A pesar de que la literatura juvenil –también la infantil– constituye en la actualidad en justicia una modalidad de literatura diferenciada, hasta entrados los años 80 del pasado siglo XX esa definición y legitimidad eran cuestionadas. El debate entre historiadores, escritores y críticos se centraba en hallar los límites de esta literatura con respecto a otras clasificaciones literarias, pasando por etapas en que la controversia, influenciada por los críticos americanos de los años 70, intentó estamparle la etiqueta de «literatura menor». Sin embargo, la literatura juvenil ya despuntaba y cobraba fuerza a mediados del siglo XX como un campo literario específico, que terminaría por asentarse sólidamente en las últimas décadas del siglo.
Hoy, la literatura para niños y adolescentes no sólo ha obtenido el reconocimiento merecido, sino que es además una modalidad incuestionable tras ser asumido por un gran número de escritores, que dirigen sus obras hacia estas edades. Muchas de ellas se han convertido en auténticos best seller, tras lecturas masivas que les llevaron a registrar éxitos de ventas.
No fueron los antiguos muy propicios a dedicar espacios para niños y jóvenes, pues el objetivo era que se convirtieran en adultos lo antes posible. Incluso la Edad Media se resistió a las lecturas específicas para esas franjas de edad, de forma que la literatura imperante era la de adultos, o la escrita para el público en general, en los que solían primar los cuentos, fábulas y otros textos de naturaleza fantástica, junto con las composiciones de la tradición oral que, en muchas ocasiones, consistían en canciones que servían de acompañamiento a determinados juegos.
Las únicas obras infantiles o juveniles que se escribieron en la Edad Media, no estaban dedicadas a una pluralidad de jóvenes, sino a alguien en concreto, muchas veces escritas por encargo de reyes o nobles, que servían habitualmente como apoyo a la instrucción y educacion de los propios hijos. Se trataba de literatura didáctica o moralizante. Algunos ejemplos de este tipo de obras son los Proverbios de gloriosa doctrina y fructuosa enseñanza, del Marqués de Santillana; o El Conde Lucanor, de Don Juan Manuel.
Las cartillas, catecismos, silabarios y abecedarios, eran el tipo de textos que manejaban una mínima parte de niños y jóvenes de la Edad Media, pertenecientes a familias ricas, nobles o casas reales. Los ayos y preceptores eran los encargados habitualmente de ejercer las enseñanzas, además de actuar como tutores y custodios. Con la aparición de la imprenta, todos esos textos comenzaron a imprimirse masivamente, publicándose numerosas ediciones. A partir de ahí, la producción de libros constituyó una etapa muy fecunda.
El primer libro de importancia para la infancia, Pentamerone, fue publicado en Italia en 1634, cuyo título original en napolitano era «Lo cunto de li cunti overo lo trattenemiento de peccerille» (El cuento de los cuentos, o el entretenimiento de los pequeños).
Poco más tarde, en 1658, aparece también otra obra a destacar, el Orbis Pictus, de Amos Comenius. Se trata de una especie de enciclopedia ilustrada, en realidad el primer libro ilustrado para niños.
De igual forma, las nuevas posibilidades de edición permitieron recopilar y publicar libros más antiguos; aparece así el Esopete ystoriado, que era una serie de fábulas del griego Esopo, llegadas a Europa a través de una versión del Fedro de Platón.
Entre los poetas, cabe citar que Góngora o Lope de Vega, también escribieron algunas composiciones dirigidas a niños, como Los romancillos Hermano Perico y Hermana Marica, o Los pastores de Belén.
En 1697 aparecen los que más tarde serían conocidos como Cuentos de Perrault, que se convertirían en clásicos de la literatura infantil y juvenil, como Pulgarcito, El gato con botas, La bella durmiente, La Cenicienta, Barba Azul… En aquella época al cuento no se le reconocía como parte del mundo literario, siendo considerado extravagancias de algunos escritores que se apartaban de la norma aceptada.
Aunque habría que esperar al siglo XVIII para que despuntaran los primeros conceptos de didáctica en la educación específica de los más jóvenes, ya en 1690 surgiría un precedente en ese sentido, con la obra «De la educación de los niños», del inglés John Locke. Este autor afirmaba que tras el aprendizaje básico de la lectura y la escritura, a los niños había que facilitarles libros que fueran acordes con sus capacidades de comprensión, que fueran divertidos y agradables de leer. Locke citaba como ejemplo las Fábulas de Esopo, por ser historias capaces de desarrollar la imaginación de los más pequeños.
