V
I. -Tal es, pues, la clase de ciudad y de constitución que yo califico de buena y recta y tal la clase de hombre; ahora bien, si éste es bueno, serán malos y viciosos los demás tipos de organización política o de disposición del carácter de las almas individuales, pudiendo esta su maldad revestir cuatro formas distintas.
-¿Cuáles son esas formas? -preguntó.
Y yo iba a enumerarlas una por una, según el orden en que me parecían nacer unas de otras, cuando Polemarco, que estaba sentado algo lejos de Adimanto, extendió el brazo, y cogiéndole de la parte superior del manto, por junto al hombro, lo atrajo a sí e, inclinado hacia él, le dijo al oído unas palabras de las que no pudimos entender más que lo siguiente: -¿Lo dejamos entonces o qué hacemos?
-De ningún modo -respondió Adimanto hablando ya en voz alta.
Entonces yo: -¿Qué es eso -pregunté- que no vais a dejar vosotros?
-A ti -contestó.
-Pero ¿por qué razón? -pregunté.
-Nos parece -contestó- que flaqueas e intentas sustraer y no tratar todo un aspecto y no el menos importante, de la cuestión: crees, por lo visto, que no advertimos cuán a la ligera lo has tocado, diciendo, en lo relativo a mujeres e hijos, que nadie ignora cómo las cosas de los amigos han de ser comunes
-¿Y no estoy en lo cierto, Adimanto? -dije.
-Sí -respondió-. Pero esa certidumbre necesita también, como lo demás, de alguna aclaración que nos muestre en qué consiste tal comunidad. Pues ésta puede ser de muchas maneras. No pases por alto, pues, aquella a la cual tú te refieres; porque, en lo que a nosotros respecta, hace ya tiempo que venimos esperando y pensando que ibas a decir algo sobre cómo será la procreación de descendientes, la educación de éstos una vez nacidos y, en una palabra, esa comunidad de mujeres e hijos que dices. Consideramos, en efecto, que es grande, mejor dicho, capital la importancia de que en una sociedad vaya esto bien o mal. Por eso, viendo que pasas a otro tipo de constitución sin haber definido suficientemente este punto, hemos decidido, como acabas de oír, no dejarte mientras no hayas tratado todo esto del mismo modo que lo demás.
-Pues bien -dijo Glaucón-, consideradme también a mí como votante de ese acuerdo.
-No lo dudes -dijo Trasímaco-; ten entendido, Sócrates, que esta nuestra decisión es unánime.
II. -¡Qué acción la vuestra -exclamé- al echaros de ese modo sobre mí! ¡Qué discusión volvéis a promover, como en un principio, acerca de la ciudad! Yo estaba tan contento por haber salido ya de este punto y me alegraba de que lo hubieseis dejado pasar aceptando mis palabras de entonces; y ahora queréis volver a él sin saber qué enjambre de cuestiones levantáis con ello. Yo sí que lo preveía y por eso lo di de lado entonces, para que no nos diera tanto quehacer.
-¿Pues qué? -dijo Trasímaco-. ¿Crees que éstos han venido aquí a fundir oro o a escuchar una discusión ?
-Sí -asentí-, una discusión mesurada.
-Pero para las personas sensatas -dijo Glaucón-, no hay, Sócrates, otra medida que limite la audición de tales debates sino la vida entera . No te preocupes, pues, por nosotros; y en cuanto a ti, en modo alguno desistas de decir lo que te parece sobre las preguntas que te hacemos: explica qué clase de comunidad se establecerá entre nuestros guardianes , por lo que toca a sus mujeres e hijos, y cómo se criará a éstos mientras sean aún pequeños, en el período intermedio entre el nacimiento y el comienzo de la educación , durante el cual parece ser más penosa que nunca su crianza. Intenta, pues, mostrarnos de qué manera es preciso que ésta se desarrolle.
-No es tan fácil, bendito Glaucón -dije-, el exponerlo, pues ha de provocar muchas más dudas todavía que lo discutido antes. Porque o no se considerará tal vez realizable lo expuesto, o bien, aun admitiéndolo como perfectamente, viable, se dudará de su bondad. Por lo cual me da cierto reparo tocar estas cosas, no sea, mi querido amigo, que parezca cuanto digo una aspiración quimérica.
-Nada temas -dijo-. Pues no son ignorantes, incrédulos ni malévolos quienes te van a escuchar.
Entonces pregunté yo: -¿Acaso hablas así, mi buen amigo, porque quieres animarme?
-Sí por cierto -asintió.
-Pues bien -repliqué-, consigues todo lo contrario. Porque, si tuviera yo fe en la certeza de lo que digo, estarían bien tus palabras de estímulo. Pues puede sentirse seguro y confiado quien habla, conociendo la verdad acerca de los temas más grandes y queridos, ante un auditorio amistoso e inteligente; ahora bien, quien diserta sobre algo acerca de lo cual duda e investiga todavía, ése se halla en posición peligrosa y resbaladiza, como lo es ahora la mía, no porque recele provocar vuestras risas -eso sería ciertamente pueril-, sino porque temo que, no acertando con la verdad, no sólo venga yo a dar en tierra, sino arrastre tras de mí a mis amigos y eso en las cuestiones en que más cuidadosamente hay que evitar un mal paso. Y suplico a Adrastea , ¡oh, Glaucón!, que me perdone por lo que voy a decir: considero menos grave matar involuntariamente a una persona que engañarla en lo relativo a la nobleza, bondad y justicia de las instituciones.
Si ha de exponerse uno a este peligro, es mejor hacerlo entre enemigos que entre amigos; de modo que no haces bien en animarme .
Entonces se echó a reír Glaucón y dijo: -Pues bien, Sócrates, si algún daño nos causan tus palabras, desde ahora te absolvemos, como en caso de homicidio, y te declaramos limpio de engaño con respecto a nosotros. Habla, pues, sin miedo.
-Realmente -dije-, el absuelto queda en casos tales limpio según la ley. Es natural, por tanto, que ocurra aquí lo mismo que allí .
-Buena razón -dijo- para que hables.
-Es necesario, pues -comencé-, que volvamos ahora atrás para decir lo que tal vez debíamos haber dicho antes, en su lugar correspondiente; aunque, después de todo, quizá no resulte tampoco improcedente que, una vez terminada por completo la representación masculina, comience, sobre todo ya que tanto insistes, la femenina.
III. Para hombres configurados por naturaleza y educación como hemos descrito no hay, creo yo, otras rectas normas de posesión y trato de sus hijos y mujeres que el seguir por el camino en que los colocamos desde un principio. Ahora bien, en nuestra ficción emprendimos, según creo, el constituir a los hombres en algo así como guardianes de un rebaño.
-Sí.
-Pues bien, sigamos del mismo modo: démosles generación y crianza semejantes y examinemos si nos conviene o no.
-¿Cómo? -preguntó.
-Del modo siguiente. ¿Creemos que las hembras de los perros guardianes deben vigilar igual que los machos y cazar junto con ellos y hacer todo lo demás en común o han de quedarse en casa, incapacitadas por los partos y crianzas de los cachorros, mientras los otros trabajara y tienen todo el cuidado de los rebaños ?
-Harán todo, en común -dijo-; sólo que tratamos a las unas como a más débiles y a los otros como a más fuertes.
-¿Y es posible -dije yo- emplear a un animal en las mismas tareas si no le das también la misma crianza y educación?
-No es posible.
-Por tanto, si empleamos a las mujeres en las mismas tareas que a los hombres, menester será darles también las mismas enseñanzas.
-Sí.
-Ahora bien, a aquéllos les fueron asignadas la música y la gimnástica.
-Sí.
-Por consiguiente, también a las mujeres habrá que introducirlas en ambas artes, e igualmente en lo relativo a la guerra; y será preciso tratarlas de la misma manera.
-Así resulta de lo que dices -replicó.
-Pero quizá mucho de lo que ahora se expone -dije- parecería ridículo, por insólito, si llegara a hacerse como decimos.
-Efectivamente -dijo.
-¿Y qué es lo más risible que ves en ello? -pregunté yo-. ¿No será, evidentemente, el espectáculo de las mujeres ejercitándose desnudas en las palestras junto con los hombres, y no sólo las jóvenes, sino también hasta las ancianas , como esos viejos que, aunque estén arrugados y su aspecto no sea agradable, gustan de hacer ejercicio en los gimnasios?
-¡Sí, por Zeus! -exclamó-. Parecería ridículo, al menos en nuestros tiempos.
-Pues bien -dije-, una vez que nos hemos puesto a hablar, no debemos retroceder ante las chanzas de los graciosos por muchas y grandes cosas que digan de semejante innovación aplicada a la gimnástica, a la música y no menos al manejo de las armas y la monta de caballos.
-Tienes razón -dijo.
-Al contrario, ya que hemos comenzado a hablar, hay que marchar en derechura hacia lo más escarpado de nuestras normas, y rogar a ésos que, dejando su oficio, se pongan serios y recordarles que no hace mucho tiempo les parecía a los griegos vergonzoso y ridículo lo que ahora se lo parece a la mayoría de los bárbaros, el dejarse ver desnudos los hombres, y que, cuando comenzaron los cretenses a usar de los gimnasios y les siguieron los lacedemonios ,los guasones de entonces tuvieron en todo esto materia para sus sátiras. ¿No crees?
-Sí por cierto.
-Pero cuando la experiencia, me imagino yo, les demostró que era mejor desnudarse que cubrir todas esas partes, entonces lo ridículo que veían los ojos se disipó ante lo que la razón designaba como más conveniente; y esto demostró que es necio quien considera risible otra cosa que el mal o quien se dedica a hacer reír contemplando otro cualquier espectáculo que no sea el de la estupidez y la maldad o el que, en cambio, propone a sus actividades serias otro objetivo distinto del bien .
-Absolutamente cierto -dijo.
IV -¿No será, pues, esto lo primero que habremos de decidir con respecto a tales cosas, si son factibles o no, y no concederemos controversia a quien, en broma o en serio, quiera discutir si las hembras humanas son capaces por naturaleza de compartir todas las tareas del sexo masculino o ni una sola de ellas, o si pueden realizar unas sí y otras no, y a cuál de estas dos clases pertenecen las ocupaciones militares citadas?
¿Acaso no es éste el mejor comienzo, partiendo del cual es natural que lleguemos al más feliz término?
-Desde luego -dijo.
