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Tradicional polemica entre los impugnadores y partidarios del divorcio

Tradicional polémica entre los impugnadores y los partidarios del divorcio1

1. ¿Es el divorcio contrario a la libertad de conciencia?2
2. ¿El divorcio ataca la institución del matrimonio?
3. ¿Es el divorcio contrario al interés de los hijos?
4. ¿Es el divorcio contrario al interés de los esposos?
5. ¿Es el divorcio contrario al interés social?
6. Bibliografía

Los argumentos de esta ardorosa controversia, varían de tono y de carácter, según el plano en que se colocan los contendores; y se resumen en las siguientes cuestiones, que examinaremos con tanta brevedad cuanto sea posible, dada la naturaleza e importancia del asunto.

¿Es el divorcio contrario a la libertad de conciencia?2
Los canonistas están por la afirmativa. El divorcio, dicen, ataca la libertad de conciencia de los católicos que forman la mayoría de la Nación porque niega la indisolubilidad absoluta del sacramento del matrimonio, que constituye un dogma esencial del catolicismo. Si se rescinde el contrato legítimo, se ataca la sustancia misma del sacramento y se procede con el mismo espíritu de arbitrariedad y rebeldía, que si se pretendiera desbautizar a un cristiano. Se traspasa el límite dentro del cual debe actuar la ley laica, reglando los efectos civiles y temporales del matrimonio, arrogándose el legislador la facultad de constituir el vínculo mismo, y lo que es más grave, el poder de disolverlo; esto solamente compete a la autoridad espiritual, que obra en nombre del autor de la naturaleza. El matrimonio que la ley civil pretende destruir por medio del divorcio, permanece pues, válido, como lo fue desde su origen; el vínculo conyugal continúa uniendo a los esposos, a pesar de todas las declaraciones y sentencias de todos los jueces seculares. Las segundas nupcias de los divorciados no son sino matrimonios absolutamente nulos, son meros concubinatos, cuya impudicia cubre el tenue velo de una aparente legalidad.
Responden a estos argumentos, los partidarios del divorcio: La Iglesia Católica no ha condenado al divorcio de una manera absoluta. Cuando se entronizó el solio de los emperadores romanos, ejercitó inmediatamente su influencia para hacer desaparecer el divorcio absoluto; pero lo toleró durante siglos por causas determinadas, de las que dan testimonio, los documentos legislativos de los emperadores cristianos, especialmente el Código de Justiniano, en cuya época los mismos doctores de la fe sostuvieron ardientes polémicas sobre esta cuestión. Tertuliano, Epifanio, y el arzobispo de Amasieh, admitían el divorcio por causa de adulterio. En los Assises de Jerusalén, que se reputa como uno de los documentos más importantes de la Edad Media, dictado bajo la influencia religiosa, se admitía el divorcio en diversos casos y por causas determinadas. En fin, cuando el Concilio de Trento, fulminó anatema definitivo contra el divorcio, creyendo borrar sus últimos vestigios en el Occidente, tuvo, no obstante, que prestar asentimiento a la reclamación de los embajadores de la República de Venecia, que solicitaron una excepción para las islas griegas de Chipre y de Candia, en las que se aplicó siempre la legislación de los Assises de Jerusalén y donde particularmente se admitía el divorcio por causa de adulterio.
La Iglesia, de otra parte, proclama el principio de la indisolubilidad del matrimonio, pero reconoce de hecho la necesidad de romper o relajar la unión conyugal, y admite un gran número de causas de nulidad; y si éstas resultaran ineficaces para la ruptura del vínculo, apela entonces a su relajamiento y se conforma con la separación de cuerpos. Las causas de nulidad que reconoce el derecho eclesiástico, son más numerosas que las de la ley civil, y muchas de ellas no sólo son pueriles sino imprecisas y mal definidas. Resulta así que este vínculo indisoluble, que solo Dios puede desatar, es cortado por el mero arbitrio de los tribunales eclesiásticos, y la majestad del dogma no queda ciertamente muy bien librada en estas inexplicables contradicciones.
La ley civil, con rigor y parsimonia, acuerda la nulidad solo en casos graves, y sujeta el ejercicio de la acción correspondiente, a la prescripción. La ley eclesiástica, sarcásticamente más liberal en éste caso, hace perpetua la posibilidad de anulación: A los dos, a los diez o veinte años de ministrado el sacramento, descubre que los esposos no debieron o no pudieron recibirlo, y declara que el matrimonio no existe, que no ha existido jamás. Maravillosa ficción, obra del milagro, mediante la cual la mano omnipotente de la Iglesia borra del libro de la Vida el matrimonio que no fuera inscrito en los registros del cielo.
Si el vínculo es indisoluble no tiene sentido la relajación de las obligaciones especiales que comporta y que se autoriza con la separación de cuerpos. Y este principio ha sido admitido por la Iglesia en todas las épocas.
En el régimen anterior a la Revolución Francesa, cuando el matrimonio se regía por el derecho canónico, la Iglesia autorizaba el divorcio quoad thorum et cohabitationem, que dejaba abierta la posibilidad de reanudar la vida matrimonial. En 1801, Francia concordó con la Santa Sede la ley enteramente laica de 1782 a que estaba sometido el régimen del matrimonio; y en 1804 en que fue promulgado el Código de Napoleón, el poder eclesiástico tampoco formuló protesta alguna contra sus disposiciones completamente liberales en esta materia. El concordato de Austria, celebrado en 1856, admitía y legalizaba canónicamente el doble régimen del divorcio y de la separación de cuerpos. Estos antecedentes históricos demuestran que la Iglesia no procedía ni procede con lógica ni con justicia, al hacer tenaz oposición al establecimiento del matrimonio civil y del divorcio en los países -como los latinoamericanos- que quieren sacudirse de las instituciones anacrónicas que les legara el coloniaje.
Ergo, si el matrimonio no fuera para los católicos un contrato, sino únicamente un sacramento, que solo se disuelve con la muerte, no tendría ningún valor para ellos las disposiciones de la ley civil sobre el divorcio que pone fin al vínculo matrimonial; y si la necesidad les obligara a separarse de su cónyuge tendrían que permanecer en el celibato, o unirse en un concubinato que uniría el adulterio al escándalo.

