Los nuevos estilos de vida de nuestro tiempo han provocado que determinados hábitos saludables hayan quedado abandonados o rezagados. Una alimentación sana y equilibrada, mediante el consumo de verduras, frutas y pescados, tal como recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha rotado en los países más desarrollados hacia cambios nutricionales deficitarios, influenciados por patrones sociales y socioeconómicos que han conseguido penetrar en algunas franjas de la población, especialmente debido a los hábitos de ocio de los más jóvenes y las dificultades de muchas familias y trabajadores para conciliar horarios laborales intensivos y una alimentación adecuada.
En este contexto, han surgido alimentos funcionales que, dejando a un lado sus características nutricionales, vienen a favorecer las funciones fisiológicas del cuerpo humano, minimizando los riesgos de enfermedades y mejorando la condición física general. Estos productos no son fármacos, son sustancias bioactivas, se trata de alimentos que se ingieren en la dieta habitual pero que tienen una capacidad preventiva frente a posibles afecciones. Se les denomina «nutracéuticos», un acrónimo de «nutrición» y «farmacéutico», acuñado en 1989 por el médico estadounidense Stephen DeFelice, que los definió así: «Un alimento o parte de un alimento que proporciona beneficios médicos o para la salud, incluyendo la prevención y/o el tratamiento de enfermedades».
Los nutracéuticos se pueden hallar en diferentes presentaciones, sea en cápsulas, píldoras, polvos, o incluso integrados en diversos alimentos. Su composición puede ser muy variada, desde los que sólo contienen un elemento hasta los que agrupan varios nutrientes, los cuales abarcan vitaminas, minerales, ácidos grasos, antioxidantes, etc.
Dentro de los alimentos funcionales o nutracéuticos, se distinguen de forma relevante los probióticos, prebióticos y simbióticos, cuyas características abordaremos detenidamente más adelante. Son términos muy manejados en la actualidad en los ámbitos de la salud, nutrición y dietética, por ello su información está muy demandada. En este articulo vamos a realizar un acercamiento al mundo de los nutracéuticos pero, para los que deseen un mayor conocimiento desde la esfera formativa, en Natureduca proponemos recurrir a un curso online de probióticos como una opción de interés para profundizar en ese mundo y conocer los beneficios que nos puede aportar como complemento de nuestra dieta habitual.
Partimos del hecho que los humanos llevamos consumiendo probióticos desde el mismo momento que un bebé recibió la primera leche materna. La microbiota de la glándula mamaria favorece en el lactante la colonización temprana de diferentes bacterias, ayudando a construir un potente sistema de defensa que se irá potenciando con el crecimiento. Debieron transcurrir varios miles de años para que fueran investigados y descubiertos estos mecanismos.
Los estudios sobre probióticos (término que no aparecería hasta 1965) se remontan a finales del siglo XIX, cuando el pediatra austríaco Theodor Escherich comenzó a estudiar en 1884 la flora intestinal de bebés alimentados con leche materna en el Instituto Patológico de Viena. De las numerosas bacterias que descubrió, sólo nombró dos por ser las que siempre abundaban en la microbiota intestinal de los lactantes: una que denominó Bacterium coli commune (más tarde renombrada en su honor como Escherichia coli) y otra que llamó Bacterium lactis aerogenes (hoy conocida como Klebsiella pneumoniae). Escherich observó el repentino cambio en la microbiota intestinal al iniciar la lactancia, y diferencias en el nivel de colonización dependiendo de si se alimentaba al bebé con leche materna o leche de vaca.
En 1899, Henri Tissier, pediatra francés del Instituto Pasteur, consiguió aislar una bacteria de la microbiota intestinal de los lactantes alimentados a pecho, cuya morfología en forma de Y o «bífida» le llevó a nombrarla como «bífidus» (denominada inicialmente Bacillus bifidus communis). Tissier postuló que las bífidobacterias podían desplazar a las bacterias proteolíticas que provocan diarrea, recomendando su administración a los lactantes que sufrían esos síntomas.
