“La vida sólo es soportable si se quiere a alguien”
[Manuel Alcántara]
Autora Rosario Raro, Editorial Planeta, Barcelona 2017, 541 páginas, primera edición mayo 2017.
Un nuevo ejemplar de temática radial pasó por mis retinas y podemos afirmar que no todo lo que se publica, merece la pena dedicarle la más mínima atención. Pero, la tentación, tras leer una reseña en el suplemento XLSEMANAL sobre el otrora exitoso programa-consultorio-campaña publicitaria de Elena Francis, pudo con mi curiosidad, inmediatamente me pasé por mi quiosquero habitual a ver si me lo conseguía.
Y quiero hacer una referencia a esta persona a la que me llevó mi hermano tras quejarnos de la poca versatilidad y mal servicio de un par de librerías en la zona donde residimos. El señor que vende la prensa, en el 99% de los casos, ha sido capaz de localizar y entregarnos los libros que buscábamos y unas librerías, especializadas por tanto, no fueron capaces [en ocasiones incluso descatalogados]. Así que cuando tenemos necesidad vamos al tocayo de la prensa y nunca entramos en las librerías ante la gran prestancia de sus servicios [¿o es dejadez?].
En tres días tenía el libro que le acababa de encargar, una novela de Rosario Raro, una profesora y escritora castellonense que, créanme, podría dar mucho más de sí. Han sido dos días intensos tratando de leer y disfrutar, pero la verdad, esta vez la lectura falló y el disfrute no fue tal.
La historia, técnicamente, arranca bien, pero poco a poco se va enredando y uno va descubriendo inconexiones a lo largo del relato. Saltos al vacío y, sobre todo, una novela centrada en paisajes de la Ciudad Condal en la parte que precisamente viví durante tres décadas, a caballo entre Sarriá y San Gervasio donde uno encuentra imprecisiones que no vienen a cuento. Vaya que una novela tiene que ser creíble, por muy novela que sea, para atrapar al lector.
Tras 540 páginas, uno queda con un raro regusto, y se acaba preguntando si verdaderamente nos estamos quedando sin cuenta-cuentos o sin cuenta-historias. De entrada, con la mitad de páginas, algo más sintetizado el relato, podríamos, tal vez, haber tenido una novela y un buen libro de radio. Personalmente, estimo, ni lo primero ni lo segundo se dan en esta pieza.
Vayamos a la parte técnica, la autora, en varios pasajes se extraña de que lleguen cartas desde zonas bien lejanas al centro de Barcelona [por aquello que Radio Barcelona es el principio de ese exitoso espacio que tanta “pasta gansa” generó para sus creadores: Instituto de Belleza Francis de la Ronda de San Pedro al lado del Corte Inglés de la Plaza de Cataluña, una calle más arriba está la decana radial de Barcelona]. Queda lejano el tiempo de la mili, pero recuerdo, que incluso practicaba el diexismo de onda media en las largas noches de guardia en el CECOMTEAR, y recibía las tarjetas en mi peculiar dirección UCG-TEAR de San Fernando de las que alguna hay colgadas en mi página. A pesar de estar en la mili no me olvidaba de mi pasión [la foto en blanco y negro de mi FACEBOOK está tomada precisamente en el dormitorio en el que, a veces, si no tenía servicio, me centraba en mis cartas y mis escuchas] y, cuando estaba de permiso, entonces a leer toda la correspondencia del extranjero que iba llegando a casa; con un poco de investigación sobre el comportamiento de la onda media, la autora podría haber acertado mucho más en su aporte literario o al menos no alegar su sorpresa o ignorancia por esas cartas que se ha inventado..