¿El divorcio ataca la institución del matrimonio?
Los impugnadores consideran que el divorcio ataca al matrimonio en sus dos fases fundamentales: la indisolubilidad y la necesidad. Si el matrimonio es una unión indisoluble, las obligaciones que comporta son de necesidad ineludible. En los cónyuges que no disfrutan de felicidad, la posibilidad de sustraerse a dichas obligaciones disminuye la resignación a los sinsabores de la unión poco afortunada y produce naturalmente la rebeldía contra el deber: la ley que puede quebrantarse, no es una ley de necesidad; el deber que puede eludirse no es absoluto imperativo. La coexistencia del sometimiento y la posibilidad de liberación quitan eficacia y privan la sanción de los preceptos.
El divorcio quoad vinculum después de desunir a los consortes los autoriza para una nueva unión legítima, y no puede negarse que esta sola expectativa, constituye tentación poderosa por la que pueden disolverse los matrimonios mejor constituidos. Como decía Carlos Nisas: “Si sufrir es la más grande fuerza del hombre, si ser perdonado es su más fuerte necesidad, perdonar es su deber y su gloria”. La nueva unión que autoriza el divorcio, constituye una valla infranqueable al arrepentimiento y al perdón: después de haber sido cómplice en el deterioro de los buenos espíritus, cierra la puerta a la reconciliación.
Es verdad que el adulterio conspira constantemente contra la paz y felicidad de los hogares, y la sevicia se hace huésped importuno de no escaso número de familias; pero la cuestión no está en presentar el doloroso cuadro de los infortunios domésticos; la cuestión no se reduce a purificar el divorcio en el bautismo de las lágrimas que aniegan los hogares ensombrecidos por graves disecciones conyugales, pues es indiscutible que el divorcio ataca la institución del matrimonio y que sin remediar los infortunios de una unión desgraciada, relaja los vínculos de la familia y desmoraliza las costumbres.
Los partidarios de la institución contestan estos argumentos manifestando que el divorcio es el remedio y no la simiente de dichos males, que es capaz de curarlos y no susceptible de engendrarlos, o por lo menos de agravarlos o exacerbarlos; que lejos de conspirar contra el matrimonio, contribuye a moralizarlo, haciendo que no se acepten las graves obligaciones que comporta, sin una seria preparación y sin meditar hondamente acerca de las consecuencias del nuevo estado. No todos los matrimonios nacen sobre buenos auspicios; y en no pocos casos el infortunio de las uniones conyugales se debe a la ligereza de los contrayentes, o a que proceden por convencionalismos o imposiciones sociales. Y es de suponer que si los jóvenes desposados supieran que la unión que van a celebrar, que el hogar que van a constituir, que ese bello porvenir que forma el ensueño de sus cándidas almas, pueden escollar y aniquilarse con el divorcio, procederán con mayor circunspección, madurarán sus propósitos y buscarán la inspiración de los buenos consejeros, antes de emprender un ignoto camino de la vida conyugal, que puede ser triste y súbitamente interrumpida.
El divorcio no es un estado envidiable. Ciertamente no es sino un remedio; y por lo tanto solo debe emplearse para la interrupción de la enfermedad. Lo ideal sería ignorar la enfermedad para no precisar de tan fuerte remedio; pero entonces dejaríamos que el mal nos corroa y aniquile. Pero si el mal es inevitable, si está en las raíces mismas de la naturaleza, si nos amenaza, se debe buscar el remedio. El cáncer hace necesario el cauterio, y no porque el cauterio sea cruel puede decirse que es germen del cáncer. No hay pues más que escoger entre dos males, o el divorcio perfecto, o la simple separación de cuerpos para la cura de los cónyuges mal avenidos, para la cesación de los infortunios de la vida conyugal a la que faltan la recíproca estimación de los esposos y la comprensión íntegra en su auténtica dimensión.