En 1917, el profesor alemán Alfred Nissle pudo aislar de las heces de un soldado de la Primera Guerra Mundial, una cepa no patógena de la bacteria Escherichia coli, hoy conocida como la «cepa Nissle 1917», y mediante la cual, desde hace más de cien años, se ha venido utilizando como agente probiótico y terapéutico de los trastornos intestinales. Esta cepa es uno de los pocos ejemplos de probiótico que no deriva de una bacteria ácido láctica (BAL), como las que se utilizan en el cultivo del yogur.
El término «probiótico» fue introducido en 1965 por los doctores Daniel M. Lill y Rosalie H. Stilwell, tras publicar un artículo en la revista Science donde expresaban la naturaleza de unos microorganismos capaces de secretar sustancias estimulantes para el crecimiento de otros. Los términos pro (a favor de) y bios (vida), vienen a definir unos microorganismos que actúan en «favor de la vida». Eligieron el nombre para distinguirlo sustantivamente de «antibiótico» (en contra de la vida).
El término fue mejorado por el doctor Roy Fuller en 1989. Este experto en microecología intestinal estimó que para poder considerarse probiótico, el microorganismo debía hallarse en estado viable, introduciendo la idea de su efecto beneficioso sobre el huésped.
En la actualidad, se acepta la definición formulada en 2001 y posteriormente revisada en 2006 por la FAO y la OMS, en la que expresa que los probióticos son “microorganismos vivos, que cuando se administran en cantidad adecuada, confieren al huésped beneficio para la salud”. No obstante, debido a conocimientos recientes, esta definición puede requerir una adaptación, ya que varios científicos han demostrado que existen algunos microorganismos inactivos que también pueden ejercer un efecto beneficioso para la salud.
En el intestino humano habita de forma natural una numerosa, diversa y muy dinámica población de microorganismos, bacterias principalmente, las cuales se han adaptado a vivir en la luz del intestino o las superficies mucosas. En el ecosistema microbiano del intestino se distinguen especies que colonizan de forma nativa y permanente el tracto gastrointestinal (es una microbiota autóctona), y otras especies variables de microorganismos que transitan por el tubo digestivo de forma temporal, sin detenerse ni habitar. Aquellas bacterias que son nativas, se adquieren durante el nacimiento y el primer año de vida. Por su parte, las bacterias en tránsito son ingeridas continuamente a través de los alimentos, las bebidas, etc., pero suelen ser destruidas en su mayor parte mediante las secreciones ácidas, biliares y pancreáticas.
En personas sanas, la microbiota intestinal alberga cepas bacterianas protectoras que superan en número a aquellas cepas que son potencialmente perjudiciales. Cuando se pierde esta efectividad protectora, surge un desequilibrio entre las proporciones de cepas, que puede acarrear consecuencias graves. Esta pérdida del equilibrio, denominada «disbiosis», se asocia a una amplia gama de trastornos, que incluyen diarrea, cáncer colorrectal, enfermedades hepáticas y afecciones relacionadas con la nutrición, como diabetes tipo dos, celiaquía u obesidad, entre otros trastornos.
La microbiota influye en las funciones endocrinas, e incluso afecta al sistema nervioso central. Los estudios en esta materia arrojan datos que no dejan lugar a dudas, acerca de lo esencial para nuestro bienestar que supone una composición variada y correctamente equilibrada de la microbiota. Estos equilibrios pueden ser favorecidos mediante los probióticos a través de la ingesta.
Cómo se dijo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) define a los probióticos como microorganismos vivos que, al ser administrados en las cantidades adecuadas, confieren un beneficio para la salud del huésped. Pero, para que un prebiótico pueda ser considerado como tal, ha de cumplir una serie de condiciones:
Con las premisas anteriores, cualquier componente de la microbiota podría en un principio ser candidato a convertirse en un probiótico, pero en Pediatría los más utilizados son los pertenecientes a los grupos microbianos de los lactobacillus y bifidobacterias, aunque existen bacterias de otros géneros como Escherichia coli y Bacillus cereus que también se han utilizado con este fin. Igualmente, como ya se explicó antes, se distinguen algunos probióticos de procedencia no humana, como las levaduras Saccharomyces cerevisiae, de uso en alimentación, y Saccharomyces boulardii, de aplicación más frecuente en tratamiento y prevención de la diarrea y otras afecciones del tracto digestivo.