-¿Quieres, pues -pregunté-, que discutamos con nosotros mismos en nombre de esos otros para que la parte contraria no se halle sin defensores ante nuestro ataque?
-Nada hay que lo impida -dijo.
-Digamos, pues, en su nombre: «Sócrates y Glaucón, ninguna falta hace que vengan otros a contradeciros. Pues fuisteis vosotros mismos quienes, cuando empezabais a establecerla ciudad que habéis fundado, convinisteis en la necesidad de que cada cual ejerciera, como suyo propio, un solo oficio, el que su naturaleza le dictara».
-Lo reconocimos, creo yo; ¿cómo no?
-«¿Y puede negarse que la naturaleza de la mujer difiere enormemente de la del hombre?»
-¿Cómo negar que difiere?
-«¿No serán, pues, también distintas las labores, conformes a la naturaleza de cada sexo, que se debe prescribir a uno y otro?»
-¿Cómo no?
-«Entonces, ¿no erráis ahora y caéis en contradicción con vosotros mismos al afirmar, en contrario, la necesidad de que hombres y mujeres hagan lo mismo, yeso teniendo naturalezas sumamente dispares?» ¿Tienes algo que oponer a esto, mi inteligente amigo?
-Así, de momento -respondió -, no es muy fácil. Pero te suplicaré, te suplico ya mismo, que des también voz a nuestra argumentación cualquiera que ésta sea.
-He aquí, Glaucón -dije-, una dificultad que, con otras muchas semejantes, preveía yo hace tiempo; de ahí mi temor y el no atreverme a tocar las normas sobre la manera de adquirir y tener mujeres e hijos.
-No, ¡por Zeus! -dijo-, no parece cosa fácil.
-No lo es -dije-. Pero ocurre que una persona no se echa menos a nadar si ha caído en el centro del más grande piélago que si en una pequeña piscina .
-En efecto.
-Pues bien, también nosotros tenemos que nadar e intentar salir con bien de la discusión esperando que tal vez nos recoja un delfín o sobrevenga cualquier otra salvación milagrosa.
-Así parece -dijo.
-¡Ea, pues! -exclamé-. A ver si por alguna parte encontramos la salida. Convinimos, por lo visto, en que cada naturaleza debe dedicarse a un trabajo distinto y en que las de hombres y mujeres son diferentes, y, sin embargo, ahora decimos que estas naturalezas distintas han de tener las mismas ocupaciones. ¿Es eso lo que nos reprocháis ?
-Exactamente.
-¡Cuán grande es, oh, Glaucón -dije-, el poder del arte de la contradicción!
-¿Por qué?
-Porque -seguí- me parecen ser muchos los que, aun contra su voluntad, van a dar en ella creyendo que lo que hacen no es contender, sino discutir; porque no son capaces de considerar las cuestiones estableciendo distinciones en ellas, sino que se atienen únicamente a las palabras en su búsqueda de argumentos contra lo expuesto, y así es pendencia, no discusión común la que entablan.
-En efecto -dijo-, a muchos les ocurre así. Pero ¿es ello aplicable a nosotros en este momento?
-Completamente -dije-. En efecto, nos vemos en peligro de caer inconscientemente en la contradicción.
-¿Cómo?
-Porque nos atenemos sólo a las palabras para sostener denodadamente y por vía de disputa que las naturalezas que no son las mismas no deben dedicarse a las mismas ocupaciones y no consideramos en modo alguno de qué clase era y a qué afectaba la diversidad o identidad de naturalezas que definíamos al atribuir ocupaciones diferentes a naturalezas diferentes y las mismas ocupaciones a las mismas naturalezas.
-En efecto -dijo-, no lo tuvimos en cuenta.
-Pues bien -dije-, podemos, según parece, preguntarnos a nosotros mismos si los calvos y los peludos tienen la misma u opuesta naturaleza y, una vez que convengamos en que es opuesta, prohibir, si los calvos son zapateros, que lo sean los peludos, y si lo son los peludos, que lo sean los otros.
-Ridículo sería ciertamente -dijo.
-¿Y será acaso ridículo por otra razón -dije- sino porque entonces no considerábamos de manera absoluta la identidad y diversidad de naturalezas, sino que únicamente poníamos atención en aquella especie de diversidad y similitud que atañía a las ocupaciones en sí? Queríamos decir, por ejemplo, que un hombre y otro hombre de almas dotadas para la medicina tienen la misma naturaleza. ¿No crees?
-Sí por cierto.
-¿Y el médico y el carpintero tienen naturalezas distintas?
-En absoluto.
V -Por consiguiente -dije-, del mismo modo, si los sexos de los hombres y de las mujeres se nos muestran sobresalientes en relación con su aptitud para algún arte u otra ocupación, reconoceremos que es necesario asignar a cada cual las suyas. Pero si aparece que solamente difieren en que las mujeres paren y los hombres engendran, en modo alguno admitiremos como cosa demostrada que la mujer difiera del hombre en relación con aquello de que hablábamos; antes bien, seguiremos pensando que es necesario que nuestros guardianes y sus mujeres se dediquen a las mismas ocupaciones.
-Y con razón -dijo.
-Pues bien, ¿no rogaremos después al contradictor que nos enseñe en relación con cuál de las artes o menesteres propios de la organización cívica no son iguales, sino diferentes las naturalezas de mujeres y hombres?
-Justo es hacerlo.
-Pues bien, quizá respondería algún otro, como tú decías hace poco , que no es fácil dar respuesta satisfactoria de improviso, pero no es nada difícil hacerlo después de alguna reflexión.
-Sí, lo diría.
-¿Quieres, pues, que a quien de tal modo nos contradiga le invitemos a seguir nuestro razonamiento por si acaso le demostramos que no existe ninguna ocupación relacionada con la administración de la ciudad que sea peculiar de la mujer?
-Desde luego:
-«¡Ea, pues -le diremos-, responde! ¿No decías acaso que hay quien está bien dotado con respecto a algo y hay quien no lo está, en cuanto aquél aprende las cosas fácilmente y éste con dificultad? ¿Y que al uno le bastan unas ligeras enseñanzas para ser capaz de descubrir mucho más de lo que ha aprendido, mientras el otro no puede ni retener lo que aprendió en largos tiempos de estudio y ejercicio? ¿Y que en el primero las fuerzas corporales sirven eficazmente a la inteligencia, mientras en el segundo constituyen un obstáculo? ¿Son tal vez otro o éstos los caracteres por los cuales distinguías al que está bien dotado para cada labor y al que no?»
-Nadie -dijo- afirmará que sean otros.
-¿Y conoces algún oficio ejercido por seres humanos en el cual no aventaje en todos esos aspectos el sexo de los hombres al de las mujeres? ¿O vamos a extendernos hablando de la tejeduría y del cuidado de los pasteles y guisos, menesteres para los cuales parece valer algo el sexo femenino y en los que la derrota de éste sería cosa ridícula cual ninguna otra ?
-Tienes razón -dijo-; el un sexo es ampliamente aventajado por el otro en todos o casi todos los aspectos . Cierto que hay muchas mujeres que superan a muchos hombres en muchas cosas; pero en general ocurre como tú dices.
-Por tanto, querido amigo, no existe en el regimiento de la ciudad ninguna ocupación que sea propia de la mujer como tal mujer ni del varón como tal varón, sino que las dotes naturales están diseminadas indistintamente en unos y otros seres, de modo que la mujer tiene acceso por su naturaleza a todas las labores y el hombre también a todas; únicamente que la mujer es en todo más débil que el varón.
-Exactamente.
-¿Habremos, pues, de imponer todas las obligaciones a los varones y ninguna a las mujeres?
-¿Cómo hemos de hacerlo?
-Pero diremos, creo yo, que existen mujeres dotadas para la medicina y otras que no lo están; mujeres músicas y otras negadas por naturaleza para la música.
-¿Cómo no?
-¿Y no las hay acaso aptas para la gimnástica y la guerra y otras no belicosas ni aficionadas a la gimnástica?
-Así lo creo.
-¿Y qué? ¿Amantes y enemigas de la sabiduría? ¿Y unas fogosas y otras carentes de fogosidad?
-También las hay.
-Por tanto, existen también la mujer apta para ser guardiana y la que no lo es. ¿O no son ésas las cualidades por las que elegimos a los varones guardianes ?
-Ésas, efectivamente.
-Así, pues, la mujer y el hombre tienen las mismas naturalezas en cuanto toca a la vigilancia de la ciudad, sólo que la de aquélla es más débil y la de éste más fuerte.
-Así parece.
VI. -Precisa, pues, que sean mujeres de esa clase las elegidas para cohabitar con los hombres de la misma clase y compartir la guarda con ellos, ya que son capaces de hacerlo y su naturaleza es afín a la de ellos.
-Desde luego.
-¿Y no es preciso atribuir los mismos cometidos a las mismas naturalezas?
-Los mismos.
-Henos, pues, tras un rodeo, en nuestra posición primera: convenimos en que no es antinatural asignar la música y la gimnástica a las mujeres de los guardianes.
-Absolutamente cierto.
-Vemos, pues, que no legislábamos en forma irrealizable ni quimérica puesto que la ley que instituimos está de acuerdo con la naturaleza.
Más bien es el sistema contrario, que hoy se practica, el que, según parece, resulta oponerse a ella.
-Así parece.
-Ahora bien, ¿no habíamos de examinar si lo que decíamos era factible y si era lo mejor?
-Sí.
-¿Estamos de acuerdo en que es factible?
-Sí.
-¿Y ahora nos falta dejar sentado que es lo mejor?
-Claro.
-Pues bien; en cuanto a la formación de mujeres guardianas, ¿no habrá una educación que forme a nuestros hombres y otra distinta para las mujeres, sobre todo puesto que es la misma la naturaleza sobre la que una y otra actúan?
-No serán distintas.
-Ahora bien, ¿cuál es tu opinión sobre lo siguiente?
-¿Sobre qué?
-Sobre tu creencia de que hay unos hombres mejores y otros peores. ¿O los consideras a todos iguales?
-En modo alguno.
-Pues bien, ¿crees que, en la ciudad que hemos fundado, hemos hecho mejores a los guardianes, que han recibido la educación antes descrita, o a los zapateros, educados en el arte zapateril?
-¡Qué ridiculez preguntas! -exclamó.
-Comprendo -respondí-. ¿Y qué? ¿No son éstos los mejores de todos los ciudadanos?
-Con mucho.
-¿Y qué? ¿No serán estas mujeres las mejores de entre las de su sexo?