Los educadores ilustrados del siglo de las luces, promovieron la publicación de libros para niños, siempre con fines didácticos e instructivos pero enfocados desde una perspectiva de deleite de la lectura. Por ello, el objetivo de esa enseñanza estaba casi siempre encerrado dentro de fábulas o cuentos maravillosos, que ensimismaba a los más jóvenes y les guiaba inconscientemente al desarrollo del intelecto a través de la lectura. Las Cartas de un viejo a un joven príncipe, de Carl Gustav Tessin, publicado en Suecia en 1751, sería un buen ejemplo de este tipo de textos.
Sólo cinco años más tarde surgiría una obra a la que, por su importancia, es preceptivo dedicar unos párrafos. Se trata de Magasin des enfants, de la pedagoga y escritora francesa Jeanne-Marie Leprince de Beaumont. El prestigio de este libro traspasaría fronteras, primero se impondría en Inglaterra, pasando después a extenderse por gran parte de Europa, desde La Haya hasta Lisboa.
El éxito de la obra de Jeanne-Marie responde al especial carácter pedagógico del libro, llegando a convertirse en un instrumento imprescindible en la formación de los jóvenes, a tal extremo que dejó en un segundo puesto al Telemaque, de Fenelón, que era en aquellos momentos la obra didáctica de referencia en Francia.
Jeanne-Marie, como buena conocedora de la pedagogía infantil y juvenil, supo encauzar sus relatos hacia una lectura que tenía como lema la de «enseñar deleitando». De esas obras cabe destacar una que Jeanne-Marie recogió de la tradición oral, La bella y la bestia, consiguiendo que su versión trascendiera y se hiciera muy popular, siendo la más conocida y divulgada, de hecho todas las variantes posteriores han sido basadas en ella.
Aunque el libro didáctico y formativo era el que predominaba en el siglo XVIII, existieron algunas notables excepciones en la literatura infantil y juvenil que es preciso abordar. Destacaron especialmente los autores ingleses, de los que cabe citar los siguientes:
-John Newbery, considerado el «Padre de la literatura infantil y juvenil», era un editor y librero que abrió en 1744 la «Juvenile Library», consiguiendo hacer rentable este mercado literario específico para jóvenes, incluso regalando libros a los niños solicitándoles sólo un penique por la encuadernación. No sólo editaba sus propias obras, como Lottery Book, The lilliputian magazine o Margery Two Shoes, sino que apoyó incluso las de otros autores, como Samuel Johnson, Oliver Goldsmith o Christopher Smart. Esa labor fue reconocida en 1922 con la medalla Newbery que la American Library Association creó en su honor, y que a partir de entonces otorga cada año a la contribución más destacada en esta modalidad de literatura.
-Daniel Defoe y Jonathan Swiff son autores de obras que, en principio, no iban dedicados a los adolescentes, pero que terminarían haciendo las delicias en esas franjas de edad, convirtiéndose muy pronto en unas joyas de la literatura juvenil. Destacan dos de ellas: Robinson Cruose (1719), de Defoe, y Los viajes de Gulliver (1726), de Swiff. Un cambio importante en estos textos, es que no se advierte la típica digresión de ideas o moral que adolecían otras obras anteriores, aquí lo que realmente prima es la historia que se cuenta, independientemente de las enseñanzas para la vida que pudieran derivarse de su lectura.
Otros autores europeos siguieron la línea de los cuentos populares, como Karl A. Musäus, que editó en 1782 Los cuentos populares alemanes, inaugurando una tendencia cuyo fruto vendría más tarde de la mano de los escritores románticos. Los cuentos reciben aquí un enfoque totalmente antagónico al que se practicaba en el estilo francés, que se inclinaba más por los cuentos versallescos, como los de Madame D’Aulnoy. Musäus imprimía a sus historias un estilo brillante, artístico y refinado, no exento de humor e ironía, utilizando los aspectos fantásticos del relato, de tal forma que la fantasía se abriese camino en las mentes de los lectores.
En el siglo XVIII convivieron dos corrientes literarias destinadas a niños y jóvenes. Por un lado se mantenían las composiciones típicas de la transmisión oral, como canciones, cuentos y retahílas; por otro, se manifestó una gran profusión de composiciones impresas nombradas como aleluyas (aucas en Cataluña, que tenían su estilo propio).