Se distinguen tres categorías de probióticos para los cuales existe una mayor evidencia de sus beneficios:
Existen otras afecciones que, aunque sus evidencias no son tan sólidas como las descritas, debido a que se trata de casos poco frecuentes y con mayor dificultad para su estadística, sí parece que los microorganismos probióticos ejercen sobre ellas un efecto beneficioso. Cabe citar, por orden de evidencia, la enterocolitis necrotizante (típica en niños prematuros), la enfermedad inflamatoria intestinal y la colitis pseudomembranosa.
Los probióticos se utilizan en gran número de enfermedades, tanto de adultos como pediátricas. Los usos principales son los ya descritos de naturaleza gastrointestinal, desde la diarrea infecciosa hasta procesos crónicos de inflamación intestinal, incluso síndrome de intestino irritable, estreñimiento y cólico del lactante. Pero, también se valora la aplicación de probióticos y sus efectos beneficiosos en las alteraciones inmunológicas (dermatitis atópica, tratamiento y prevención de la alergia inmunológica…), e incluso la prevención de infecciones postnatales e infección por Helicobacter pylori, ésta es causa frecuente de úlceras pépticas pudiendo llegar a afectar a más de la mitad de la población mundial.
Estudios más recientes consideran que la modulación de la microbiota intestinal mediante probióticos, pueden ofrecer una nueva vía para la prevención y tratamiento del sobrepeso y la obesidad, así como los trastornos metabólicos asociados.
Según Gibson y Roberfroid, se definen los prebióticos como:
Ingredientes no digestibles de los alimentos que afectan beneficiosamente al huésped estimulando selectivamente el crecimiento y/o la actividad de una de las especies de bacterias que están ya establecidas en el colon, o de un número limitado de ellas, y por consiguiente mejoran de hecho la salud del huésped.
Aunque los prebióticos tienen en esencia los mismos fines que los probióticos, que son la mejora de la salud mediante la modulación de la flora intestinal, el mecanismo para alcanzarlos es diferente. Están formados por compuestos presentes en la dieta y no digeribles, con capacidad para estimular la actividad o el crecimiento de los microorganismos residentes o autóctonos, mediante la producción de ácidos grasos de cadena corta que reducen el pH intestinal y la microbiota patógena, y por tanto redundando en un beneficio para la salud.
Estructuralmente, los prebióticos son polisacáridos no amiláceos (sin almidón) y oligosacáridos no digeribles por enzimas humanas. A diferencia de los probióticos, los prebióticos en su mayoría se integran como ingrediente de variados alimentos: cereales, galletitas, chocolates, productos lácteos, cremas para untar, etc.
Los prebióticos más conocidos son: oligofructosa, inulina, galacto-oligosacáridos, lactulosa y los oligosacáridos de la leche materna. La oligofructuosa y la inulina se hallan en muchos alimentos como el trigo, cebolla, puerro, ajo, achicoria, espárrago, alcachofa, plátano, miel…, y también se puede obtener mediante síntesis de la sacarosa. La lactulosa es un disacárido sintético utilizado como medicamento para los resfriados y la encefalopatía hepática, se obtiene de la lactosa de la leche de vaca. En la leche materna también se hallan diferentes oligosacáridos con función prebiótica.
Los prebióticos aumentan el número de bifidobacterias del colon beneficiando la salud humana, produciendo los efectos que son propios de los probióticos. Pero, además se le añaden algunas propiedades, como el incremento en la absorción del calcio, hierro y manganeso, el acortamiento del tiempo de tránsito gastrointestinal y, según estudios recientes, parecen reducir también los niveles séricos de lípidos.