-También lo serán con mucho -dijo.
-¿Y existe cosa más ventajosa para una ciudad que el que haya en ella mujeres y hombres dotados de toda la excelencia posible?
-No la hay.
-¿Y esto lo lograrán la música y la gimnástica actuando del modo que nosotros describimos?
-¿Cómo no?
-De modo que no sólo era viable la institución que establecimos, sino también la mejor para la ciudad.
-Así es.
-Deberán, pues, desnudarse las mujeres de los guardianes (porque, en vez de vestidos se cubrirán con su virtud ) y tomarán parte tanto en la guerra como en las demás tareas de vigilancia pública sin dedicarse a ninguna otra cosa; sólo que las más llevaderas de estas labores serán asignadas más bien a las mujeres que a los hombres a causa de la debilidad de su sexo. En cuanto al hombre que se ría de las mujeres desnudas que se ejercitan con los más nobles fines, ése «recoge verde el fruto » de la risa y no sabe, según parece, ni de qué se ríe ni lo que hace; pues con toda razón se dice y se dirá siempre que lo útil es hermoso y lo nocivo es feo.
-Ciertamente.
VII. -¿Podemos, pues, afirmar que ésta es, por así decirlo, la primera oleada que al hablar de la posición legal de las mujeres hemos sorteado, puesto que no sólo no hemos sido totalmente engullidos por ella cuando establecíamos que todos los empleos han de ser ejercidos en común por nuestros guardianes y guardianas, sino que la misma argumentación ha llegado en cierto modo a convenir consigo misma en que cuanto sostiene es tan hacedero como ventajoso?
-Efectivamente -dijo-, no era pequeña la ola de que has escapado.
-Pues no la tendrás por tan grande -dije- cuando veas la que viene tras ella.
-Habla, pues; véala yo -dijo.
-De éstas -comencé- y de las demás cosas antes dichas se sigue, en mi opinión, esta ley.
-¿Cuál?
-Esas mujeres serán todas comunes para todos esos hombres y ninguna cohabitará privadamente con ninguno de ellos; y los hijos serán asimismo comunes y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre .
-Eso -dijo- provocará mucha más incredulidad todavía que lo otro en cuanto a su viabilidad y excelencia.
-No creo -repliqué- que se dude de su utilidad ni de que sería el mayor de los bienes la comunidad de mujeres e hijos siempre que ésta fuera posible; lo que sí dará lugar, creo yo, a muchísimas discusiones, es el problema de si es realizable o no.
-Más bien serán ambos problemas -dijo- los que provoquen con razón muchos reparos.
-He aquí, según dices -respondí-, una coalición de argumentos. ¡Y yo que esperaba escapar por lo menos del uno de ellos, si tú convenías en que ello era beneficioso, y así sólo me quedaba el de si resultaría hacedero o no!
-Pues no pasó inadvertida tu escapatoria -dijo-; tendrás que dar cuenta de los dos.
-Menester será -dije- sufrir mi castigo. Pero sólo te pido el siguiente favor: déjame que me obsequie con un festín como los que las personas de mente perezosa suelen ofrecerse a sí mismos cuando pasean solas. En efecto, esta clase de gentes no esperan a saber de qué manera se realizará tal o cual cosa de las que desean, sino que, dejando esa cuestión, para ahorrarse el trabajo de pensar en si ello será realizable o no, dan por sentado que tienen lo que desean y se divierten disponiendo lo demás y enumerando lo que harán cuando se realice, con lo cual hacen aún más indolente el alma que ya de por sí lo era. He aquí, pues, que también yo flojeo y deseo aplazar para más tarde la cuestión de cómo ello es factible; por ahora, dando por supuesto que lo es, examinaré, si me lo permites, el cómo lo regularán los gobernantes cuando se realice y mostraré que no habría cosa más beneficiosa para la ciudad y los guardianes que esta práctica. Eso es lo que ante todo intentaré investigar juntamente contigo; y luego lo otro, si consientes en ello.
-Sí que consiento -dijo-; ve, pues, investigando.
-Pues bien; creo yo -dije- que, si son los gobernantes dignos de ese nombre, e igualmente sus auxiliares, estarán dispuestos los unos a hacer lo que se les mande y los otros a ordenar obedeciendo también ellos a las leyes o bien siguiendo el espíritu de ellas en cuantos aspectos les confiemos.
-Es natural -dijo.
-Entonces, tú, su legislador -dije-, elegirás las mujeres del mismo modo que elegiste los varones y les entregarás aquellas cuya naturaleza se asemeje lo más posible a la de ellos. Y, como tendrán casas comunes y harán sus comidas en común, sin que nadie pueda poseer en particular nada semejante, y estarán juntos y se mezclarán unos con otros tanto en los gimnasios como en los demás actos de su vida, una necesidad innata les impulsará, me figuro yo, a unirse los unos con los otros. ¿O no crees en esa necesidad de que hablo?
-No será una necesidad geométrica -dijo-, pero sí erótica, de aquellas que tal vez sean más pungentes que las geométricas y más capaces de seducir y arrastrar «grandes multitudes ».
VIII. -En efecto -dije-. Mas sigamos adelante, Glaucón; en una ciudad de gentes felices no sería decoroso, ni lo permitirían los gobernantes, que se unieran promiscuamente los unos con los otros o hicieran cualquier cosa semejante .
-No estaría bien -dijo.
-Es evidente, pues, que luego habremos de instituir matrimonios todo lo santos que podamos. Y serán más santos cuanto más beneficiosos.
-Muy cierto.
-Mas, ¿cómo producirán los mayores beneficios? Dime una cosa, Glaucón: veo que en tu casa hay perros cazadores y gran cantidad de aves de raza. ¿Acaso, por Zeus, no prestas atención a los apareamientos y crías de estos animales?
-¿Cómo? -preguntó.
-En primer lugar, ¿no hay entre ellos, aunque todos sean de buena raza, algunos que son o resultan mejores que los demás?
-Los hay.
-¿Y tú te procuras crías de todos indistintamente o te preocupas de que, en lo posible, nazcan de los mejores?
-De los mejores.
-¿Y qué? ¿De los más jóvenes o de los más viejos o de los que están en la flor de la edad?
-De los que están en la flor.
-Y, si no nacen en estas condiciones, ¿crees que degenerarán mucho las razas de tus aves y canes?
-Sí que lo creo -dijo.
-¿Y qué opinas -seguí- de los caballos y demás animales? ¿Ocurrirá algo distinto?
-Sería absurdo que ocurriera -dijo.
-¡Ay, querido amigo! -exclamé-. ¡Qué gran necesidad vamos a tener de excelsos gobernantes si también sucede lo mismo en la raza de los hombres!
-¡Pues claro que sucede! -dijo-. ¿Pero por qué?
-Porque serán muchas -dije- las drogas que por fuerza habrán de usar. Cuando el cuerpo no necesita de remedios, sino que se presta a someterse a un régimen, consideramos, creo yo, que puede bastar incluso un médico mediano. Pero, cuando hay que recurrir también a las drogas, sabemos que hace falta un médico de más empuje. .
-Es verdad. ¿Pero a qué refieres eso?
-A lo siguiente -dije-: de la mentira y el engaño es posible que hayan de usar muchas veces nuestros gobernantes por el bien de sus gobernados. Y decíamos , según creo, que era en calidad de medicina como todas esas cosas resultaban útiles.
-Muy razonable -dijo.
-Pues bien, en lo relativo al matrimonio y la generación parece que eso tan razonable resultará no poco importante.
-¿Por qué?
-De lo convenido se desprende -dije- la necesidad de que los mejores cohabiten con las mejores tantas veces como sea posible y los peores con las peores al contrario; y, si se quiere que el rebaño sea lo más excelente posible, habrá que criar la prole de los primeros, pero no la de los segundos. Todo esto ha de ocurrir sin que nadie lo sepa, excepto los gobernantes, si se desea también que el rebaño de los guardianes permanezca lo más apartado posible de toda discordia.
-Muy bien -dijo.
-Será, pues, preciso instituir fiestas en las cuales unamos a las novias y novios y hacer sacrificios, y que nuestros poetas compongan himnos adecuados a las bodas que se celebren. En cuanto al número de los matrimonios, lo dejaremos al arbitrio de los gobernantes, que, teniendo en cuenta las guerras, epidemias y todos los accidentes similares, harán lo que puedan por mantener constante el número de los ciudadanos de modo que nuestra ciudad crezca o mengüe lo menos posible .
-Muy bien -dijo.
-Será, pues, necesario, creo yo, inventar un ingenioso sistema de sorteo, de modo que, en cada apareamiento, aquellos seres inferiores tengan que acusar a su mala suerte, pero no a los gobernantes .
-En efecto -dijo.
IX. -Y a aquellos de los jóvenes que se distingan en la guerra o en otra cosa, habrá que darles, supongo, entre otras recompensas y premios, el de una mayor libertad para yacer con las mujeres; lo cual será a la vez un buen pretexto para que de esta clase de hombres nazca la mayor cantidad posible de hijos.
-Bien.
-Y así, encargándose de los niños que vayan naciendo los organismos nombrados a este fin, que pueden componerse de hombres o de mujeres o de gentes de ambos sexos, pues también los cargos serán accesibles, digo yo, tanto a las mujeres como a los hombres ….
-Sí.
-Pues bien, tomarán, creo yo, a los hijos de los mejores y los llevarán a la inclusa, poniéndolos al cuidado de unas ayas que vivirán aparte, en cierto barrio de la ciudad, en cuanto a los de los seres inferiores -e igualmente si alguno de los otros nace lisiado-, los esconderán, como es debido, en un lugar secreto y oculto .
-Si se quiere -dijo- que la raza de los guardianes se mantenga pura…
-¿Y no serán también ellos quienes se ocupen de la crianza; llevarán a la inclusa a aquellas madres que tengan los pechos henchidos, pero procurando por todos los medios que ninguna conozca a su hijo; proporcionarán otras mujeres que tengan leche, en el caso de que ellas no puedan hacerlo; se preocuparán de que las madres sólo amamanten durante un tiempo prudencial y, en cuanto a las noches en vela y demás fatigas, ésas las encomendarán a las nodrizas y ayas?
-¡Qué descansada maternidad -exclamó- tendrán, según tú, las mujeres de los guardianes!
-Así debe ser -dije-. Mas sigamos examinando lo que nos propusimos. Afirmamos la necesidad de que los hijos nazcan de padres que estén en la flor de la edad.
