mandaron tirar a las picas, como lo dicen los historiadores; porque con las pelotas comunes no pudieran quebrar tantas picas como quebraron. No tiraron a los piqueros por no hacer tanto daño en ellos; quisieron mostrar a sus contrarios la ventaja que en los arcabuces les tenían.

Esta invención de pelotas llevó de Flandes al Perú el capitán Pedro de Vergara con los arcabuces que allá pasó. Yo alcancé en mi tierra algunas dellas, y en España las he visto y las he hecho, y allá conocí un caballero que se decía Alonso de Loaya, natural de Trujillo, que salió de aquella batalla herido de una pelota destas, que lo cortó la quijada baja con todos los dientes bajos y parte de las muelas; fue padre de Francisco de Loaya, que hoy vive en el Cozco, uno de los pocos hijos de conquistadores que gozan de los repartimientos de sus padres. La invención de las pelotas de alambre debieron de sacar de ver echar los pedazos de cadena que echan en las piezas de artillería para que hagan más daños en los enemigos. Volviendo al cuento de nuestra batalla, decimos que Rodrigo Orgóñez y su compañero Pedro de Lerma, viendo el daño que la arcabucería había hecho en los suyos, arremetieron con el escuadrón de caballos en que iba Hernando Pizarro a ver si pudiesen matarle, que era lo que deseaban, porque la victoria de la batalla ya la veían declinarse al bando de sus enemigos. Pusiéronse bien enfrente dél y de su compañero, que por las señas de las ropillas de terciopelo naranjado, eran bien conocidos. Arremetieron con ellos, los cuales salieron al encuentro con grande ánimo y bizarría. Rodrigo Orgóñez, que llevaba lanza de ristre, encontró a Francisco de Barahona, y acertó a darle en el barbote (en el Perú, a falta de celadas borgoñonas, ponían los de a caballo barbotes postizos a la celadas de infantes con que cubrían el rostro); la lanza rompió el barbote, que era de plata y cobre, y le abrió la cabeza, y dio con él en el suelo, y pasando adelante atravesó a otro la lanza por los pechos, y echando mano al estoque, fue haciendo maravillas de su persona; mas duró poco, porque de un arcabuzazo le hirieron con un perdigón en la frente, de que perdió la vista y las fuerzas.

Pedro de Lerma y Hernando Pizarro se encontraron de las lanzas, y porque eran jinetes, y no de ristre, será necesario que digamos cómo usaban dellas. Es así que entonces y después acá, en todas las guerras civiles que los españoles tuvieron, hacían unas bolsas de cuero asidas a unos correones fuertes que colgaban del arzón delantero de la silla y del pescuezo del caballo, y ponían el cuento de la lanza en la bolsa, y la metían debajo del brazo, como si fuera de ristre. Desta manera hubo bravísimos encuentros en las batallas que en el Perú se dieron entre los españoles, porque el golpe era con toda la pujanza del caballo y del caballero. Lo cual no fue menester para con los indios, que bastaba herirles con golpe del brazo y no de ristre. Después del primer encuentro, si la lanza quedaba sana, entonces la sacaban del bolsón, y usaban della como lanza jineta. Damos particular cuenta de las armas defensivas y ofensivas que en aquella mi tierra se usaban, para que se entienda mejor lo que fuéremos diciendo. Volviendo al encuentro de Hernando Pizarro y Pedro de Lerma, es así que por ser las lanzas largas, y blandear más de lo que sus dueños quisieran, fueron los encuentros bajos. Hernando Pizarro hirió malamente a su contrario en un muslo, rompiéndole las coracinas y la cota que llevaba puesta. Pedro de Lerma dio al caballo de Hernando Pizarro en lo alto del copete; de manera que con la cuchillada del hierro de la lanza cortó algo del pellejo, y rompió las cabezadas, y dio en lo alto del arzón delantero, que (con ser la silla de armas) lo desencajó y sacó de su lugar, y pasando delante la lanza rompió las coracinas y la costa, y hirió a Hernando Pizarro en el vientre, no de herida mortal, porque el caballo, del bravo encuentro de la lanza se delomó a aquel tiempo, y cayó en tierra, y con su caída libró de la muerte al caballero que a no suceder así se tuvo por cierto que pasara la lanza de la otra parte. En este paso, loando ambos historiadores las proezas de Orgóñez, dicen casi unas mismas palabras; las últimas de Agustín de Zárate en aquella loa son las que siguen: «Y cuando Rodrigo Orgóñez acometió, le hirieron con un perdigón de arcabuz en la frente, habiéndole pasado la celada, y él con su lanza , después de herido, mató dos hombres, y metió un estoque por la boca a un criado de Hernando Pizarro, pensando que era su amo, porque iba muy bien ataviado». Hasta aquí es de Zárate. Sobre lo cual es de advertir que quien dio en España la relación desta batalla debió de ser del bando contrario de Hernando Pizarro, porque en su particular la dio siniestra. Que dijo que Hernando Pizarro vistió a un criado suyo con las vestiduras y divisas que había dicho que sacaría el día de la batalla, para que los que le buscasen (mirando por el criado ataviado) se descuidasen dél. En lo cual le motejó de cobarde y pusilánime; y esta fama se divulgó por toda España, y fue al Perú; y el Consejo Real de las Indias, para certificarse deste particular, llamó a un soldado famoso que se halló en aquella batalla de don Diego Almagro, que se decía Silvestre González; y, entre otras cosas, le preguntó si en el Perú tenían a Hernando Pizarro por cobarde. El soldado, aunque de bando contrario, dijo, abonándole, todo lo que de Hernando Pizarro y de su desafío, y de Orgóñez, y de los compañeros, hemos dicho que era la pública voz y fama de aquella batalla. Esto pasó en Madrid en los últimos años de la prisión de Hernando Pizarro, que fueron veinte y tres; y el soldado contó a mí lo que le pasó en el Consejo Real de las Indias. El que echó la mala fama, para darle dolor, dijo que era criado el que decimos que era su compañero. Dijo que iba muy ataviado, y fue verdad, porque llevaba la misma divisa de Hernando Pizarro, que era la ropilla de terciopelo naranjado muy acuchillada. Quitó de la verdad, y añadió de lo falso en hacer criado al que era compañero. Viendo los suyos a Hernando Pizarro caído, entendiendo que era muerto, arremetieron con los de don Diego de Almagro, y los unos y los otros pelearon bravísimamente con mucha mortandad de ambas partes, porque se encendió el fuego más de lo que pensaron, y se hirieron y mataron con grandísima rabia y desesperación, como si no fueran todos de una misma nación, ni de una religión, ni acordándose que habían sido hermanos y compañeros en armas, para ganar aquel imperio con tanto trabajo como lo ganaron. Duró la pelea sin reconocer la victoria mucho más tiempo del que se imaginó, porque los de Almagro, aunque eran muchos menos en números, eran iguales en valor y ánimo a los de Pizarro, y así resistieron la pujanza de los enemigos y la ventaja de los arcabuces, a costa de sus vidas, vendiéndolas bien hasta que se vieron consumidos, muertos y heridos, y los que pudieron volvieron las espaldas. Entonces se mostró más cruel la rabia con que habían peleado; que aunque los vieron vencidos y rendidos, no los perdonaron, antes mostraron mayor seña.

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