“La Iliada” (XV) [Homero]

CANTO XV

Nueva ofensiva desde las naves

Zeus se despierta, y Apolo lleva a los troyanos a las posiciones de antes de la intervención de Poseidón: dentro del campamento aqueo. Guiados por Zeus atacan las naves aqueas y les ponen en fuga.

Cuando los troyanos hubieron atravesado en su huida el foso y la estacada, muriendo muchos a manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles a hicieron alto amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la cumbre del Ida, al lado de Hera, la de áureo trono. Levantóse y vio a los troyanos perseguidos por los aqueos, que los ponían en desorden, y, entre éstos, al soberano Poseidón. Vio también a Héctor tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, vomitando sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él, miró con torva y terrible faz a Hera, y así le dijo:

‑Tu engaño, Hera maléfica a incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y que sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas a inquebrantables esposas? Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte ‑si entonces llego a coger a alguno, le arrojo de estos umbrales y llega a la tierra casi sin vida‑ y yo no lograba echar del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Heracles, a quien tú, promoviendo una tempestad con el auxilio del viento Bóreas, arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego a la populosa Cos; allí le libré de los peligros y le conduje nuevamente a Argos, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te lo recuerdo para que pongas fin a tus engaños y sepas si te será provechoso haber venido de la mansión de los dioses a burlarme con los goces del amor.

Así dijo. Estremecióse Hera veneranda, la de ojos de novilla, y hablándole pronunció estas aladas palabras:

‑Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Éstige, de subterránea corriente ‑que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses‑, y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi consejo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los troyanos y a Héctor y auxilia a los otros; quizás su mismo ánimo le incita a impele, y ha debido compadecerse de los aqueos al ver que son derrotados junto a las naves. Mas yo aconsejaría a Poseidón que fuera por donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.

Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y le respondió con estas aladas palabras:

‑Si tú, Hera veneranda, la de ojos de novilla, cuando te sientas entre los inmortales estuvieras de acuerdo conmigo, Poseidón, aunque otra cosa mucho deseara, acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero, si en este momento hablas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses y manda venir a Iris y a Apolo, famoso por su arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce, diga al soberano Poseidón que cese de combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo incite a Héctor a la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, a fin de que rechace nuevamente a los aqueos, los cuales llegarán en cobarde fuga a las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará a la lid a su compañero Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilio, después de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al divino Sarpedón, mi hijo. Irritado por la muerte de Patroclo, el divino Aquiles matará a Héctor. Desde aquel instante haré que los troyanos sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilio. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún inmortal socorra a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí, asintiendo con la cabeza, el día en que la diosa Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que honrase a Aquiles, asolador de ciudades.

Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente, y pasó de los montes ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que, habiendo viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice «estuve aquí o allí» y revuelve en la mente muchas cosas, tan rápida y presurosa volaba la venerable Hera, y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban reunidos en el palacio de Zeus, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y Hera, rehusando las demás, aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fue la primera que corrió a su encuentro, y hablándole le dijo estas aladas palabras:

‑¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu esposo, el hijo de Crono.

Respondióle Hera, la diosa de los níveos brazos:

‑No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás inmortales qué desgracias anuncia Zeus; figúrome que nadie, sea hombre o dios, se regocijará en el alma por más alegre que esté en el banquete.

Dichas estas palabras, sentóse la venerable Hera. Afligiéronse los dioses en la morada de Zeus. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la frente, sobre las negras cejas. E indignada, exclamó:

‑¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos acercarnos a él y contenerlo con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado aparte, ni de nosotros hace caso, ni se le da nada, porque dice que en fuerza y poder es muy superior a todos los dioses inmortales. Por tanto sufrid los infortunios que respectivamente os envíe. Creo que al impetuoso Ares le ha ocurrido ya una desgracia; pues murió en la pelea Ascálafo, a quien amaba sobre todos los hombres y reconocía por su hijo.

Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando dijo:

‑No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy a las naves de los aqueos para vengar la muerte de mi hijo; iría, aunque el destino hubiese dispuesto que me cayera encima el rayo de Zeus, dejándome tendido con los muertos, entre sangre y polvo.

Dijo, y mandó al Terror y a la Fuga que uncieran los caballos, mientras vestía las refulgentes armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Zeus contra los inmortales; pero Atenea, temiendo por todos los dioses, se levantó del trono, salió por el vestíbulo y, quitándole a Ares de la cabeza el casco, de la espalda el escudo y de la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al impetuoso dios estas palabras:

‑¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oír, o has perdido la razón y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Hera, la diosa de los níveos brazos, que acaba de ver a Zeus olímpico? ¿O deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo a viva fuerza, triste y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño a los otros dioses? Porque Zeus dejará en seguida a los altivos troyanos y a los aqueos, vendrá al Olimpo a promover tumulto entre nosotros, y castigará así al culpable como al inocente. Por esta razón te exhorto a templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior a él en valor y fuerza ha muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar a todos los individuos.