-Cierto.
-¿Estás, pues, de acuerdo en que el tiempo propio de dicha edad son unos veinte años en la mujer y unos treinta en el hombre?
-¿Qué años son ésos? -preguntó.
-Que la mujer -dije yo- dé hijos a la ciudad a partir de los veinte hasta los cuarenta años. Y en cuanto al hombre, una vez que haya pasado «de la máxima fogosidad en la carrera », que desde entonces engendre para la ciudad hasta los cincuenta y cinco años.
-En efecto -dijo-, ésa es la época de apogeo del cuerpo y de la mente en unos y otros .
-Así, pues, si alguno mayor de estas edades o menor de ellas se inmiscuye en las procreaciones públicas, consideraremos su falta como una impiedad y una iniquidad, pues el niño engendrado por el tal para la ciudad nacerá, si su concepción pasa inadvertida, no bajo los auspicios de los sacrificios y plegarias -con las que, en cada fiesta matrimonial, impetrarán las sacerdotisas y sacerdotes y la ciudad entera que de padres buenos vayan naciendo hijos cada vez mejores y de ciudadanos útiles otros cada vez más útiles-, sino en la clandestinidad y como obra de una monstruosa incontinencia.
-Tienes razón -dijo.
-Y la ley será la misma -dije- en el caso de que alguien de los que todavía procrean toque a alguna de las mujeres casaderas sin que los aparee un gobernante. Pues declararemos como bastardo, ilegítimo y sacrílego al hijo que dé a la ciudad.
-Muy justo -dijo.
-Ahora bien, cuando las hembras y varones hayan pasado de la edad de procrear habrá que dejarles, supongo yo, que cohabiten libremente con quien quieran, excepto un hombre con su hija o su madre o las hijas de sus hijas o las ascendientes de su madre, o bien una mujer con su hijo o su padre o los descendientes de aquél o los ascendientes de éste; y ello sólo después de haberles advertido que pongan sumo cuidado en que no vea siquiera la luz ni un solo feto de los que puedan ser concebidos, y que, si no pueden impedir que alguno nazca, dispongan de él en la inteligencia de que un hijo así no recibirá crianza.
-Está muy bien lo que dices -respondió-. ¿Pero cómo se conocerán unos a otros los padres e hijos y los demás parientes de que ahora hablabas?
-De ningún modo -dije-, sino que cada uno llamará a todos los varones e hijas a todas las hembras de aquellos niños que hayan nacido en el décimo mes, o bien en el séptimo, a partir del día en que él se haya casado; y ellos le llamarán a él padre. E igualmente llamará nietos a los descendientes de estos niños, por los cuales serán a su vez llamados abuelos y abuelas; y los nacidos en la época en que sus padres y madres engendraban se llamarán mutuamente hermanos y hermanas. De modo que, como decía hace un momento, no se tocarán los unos a los otros; pero, en cuanto a los hermanos y hermanas, la ley permitirá que cohabiten si así lo determina el sorteo y lo ordena también la pitonisa.
-Muy bien -dijo.
X. -He aquí, ¡oh, Glaucón!, cómo será la comunidad de mujeres e hijos entre los guardianes de tu ciudad. Pero que esta comunidad esté de acuerdo con el resto de la constitución y sea el mejor con mucho de los sistemas, eso es lo que ahora es preciso que la argumentación nos confirme. ¿O de qué otro modo haremos?
-Como dices, por Zeus -asintió.
-Pues bien, ¿no será el primer paso para un acuerdo el preguntarnos a nosotros mismos qué es lo que podemos citar como el mayor bien para la organización de una ciudad, el cual debe proponerse como objetivo el legislador al dictar sus leyes, y cuál es el mayor mal, y luego investigar si lo que acabamos de detallar se nos adapta a las huellas del bien y resulta en desacuerdo con las del mal?
-Nada mejor -dijo.
-¿Tenemos, pues, mal mayor para una ciudad que aquello que la disgregue y haga de ella muchas en vez de una sola? ¿O bien mayor que aquello que la agrupe y aúne?
-No lo tenemos.
-Ahora bien, lo que une, ¿no es la comunidad de alegrías y penas, cuando el mayor número posible de ciudadanos goce y se aflija de manera parecida ante los mismos hechos felices o desgraciados?
-Desde luego -dijo.
-¿Y lo que desune no es la particularización de estos sentimientos, cuando los unos acojan con suma tristeza y los otros con suma alegría las mismas cosas ocurridas a la ciudad o a los que están en ella?
-¿Cómo no?
-¿Acaso no sucede algo así cuando los ciudadanos no pronuncian al unísono las palabras como «mío» y «no mío» y otras similares con respecto a lo ajeno?
-Absolutamente cierto.
-La ciudad en que haya más personas que digan del mismo modo y con respecto a lo mismo las palabras «mío» y «no mío», ¿ésa será la que tenga mejor gobierno?
-Con mucho.
-¿Y también la que se parezca lo más posible a un solo hombre? Cuando, por ejemplo, recibe un golpe un dedo de alguno de nosotros, toda la comunidad corporal que, mirando hacia el alma, se organiza en la unidad del elemento rector de ésta, toda ella siente y toda ella sufre a un tiempo y en su totalidad al sufrir una de sus partes; y así decimos que el hombre tiene dolor en un dedo. ¿Se puede decir lo mismo acerca de cualquier otra parte de las del hombre, de su dolor cuando sufre un miembro y su placer cuando deja de sufrir ?
-Lo mismo -dijo-. Mas, volviendo aloque preguntas, la ciudad mejor regida es la que vive del modo más parecido posible a un ser semejante.
-Supongo, pues, que, cuando a uno solo de los ciudadanos le suceda cualquier cosa buena o mala, una tal ciudad reconocerá en gran manera como parte suya a aquel a quien le sucede y compartirá toda ella su alegría o su pena.
-Es forzoso -dijo-, al menos si está bien regida.
XI. -Hora es ya -dije- de que volvamos a nuestra ciudad y examinemos si las conclusiones de la discusión se aplican a ella más que a ninguna o si hay alguna otra a que se apliquen mejor.
-Así hay que hacerlo -dijo.
-¿Pues qué? ¿Existen también gobernantes y pueblo en las demás ciudades como los hay en ésta?
-Existen.
-Y el nombre de conciudadanos ¿se lo darán todos ellos los unos a los otros?
-¿Cómo no?
-Pero, además de llamarlos conciudadanos, ¿cómo llama el pueblo de las demás a los gobernantes?
-En la mayor parte de ellas, señores, y en las regidas democráticamente se les da ese mismo nombre, el de gobernantes.
-¿Y el pueblo de nuestra ciudad? Además de llamarles conciudadanos, ¿qué dirá que son los gobernantes?
-Salvadores y protectores -dijo.
-¿Y cómo llamarán ellos a los del pueblo?
-Pagadores de salario y sustentadores.
-¿Cómo llaman a los del pueblo los gobernantes de otras?
-Siervos -dijo.
-¿Y unos gobernantes a otros?
-Colegas de gobierno -dijo.
-¿Y los nuestros?
-Compañeros de guarda.
-¿Puedes decirme, acerca de los gobernantes de otras ciudades, si hay quien pueda hablar de tal de sus colegas como de un amigo y de tal otro como de un extraño?
-Los hay, y muchos.
-¿Y así al amigo le considera y cita como a alguien que es suyo y al extraño como a quien no lo es?
-Sí.
-¿Y tus guardianes? ¿Habrá entre ellos quien pueda considerar o hablar de alguno de sus compañeros de guarda como de un extraño?
-De ninguna manera -dijo-. Porque, cualquiera que sea aquél con quien se encuentre, habrá de considerar que se encuentra con su hermano o hermana o con su padre o madre o con su hijo o hija o bien con los descendientes o ascendientes de éstos .
-Muy bien hablas -dije-; pero dime ahora también esto otro; ¿te limitarás, acaso, a prescribirles el uso de los nombres de parentesco o bien les impondrás que actúen en todo de acuerdo con ellos, cumpliendo, con relación a sus padres, cuanto ordena la ley acerca del respeto y cuidado a ellos debido y de la necesidad de que uno sea esclavo de sus progenitores sin que en otro caso les espere ningún beneficio por parte de dioses ni hombres, porque no sería piadoso ni justo su comportamiento si obraran de manera distinta a lo ordenado? ¿Serán tales o distintas las máximas que todos los ciudadanos deben hacer que resuenen constantemente y desde muy pronto en los oídos de los niños, máximas relativas al trato con aquellos que les sean presentados como padres u otros parientes?
-Tales -dijo-. Sería, en efecto, ridículo que se limitaran a pronunciar de boca los nombres de parentesco sin comportarse de acuerdo con ellos.
-Esta será, pues, la ciudad en que más al unísono se repita, ante las venturas o desdichas de uno solo, aquella frase de que hace poco hablábamos, la de «mis cosas van bien» o «mis cosas van mal».
-Gran verdad -dijo.
-¿Y a este modo de pensar y de hablar no dijimos que le seguía la comunidad de goces y penas?
-Con razón lo dijimos.
-¿Y no participarían nuestros ciudadanos, más que los de ninguna otra parte, de algo común a lo que llamará cada cual «lo mío»? Y al participar así de ello; ¿no tendrán una máxima comunidad de penas y alegrías?
-Muy cierto.
-¿Y no será la causa de ello, además de nuestra restante organización, la comunidad de mujeres e hijos entre los guardianes?
-Desde luego que sí -dijo.
XII. -Por otra parte, hemos reconocido que éste es el supremo bien de la ciudad al comparar a ésta, cuando está bien constituida, con un cuerpo que participa del placer y del dolor de uno de sus miembros.
-Y con razón lo reconocimos -dijo.
-Así, pues, la comunidad de hijos y de mujeres en los auxiliares se nos aparece como motivo del mayor bien en la ciudad.
-Bien de cierto -dijo.
-Y también quedamos conformes en los otros asertos que precedieron a éstos: decíamos, en efecto, que tales hombres no debían tener casa ni tierra ni posesión alguna propia, sino que, tomando de los demás su sustento como pago de su vigilancia, tienen que hacer sus gastos en común si han de ser verdaderos guardianes.
-Es razonable -observó.