Un segundo aspecto a contrastar, el del correo, por la zona donde está recreado el libro [Paseo de la Bonanova, la estafeta más cercana era la de San Gervasio, todavía no había llegado la locura catalanizadora que, de un plumazo, cambió toda la toponimia y expulsó del callejero barcelonés infinidad de nombres para dar satisfacción a los cachorros, descendientes, en algunos casos, de tiempos no precisamente maravillosos y para eso está la verdadera historia, no la manipulada que tanto daño está haciendo en los estólidos] y la llave no te la daban con una etiqueta, simplemente la del Apartado de CORREOS [La autora se empeña en utilizar una terminología no acorde con los tiempos: Apartado Postal más común en algunos países de América, por ejemplo México] estaba con el número grabado a martillo en la llave oficial y que devolvías al cancelarlo, cualquier otra no te la aceptaban y podías perder la fianza que entonces se pagaba; en la época en que transcurre la trama novelada, era por años completos y el importe que se pagaba una verdadera ridiculez; tampoco si la correspondencia llegaba sólo con el número del apartado, era devuelta a origen, sino que se quedaba en el casillero y, muchas veces, era el nuevo destinatario el que las devolvía si tenía remitente al empleado o simplemente las dejaba en la papelera cuando no eran suyas como tantas veces vería al retirar el mío en esta zona barcelonesa en donde viví durante treinta años.
La autora feminiza a los funcionarios [funcionaban] de la época cuando, en realidad, con los dedos de una mano se podían contar el número de mujeres en el Correo español del momento, comenzaron en los célebres Servicios Auxiliares, pero años más tarde; o tuvo mucha suerte la protagonista de la novela o simplemente no tenía ni idea de con quien trataba, el correo mayoritariamente en los sesenta estaba en manos de funcionarios; la mujer haría su presencia una década más tarde y mayoritaria ya en el XXI y, con ellas, cambió también el mobiliario, en lugar de la cartera de piel de vacuno [la última que yo tuve en mis manos fue la del célebre Cartero Honorario, el Premio Nobel Camilo José Cela, el día en que se le hizo entrega en el Museo Postal de Madrid y con el que pasé una de esas tardes difíciles de olvidar] se pasó a los célebres carritos, ya olvidé el número de modelos que han tenido y la fragilidad de esos artilugios que a veces no superan ni el estreno; otro de los grandes problemas de la obsolescencia programada que al final pagamos todos [basta ver la evolución tarifaria del último lustro en el correo español, para colmo aparecieron operadores privados que la acabaron de montar, en mi zona éstos, con suerte, reparten una vez a la semana].
En otro apartado dice “pidió a la empleada que envolviera el estuche junto con aquel mensaje” (página 78): lo siendo, entonces no estaba permitido recibir nada abierto ni el funcionario que recibía aceptaba esos envíos. Sí había, en algunas oficinas, algunas señoras (no funcionarias) que preparaban los paquetes, los lacraban, etc. Oficina Postal, Apartado Postal, en todas las referencias, no tienen correspondencia histórica con el momento de la historia. Otra carcajada me salió cuando “Correspondencia que se deposita el sábado en el correo y se comienza a repartir el lunes”; con suerte, esa correspondencia, fuera de la ciudad, como mínimo, llegaba el martes o miércoles, aunque ciertamente el servicio postal funcionaba prácticamente los 365 días del año, dependiendo de la hora en que depositabas la misivas, ya no se trataba y matasellaba hasta el lunes. A veces, si uno quería que la carta viajara rápido, sólo tenía que saber el paso del tren correo y depositarlo en el buzón que iba en su lateral.
La tercera la tendríamos con el uso de plurales y la acentuación, evidentemente el corrector automático parece que le jugó una mala pasada o simplemente no fueron bien tecleados en su momento de entrega a la imprenta ¿o es falta de formación en la escritora?. El uso de algunos plurales también dejan mucho que desear [p. e. piteras, el plural de esta planta es pitas, se trata del famoso agave, y la denominación pitera es muy local y no precisamente tiene conexión con la novela –al menos en los lugares en que tiene lugar la trama- también tenemos tractores equipados con bulldóceres [con lo fácil que habría sido escribir excavadora y alejarnos de la palabra inglesa]… Un tractor es un tractor y un bulldozer es un bulldozer; por cierto a mi tierra llegaron a principios de los sesenta y los llamábamos orugas, vinieron a realizar las célebres paratas que cambiaron la faz de las tierras familiares. Lo que llegó a finales del XX, fue toda una revolución en maquinaria de todo tipo para la construcción y que en la época de la novela eran impensables en la piel de toro].