El matrimonio es, con razón, santificado por todas las religiones. Sobran motivos para que los legisladores lo consideren como una institución fundamental, que forma la base de la vida social. Los filósofos lo miran como el estado perfecto del hombre; pero si en lugar de la recíproca estimación, del mutuo afecto y de la perfecta unión de los casados, que son la esencia de la vida marital, surgen el desprecio justificado por la infidelidad, o la indignidad de uno de los cónyuges; si en vez del respeto germina la odiosidad; si la traición y el quebrantamiento de la fe reemplazan a la fidelidad; y si la antipatía y el horror invencibles repelen a los cónyuges; su convivencia se torna insoportable, y el vínculo sagrado es reemplazado por el dogal inhumano; la unión queda irreparablemente rota, y no se puede sin violencia, mantener unidos en la sociedad y consorcio íntimo del hogar, a dos seres que están separados por fuerzas invencibles.
Si se admitiera lo contrario, entenderíamos que subsiste de derecho una unión que ha fracasado absolutamente, y que aun así, deja subsistentes los deberes del matrimonio y los efectos que le dieron origen. El derecho no es una simple entelequia del entendimiento, que vive fuera del mundo, sino es una realidad viva que hunde sus raíces en la tierra, que brota de la humana naturaleza y participa de sus limitaciones e imperfecciones. Las mismas escuelas jurídicas que se inspiran en el cristianismo, reconocen que el derecho es un medio para que el hombre cumpla su destino. No es posible admitir las aberrantes consecuencias de la doctrina, que impone la abstención absoluta de uno de los más escasos goces de la vida, haciendo al hombre víctima de los delitos ajenos, imponiéndole una expiación infinitamente desproporcionada y castigando el error o el infortunio como un crimen abominable; hay que convenir que es imposible que el divorcio, poniendo fin a una situación insoportable, y borrando los estragos de las contiendas intestinas que llenan los hogares de los escándalos de la sevicia y de los horrores del crimen, constituya ultraje a la moral, o ataque a la institución del matrimonio.
Cuando la justicia interviene para romper los lazos de un matrimonio ya aniquilado por los mismos cónyuges; cuando después de serio examen de su situación y con absoluta imparcialidad, declara el divorcio, o autoriza la separación de cuerpos, no produce la desunión de los casados, se limita a constatarla; no es la mano de la ley la que rompe el matrimonio, es la justicia la que sanciona una ruptura consumada; sustituye la realidad a la ficción; declara la verdad para evitar el engaño.2 No hay pues para qué comparar el estado de matrimonio con el estado de divorcio, solo hay que elegir el divorcio o la separación de cuerpos.
La separación de cuerpos, tal como hoy existe, dice José D’Aguano, produce inconvenientes que solo el divorcio puede evitar, porque cuando hay de por medio ofensas graves a la honra, es muy raro que los cónyuges separados por sentencia de un juzgado o tribunal, puedan volver a unirse.3 Lo que sí ocurre la mayor parte de las veces, es que formen uniones extramatrimoniales, menoscabando el vínculo del matrimonio y desmoralizando a la prole. Es evidente que, la separación de cuerpos solo puede sostenerse con argumentos teológicos. Es una ley hecha para los ascetas del desierto, no para los hombres normales; es una ley eclesiástica y no una ley humana que reemplaza el purgatorio con el infierno. Encierra al cónyuge inocente en este dilema de muerte: o se resigna a la ignominia perpetua en el hogar infamado, o se condena a las tristezas y peligros del celibato forzoso. En todo caso, queda fuera de las leyes de la vida, privado de los afectos íntimos, sin sus consuelos y sin sus estímulos. La juventud le será como un cilicio; la belleza, si es mujer, le servirá de estigma; y en el crepúsculo de la vida no tendrá más compañía que su vergüenza o su abandono. Esto no es ni humano ni prudente; la vida del hombre vale más que las abstracciones y no puede sacrificársele a los rigores de una moral tiránica.4

