Rimas XL a XLIX [Gustavo Adolfo Bécquer]
XL
Su mano entre mis manos, sus ojos en mis ojos, la amorosa cabeza apoyada en mi hombro, ¡Dios sabe cuántas veces, con paso perezoso, hemos vagado juntos bajo los altos olmos que de su casa prestan misterio y sombra al pórtico! Y ayer… un año apenas, pasando como un soplo con qué exquisita gracia con qué admirable aplomo, me dijo al presentarnos un amigo oficioso: “Creo que alguna parte he visto a usted” ¡Ah, bobos que sois de los salones comadres de buen tono, y andáis por allí a caza de galantes embrollos. ¡Qué historia habéis perdido! ¡Qué manjar tan sabroso! para ser devorado “soto voce” en un corro, detrás de abanico de plumas de oro! ¡Discreta y casta luna, copudos y altos olmos, paredes de su casa, umbrales de su pórtico, callad, y que en secreto no salga con vosotros! Callad; que por mi parte lo he vivido todo: y ella…, ella…, ¡no hay máscara semejante a su rostro! XLI Tú eras el huracán y yo la alta torre que desafía su poder: ¡tenías que estrellarte o que abatirme! ¡No pudo ser! Tú eras el océano y yo la enhiesta roca que firme aguarda su vaivén: ¡tenías que romperte o que arrancarme! … ¡No pudo ser! Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados uno a arrollar, el otro a no ceder: la senda estrecha, inevitable el choque … ¡No pudo ser! XLII Cuando me lo contaron sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas, me apoyé contra el muro, y un instante la conciencia perdí de donde estaba. Cayó sobre mi espíritu la noche, en ira y en piedad se anegó el alma, ¡Y se me revelo por qué se llora, Y comprendí una vez por qué se mata! Pasó la nube de dolor…, con pena logré balbucear breves palabras… ¿Quién me dio la noticia?… Un fiel amigo ¡Me hacia un gran favor!… Le di las gracias. XLIII Dejé la luz a un lado, y en el borde de la revuelta cama me senté, Mudo, sombrío, la pupila inmóvil clavada en la pared. ¿Qué tiempo estuve así? No sé: al dejarme la embriaguez horrible de dolor, expiraba la luz y en mis balcones reía el sol. Ni sé tampoco en tan terribles horas en qué pensaba o que pasó por mí; solo recuerdo que lloré y maldije, y que en aquella noche envejecí. XLIV Como en un libro abierto leo de tus pupilas en el fondo; ¿a qué fingir el labio risas que se desmienten con los ojos? ¡Llora! No te avergüences de confesar que me quisiste un poco. ¡Llora! Nadie nos mira! Ya ves: soy un hombre… ¡y también lloro! XLV En la clave del arco ruinoso cuyas piedras el tiempo enrojeció, obra de un cincel rudo campeaba el gótico blasón. Penacho de su yelmo de granito, la yedra que colgaba en derredor daba sombra al escudo en que una mano tenía un corazón. A contemplarle en la desierta plaza nos paramos los dos: Y, “ése, me dijo, es el cabal emblema de mi constante amor”. ¡Ay!, y es verdad lo que me dijo entonces: Verdad que el corazón lo llevará en la mano…, en cualquier parte…. pero en el pecho, no. XLVI Tu aliento es el aliento de las flores, tu voz es de los cisnes la armonía; es tu mirada el esplendor del día, y el color de la rosa es tu color. Tú prestas nueva vida y esperanza a un corazón para el amor ya muerto: tú creces de mi vida en el desierto como crece en un páramo la flor. XLVII Yo me he asomado a las profundas simas de la tierra y del cielo y les he visto el fin con los ojos o con el pensamiento. Mas, ¡ay! de un corazón llegué al abismo, y me incliné por verlo, y mi alma y mis ojos se turbaron: ¡tan hondo era y tan negro! XLVIII Alguna vez la encuentro por el mundo y pasa junto a mí: y pasa sonriéndose y yo digo ¿Cómo puede reír? Luego asoma a mi labio otra sonrisa máscara del dolor, y entonces pienso: “¡Acaso ella se ríe, como me río yo!” XLIX ¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable, es altanera y vana y caprichosa: antes que el sentimiento de su alma brotará el agua de la estéril roca. Sé que en su corazón, nido de sierpes, no hay una fibra que al amor responda; que es una estatua inanimada…; pero… ¡es tan hermosa!