-Por tanto, como voy diciendo, lo antes prescrito y lo enunciado ahora, ¿no los perfeccionará más todavía como verdaderos guardianes, y no tendrá por efecto que no desgarren la ciudad, como lo harían llamando «mío» no a la misma cosa, sino cada cual a una distinta, arramblando el uno para su casa y el otro para la suya, que no es la misma, con lo que pueda conseguir sin contar con los demás, dando nombres de mujeres e hijos cada uno a personas diferentes y procurándose en su independencia placeres y dolores propios, sino que, con un mismo pensar sobre los asuntos domésticos, dirigidos todos a un mismo fin, tendrán, hasta donde sea posible, los mismos placeres y dolores?
-Enteramente -dijo.
-¿Y qué más? ¿No podrían darse por desaparecidos entre ellos los procesos y acusaciones mutuas , por no poseer cosa alguna propia, sino el cuerpo, y ser todo lo demás común, de donde resulta que no ha de haber entre ellos ninguna de aquellas reyertas que los hombres tienen por la posesión de las riquezas, por los hijos o por los allegados?
-Por fuerza -dijo- han de estar libres de ellas.
-Y, asimismo, tampoco habrá razón para que existan entre ellos procesos por violencias ni ultrajes; porque, si hemos de imponerles la obligación de guardar su cuerpo, tenemos que afirmar que será bueno y justo que se defiendan de los de su misma edad .
-Exactamente -dijo.
-Y también -añadí- es razonable esta regla: si alguien se encoleriza con otro, una vez que satisfaga en él su cólera no tendrá que promover mayores disensiones.
-Bien seguro.
-Y se ordenará que el más anciano mande y corrija a todos los más jóvenes.
-Es claro.
-Y, como es natural, el más joven, a menos que los gobernantes se lo manden, no intentará golpear al más anciano ni infligirle ninguna otra violencia, ni creo que lo ultrajará tampoco en modo alguno, pues hay dos guardianes bastantes a detenerle, el temor y el respeto: el respeto, que les impedirá tocarlos, como si fueran sus progenitores, y el miedo de que los demás les socorran en su aflicción, los unos como hijos, los otros como hermanos, los otros como padres .
-Así ocurre, en efecto -dijo.
-¿De ese modo, estos hombres guardarán entre sí una paz completa basada en las leyes?
-Paz grande, de cierto.
-Suprimidas, pues, las reyertas recíprocas, no habrá miedo de que el resto de la ciudad se aparte sediciosamente de ellos o se divida contra sí misma.
-No, de ningún modo.
-Y, por estar fuera de lugar, dejo de decir aquellos males menudos de que se verían libres, pues no tendrán en su pobreza que adular a los ricos; no sentirán los apuros y pesadumbres que suelen traer la educación de los hijos y la necesidad de conseguir dinero para el indispensable sustento de los domésticos, ya pidiendo prestado, ya negando la deuda, ya buscando de donde sea recursos para entregarlos a mujeres o siervos y confiarles la administración; y, en fin, todas las cosas amigo, que hay que pasar en ello y que son manifiestas, lamentables e indignas de ser referidas .
XIII. -Claro es eso hasta para un ciego -dijo.
-De todo ello se verán libres y llevarán una vida más dichosa que la misma felicísima que llevan los vencedores de Olimpia .
-¿Cómo?
-Porque aquéllos tienen una parte de felicidad menor de la que a éstos se alcanza: la victoria de éstos es más hermosa y el sustento que les da el pueblo, más completo. Su victoria es la salvación del pueblo entero y obtienen por corona, tanto ellos como sus hijos, todo el sustento que su vida necesita: reciben en vida galardones de su propia patria y al morir se les da condigna sepultura.
-Todo eso es bien hermoso -dijo.
-¿Y no recuerdas -pregunté- que en nuestra anterior discusión nos salió no sé quién con la objeción de que no hacíamos felices a los guardianes, puesto que, siéndoles posible tener todos los bienes de los ciudadanos, no tenían nada ? ¿Y que contestamos entonces que, si se presentaba la ocasión, examinaríamos el asunto, pero de momento nos contentábamos con hacer a los guardianes verdaderos guardianes y a la ciudad lo más feliz posible sin tratar de hacer dichoso a un linaje determinado de ella con la vista puesta exclusivamente en él?
-Me acuerdo-dijo.
-¿Y qué? Puesto que la vida de esos auxiliares se nos muestra mucho más hermosa y mejor que la de los vencedores olímpicos, ¿habrá riesgo de que se nos aparezca al nivel de la de los zapateros u otros artesanos o de la de los labriegos?
-No me parece -replicó.
-Y además debo repetir aquí lo que allá dije, que, si tratase el guardián de conseguir su felicidad de modo que dejara de ser guardián y no le bastase esta vida moderada, segura y mejor que ninguna otra, según nosotros creemos, sino, viniéndole a las mientes una opinión insensata y pueril acerca de la felicidad, se lanzase a adueñarse, en virtud de su poder, de cuanto hay en la ciudad, vendría a conocer la real sabiduría de Hesíodo cuando dijo que la mitad es en ciertos casos más que el todo .
-De seguir mi consejo -dijo- permanecería en aquella primera manera de vivir.
-¿Convienes, pues -dije-, en la comunidad que, según decíamos, han de tener las mujeres con los hombres en lo relativo a la educación de los hijos y a la custodia de los otros ciudadanos y concedes que aquéllas, ya permaneciendo en la ciudad, ya yendo a la guerra, deben participar de su vigilancia y cazar con ellos, como lo hacen los perros; han de tener completa comunidad en todo hasta donde sea posible y, obrando así, acertarán y no transgredirán la norma natural de la hembra en relación con el varón por la que ha de ser todo común entre uno y otra?
-Convengo en ello -dijo.
XIV -Así, pues -dije-, ¿lo que nos queda por examinar no es si esta comunidad es posible en los hombres, como en los otros animales, y hasta dónde lo sea?
-Te has adelantado a decir lo mismo de que iba yo a hablarte -dijo.
-En lo que toca a la guerra -observé- creo que está claro el modo en que han de hacerla.
-¿Cómo? -preguntó.
-Han de combatir en común y han de llevar asimismo a la guerra a todos los hijos que tengan crecidos, para que, como los de los demás artesanos, vean el trabajo que tienen que hacer cuando lleguen a la madurez; además de ver, han de servir y ayudar en todas las cosas de la guerra obedeciendo a sus padres y a sus madres. ¿No te das cuenta, en lo que toca a los oficios, de cómo los hijos de los alfareros están observando y ayudando durante largo tiempo antes de dedicarse a la alfarería ?
-Bien de cierto.
-¿Y han de poner más empeño estos alfareros en educar a sus hijos que los guardianes a los suyos con la práctica y observación de lo que a su arte conviene?
-Sería ridículo -dijo.
-Por lo demás, todo ser vivo combate mejor cuando están presentes aquellos a quienes engendró.
-Desde luego; pero no es pequeño, ¡oh, Sócrates!, el peligro de que los que caigan, como suele suceder en la guerra, además de llevar a sí mismos y a sus hijos a la muerte, dejen a su ciudad en la imposibilidad de reponerse.
-Verdad dices -repuse-; pero ¿juzgas, en primer lugar, que se ha de proveer a no correr nunca peligro alguno?
-De ningún modo.
-¿Y qué? Si alguna vez se ha de correr peligro, ¿no será cuando con el éxito se salga mejorado?
-Claro está.
-¿Y te parece que es ventaja pequeña y desproporcionada al peligro el que vean las cosas de la guerra los niños que al llegar a hombres han de ser guerreros?
-No; antes bien, va mucho en ello conforme a lo que dices.
-Se ha de procurar, pues, hacer a los niños testigos de la guerra, pero también tratar de que tengan seguridad en ella y con esto todo irá bien ¿no es así?
-Sí.
-¿Y no han de ser sus padres -dije- expertos en cuanto cabe humanamente y conocedores de las campañas que ofrecen riesgo y las que no?
-Es natural -dijo.
-Y así los llevarán a estas últimas y los apartarán de las primeras.
-Exacto.
-Y colocarán al frente de ellos como jefes -dije- no a gentes ineptas, sino a capitanes aptos por su experiencia y edad y propios para la dirección de los niños .
-Así procede.
-Pero se dirá que también ocurren muchas cosas contra lo que se ha previsto .
-Bien seguro.
-Por ello, amigo, hay que dar alas a los niños desde su primera infancia a fin de que, cuando sea preciso, se retiren en vuelo.
-¿Cómo lo entiendes? -preguntó.
-Han de cabalgar desde su primera edad -dije- y, una vez enseñados, han de ser conducidos a caballo a presenciar la guerra no ya en corceles fogosos y guerreros, sino en los más rápidos y dóciles que se puedan hallar. Esta es la mejor y más segura manera de que observen el trabajo que les atañe; y, si hace falta, se pondrán a salvo siguiendo a sus jefes de mayor edad.
-Entiendo -dijo- que tienes razón.
-¿Y qué se ha de decir -pregunté- de lo atañente a la guerra misma? ¿Cómo crees que se han de conducir los soldados entre sí y con sus enemigos? ¿Te parece bien mi opinión o no?
-Dime -replicó- cuál es ella.
-Aquel de entre ellos -dije- que abandone las filas o tire el escudo o haga cualquier otra cosa semejante, ¿no ha de ser convertido por su cobardía en artesano o labrador?
-Sin duda ninguna.
-Y el que caiga prisionero con vida en poder de los enemigos, ¿no ha de ser dejado como galardón a los que le han cogido para que hagan lo que quieran de su presa ?
-Enteramente.
-Y aquel que se señale e ilustre por su valor, ¿te parece que primeramente debe ser coronado en la misma campaña por cada uno de los jóvenes y niños, sus camaradas de guerra? ¿O no?
-Sí, me parece.
-¿Y qué más? ¿Ser saludado por ellos?
-También.
-Pues esto otro que voy a decir -seguí- me parece que no vas a aprobarlo .
-¿Qué es ello?
-Que bese a cada uno de sus compañeros y sea a su vez besado por ellos.
-Lo apruebo más que ninguna otra cosa -dijo-. Y quiero agregar a la prescripción que, mientras estén en esa campaña, ninguno a quien él quiera besar pueda rehusarlo, a fin de que, si por caso está enamorado de alguien, sea hombre o mujer, sienta más ardor en llevarse el galardón del valor.
-Perfectamente -observé-; y ya hemos dicho que el valiente tendrá a su disposición mayor número de bodas que los otros y se le elegirá con más frecuencia que a los demás para ellas a fin de que alcance la más numerosa descendencia.