Hablamos de simbióticos cuando utilizamos probióticos y prebióticos de forma conjunta. En 1995 Gibson y Roberfroid los definieron así:
“Una mezcla de probióticos y prebióticos que afecta beneficiosamente al huésped, mediante la mejora de la supervivencia y la implantación de suplementos microbianos vivos de la dieta en el tracto gastrointestinal, a partir de la estimulación selectiva del crecimiento y/o la activación del metabolismo de una o un número limitado de bacterias que promueven la salud y, por tanto, mejoran el bienestar del anfitrión”.
Por tanto, los simbióticos son preparaciones alimentarias o farmacéuticas que en su formulación contienen una o más especies de probióticos e ingredientes prebióticos. Para que un producto pueda denominarse simbiótico, tiene que haber demostrado que los efectos beneficiosos son superiores a los que se obtienen al sumar los efectos generados separadamente por sus integrantes. En consecuencia, se estima que los simbióticos tienen un mayor efecto beneficioso sobre la flora intestinal, que se si aplican probióticos y prebióticos de forma aislada. Esto es debido a que reducen el pH a través de la liberación de ácidos grasos de cadena corta (como el ácido acético, el propiónico y el butírico), promoviendo el crecimiento de bifidobacterias y generando una acción protectora al inhibir los microorganismos potencialmente patógenos.
La diarrea infecciosa constituye un importante problema de salud a nivel mundial. Las enfermedades diarreicas infantiles que se producen cada año en el mundo se acercan a los dos millones de casos, algo más de medio millón concluyen en fallecimiento, siendo la segunda mayor causa de muerte en niños menores de cinco años. Se trata de enfermedades prevenibles y con tratamientos satisfactorios, que sólo requieren un acceso al agua potable y servicios adecuados de higiene y saneamiento. No obstante, la diarrea transmitida por alimentos afecta cada año hasta un 30% de la población, incluso en los países desarrollados.
Los probióticos pueden constituir un medio adecuado para reducir estos problemas. Los estudios más concluyentes que arrojaron efectos beneficiosos, fueron determinados utilizando cepas como Lacticaseibacillus rhamnosus y Bifidobacterium lactis, con fines preventivos y de tratamiento de la diarrea aguda, causada principalmente por rotavirus en niños.
Además de las infecciones por rotavirus, existen otras variadas especies de bacterias que causan muerte y enfermedad en humanos. Pruebas sólidas in vitro arrojaron resultados satisfactorios con probióticos, los cuales impiden la adhesión de enteropatógenos o inhiben su crecimiento. Estudios en animales indican efectos beneficiosos contra patógenos como la Salmonella. Muchos de los datos han sido obtenidos por estudios sobre la diarrea de los viajeros de naturaleza bacteriana.
El tratamiento de enfermedades bacterianas mediante antibióticos viene acompañado habitualmente de la aparición de diarrea, causada a menudo por Clostridium difficile. Aunque se trata de un microorganismo que no es extraño hallarlo en el intestino humano, puede darse un aumento anormal de su número cuando es alterada la microflora autóctona, provocando síntomas que se relacionan con la producción de toxinas. Para restablecer la microflora hasta un nivel próximo al existente antes de la aplicación con antibióticos, es necesario administrar microorganismos comensales exógenos, es decir, probióticos. Algunos estudios han demostrado que este método permite aliviar los síntomas de la infección. Además, utilizando los probióticos como profilácticos, se distingue una mejora de los síntomas una vez que se ha producido una diarrea inducida por antibióticos.
Resulta novedosa la actividad contra Helicobacter pylori mediante aplicaciones probióticas. Se trata de un microorganismo patógeno grampositivo causante de úlceras pépticas, gastritis tipo B e incluso cáncer de estómago. Se disponen de datos de pruebas in vitro y en animales, que demuestran cómo las bacterias ácido-lácticas pueden inhibir el crecimiento de este patógeno, así como reducir la actividad de la ureasa, una enzima necesaria para que el patógeno pueda vivir y mantenerse en el medio ácido del estómago.