Dicho esto, condujo a su asiento al furibundo Ares. Hera llamó afuera del palacio a Apolo y a Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas palabras:

‑Zeus os manda que vayáis al Ida lo antes posible y, cuando hubiereis llegado a su presencia, haced lo que os encargue y ordene.

La venerable Hera, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su trono. Ellos bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y hallaron al largovidente Cronida sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube. Al llegar a la presencia de Zeus, que amontona las nubes, se detuvieron; y Zeus, al verlos, no se irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de la querida esposa. Y, hablando primero con Iris, profirió estas aladas palabras:

‑¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Poseidón y no seas mensajera falaz: Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su mente y en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá a esperarme cuando me dirija contra él, pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo no tema decirse igual a mí, a quien todos temen.

Así dijo. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó de los montes ideos a la sagrada Ilio. Como cae de las nubes la nieve o el helado granizo, a impulso del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y, deteniéndose cerca del ínclito Poseidón, así le dijo:

‑Vengo, oh Posidón, el de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, a traerte un mensaje de parte de Zeus, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir, te vayas a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quieres obedecer sus palabras y las desprecias, te amenaza con venir a luchar contigo y te aconseja que evites sus manos; porque dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo no temas decirte igual a él, a quien todos temen.

Respondióle muy indignado el ínclito Poseidón, que bate la tierra:

‑¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de nosotros participó del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar, tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no procederé según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas que engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente to que les ordenare.

Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento:

‑¿He de llevar a Zeus, oh Poseidón, de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, una respuesta tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es flexible. Ya sabes que las Erinias se declaran siempre por los de más edad.

Contestó Poseidón, que sacude la tierra:

‑¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero comprenda lo que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando aquél quiere increpar con iracundas voces a quien el hado hizo su igual en suerte y destino. Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas te diré otra cosa y haré una amenaza: Si a despecho de mí, de Atenea, que impera en las batallas, de Hera, de Hermes y del rey Hefesto, conservare la excelsa Ilio a impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos una gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.

Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó a los aqueos y se sumergió en el mar; pronto los héroes aqueos le echaron de menos. Entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:

‑Ve ahora, querido Febo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo casco. Ya el que ciñe y bate la tierra se fue al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues hasta los dioses que están en torno de Crono, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso, haya cedido a mi fuerza, porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la égida floqueada, agítala, y espanta a los héroes aqueos, y luego, cuídate, oh tú que hieres de lejos, del esclarecido Héctor a infúndele gran vigor, hasta que los aqueos lleguen, huyendo, a las naves y al Helesponto. Entonces pensaré lo que fuere conveniente hacer o decir para que los aqueos respiren de sus cuitas.

Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos, semejante al gavilán que mata a las palomas y es la más veloz de las aves, y halló al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba cobrando ánimo y aliento, y reconocía a los amigos que le circundaban, porque el ahogo y el sudor habían cesado desde que Zeus, que lleva la égida, decidió animar al héroe. Apolo, el que hiere de lejos, se detuvo a su lado y le dijo:

‑¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?

Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

‑¿Quién eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes a mi presencia y me interrogas? ¿No sabes que Ayante, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una piedra, mientras yo mataba a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, a hizo desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vena hoy mismo a los muertos y la morada de Hades, porque ya iba a exhalar el alma.

Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:

‑Cobra ánimo. El Cronión te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y ayudarte, a Febo Apolo, el de la áurea espada; a mí, que ya antes protegía tu persona y tu excelsa ciudad. Ea, ordena a tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia las cóncavas naves; y yo, marchando a su frente, allanaré el camino a los corceles y pondré en fuga a los héroes aqueos.

Dijo, a infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la cebada del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los caballos pacen, tan ligeramente movía Héctor pies y rodillas, exhortando a los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando perros y pastores persiguen a un cornígero ciervo o a una cabra montés que se refugia en escarpada roca o umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese cogido; si, atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, a todos los pone en fuga a pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo a sus enemigos con espadas y lanzas de doble filo; mas, al notar que Héctor recorría las hileras de los suyos, turbáronse y a todos se les cayó el alma a los pies.

Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolios ‑era diestro en arrojar el dardo, valiente en el combate a pie firme y pocos aqueos vencíanle en el ágora cuando los jóvenes contendían sobre la elocuencia‑, benévolo les arengó diciendo:

‑¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor, librándose de las parcas, se ha vuelto a levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese sido muerto por Ayante Telamoníada; pero algún dios protegió y salvó nuevamente a Héctor, que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora volverá a hacerlo también, pues no sin la voluntad de Zeus tonante aparece tan resuelto al frente de sus tropas. Ea, procedamos todos como voy a decir. Ordenemos a la muchedumbre que vuelva a las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes permanezcamos aquí y rechacémosle, yendo a su encuentro con las picas levantadas. Creo que, por embravecido que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los dánaos.

Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayante, el rey Idomeneo, Teucro, Meriones y Meges, igual a Ares, llamando a los más valientes, los dispusieron para la batalla contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró a las naves aqueas.

Los troyanos acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que marchaba con arrogante paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida impetuosa, terrible, hirsuta, magnífica, que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para que llevándola amedrentara a los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba a las tropas.

Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos ejércitos aguda gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos arrojaban buen número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los jóvenes poseídos de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo; entre los dos campos, antes de llegar a la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la égida inmóvil, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Mas así que la agitó frente a los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito, debilitó el ánimo en los pechos de los aqueos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como ponen en desorden una vacada o un hato de ovejas dos fieras que se presentan muy entrada la obscura noche, cuando el guardián está ausente, de la misma manera, los aqueos huían desanimados, porque Apolo les infundió terror y dio gloria a Héctor y a los troyanos.

Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo troyano mató a un hombre. Héctor dio muerte a Estiquio y a Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas corazas; el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer a Medonte y a Jaso; de los cuales el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto a un hermano de su madrastra Eriópide, y Jaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida. Polidamante quitó la vida a Mecisteo, Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino Agenor a Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deíoco, que huía por entre los combatientes delanteros; le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro lado.

En tanto que los troyanos despojaban de las armas a los muertos, los aqueos, arrojándose al foso y a la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro, constreñidos por la necesidad. Y Héctor exhortaba a los troyanos, diciendo a voz en grito:

‑Arrojaos a las naves y dejad los cruentos despojos. Al que yo encuentre lejos de los bajeles, allí mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le entregarán a las llamas, sino que lo despedazarán los perros fuera de la ciudad.

En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y, mientras atravesaba las filas, animaba a los troyanos. Éstos, dando amenazadores gritos, guiaban los corceles de los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies las orillas del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho como la distancia que media entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y el sitio donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la égida preciosa iba a su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad con que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos lo que de arena había construido. Así tú, Febo, que hieres de lejos, destruías la obra que había costado a los aqueos muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en fuga.

Los aqueos no pararon hasta las naves, y allí se animaban unos a otros, y con los brazos alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y especialmente Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al estrellado cielo:

‑¡Padre Zeus! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en tu obsequio pingües muslos de buey o de oveja, y te pidió que lograra volver a su patria, y tú se lo prometiste asintiendo; acuérdate de ello, oh Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y no permitas que los aqueos sucumban a manos de los troyanos.

Así dijo rogando. El próvido Zeus atendió las preces del anciano Nelida, y tronó fuertemente.

Los troyanos, al oír el trueno de Zeus, que lleva la égida, arremetieron con más furia a los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan el costado de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta a gran altura, así los troyanos pasaron el muro, e, introduciendo los carros, peleaban junto a las popas con lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se defendían con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales llevaban en aquéllas.

Mientras aqueos y troyanos combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves, Patroclo permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación y curándole la grave herida con drogas que mitigaron los acerbos dolores. Mas, al ver que los troyanos asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los dánaos, gimió; y, bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y dijo:

‑¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de Aquiles para incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su ánimo? Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.

Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los troyanos, pero, aunque éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los troyanos lograban romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la plomada nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su arte por habérselo enseñado Atenea, de la misma manera andaba igual el combate y la pelea, y unos luchaban en torno de unas naves y otros alrededor de otras.

Héctor fue a encontrar al glorioso Ayante; y, luchando los dos por una nave, ni aquél conseguía arredrar a éste y pegar fuego a los bajeles, ni éste lograba rechazar a aquél, a quien un dios había acercado al campamento. Entonces el esclarecido Ayante dio una lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clito, que iba a echar fuego en un barco: el troyano cayó con estrépito, y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera con sus ojos que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó a troyanos y licios, diciendo a grandes voces:

‑¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! No dejéis de combatir en esta angostura; defended el cuerpo del hijo de Clito, que cayó en la pelea junto a las naves, para que los aqueos no lo despojen de las armas.

Dichas estas palabras, arrojó a Ayante la luciente pica y erró el tiro; pero, en cambio, hirió a Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayante, en cuyo palacio vivía desde que en aquella ciudad mató a un hombre: el agudo bronce penetró en la cabeza por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto a Ayante, cayó de espaldas desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor. Estremecióse Ayante, y dijo a su hermano:

‑¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero flel a quien honrábamos en el palacio como a nuestros padres, desde que vino de Citera. El magnánimo Héctor le quitó la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco que to dio Febo Apolo?