Las aleluyas eran al principio unas estampitas con motivos religiosos, pero evolucionaron hacia unos pliegos impresos con viñetas de dibujos simples (unos 48 por pliego), y debajo un texto habitualmente en verso, que podía ser un dístico, una redondilla, un terceto o una cuarteta. Muchas aleluyas tenían un fin moral y pedagógico (la Iglesia las utilizó para contar la vida de los santos), pero también difundían historias variadas de hazañas, usos y costumbres de la sociedad. Las aleluyas tuvieron una larga tradición y fueron muy difundidas no sólo en Europa, también en América, especialmente México, hasta los primeros años del siglo XX. Se puede decir que las aleluyas son un antecedente primitivo del posterior Tebeo.
Tras la Revolución Francesa, la infancia pasó a tener una importancia especial dentro de la familia. Sería Rousseau, con la obra El Emilio, quien sentaría las bases educativas e ideológicas, al considerar la infancia como un periodo diferenciado de la vida de una persona, y que requería de una educación específica. Con ese objetivo se editaron libros para niños, aunque conservando en los textos el objetivo didáctico.
Con la escolaridad en progresión, el siglo XIX acogió un número creciente de lectores infantiles y juveniles; la escuela fue destinataria de un buen número de ediciones. En esta época, de la mano del Romanticismo literario, creció el interés por recuperar las tradiciones populares, dando una nueva vida a los folclores nacionales.
A finales del siglo XIX aparecieron los primeros autores notables de libros infantiles, como Hans Christian Andersen en Dinamarca y los hermanos Grimm en Alemania, que recopilaron además numerosos cuentos populares que ya forman parte de la historia de la literatura infantil y juvenil, como El patito feo, La sirenita, Hansel y Gretel, Blancanieves y los siete enanitos…
Aunque nos resulte más lejano, Afanasiev en Rusia realizó también una notable recopilación de cuentos de tradición eslava que se habían perdido a lo largo de los siglos. Fue un arduo trabajo el invertido en esa tarea ya que los cuentos eslavos, al igual que sucede con los celtas de Irlanda, nunca se dejaron por escrito. Consiguió recopilar unos 680 cuentos populares de tradición oral que recogió en ocho volúmenes. Un trabajo de recopilación similar del folclore propio, lo realizó en España Fernán Caballero, seudónimo utilizado por la escritora y folclorista Cecilia Böhl de Faber.
Con la llegada del Realismo, a partir de mediados del siglo XIX, el camino emprendido por la literatura infantil y juvenil se vio enriquecida con tres hechos importantes que resultarían hitos en la historia de la literatura infantil y juvenil:
En primer lugar, la edición alemana del Panchatantra publicada por Theodor Benfey en 1859. Se trata de una coleción de fábulas en verso y prosa originalmente escrito en sánscrito cuya antigüedad no está clara; aunque los manuscritos que se conservan datan del siglo XI, se estima fueron compuestos muchos siglos antes, tal vez entre el siglo III a.C. y el siglo III d.C. Con esta edición, Benfey consiguió que el interés por la fabulación proveniente de las culturas orientales, se abriese camino en la literatura infantil y juvenil occidental.
En segundo lugar, la publicación de Alicia en el País de las Maravillas, en 1865, del inglés Lewis Carroll (seudónimo del polímata Lutwidge Dodgson). Esta obra, por su estructura, narrativa, el juego de la lógica, las paradojas y el sinsentido, junto a la peculiaridad de los personajes, constituyó una notable influencia en la cultura popular y la literatura de género fantástico.
Y en tercer lugar, una irrupción de gran calado en la literatura juvenil, de la mano del estadounidense Mark Twain, con varias obras, pero especialmente dos que son consideradas obras maestras de la literatura: Las aventuras de Tom Sawyer, publicada en 1876, y su secuela, Las aventuras de Huckleberry Finn, publicada en 1884.
Los últimos años del siglo XIX ya eran, en lo literario, un reflejo realista de los acontecimientos sociales. Se suman a los personajes los representantes de la clase media y la pequeña burguesía, y las temáticas comienzan a abandonar y superar definitivamente el interés eminentemente didáctico de las publicaciones del siglo XVIII, aunque ocasionalmente también haya narraciones que puedan contener moralejas o alguna enseñanza para la vida, sin que estas centren el argumento de las historias.
Varios escritores románticos y realistas del siglo XIX mostraron interés en algún momento en escribir para niños y jóvenes, cuentos, fábulas y leyendas que, en algunos casos, consiguieron obtener un puesto en el repertorio de los clásicos. En España, además de la ya citada Fernán Caballero, se distinguen algunas obras de Zorrilla, y especialmente Luís Coloma, el cual dejó para la historia de la literatura infantil y juvenil un cuento que traspasaría fronteras, El ratoncito Pérez. Este cuento fue escrito por encargo de la madre de Alfonso XIII, cuando éste sólo tenía ocho años. La obra ha sido editada en variadas lenguas y países, siendo conocida por millones de niños en el mundo.