¿Es el divorcio contrario al interés de los hijos?
El argumento fundado en el interés de los hijos es, tal vez, el que se esgrime con mayor eficacia contra el divorcio.
Pero se puede argüir, con Leon Reanult y Hayes de Marcère, que no es menor la calamidad que sobre la prole acarrea la separación de cuerpos; y a no ser que se admita como natural el celibato de los cónyuges separados, hay que convenir que las segundas nupcias, consecuencia de la disolución del vínculo, son menos peligrosas y fatales, que los escándalos que preceden a las relaciones concubinarias que frecuentemente acompañan a la separación de los esposos. El argumento no resulta pues tan concluyente como lo suponen los impugnadores del divorcio. La suerte de los hijos cuyos padres se divorcian y contraen nuevas nupcias, es igual a la de aquellos cuyo padre o madre viuda vuelven a casarse.
En las grandes ciudades y entre las clases acomodadas, es fácil disimular las irregularidades y cubrir las apariencias de las relaciones ilícitas; pero no ocurre cosa igual en las pequeñas ciudades, en los poblados y entre las clases burguesas y proletarias. Si el obrero ebrio consuetudinario y libertino, abandona a su mujer, ésta queda en la miseria y es más duro su infortunio. Su trabajo personal no le basta para subsistir y menos es capaz de subvenir a las necesidades de la prole; la mujer se ve en la urgencia de buscar un modesto empleo, y no puede atender al cuidado de los hijos; y no es justo privarla de un nuevo hogar, donde pueda educarlos, dándoles ejemplo de trabajo, haciéndole conocer la dulzura de los afectos paternales, si tuviese la fortuna de encontrar un hombre honesto que le ofrezca su nombre.
En la hipótesis contraria, si un buen obrero fuese abandonado por la esposa, resulta una impiedad condenarlo a la soledad y a la tristeza de su hogar abandonado. Tanto él como sus hijos, sentirán la nostalgia y la necesidad absoluta de la presencia femenina. Nada podrá llenar en el hogar el vacío que dejó la esposa infiel; no hay quien sustituya aquella mano diligente que cumplía solícita las delicadas tareas domésticas y prodigaba auxilios y consuelos, como una verdadera providencia. La miseria no le permitirá servirse de manos mercenarias y la necesidad lo llevará inevitablemente, a unirse a una concubina, a la que entregará su casa y sus hijos. No es posible sostener que es mejor la situación de los hijos de esta unión ilícita, que dentro de un segundo matrimonio legítimo. No hay norma que condene al cónyuge viudo, por el interés de los hijos, al celibato perpetuo.
Los padres se deben a su prole, pero no hasta el punto de aniquilar su personalidad y de hacer renuncia de su destino personal. El argumento no es, pues, definitivo, y está rebatido con fundamento por los partidarios del divorcio.5