-Así lo dijimos, en efecto -repuso.
XV -También en opinión de Homero es justo tributara estos jóvenes valerosos otra clase de honores; pues cuenta cómo a Ayante, que se había señalado en la guerra, «le honraron con un lomo enorme» en consideración a ser este premio a propósito para un guerrero joven y esforzado, que con él, además de recibir honra, aumentaba su robustez.
-Exacto -dijo.
-Seguiremos, pues, en esto a Homero -dije-; y así, en los sacrificios y en todas las ocasiones semejantes honraremos a los valientes, a medida que muestren ser tales, con himnos y estas otras cosas que ahora decimos y además «con asientos de honor y con carnes y copas repletas», a fin de honrar y robustecer al mismo tiempo a las personas de pro sean hombres o mujeres.
-Muy bien dicho -asintió.
-Bien; y a aquel que perezca gloriosamente entre los que mueren en la guerra, ¿no le declararemos primeramente del linaje de oro ?
-Por encima de todo.
-¿Y no creeremos a Hesíodo en aquello de que cuando mueren los de este linajese hacen demones terrestres, benéficos, santos que a los hombres de voces bien articuladas custodien ?
-Lo creeremos de cierto.
-¿Preguntaremos, pues, a la divinidad cómo se ha de enterrar y con qué distinción a estos hombres demónicos y divinos; y, como ella nos diga, así los enterraremos?
-¿Qué otra cosa cabe?
-¿Y en todo el tiempo posterior veneraremos y reverenciaremos sus sepulcros como tumbas de tales demones? ¿Y las mismas cosas dispondremos para cuantos en vida hubieran sido tenidos por señaladamente valerosos y hubiesen muerto de vejez o de otro modo cualquiera ?
-Es justo -afirmó.
-¿Y qué más? Con respecto a los enemigos, ¿cómo se comportarán nuestros soldados?
-¿En qué cosa?
-Lo primero, en lo que toca a hacer esclavos, ¿parece justo que las ciudades de Grecia hagan esclavos a los griegos o más bien deben imponerse en lo posible aun a las otras ciudades para que respeten la raza griega evitando así su propia esclavitud bajo los bárbaros?
-En absoluto -dijo-; importa mucho que la respeten.
-¿Y, por tanto, que no adquiramos nosotros ningún esclavo griego y que en el mismo sentido aconsejemos a los otros helenos?
-En un todo -repuso-; de ese modo se volverán más bien contra los bárbaros y dejarán en paz a los propios.
-¿Y qué más? ¿Es decoroso -dije yo- despojar, después de la victoria, a los muertos de otra cosa que no sean sus armas? ¿No sirve ello de ocasión a los cobardes para no marchar contra el enemigo, como si al quedar agachados sobre un cadáver estuvieran haciendo algo indispensable, y no han perecido muchos ejércitos con motivo de semejante depredación?
-Bien cierto.
-¿No ha de parecer villano y sórdido el despojo de un cadáver y propio asimismo de un ánimo enteco y mujeril el considerar como enemigo el cuerpo de un muerto cuando ya ha volado de él la enemistad y sólo ha quedado el instrumento con que luchaba? ¿Crees, acaso, que éstos hacen otra cosa que lo que los perros que se enfurecen contra las piedras que les lanzan sin tocar al que las arroja?
-Ni más ni menos -dijo.
-¿Hay, pues, que acabar con la depredación de los muertos y con la oposición a que se les entierre?
-Hay que acabar, por Zeus -contestó.
XVI. -Ni tampoco, creo yo, hemos de llevar a los templos las armas para erigirlas allí , y mucho menos las de los griegos, si es que nos importa algo la benevolencia para con el resto de Grecia; más bien temeremos que el llevar allá tales despojos de nuestros allegados sea contaminar el templo, si ya no es que el dios dice otra cosa.
-Exacto -dijo.
-¿Y qué diremos de la devastación de la tierra helénica y del incendio de sus casas? ¿Qué harán tus soldados en relación con sus enemigos?
-Oiría con gusto -dijo- tu opinión sobre ello.
-A mí me parece -dije- que no deben hacer ninguna de aquellas dos cosas, sino sólo quitarles y tomar para sí la cosecha del año. ¿Quieres que te diga la razón de ello?
-Bien de cierto.
-Creo que a los dos nombres de guerra y sedición corresponden dos realidades en las discordias que se dan en dos terrenos distintos: lo uno se da en lo doméstico y allegado; lo otro, en lo ajeno y extraño. La enemistad en lo doméstico es llamada sedición; en lo ajeno, guerra.
-No hay nada descaminado en lo que dices -respondió.
-Mira también si es acertado esto otro que voy a decir: afirmo que la raza griega es allegada y pariente para consigo misma, pero ajena y extraña en relación con el mundo bárbaro.
-Bien dicho -observó.
-Sostendremos, pues, que los griegos han de combatir con los bárbaros y los bárbaros con los griegos y que son enemigos por naturaleza unos de otros y que esta enemistad ha de llamarse guerra; pero, cuando los griegos hacen otro tanto con los griegos, diremos que siguen todos siendo amigos por naturaleza, que con ello la Grecia enferma y se divide y que esta enemistad ha de ser llamada sedición.
-Convengo contigo -dijo-; mi opinión es igual a la tuya.
Considera ahora -dije-, en la sedición tal como la hemos reconocido en común, cuando ocurre lo dicho y la ciudad se divide y los unos talan los campos y queman las casas de los otros, cuán dañina aparece esta sedición y cuán poco amantes de su ciudad ambos bandos -pues de otra manera no se lanzarían a desgarrar así a su madre y criadora-, mientras que debía ser bastante para los vencedores el privar de sus frutos a los vencidos en la idea de que se han de reconciliar y no han de guerrear eternamente.
-Esa manera de pensar -dijo- es mucho mas propia de hombres civilizados que la otra.
-¿Y qué? -dije-. La ciudad que tú has de fundar, ¿no será una ciudad griega ?
-Tiene que serlo -dijo.
-¿Sus ciudadanos no serán buenos y civilizados?
-Bien de cierto.
-¿Y amantes de Grecia? ¿No tendrán a ésta por cosa propia y no participarán en los mismos ritos religiosos que los otros griegos?
-Bien seguro, igualmente.
-Y así ¿no considerarán como sedición su discordia con otros griegos, sin llamarla guerra?
-No la llamarán, en efecto.
-¿Y no se portarán como personas que han de reconciliarse?
-Bien seguro.
-Los traerán, pues, benévolamente a razón sin castigarlos con la esclavitud ni con la muerte, siendo para ellos verdaderos correctores y no enemigos.
-Así lo harán -dijo.
-De ese modo, por ser griegos, no talarán la Grecia ni incendiarán sus casas ni admitirán que en cada ciudad sean todos enemigos suyos, lo mismo hombres que mujeres que niños; sino que sólo hay unos pocos enemigos, los autores de la discordia. Y por todo ello ni querrán talar su tierra, pensando que la mayoría son amigos, ni quemar sus moradas; antes bien, sólo llevarán la reyerta hasta el punto en que los culpables sean obligados a pagar la pena por fuerza del dolor de los inocentes.
-Reconozco -dijo- que así deberían portarse nuestros ciudadanos con sus adversarios; con los bárbaros, en cambio, como ahora se portan los griegos unos con otros.
-¿Impondremos, pues, a los guardianes la norma de no talar la tierra ni quemar las casas?
-Se la impondremos -dijo- y entenderemos que es acertada, lo mismo que las anteriores.
XVII. -Pero me parece, ¡oh, Sócrates!, que, si se te deja hablar de tales cosas, no te vas a acordar de aquello a que diste de lado para tratar de ellas: la cuestión de si es posible que exista un tal régimen político y hasta dónde lo es. Porque admito que, si existiera, esa ciudad tendría toda clase de bienes; y los que tú te dejas atrás, yo he de enumerarlos. Lucharían mejor que nadie contra los enemigos, puesto que, reconociéndose y llamándose mutuamente hermanos, padres e hijos, no se abandonarían en modo alguno los unos a los otros; además, si las mujeres combatiesen también, ya en la misma línea, ya en la retaguardia, para inspirar temor a los enemigos y por si en un momento se precisase su socorro, aseguro que con todo ello serían invencibles; y veo asimismo las muchas ventajas que tendrían en la vida de paz y que han sido pasadas por alto. Piensa, pues, que te concedo que se darían todas esas ventajas y otras mil si llegara a existir ese régimen y no hables más acerca de ello; antes bien, tratemos de persuadirnos de que es posible que exista y en qué modo y dejemos lo demás.
-Has hecho -dije- como una repentina incursión en mi razonamiento, sin indulgencia alguna para mis divagaciones, y quizá no te das cuenta de que, cuando apenas he escapado de tus dos primeras oleadas, echas sobre mí la tercera, la más grande y difícil de vencer; pero después que lo veas y oigas comprenderás la razón con que me retraía y temía emprender y tratar de decidir problema tan desconcertante.
-Cuantas más excusas des -dijo-, más te estrecharemos a que expliques cómo puede llegar a existir el régimen de que tratamos. Habla, pues, y no pierdas el tiempo.
-Siendo así -repliqué-, es preciso que recordemos primero que llegamos a esa cuestión investigando qué cosa fuese la justicia y qué la injusticia.
-Es preciso -dijo-; mas ¿qué sacamos de eso?
-Nada; pero, en caso de que descubramos cómo es la justicia, ¿pretenderemos que el hombre justo no ha de diferenciarse en nada de ella, sino que ha de ser en todo tal como ella misma? ¿O nos contentaremos con que se le acerque lo más posible y participe de ella en grado superior a los demás?
-Con eso último nos contentaremos -replicó.
-Por tanto -dije-, era sólo en razón de modelo por lo que investigábamos lo que era en sí la justicia , y lo mismo lo que era el hombre perfectamente justo, si llegaba a existir, e igualmente la injusticia y el hombre totalmente injusto; todo a fin de que, mirándolos a ellos y viendo cómo se nos mostraban en el aspecto de su dicha o infelicidad, nos sintiéramos forzados a reconocer respecto de nosotros mismos que aquel que más se parezca a ellos ha de tener también la suerte más parecida a la suya; pero no con el propósito de mostrar que era posible la existencia de tales hombres.
-Verdad es lo que dices -observó.
-¿Y piensas, acaso, que es de menos mérito el pintor porque, pintando a un hombre de la mayor hermosura y trasladándole todo con la mayor perfección a su cuadro, no pueda demostrar que exista semejante hombre?
