Rimas LXX a LXXIX [Gustavo Adolfo Bécquer]

LXX
¡Cuántas veces al pie de las musgosas
paredes que la guardan,
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!
¡Cuántas veces trazo mi silueta
 la luna plateada,
junto a la del ciprés que de su huerto
se asoma por las tapias!
Cuando en sombras la iglesia se envolvía,
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
      vi el fulgor de la lámpara!
Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
el paso aceleraba.
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
          era yo el alma.
A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.
Los búhos, que espantados me seguían
        con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.
A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
creo que me saludaban!
LXXI
No dormía; vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
la vigilia del sueño.
Las ideas que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
con un compás más lento.
De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
pero otra luz el mundo de visiones
alumbraba por dentro.
En este punto resonó en mi oído
un rumor semejante al que en el templo
vaga confuso al terminar los fieles
con un amén sus rezos.
Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamo a lo lejos,
y sentí olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.
…………………………………
Pasó la noche, y del olvido en brazos
caí, cual piedra, en su profundo seno.
No obstante al despertar exclamé:
“¡Alguno que yo quería ha muerto!”
LXXII
Primera voz
Las ondas tienen vaga armonía,
Las violetas suave olor,
brumas de plata la noche fría,
luz y oro el día;
yo algo mejor:
¡yo tengo Amor!
Segunda voz
Aura de aplausos, nube rabiosa,
ola de envidia que besa el pie.
isla de sueños donde reposa
      el alma ansiosa.
¡dulce embriaguez
la Gloria es!
Tercera voz
Ascua encendida es el tesoro,
sombra que huye la vanidad,
todo es mentira: la gloria, el oro.
Lo que yo adoro
sólo es verdad:
¡la Libertad!
Así los barqueros pasaban cantando
la eterna canción,
y al golpe del remo saltaba la espuma
y heríala el sol.
“¿Te embarcas?”, gritaban, y yo sonriendo
les dije al pasar:
“ha tiempo lo hice, por cierto que aun tengo
la ropa en la playa tendida a secar.
LXXXIII
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
 la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día
y a su albor primero
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
“¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
“¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila,
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo;
allí la acostaron,
tapiáronla luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
    se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
“¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”
En las largas noches
       del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan los huesos…!
……………………………
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
      a dejar tan tristes,
tan solos los muertos.
LXXIV
Las ropas desceñidas,
desnudas las espadas,
en el dintel de oro de la puerta
dos ángeles velaban.
Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas en el fondo
la vi confusa y blanca.
La vi como la imagen
que en un ensueño pasa,
como un rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.
Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
¡como atrae un abismo, aquel misterio
hacía si me arrastraba!
Mas, ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas:
“¡El umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa!”
LXXV
¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos,
de la cárcel que habita huye el espíritu
en vuelo presuroso?
¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
de la brisa nocturna al tenue soplo,
alado sube a la región vacía
a encontrarse con otros?
¿Y allí desnudo de la humana forma,
allí los lazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
el mundo silencioso?
¿Y ríe y llora y aborrece y ama
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?
¡Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros:
lo que sé es que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco!
LXXVI
En la imponente nave
 del templo bizantino,
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.
Las manos sobre el pecho,
y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna del cincel prodigio.
Del cuerpo abandonado
al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera
se plegaba su lecho de granito.
De la sonrisa última
el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.
Del cabezal de piedra
sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.
No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra
y que en sueños veía el paraíso.
Me acerqué de la nave
al ángulo sombrío,
con el callado paso que se llega
junto a la cuna donde duerme un niño.
La contemplé un momento
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío.
   En el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos…
………………………………………..
Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez me acuerdo con envidia
de aquel rincón oscuro y escondido.
De aquella muda y pálida
mujer me acuerdo y digo:
“¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!”
LXXVII
Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
Cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo…
¡Ojalá fuera un sueño
   muy largo y muy profundo,
un sueño que durara hasta la muerte!…
Yo soñaría con mi amor y el tuyo.
LXXVIII
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
LXXIX
Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.
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