Las distancias sería otro de los grandes deslices, ni siendo atleta se cubrirían en los tiempos que marca. Finalmente, el tratamiento que se le da al tema o la toponimia que se utiliza. Ignoro si realmente existía en los años sesenta el Paseo de Ítaca [o simplemente es el famoso empeño de los políticos catalanes de estos momentos de enconado enfrentamiento con un dique de hormigón los que le han hecho cometer el lapsus], en todo caso, lo correcto sería, a mi entender, Paseo de Icaria o Paseo de la Nueva Icaria [por cierto ¿se sabrá algún día el gran pelotazo que se hicieron con los terrenos de la zona aprovechando que Samaranch se trajo –arrimando el ascua a su sardina- los del 92 a Barcelona?].
La parte central del relato, la vivienda de la protagonista o chica Francis, correspondería con lo que actualmente es el Consulado de México, pero esto es un añadido mío que no se correspondería a la realidad del momento, en aquella época no había ni relaciones diplomáticas con el país azteca; pero que puede servir de pista para ubicar el punto de partida para desplazarse hasta Plaza Cataluña-Pelayo donde actualmente está la famosa C&A por donde debería de estar la famosa sede del laboratorio donde ubica su otro centro de atención y que sería donde el protagonista femenino Boro [nunca antes había escuchado este nombre, así que me dio la impresión que le puso el nombre de un perro, el trayecto desde Avenida Tibidabo a Plaza Cataluña en aquella época apenas era de quince minutos más otros tantos desde la casa donde ubica a la protagonista a la entrada de la estación al final de la calle Balmes; es cierto que siempre la hace ir en autobús y, evidentemente, esos trayectos en según qué momentos se hacen interminables; en 2017 con un tráfico ahogado, se invierte casi hora y media, a veces tengo que bajarme y escapar andando a la Estación RENFE de Paseo de Gracia para no perder el tren, por lo que cabe deducir que la protagonista, falta de tiempo, tenía “pocas luces” y no gestiona bien un recurso tan escaso en la Ciudad Condal como es el tiempo] y otro tanto tendríamos con la onomástica en general donde los nombres, inventados, llegan a crearte un verdadero galimatías con lo fácil que es elegir apellidos fáciles de retener y otras veces catalanizados cuando en los sesenta eso no era así.
Me hizo gracia el tratamiento de los psicólogos modernos… En aquella época, prácticamente, ni se empleaba el nombre de psicólogos y, como mucho, teníamos el de psiquiatras [por cierto con algunos profesionales muy capaces y que dejaron huella entonces] y los psicólogos o loqueros como muy bien eran conocidos en mis últimos años de profesión, ante el merecido retiro al que obliga la edad, no se conocían con esa definición en aquella etapa histórica.
El tratamiento que le da a la policía [no me interesa qué momento histórico sea, sino el trabajo que desarrollan] y que aparecen retratados poco menos como Mortadelo y Filemón; algunos calificativos sobran y la descripción de las instalaciones deja mucho que desear. Es cierto que las comisarías no eran un dechado de prestancia ni una inversión multimillonaria en mantenimiento en aquellos años de escasez, pero poco menos nos los mete en un pudridero y más zoquetes que el porquero Agamenón.
Vaya que hubiera sido mejor documentarse y, llegado el caso, pues eso haber echado mano de la célebre cabecera del semanario de sucesos. Y si uno se atreve a novelar hechos reales, no sé por qué no lo dice desde el mismo comienzo [La Nota de la Autora la colocaría al inicio de la novela] y santas pascuas. La célebre y famosa Talidomida [telamón es la terminología de la autora] fue un troyano que hundió a centenares de familias en aquellos finales de los cincuenta, comienzos de los sesenta [técnicamente estuvo en venta un lustro, pero aún se comercializa bajo otros nombres y, muchas veces sin saberlo. Porque, mira que resulta difícil leerte un prospecto de un medicamento y, si lo haces, acabas decidiendo que no conviene jugar a la ruleta rusa; muchas veces, además, cuando le dices a tu galeno que has tenido tal o cual reacción, éste te mira con cara de sorprendido y sólo sabe negar, como si tu cuerpo fuese el que no reacciona y en realidad es el veneno que te receta el que sin quererlo te está destrozando por dentro].
En fin que, en los tiempos de la inmediatez es un poco cursi aludir a unos compuestos farmacéuticos bajo un nombre intrascendente y a unos laboratorios que ya no existen, aunque en algún momento en otra referencia se pueda fácilmente documentar quiénes están detrás, o sea, los herederos de la prestigiosa firma que los comercializó en España.