Así dijo. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj lleno de flechas; y una vez a su lado, comenzó a disparar saetas contra los troyanos. E hirió a Clito, preclaro hijo de Pisénor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con las riendas en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se agitaban, para congraciarse con Héctor y los troyanos; pero pronto ocurrióle la desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la dolorosa flecha se le clavó en el cuello por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con estrépito el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo; entrególos a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se mezcló de nuevo con los combatientes delanteros.

Teucro sacó otra flecha para tirarla a Héctor, armado de bronce; y, si hubiese conseguido herirlo y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera final al combate que junto a las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en su mente el próvido Zeus, y salvó la vida a Héctor, a la vez que privaba de gloria a Teucro Telamonio, rompiéndole a éste la cuerda del magnífico arco cuando lo tendía: la flecha, que el bronce hacía ponderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del guerrero. Estremecióse Teucro, y dijo a su hermano:

‑¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate me quitó el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida, que até esta mañana para que pudiera despedir, sin romperse, multitud de flechas.

Respondióle el gran Ayante Telamonio:

‑¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo inutilizó por odio a los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros, pelea contra los troyanos y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin trabajo las naves de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.

Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo formado por cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de crines de caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada broncínea punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayante.

Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó a los troyanos y a los licios, gritando recio:

‑¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor junto a las cóncavas naves; pues acabo de ver con mis ojos que Zeus ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de Zeus lo reconocen fácilmente así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquéllos a quienes abate y no quiere socorrer: ahora debilita el valor de los argivos y nos favorece a nosotros. Combatid juntos cerca de los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca o de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir combatiendo por la patria, y su esposa a hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no padecerán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su patria tierra.

Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Ayante, a su vez, exhortó asimismo a sus compañeros:

‑¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir o de salvarse rechazando de las naves a los troyanos. ¿Esperáis acaso volver a pie a la patria tierra, si Héctor, el de tremolante casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima a todos los suyos y desea quemar las naves? No les manda que vayan a un baile, sino que peleen. No hay mejor pensamiento o consejo para nosotros que éste: combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente con el enemigo. Es preferible morir de una vez o asegurar la vida, a dejarse matar paulatina a infructuosamente en la terrible contienda, junto a las naves, por guerreros que nos son inferiores.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató a Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focios; Ayante quitó la vida a Laodamante, hijo ilustre de Anténor, que mandaba los peones, y Polidamante acabó con Oto de Cilene, compañero del Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la lanza a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo ‑Apolo no quiso que el hijo de Pántoo sucumbiera entre los combatientes delanteros‑, y aquél hirió en medio del pecho a Cresmo, que cayó con estrépito, y el aqueo le despojó de la armadura que cubría sus hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (Lampo Laomedontíada había engendrado este hijo bonísimo, que estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó contra el Filida y, acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero el Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo a Fileo en Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el belicoso Menelao fue a ayudar a Meges; y, poniéndose a su lado sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos caudillos corrieron a quitarle la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos a increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse los enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves, fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor, diciendo:

¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la excelsa Ilio desde su cumbre y maten a los ciudadanos.

Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A su vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:

‑¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen no alcanzan gloria ni socorro alguno.

Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los troyanos contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a Antíloco:

‑¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los troyanos a hirieras a alguno…

Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más allá de los combatientes delanteros; y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la luciente lanza. Al verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la tetilla, a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el troyano cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros, así el belicoso Antíloco se arrojó sobre ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo por el campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o a un pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto hacían llover dolorosos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.

Los troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se efectuara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los troyanos fuesen perseguidos desde las naves y daría gloria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba a Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter Zeus protegía únicamente a Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen, así los dánaos aguardaban a pie firme a los troyanos y no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa levantada por el viento cae desde lo alto sobre la ligera nave, llenándola de espuma, mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas que pacen a orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con las primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, campeó por su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria excelsa. Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros, y, enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor lo advirtió en seguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos compañeros que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino Héctor.

Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse obligados a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua a incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protector de los aqueos, dirigíase a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:

‑¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante de los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis a la fuga.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó de los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en las naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor, valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.

No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave llevando en la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aves ‑gansos, grullas o cisnes cuellilargos‑ que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios incitaba también a la tropa para que le acompañara.

De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que, sin estar cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a los héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.

Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso rápido; aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a la patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba y, teniendo entre sus manor la parte superior de la misma, animaba a los troyanos:

‑¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el largovidente Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.

Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:

‑¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar ulterior victoria; sino que nos hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.

Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los hirió Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.

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