En Inglaterra se distinguió Randolph Caaldecott, por una serie de libros infantiles ilustrados, pero con un concepto diferente al Orbis Pictus, aquel primer libro ilustrado de Comenius de dos siglos antes. Caaldecott utilizó textos sencillos con una combinación ingeniosa de imagen y palabra que no se había visto antes. Era el nacimiento del libro ilustrado moderno, pero con una función de entretenimiento y no de instrucción.
El gusto y la pasión por la ciencia también afloró en el siglo XIX. Surgieron obras de difusión científica, incluso artísticamente ilustradas, y novelas con trasfondo científico que hicieron las delicias de los jóvenes. Por supuesto, hay que citar sin ninguna duda al francés Julio Verne, autor de obras que son hoy en día joyas literarias, como La vuelta al mundo en 80 días, o Veinte mil leguas de viaje submarino.
Los caminos de la renovación tuvieron algunos pequeños conatos que resultarían providenciales, por ejemplo una de las obras más leídas, difundidas y traducidas de la literatura universal, es Las aventuras de Pinocho, del italiano Carlo Collodi. Publicado inicialmente en el periódico Giornale per i bambini entre 1882 y 1883 con el título Storia di un Burattino (Historia de un títere). Esta senda de la renovación sería seguida en España por el editor Rafael Calleja y el ilustrador Salvador Bartolozzi que, en 1917, publicarían una versión castiza de Las Aventuras de Pinocho. Esta adaptación sería ampliamente difundida en todo el ámbito hispano.
En español, se distinguieron un buen número de autores que se sumaron a esta línea renovadora. Podemos citar como más representativos por orden cronológico, al argentino Horacio Quiroga y los Cuentos de la selva (1918), la costarricense Carmen Lyra y Cuentos de mi tía Panchita (1920), La chilena Gabriela Mistral y Ternura (1924), el español Antonio Robles y Hermanos monigotes (1932), el brasileño Jorge Amado y Capitanes de la arena (1937), el argentino Javier Villafañe y Coplas, poemas y canciones (1938), y la chilena Marcela Paz y Papelucho (1947).
El inicio de la moderna literatura infantil y juvenil debemos situarlo inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Irrumpieron con fuerza numerosos autores de gran nivel, que imprimieron a este tipo de literatura un estilo diferente, extendiéndose mundialmente. La lista es muy extensa, tanto en España, resto de Europa, Latinoamérica o Estados Unidos. Todos ellos se vieron favorecidos por un pujante mercado y soporte editorial.
En 1945 aparecería la primera edición de Pippa Mediaslargas (en España conocida como Pipi calzaslargas), de la escritora sueca Astrid Lindgren. Inger Nilson interpretó el personaje de la protagonista, Pippi Långstrump, en una serie de televisión sueca de 1969. Los pedagogos de la época denostaron esta obra porque, según ellos, confundía realidad e imaginación. Lo cierto, es que se trataba de una ruptura con los convencionalismos, y savia nueva para la literatura juvenil que, a partir de entonces, provocaría un poderoso movimiento de renovación. La obra fue traducida a unos 70 idiomas, haciendo las delicias de los niños de casi todo el mundo; en España también se dobló la serie sueca de televisión en 1969, que sería seguida masivamente.
Unos pocos años más tarde, ese movimiento nacido con Pipi quedó refrendado con la obra Gramática de la fantasía (1973), del maestro italiano Gianni Rodari, que subtituló como «Introducción al arte de inventar historias». De nuevo realidad e imaginación convivían, junto al juego con el lenguaje y la forma de expresar el mundo infantil. Felizmente aquellos tiempos del didactismo quedó definitivamente postergado, y la literatura infantil y juvenil tomaba su propio camino en todo el mundo.
La llegada de la democracia a España en 1977, obligó a los autores a recorrer rápidamente un camino literario que se había quedado interrumpido o, como mínimo, limitado por las directrices gubernamentales y la censura. La puesta al día fue rápida y fructífera, pero el volumen de los trabajos es suficientemente amplio como para proponer un nuevo artículo sobre esa etapa de la historia de la literatura infantil y juvenil.
Fuentes de consulta:
-Literatura infantil y juvenil – Elena Alfaya Lamas
-La evolución de la literatura infantil y juvenil – Teresa Colomer
-Historia de la literatura infantil y juvenil – Carmen SánChez morilla
-Sobre la literatura juvenil – Pedro C. Cerrillo Torremocha
-Literatura infantil y juvenil – Minerva Sarabia Jiménez
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