Un tratamiento combinado con probióticos y antibióticos daría lugar a un menor número de efectos secundarios, como el reflujo del ácido, así como un riesgo más bajo de que la infección reincida.
Cuando se manifiestan alteraciones de la flora intestinal e incluso infecciones, pueden causar o agravar determinadas enfermedades inflamatorias del intestino, por ejemplo en el caso de síndrome del intestino irritable, de enfermedad de Crohn, o de la pouchitis (una complicación que se da en los pacientes que han sido intervenidos quirúrgicamente para reconstruir el colon y el recto por causa de una colitis ulcerosa).
Probablemente, la microflora intestinal desempeña una función decisiva en los estados inflamatorios del intestino. La terapia probiótica y profiláctica arroja efectos beneficiosos en varios estudios con evidencia científica, mediante una combinación de cepas que desempeñan funciones correctoras.
Los elementos que constituyen la microflora intestinal pueden producir sustancias carcinógenas, como las nitrosaminas. Algunos datos esperanzadores indican que los microorganismos probióticos pueden retrasar e incluso impedir que afloren determinados tipos de cáncer, como los carcinoides de colon.
El tratamiento probiótico vendría dado mediante la administración de lactobacilos y bífidobacterias, cuya acción permitiría modificar la microflora y dar lugar a una reducción de los niveles de beta-gluicuronidasa (una enzima cuyos indicadores pueden dar información sobre los niveles de intoxicación), así como otras sustancias carcinógenas.
También existen indicios de que la instilación probiótica en el intestino, por ejemplo de Lacticaseibacillus casei (una bacteria productora de ácido láctico), puede reducir las reapariciones del cáncer en otras zonas, como la vejiga urinaria. Otros estudios in vitro y en vivo con Lactobacillus rhamnosus, bífidobacterias y cepas de bacterias del género Propionibacterium, demostraron disminuciones de las toxinas carcinógenas en el lumen. No obstante se requieren más estudios para obtener conclusiones clínicas definitivas acerca de la eficacia de probióticos en la prevención del cáncer.
En un ensayo con mujeres embarazadas, se administró Lactobacillus rhamnosus durante las cuatro semanas previas al parto, y más tarde durante seis meses a aquellos recién nacidos con riesgo alto de alergia. El resultado arrojó una significativa reducción de la enfermedad atópica precoz. El estudio evidencia que los microorganismos probióticos tienen posibilidades de modular la respuesta inmunitaria y prevenir la aparición de enfermedades alérgicas.
En otros ensayos clínicos con lactantes alérgicos a la leche de vaca, se pudo aliviar la dermatitis atópica mediante la ingestión de cepas probióticas Lactobacillus rhamnosus y Bifidobacterium Lactis. Los mecanismos exactos de cómo se produce no han sido precisados, pero el postulado está basado en la capacidad de los lactobacilos para invertir la mayor permeabilidad del intestino, potenciar sus inmunoglobulinas específicas, promover la función de barrera intestinal y el crecimiento de citoquinas que favorecen la producción de anticuerpos.
Existen variados estudios sobre distintos trastornos y patologías en los que intervienen probióticos, cuya descripción pormenorizada haría tedioso este artículo. Pero, podemos acercarnos brevemente a su conocimiento.
Si se excluyen las enfermedades de transmisión sexual, la inmensa mayoría de las infecciones de la vagina y la vejiga son causadas por microorganismos cuyo origen es el intestino. La alteración de la flora vaginal está causada por antibióticos de amplio espectro, hormonas, espermicidas y otros factores. Hay indicios de que los microorganismos probióticos administrados en forma de alimentos y preparaciones tópicas, contribuyen a prevenir los trastornos del aparato urogenital: vaginosis bacteriana, vaginitis por levaduras, infecciones del aparato urinario, etc.
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