Sí, estamos de acuerdo: aquello fue un verdadero crimen. Pero estoy convencido que ese desastre no sólo no se ha paliado, sino que se ha acrecentado, porque basta darse una vuelta por determinados centros educativos para ver la inmensa casuística y la gran cantidad de casos que la ciencia médica sólo acabe señalando como enfermedades raras y todos tan contentos, pero familias desquiciadas por no saber por dónde tirar. Hemos avanzado mucho, pero también hemos perdido mucha calidad en los profesionales que hoy nos atienden que se escudan en la elevada ratio para endilgarle la totalidad de la casuística. Ya lo decía el Diari de Tarragona, vivimos unos tiempos en los que le das a un tonto una escoba y se cree general.
En definitiva, no me extraña que, a veces, la gente no preste atención a los escritores noveles; la decena que me eché a los ojos últimamente, ninguno cubrió mis expectativas, o exijo mucho o simplemente soy muy poco dado a hincarle el diente a autores jóvenes que creen estar haciendo verdadera LITERATURA. Juntar palabras y, a peso eso, medianamente, lo saben hacer muchos. Que las historias sean creíbles eso es otro cantar así que, como trabajo de curso, le daría un aprobado y por lo tanto un necesita mejorar para subir al siguiente escalón [la cumbre para esta escritora, personalmente, la veo lejana]. Sería conveniente hilvanar y sintetizar más esos recorridos por lugares trillados. Por cierto en la zona donde documenta su historia había infinidad de restos de las famosas checas [incluso La Tamarita que alude de pasada y, en esos momentos, totalmente abandonada] son un buen tema del legado histórico que sí ponen los pelos de punta.
Los hechos históricos debemos tratarlos, aunque los novelemos, de manera muy cáustica porque, sin pretenderlo, podemos abrir heridas y no contribuir a la cotidiana convivencia. El Consultorio de Elena Francis y su célebre sintonía fue un programa que batió marcas en el mundo de la radio: desde entonces, aquellas casi cuatro décadas de exitosa permanencia en las ondas, prácticamente no han sido batidas… o se pueden contar con los dedos de la mano en la historia de la radio española. Si realmente era tan malo quiere decir muchas otras cosas o ninguna.
Por cierto, la onda media, como muy bien he comprobado cuando he estado en el extranjero, me permitía recibir información de dos o tres emisoras españolas como si estuviera en casa, Elena Francis también llegó a los más recónditos rincones de Europa y desde todos ellos llegaban cartas a sus responsables. Ahora que se le da predominio a la FM, ciertamente fuera de las fronteras inmediatas (una veintena de kilómetros) estás sin referencia radial alguna, aunque toda la geografía está poblada de repetidores. Desmontamos un poste emisor que cubre centenares de kilómetros y nos quedamos con unos repetidores que dan servicio a la “tribu” y poco más.
Impecable la calidad estilística de las cartas que la autora utiliza como acicate para su historia, un contraste con la cruda y dura realidad de las misivas que llegaban a la radio [yo mismo tuve un espacio durante algún tiempo en Radio Juventud de Barcelona y puedo testimoniar el nivel medio de las misivas; a pesar de ser gente técnicamente formada, no siempre eran portadoras de una calidad en la escritura, pero ese no era tampoco el objetivo del programa dedicado al diexismo].
Incluso esa frescura de las cartas manuscritas, tachaduras, rectificaciones, faltas de ortografía, etc., han sido mutiladas y resta rigor a la historia que narra Rosario Raro con una exquisita pulcritud aunque, a lo mejor es cierto que entonces se escribía tan bien y ahora apenas si se hace. Además uno de sus históricos guionistas murió hace un par de meses, cuando se preparaba este libro que hoy traemos a nuestra serie, bien podría haberlo consultado.
En definitiva, cerraría esta reseña con una cita que viene muy bien del libro Doctor Jivago escrito por Boris Pasternak: “Un torrente de palabras con una elocuencia inútil y confusa” no hacen precisamente de LA HUELLA DE UNA CARTA una obra literaria de altura; de esas que te enganchan y quieres más.
¡Saber!
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