-No, por Zeus -contestó.
-¿Y qué? ¿No diremos que también nosotros fabricábamos en nuestra conversación un modelo de buena ciudad?
-Bien seguro.
-¿Crees, pues, que nuestro discurso pierde algo en caso de no poder demostrar que es posible establecer una ciudad tal como habíamos dicho?
-No por cierto -repuso.
-Esa es, pues, la verdad -dije-; y si, para darte gusto, hay que emprender la demostración de cómo y en qué manera sería posible tal ciudad, tienes que quedar de acuerdo conmigo en los mismos puntos.
-¿Cuáles son ellos?
-¿Crees que se pueda llevar algo a la práctica tal como se anuncia o, por el contrario, es cosa natural que la realización se acerque a la verdad menos queúa palabra aunque a alguien parezca lo contrario ? ¿Tú, por tu parte, estás de acuerdo en ello o no?
-Estoy de acuerdo -dijo.
-Así, pues, no me fuerces a que te muestre la necesidad de que las cosas ocurran del mismo modo exactamente que las tratamos en nuestro discurso; pero, si somos capaces de descubrir el modo de constituir una ciudad que se acerque máximamente a lo que queda dicho, confiesa que es posible la realización de aquello que pretendías. ¿O acaso no te vas a contentar con conseguir esto? Yo, por mi parte, ya me daría por satisfecho.
-Pues yo también -observó.
XVIII. -Después de esto parece bien que intentemos investigar y poner de manifiesto qué es lo que ahora se hace mal en las ciudades, por lo cual no son regidas en la manera dicha, y qué sería lo que, reducido lo más posible, habría que cambiar para que aquélla entrase en el régimen descrito: de preferencia, una sola cosa; si no, dos y, en todo caso, las menos en número y las de menor entidad.
-Conforme en todo -dijo.
-Creo -proseguí- que, cambiando una sola cosa, podríamos mostrar que cambiaría todo; no es ella pequeña ni fácil, pero sí posible.
-¿Cuál es? -preguntó.
-Voy -contesté- al encuentro de aquello que comparábamos a la ola más gigantesca. No callaré, sin embargo, aunque, como ola que estallara en risa, me sumerja en el ridículo y el desprecio. Atiende a lo que voy a decir.
-Habla -dijo.
-A menos -proseguí- que los filósofos reinen en las ciudades o cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía, vengan a coincidir una cosa y otra, la filosofía y el poder político, y sean detenidos por la fuerza los muchos caracteres que se encaminan separadamente a una de las dos, no hay, amigo Glaucón, tregua para los males de las ciudades, ni tampoco, según creo, para los del género humano ; ni hay que pensar en que antes de ello se produzca en la medida posible ni vea la luz del sol la ciudad que hemos trazado de palabra. Y he aquí lo que desde hace rato me infundía miedo decirlo: que veía iba a expresar algo extremadamente paradójico porque es difícil ver que ninguna otra ciudad sino la nuestra puede realizar la felicidad ni en lo público ni en lo privado.
-¡Oh, Sócrates! -exclamó-. ¡Qué razonamiento, qué palabras acabas de emitir! Hazte cuenta de que se va a echar sobre ti con todas sus fuerzas una multitud de hombres no despreciables por cierto en plan de tirar sus mantos y coger cada cual, así desembarazados, la primera arma que encuentren, dispuestos a hacer cualquier cosa; y, si no los rechazas con tus argumentos y te escapas de ellos, ¡buena vas apagarla en verdad!
-¿Y acaso no eres tú -dije- el culpable de todo eso? -Y me alabo de ello -replicó-, pero no he de hacerte traición, sino que te defenderé con lo que pueda; y podré con mi buena voluntad y dándote ánimos, y quizá también acertaré mejor que otro a responder a tus preguntas. Piensa, pues, en la calidad de tu aliado y procura convencer a los incrédulos de que ello es así como tú dices.
-A intentarlo, pues -dije yo-, ya que tú me ofreces tan gran ayuda. Me parece, por tanto, necesario, si es que hemos de salir libres de esas gentes de que hablas, que precisemos quiénes son los filósofos a que nos referimos cuando nos atrevemos a sostener que deben gobernar la ciudad; y esto a fin de que, siendo bien conocidos, tengamos medios de defendernos mostrando que a los unos les es propio por naturaleza tratar la filosofía y dirigir la ciudad y a los otros no, sino, antes bien, seguir al que dirige.
-Hora es -dijo- de precisarlo.
-¡Ea, pues! Sígueme, si es que nuestra guía es en algún modo apropiada.
-Vamos -replicó.
-¿Será necesario -dije- recordarte o que recuerdes tú mismo que aquel de quien decimos que ama alguna cosa debe, para que la expresión sea recta, mostrarse no amante de una parte de ella sí y de otra parte no, sino amante en su totalidad?
XIX. -Tendrás que recordármelo, según parece -dijo-; porque yo no caigo en ello del todo.
-Propio de otro y no de ti es, Glaucón, eso que dices -continué-: a un hombre entendido en amores no le está bien olvidar que todos los jóvenes en sazón hacen presa de algún modo y agitan el ánimo del amoroso o enamoradizo pareciéndole dignos de su solicitud y sus caricias. ¿O no es así como os comportáis con vuestros miñones? Al uno, porque es chato, lo celebráis con nombre de gracioso; llamáis nariz real a la aquilina del otro y del que está entre ambos decís que la tiene extremadamente proporcionada. Los cetrinos os parecen de apariencia valerosa y a los blancos los tenéis por hijos de dioses. ¿Y qué es ese nombre de «color de miel» sino una invención del enamorado complaciente que sabe conllevar la palidez de su amado cuando éste está en su sazón ? En una palabra, os servís de todos los pretextos y empleáis todos los registros de vuestra voz a con tal de no dejaros ir ninguno de los jóvenes en flor.
-Si es tomándome por muestra -dijo- como quieres exponer la conducta de los enamorados, lo admito en gracia del argumento.
-¿Pues qué? -pregunté-. ¿No ves cómo hacen lo mismo los aficionados al vino? ¿Cómo se encariñan con toda clase de vinos con cualquier pretexto?
-Bien de cierto.
-Y asimismo, creo, ves a los ambiciosos que, si no pueden llegar a generales en jefe, mandan el tercio de un cuerpo de infantería y, si no logran ser honrados de los hombres grandes e importantes, se contentan con serlo de los pequeños y comunes, porque están en un todo deseosos de honra.
-Así es exactamente.
-Ahora confirma o niega lo que voy a preguntarte: cuando decimos que uno está deseoso de algo, ¿entendemos que lo desea en su totalidad o en parte sí y en parte no?
-En su totalidad -replicó.
-Así, pues, ¿del amante de la sabiduría diremos que la desea no en parte sí y en parte no, sino toda entera ?
-Cierto.
-Por tanto, de aquel que siente disgusto por el estudio, y más si es joven y aun no tiene criterio de lo que es bueno y de lo que no lo es, no diremos que sea amante del estudio ni filósofo, como del desganado no diremos que tenga hambre ni que desee alimentos ni que sea buen comedor, sino inapetente.
-Y acertaremos en ello.
-En cambio, al que con la mejor disposición quiere gustar de toda enseñanza, al que se encamina contento a aprender sin mostrarse nunca ahíto, a ése le llamaremos con justicia filósofo. ¿No es así?
Y Glaucón respondió: -Si a ello te atienes te vas a encontrar con una buena multitud de esos seres y va a haberlos bien raros: tales me parecen los aficionados a espectáculos, que también se complacen en saber, y aun son de más extraña ralea para ser contados entre los filósofos los que gustan de las audiciones, que no vendrían de cierto por su voluntad a estos discursos y entretenimientos nuestros, pero que, como si hubieran alquilado sus orejas, corren de un sitio a otro, para oír todos los coros de las fiestas Dionisias sin dejarse ninguna atrás, sea de ciudad o de aldea. A estos todos y a otros tales aprendices, aun de las artes más mezquinas, ¿hemos de llamarles filósofos?
-De ningún modo -dije-, sino semejantes a los filósofos.
XX. -¿Pues quiénes son entonces -preguntó- los que llamas filósofos verdaderos?
-Los que gustan de contemplar la verdad -respondí.
-Bien está eso -dijo-; pero ¿cómo lo entiendes?
-No sería fácil de explicar -respondí- si tratara con otro; pero tú creo que has de convenir conmigo en este punto.
-¿Cuál es?
-En que, puesto que lo hermoso es lo contrario de lo feo, se trata de dos cosas distintas.
-¿Cómo no?
-¿Y puesto que son dos, cada uno es una cosa? -Igualmente cierto.
-Y lo mismo podría decirse de lo justo y lo injusto y de lo bueno y lo malo y de todas las ideas que cada cual es algo distinto, pero, por su mezcla con las acciones, con los cuerpos y entre ellas mismas, se muestra cada una con multitud de apariencias.
-Perfectamente dicho -observó.
-Por ese motivo -continué- he de distinguir de un lado los que tú ahora mencionabas, aficionados a los espectáculos y a las artes y hombres de acción, y de otro, éstos de que ahora hablábamos, únicos que rectamente podríamos llamar filósofos.
-¿Qué quieres decir con ello? -preguntó.
-Que los aficionados a audiciones y espectáculos -dije yo- gustan de las buenas voces, colores y formas y de todas las cosas elaboradas con estos elementos; pero su mente es incapaz de ver y gustar la naturaleza de lo bello en sí mismo.
-Así es, de cierto -dijo.
-Y aquellos que son capaces de dirigirse a lo bello en sí y de contemplarlo tal cual es, ¿no son en verdad escasos?
-Ciertamente.
-El que cree, pues, en las cosas bellas, pero no en la belleza misma, ni es capaz tampoco, si alguien le guía, de seguirle hasta el conocimiento de ella, ¿te parece que vive en ensueño o despierto? Fíjate bien: ¿qué otra cosa es ensoñar, sino el que uno, sea dormido o en vela, no tome lo que es semejante como tal semejanza de su semejante, sino como aquello mismo a que se asemeja ?
-Yo, por lo menos -replicó-, diría que está enroñando el que eso hace.
-¿Y qué? ¿El que, al contrario que éstos, entiende que hay algo bello en sí mismo y puede llegar a percibirlo, así como también las cosas que participan de esta belleza, sin tomar a estas cosas participantes por aquello de que participan ni a esto por aquéllas, te parece que este tal vive en vela o en sueño?