¿Es el divorcio contrario al interés de los esposos?
Queda demostrado que el divorcio en cualquiera de sus formas, quoad vinculum, o quoad thorum et cohabitationem, reconoce un estado que de hecho existe, sancionando las consecuencias que se derivan de la desunión de los cónyuges. En uno u otro caso, cesan las obligaciones de los casados; pero la simple separación de cuerpos se empeña en mantener la ficción de la subsistencia del vínculo, cuyo efecto es la prohibición de las segundas nupcias. Ahora bien, no se debe condenar a ambos, al culpable y al inocente, a la víctima y al verdugo a la viudedad perpetua, contrariando la naturaleza. No debe ponérseles en la dura realidad de formar uniones clandestinas, que muchas veces ultrajan la santidad de otros matrimonios, y ante las cuales la sociedad permanece atónita, sin atreverse a condenarlas y sin poder absolverlas; no se debe fomentar esas uniones ilegítimas que voluntariamente estériles, o irregularmente fecundas, conspiran contra el aumento de la población, o multiplican en la sociedad el número de los hijos adulterinos.
No debemos dar por existente la ficción de la subsistencia del matrimonio, si ella envuelve en el mismo manto de infamia al inocente y al culpable. No debe permitirse que la adúltera contra quien se ha pronunciado el divorcio y que cae en la torpeza y el vicio, conserve el nombre del esposo que ha sumido en la deshonra; y que la mujer virtuosa que se separa del marido por su incontinencia pública o por una condena infamante, tenga que sobrellevar un nombre que se estime de deshonor y de ignominia. Ninguna conciencia moral y ningún sentimiento de verdadera religiosidad se satisfacen con este estéril sacrificio del cónyuge inocente a la par que la del culpable. Resulta además, irrisorio que el marido o la mujer causantes del divorcio pueda acusar de adulterio a su esposo inocente, por un hecho posterior a la separación, si obedeciendo a una inclinación natural busca consuelo a su desamparo en una unión ilegítima.
Estas son las consecuencias inevitables y humanamente posibles del divorcio incompleto; y no hay apasionamiento en calificarlo como un remedio deficiente, como una institución falta de sinceridad, cuyo fundamento es una ficción absurda, como si de lo falso pudiera derivarse otra cosa que no fuera el mal. El objeto del matrimonio es la vida común de los casados, y si esta se destruye, el matrimonio queda totalmente aniquilado. Los sexos se reúnen no solo para la procreación, sino para el auxilio recíproco y son el afecto y la comprensión los verdaderos vínculos que establecen la armonía y la felicidad entre los casados. Si el afecto, la comprensión, el respeto y el interés económico desaparecen, no hay vínculo posible.
La verdad y la lógica, la razón y la vida, más fuertes que todos los cánones y que todos los Concilios, proclaman el derecho de los cónyuges divorciados a disponer de su suerte, y el divorcio que les devuelve la libertad -que es de derecho natural- no puede atacar sus intereses.

