Rimas XC a XCVIII [Gustavo Adolfo Bécquer]
XC
Yo soy el rayo, la dulce brisa, lágrima ardiente, fresca sonrisa, flor peregrina, rama tronchada; yo soy quien vibra, flecha acerada. Hay en mi esencia, como en las flores de mil perfumes, suaves vapores, y su fragancia fascinadora, trastorna el alma de quien adora. Yo mis aromas doquier prodigo ya el más horrible dolor mitigo, y en grato, dulce, tierno delirio cambio el más duro, crüel martirio. ¡Ah!, yo encadeno los corazones, más son de flores los eslabones. Navego por los mares, voy por el viento alejo los pesares del pensamiento. yo, en dicha o pena, reparto a los mortales con faz serena. Poder terrible, que en mis antojos brota sonrisas o brota enojos; poder que abrasa un alma helada, si airado vibro flecha acerada. Doy las dulces sonrisas a las hermosas; coloro sus mejillas de nieve y rosas; humedezco sus labios, y sus miradas hago prometer dichas no imaginadas. Yo hago amable el reposo, grato, halagüeño, o alejo de los seres el dulce sueño, todo a mi poderío rinde homenaje; todo a mi corona dan vasallaje. Soy el amor, rey del mundo, niña tirana, ámame, y tú la reina serás mañana. XCI ¿No has sentido en la noche, cuando reina la sombra una voz apagada que canta y una inmensa tristeza que llora? ¿No sentiste en tu oído de virgen las silentes y trágicas notas que mis dedos de muerto arrancaban a la lira rota? ¿No sentiste una lágrima mía deslizarse en tu boca, ni sentiste mi mano de nieve estrechar a la tuya de rosa? ¿No viste entre sueños por el aire vagar una sombra, ni sintieron tus labios un beso que estalló misterioso en la alcoba? Pues yo juro por ti, vida mía, que te vi entre mis brazos, miedosa; que sentí tu aliento de jazmín y nardo y tu boca pegada a mi boca. XCII Apoyando mi frente calurosa en el frío cristal de la ventana, en el silencio de la oscura noche de su balcón mis ojos no apartaba. En medio de la sombra misteriosa su vidriera lucía iluminada, dejando que mi vista penetrase en el puro santuario de su estancia. Pálido como el mármol el semblante; la blonda cabellera destrenzada, acariciando sus sedosas ondas, sus hombros de alabastro y su garganta, mis ojos la veían, y mis ojos al verla tan hermosa, se turbaban. Mirábase al espejo; dulcemente sonreía a su bella imagen lánguida, y sus mudas lisonjas al espejo con un beso dulcísimo pagaba… Mas la luz se apagó; la visión pura desvanecióse como sombra vana, y dormido quedé, dándome celos el cristal que su boca acariciara. XCIII Si copia tu frente del río cercano la pura corriente y miras tu rostro del amor encendido, soy yo, que me escondo del agua en el fondo y, loco de amores, a amar te convido; soy yo, que, en tu pecho buscada morada, envío a tus ojos mi ardiente mirada, mi blanca divina… y el fuego que siento la faz te ilumina. Si en medio del valle en tardo se trueca tu amor animado, vacila tu planta, se pliega tu talle… soy yo, dueño amado, que, en no vistos lazos de amor anhelante, te estrecho en mis brazos; soy yo quien te teje la alfombra florida que vuelve a tu cuerpo la fuerza de la vida; soy yo, que te sigo en alas del viento soñando contigo. Si estando en tu lecho escuchas acaso celeste armonía que llena de goces tu cándido pecho, soy yo, vida mía…; soy yo, que levanto al cielo tranquilo mi férvido canto; soy yo, que, los aires cruzando ligero por un ignorado, movible sendero, ansioso de calma, sediento de amores, penetro en tu alma. XCIV ¡Quién fuera luna, quién fuera brisa, quién fuera sol! ………………………… ¡Quién del crepúsculo fuera la hora, quién el instante de tu oración! ¡Quién fuera parte de la plegaria que solitaria mandas a Dios! ¡Quién fuera luna quién fuera brisa, quién fuera sol! … XCV Yo me acogí, como perdido nauta, a una mujer, para pedirle amor, y fue su amor cansancio a mis sentidos, hielo a mi corazón. Y quedé, de mi vida en la carrera, que un mundo de esperanza ayer pobló, como queda un viandante en el desierto: ¡A solas con Dios! XCVI Para encontrar tu rostro miraba al cielo que no es bien que tu imagen se halle en el suelo; si de allí vino, el buscaba su origen no es desvarío. XCVII Esas quejas del piano a intervalos desprendidas, sirenas adormecidas que evoca tu blanca mano, no esparcen al aire en vano el melancólico son; pues de la oculta mansión en que mi pasión se esconde, a cada nota responde un eco del corazón. XCVIII Nave que surca los mares, y que empuja el vendaval, y que acaricia la espuma, de los hombres es la vida; su puerto, la eternidad.