-Bien en vela -contestó.
-¿Así, pues, el pensamiento de éste diremos rectamente que es saber de quien conoce, y el del otro, parecer de quien opina?
-Exacto.
-¿Y qué haremos si se enoja con nosotros ese de quien decimos que opina, pero no conoce, y nos discute la verdad de nuestro aserto? ¿Tendremos medio de exhortarle y convencerle buenamente ocultándole que no está en su juicio ?
-Preciso será hacerlo así -contestó.
-¡Ea, pues! Mira lo que le hemos de decir. ¿Te parece que nos informemos de él diciéndole que, si sabe algo, no le tomaríamos envidia, antes bien, veríamos con gusto a alguien que supiera alguna cosa? «Dinos: el que conoce, ¿conoce algo o no conoce nada?» Contéstame tú por él.
-Contestaré -dijo- que conoce algo.
-¿Algo que existe o que no existe?
-Algo que existe. ¿Cómo se puede conocer lo que no existe ?
-¿Mantendremos, pues, firmemente, desde cualquier punto de vista, que lo que existe absolutamente es absolutamente conocible y lo que no existe en manera alguna enteramente incognoscible?
-Perfectamente dicho.
-Bien, y si hay algo tal que exista y que no exista, ¿no estaría en la mitad entre lo puramente existente y lo absolutamente inexistente?
-Entre lo uno y lo otro.
-Así, pues, si sobre lo que existe hay conocimiento e ignorancia necesariamente sobre lo que no existe, ¿sobre eso otro intermedio que hemos visto hay que buscar algo intermedio también entre la ignorancia y el saber contando con que se dé semejante cosa?
-Bien de cierto.
-¿Sostendremos que hay algo que se llama opinión?
-¿Cómo no?
-¿Y tiene la misma potencia que el saber u otra distinta?
-Otra distinta.
-A una cosa, pues, se ordena la opinión y a otra el saber, cada uno según su propia potencia.
-Esto es.
-¿Y así, el saber se dirige por naturaleza a lo que existe para conocer lo que es el ser? Pero más bien me parece que aquí hay que hacer previamente una distinción.
-¿En qué forma?
XXI. -Hemos de sostener que las potencias son un género de seres por medio de los cuales nosotros podemos lo que podemos; y lo mismo que nosotros, otra cualquier cosa que pueda algo. Por ejemplo, digo que están entre las potencias la vista y el oído, si es que entiendes lo que quiero designar con este nombre específico.
-Lo entiendo -dijo.
-Oye lo que me parece acerca de ellas. En la potencia yo no distingo color alguno ni forma ni ninguno de esos accidentes semejantes, como en tantas otras cosas en las que, considerando algunos de ellos, puedo separar dentro de mí como distintas unas de otras. En la potencia sólo miro a aquello para que está y a lo que produce, y por ese medio doy nombre a cada una de ellas, y a la que está ordenada a lo mismo y produce lo mismo, la llamo con el mismo nombre, y a la que está ordenada a otra cosa y produce algo distinto, con nombre diferente. ¿Y tú qué? ¿Cómo lo haces?
-De ese mismo modo -dijo.
-Volvamos, pues, atrás, mi noble amigo -dije-. ¿Del saber dirás que es una potencia o en qué especie lo clasificas?
-En ésta -dijo-, como la más poderosa de todas las potencias.
-¿Y qué? ¿La opinión, la pondremos entre las potencias o la llevaremos a algún otro género de cosas?
-A ninguno -dijo-; porque la opinión no es sino aquello con lo que podemos opinar.
-Sin embargo, hace un momento reconocías que el saber y la opinión no eran lo mismo.
-¿Y cómo alguien que esté en su juicio -dijo- podría jamás suponer que es lo mismo lo que yerra y lo que no yerras ?
-Bien está -dije-; resulta claro que reconocemos la opinión como algo distinto del saber.
-Distinto.
-¿Cada una de las dos cosas está, por tanto, ordenada para algo diferente, pues tiene diferente potencia?
-Por fuerza.
-¿Y el saber está ordenado a lo que existe para conocer cómo es el ser?
-Sí.
-¿Y la opinión, decimos, está para opinar?
-Sí.
-¿Lo mismo, acaso, que conoce el saber? ¿Y serán la misma cosa la conocible y lo opinable? ¿O es imposible que lo sean?
-Imposible -dijo-, según lo anteriormente convenido, puesto que cada potencia está por naturaleza para una cosa y ambos, saber y opinión, son potencias, pero distintas, como decíamos, una de otra; por lo cual no cabe que lo conocible y lo opinable sean lo mismo.
-¿Por tanto, si lo conocible es el ser, lo opinable no será el ser, sino otra cosa?
-Otra.
-¿Se opinará, pues, sobre lo que no existe? ¿O es imposible opinar sobre lo no existente? Pon mientes en ello: ¿el que opina no tiene su opinión sobre algo? ¿O es posible opinar sin opinar sobre nada?
-Imposible.
-¿Por tanto, el que opina opina sobre alguna cosa?
-Sí.
-¿Y lo que no existe no es «alguna cosa», sino que realmente puede llamarse «nada»?
-Exacto.
-Ahora bien, ¿a lo que no existe le atribuimos forzosamente la ignorancia y a lo que existe el conocimiento?
-Y con razón -dijo.
-¿Por tanto, no se opina sobre lo existente ni sobre lo no existente ?
-No, de cierto.
-¿Ni la opinión será, por consiguiente, ignorancia, ni tampoco conocimiento?
-No parece.
-¿Acaso, pues, está al margen de estas dos cosas superando al conocimiento en perspicacia o a la ignorancia en oscuridad?
-Ni una cosa ni otra.
-¿Quizá entonces -dije yo- te parece la opinión algo más oscuro que el conocimiento, pero más luminoso que la ignorancia?
-Y en mucho -replicó.
-¿Luego está en mitad de ambas?
-Sí.
-Será, pues, un término medio entre una y otra.
-Sin duda ninguna.
-¿Y no dijimos antes que, si apareciese algo tal que al mismo tiempo existiese y no existiese, ello debería estar en mitad entre lo puramente existente y lo absolutamente inexistente, y que no habría sobre tal cosa saber ni ignorancia, sino aquello que a su vez apareciese intermedio entre la ignorancia y el saber?
-Y dijimos bien.
-¿Y no aparece entre estas dos cosas lo que llamamos opinión?
-Sí, aparece.
XXII. -Ahora, pues, nos queda por investigar, según se ve, aquello que participa de una y otra cosa, del ser y del no ser, y que no es posible designar fundadamente como lo uno ni como lo otro; y ello a fin de que, cuando se nos muestre, le llamemos con toda razón lo opinable, refiriendo los extremos y lo intermedio a lo intermedio ¿No es a así?
-Así es.
-Sentado todo esto, diré que venga a hablarme y a responderme aquel buen hombre que cree que no existe lo bello en sí ni idea alguna de la belleza que se mantenga siempre idéntica a sí misma, sino tan sólo una multitud de cosas bellas; aquel aficionado a espectáculos que no aguanta que nadie venga a decirle que lo bello es uno y uno lo justo y así lo demás. «Buen amigo -le diremos ¿no hay en ese gran número de cosas bellas nada que se muestre feo? ¿Ni en el de las justas nada injusto? ¿Ni en el de las puras nada impuro?»
-No -dijo-, sino que por fuerza esas cosas se muestran en algún modo bellas y feas, y lo mismo ocurre con las demás sobre que preguntas.
-¿Y qué diremos de las cantidades dobles? ¿Acaso se nos aparecen menos veces como mitades que como tales dobles ?
-No.
-Y las cosas grandes y las pequeñas y las ligeras y las pesadas, ¿serán nombradas más bien con estas designaciones que les damos que con las contrarias?
-No -dijo-, sino que siempre participa cada una de ellas de ambas cualidades.
-¿Y cada una de estas cosas es más bien, o no es, aquello que se dice que es?
-Aseméjase ello -dijo- a los retruécanos que hacen en los banquetes y a aquel acertijo infantil acerca del eunuco y del golpe que tira al murciélago, en el que dejan adivinar con qué le tira y sobre qué le tira; porque estas cosas son también equívocas y no es posible concebir en firme ni que cada una de ellas sea o deje de ser ni que sea ambas cosas o ninguna de ellas .
-¿Tendrás, pues, algo mejor que hacer con ellas –dije- o mejor sitio en dónde colocarlas que en mitad entre la existencia y el no ser? Porque, en verdad, no se muestran más oscuras que el no ser para tener menos existencia que éste ni más luminosas que el ser para existir más que él.
-Verdad pura es eso -observó.
-Hemos descubierto, pues, según parece, que las múltiples creencias de la multitud acerca de lo bello y de las demás cosas dan vueltas en la región intermedia entre el no ser y el ser puro .
-Lo hemos descubierto.
-Y ya antes convinimos en que, si se nos mostraba algo así, debíamos llamarlo opinable, pero no conocible y es lo que, andando errante en mitad, ha de ser captado por la potencia intermedia.
-Así convinimos.
-Por tanto ven tanto, de los que perciben muchas cosas bellas, pero no ven lo bello en sí ni pueden seguir a otro que a ello los conduzca y asimismo ven muchas cosas justas, pero no lo justo en sí, y de igual manera todo lo demás, diremos que opinan de todo, pero que no conocen nada de aquello sobre que opinan.
-Preciso es -aseveró.
-¿Y qué diremos de los que contemplan cada cosa en sí siempre idéntica a sí misma? ¿No sostendremos que éstos conocen y no opinan?
-Forzoso es también eso.
-¿Y no afirmaremos que estos tales abrazan y aman aquello de que tienen conocimiento, y los otros, aquello de que tienen opinión? ¿O no recordamos haber dicho que estos últimos se complacen en las buenas voces y se recrean en los hermosos colores, pero no toleran ni la existencia de lo bello en sí?
-Lo recordamos.
-¿Nos saldríamos, pues, de tono llamándolos amantes de la opinión más que filósofos o amantes del saber? ¿Se enojarán gravemente con nosotros si decimos eso?
-No, de cierto, si siguen mi consejo -dijo-; porque no es lícito enojarse con la verdad.
-Y a los que se adhieren a cada uno de los seres en sí, ¿no habrá que llamarlos filósofos o amantes del saber y no amantes de la opinión?
-En absoluto.
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