¿Es el divorcio contrario al interés social?
Los impugnadores sostienen que el interés social se afecta por el divorcio de las siguientes maneras:

– 1º Al relajar los intereses domésticos, desmoraliza las costumbres;
– 2º Al dificultar las uniones conyugales -por el azar que rodea la estabilidad de los hogares- conspira contra el incremento de la población;
– 3º Facilita y multiplica la separación de los casados, entregando al arbitrio judicial, no siempre imparcial y probo, la disolución del vínculo conyugal, que afecta no solo el interés de los esposos sino el de los hijos y el de la sociedad; – 4º Hace imposible la reconciliación; y,
– 5º Produce trastornos económicos y desastrosos litigios por la disolución de la sociedad legal de gananciales.
Estos argumentos, no son sino la reproducción de los que se alegan refiriendo los efectos del divorcio al interés de los cónyuges, o al de los hijos. Su refutación queda ya hecha en los párrafos que preceden. El divorcio no relaja el vínculo conyugal, porque, como ya hemos comentado, la ley se limita a sancionar la ruptura del vínculo producida por los mismos cónyuges, y no hace sino remediar lo que no puede evitar. El relajamiento de las costumbres -fuente inmediata del adulterio- es el que hace necesario el divorcio; y no éste el que causa desmedro en la moral pública. Además, no siempre el divorcio es causado por la infracción de los deberes conyugales; se debe también a hechos fatales, como la condenación a una pena infamante o, el riesgo de transmisión de alguna enfermedad contagiosa; y en este caso es el interés social el que lo impone como necesario -basado en los principios de la eugenesia- para evitar la propagación de males físicos o morales, que dañan no solo al cónyuge sano e inocente, sino a la prole y a la salud del pueblo.
Si el divorcio destruyese los matrimonios, lo que no está probado, en cambio evita las uniones clandestinas y la multiplicación de los hijos adulterinos.
Los demás efectos que se señalan como inconvenientes del divorcio, son comunes a esta institución y a la separación de cuerpos, y si se reconoce que esta es necesaria, no puede condenarse el divorcio por las consecuencias que ni le son exclusivas, ni se evitan con suprimirlo.
En casi todos los países católicos, la Constitución declara la religión de Jesucristo como la creencia oficial del Estado; pero la fe más que en la conciencia del pueblo, existe en las pompas del culto. Si se exceptúan las familias conservadoras de las capitales, en las que predomina la influencia clerical, la masa de la población cumple por inercia, por simple hábito, los preceptos religiosos y los practica sin discernimiento, sin convicción y sin fe. Las naciones de ahora, no son tan obsecuentes con el credos dogmáticos, ni las espantan las instituciones laicas, ni se dejan sumir en el pavor por los anatemas de los pastores de la Iglesia; al contrario son como toda democracia, sociedades que llevan en su espíritu los dinamismos de la libertad, a las que les son necesarias las instituciones liberales.
El divorcio no es ahora, como en el siglo pasado, contrario al voto de los pueblos y es recibido con satisfacción. Lo demuestra el hecho de no haberse producido sino protestas aisladas y artificiosas a la promulgación de los nuevos ordenamientos civiles en todas las latitudes.

Bibliografía
1. REVISTA JURÍDICA DEL PERÚ: Ed. Julio Ayasta González. Lima. Año XXIX – Número I. Págs. 3-11
2. CRUZADO BALCÁZAR, Alejandro:
1978 Aspectos socio-jurídicos del divorcio. Ed. Cruzado Editores E.I.R.L. Chiclayo-Perú, págs. 15-24.
3. D’ AGUANO, José: Génesis y evolución del Derecho Civil. Madrid-España. Ed. La 1943 España Moderna, pág. 240.
La ley, dice el profesor D’Aguano, no puede suponer vivo, valiéndose de una ficción jurídica lo que ya no existe. El tiempo de las ficciones es ya pretérito.
4. Enciclopedia Jurídica OMEBA: Ed. Driskill S.A. Buenos Aires, Argentina,
1973 Tomo IX, págs. 25-139; in pássim.
5. LAURENT, Francisco: Principios de Derecho Civil. Ed. J. B. Gutiérrez. Puebla- 1912 México, pág. 86.
En definitiva, escribe Francisco Laurent, la separación de cuerpos no es sino un sacrificio en aras de una creencia religiosa. Respetamos esta creencia, porque no aceptamos con sincera fe, que la perpetuidad e indisolubilidad del vínculo conyugal,
son un voto de la naturaleza. Pero no admitimos que el legislador tenga el derecho de elevar una creencia religiosa a la categoría de una ley, es decir, imponer el dogma a todos los ciudadanos con la misma coerción con que sanciona las obligaciones jurídicas. La indisolubilidad del matrimonio es, en nuestro concepto, del fuero interno; y es por el progreso
de las costumbres que debe realizarse este ideal en cuanto sea posible que los hombres lleguen a la perfección.

Autor:
Dr. Alejandro Cruzado Balcázar
alejandrocruzado@yahoo.com.ar

Alejandro Cruzado Balcazar

Abogado, jurista, historiador y profesor universitario. Asesor legal de la Municipalidad de Chiclayo (1980), y del Instituto Nacional del Cultura de la misma ciudad (1988); Director Regional de los Registros Públicos de la Región Nor Oriental del Marañón (1993-1994). Miembro Lector del Archivo General de Indias de Sevilla, España (2004). Miembro correspondiente extranjero de la Academia Nacional de Historia del Ecuador (2006); de la "Inter-American Bar Association" de Washigton, E.E.U.U. (2008); de la "Union Internationale des Avocats" de París, Francia (2008); de Amnesty International, y de Human Right Watch International. Miembro de la Asociación Americana de Juristas (AAJ). Socio de la Academia Mundial de Literatura, Historia, Arte y Cultura (AMLHAC).

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