CANTO IX
Embajada a Aquiles‑ Súplicas
Así los troyanos guardaban el campo. De los aqueos habíase enseñoreado la ingente fuga, compañera del glacial terror, y los más valientes estaban agobiados por insufrible pesar. Como conmueven el ponto, en peces abundante, los vientos Bóreas y Céfiro, soplando de improviso desde la Tracia, y las negruzcas olas se levantan y arrojan a la orilla multitud de algas; de igual modo les palpitaba a los aqueos el corazón en el pecho.
El Atrida, en gran dolor sumido el corazón, iba de un lado para otro y mandaba a los heraldos de voz sonora que convocaran al ágora, nominalmente y en voz baja, a todos los capitanes, y también él los iba llamando y trabajaba como los más diligentes. Los guerreros acudieron afligidos. Levantóse Agamenón, llorando, como fuente profunda que desde altísimo peñasco deja caer sus aguas sombrías; y, despidiendo hondos suspiros, habló de esta suerte a los argivos:
‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! En grave infortunio envolvióme Zeus Cronida. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilio y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me manda regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su poder es inmenso. Ea, obremos todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos a Troya, la de anchas calles.
Así dijo. Enmudecieron todos y permanecieron callados. Largo tiempo duró el silencio de los afligidos aqueos, mas al fin Diomedes, valiente en el combate, dijo:
‑¡Atrida! Empezaré combatiéndote por tu imprudencia, como es permitido hacerlo, oh rey, en el ágora, pero no te irrites. Poco ha menospreciaste mi valor ante los dánaos, diciendo que soy cobarde y débil, lo saben los argivos todos, jóvenes y viejos. Mas a ti el hijo del artero Crono de dos cosas te ha dado una: te concedió que fueras honrado como nadie por el cetro, y te negó la fortaleza, que es el mayor de los poderes. ¡Desgraciado! ¿Crees que los aqueos son tan cobardes y débiles como dices? Si tu corazón te incita a regresar, parte: delante tienes el camino y cerca del mar gran copia de naves que desde Micenas lo siguieron; pero los demás melenudos aqueos se quedarán hasta que destruyamos la ciudad de Troya. Y, si también éstos quieren irse, huyan en los bajeles a su patria; y nosotros dos, yo y Esténelo, seguiremos peleando hasta que a Ilio le llegue su fin; pues vinimos debajo del amparo de los dioses.
Así habló; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes, domador de caballos. Y el caballero Néstor se levantó y dijo:
‑¡Tidida! Luchas con valor en el combate y superas en el consejo a los de tu edad; ningún aqueo osará vituperar ni contradecir tu discurso, pero no has llegado hasta el fin. Eres aún joven ‑por tus años podrías ser mi hijo menor‑ y, no obstante, dices cosas discretas a los reyes argivos y has hablado como se debe. Pero yo, que me vanaglorio de ser más viejo que tú, lo manifestaré y expondré todo; y nadie despreciará mis palabras, ni siquiera el rey Agamenón. Sin familia, sin ley y sin hogar debe de vivir quien apetece las horrendas luchas intestinas. Ahora obedezcamos a la negra noche: preparemos la cena y los guardias vigilen a orillas del cavado foso que corre delante del muro. A los jóvenes se lo encargo; y tú, oh Atrida, mándalo, pues eres el rey supremo. Ofrece después un banquete a los caudillos, que esto es lo que te conviene y lo digno de ti. Tus tiendas están llenas de vino, que las naves aqueas traen continuamente de Tracia por el anchuroso ponto; dispones de cuanto se requiere para recibir a aquéllos, a imperas sobre muchos hombres. Una vez congregados, seguirás el parecer de quien te dé mejor consejo; pues de uno bueno y prudente tienen necesidad los aqueos, ahora que el enemigo enciende tal número de hogueras junto a las naves. ¿Quién lo verá con alegría? Esta noche se decidirá la ruina o la salvación del ejército.
Así dijo, y ellos lo escucharon atentamente y lo obedecieron. A punto se apresuraron a salir con armas, para encargarse de la guardia, Trasimedes Nestórida, pastor de hombres; Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares; Meriones, Afareo, Deípiro y el divino Licomedes, hijo de Creonte. Siete eran los capitanes de los centinelas, y cada uno mandaba cien mozos provistos de luengas picas. Situáronse entre el foso y la muralla, encendieron fuego, y todos sacaron su respectiva cena.
El Atrida llevó a su tienda a los príncipes aqueos, así que se hubieron reunido, y les dio un espléndido banquete. Ellos metieron mano en los manjares que tenían delante, y, cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, el anciano Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor, empezó a aconsejarles; y. arengándolos con benevolencia, les dijo:
‑¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres, Agamenón! Por ti acabaré y por ti comenzaré también, ya que reinas sobre muchos hombres y Zeus te ha dado cetro y leyes para que mires por los súbditos. Por esto debes exponer tu opinión y oír la de los demás y aun llevarla a cumplimiento cuando cualquiera, siguiendo los impulsos de su ánimo, proponga algo bueno; que es atribución tuya ejecutar lo que se acuerde. Te diré lo que considero más conveniente y nadie concebirá una idea mejor que la que tuve y sigo teniendo, oh vástago de Zeus, desde que, contra mi parecer, te llevaste la joven Briseide arrebatándola de la tienda del enojado Aquiles. Gran empeño puse en disuadirte, pero venció tu ánimo fogoso y menospreciaste a un fortísimo varón honrado por los dioses, arrebatándole la recompensa que todavía retienes. Mas veamos todavía si podremos aplacarlo con agradables presentes y dulces palabras.
Respondióle el rey de hombres, Agamenón:
‑No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas. Procedí mal, no lo niego; vale por muchos el varón a quien Zeus ama cordialmente; y ahora el dios, queriendo honrar a ése, ha causado la derrota de los aqueos. Mas, ya que le falté, dejándome llevar por la funesta pasión, quiero aplacarlo y le ofrezco la muchedumbre de espléndidos presentes que voy a enumerar: Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que en la carrera alcanzaron la victoria. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviera los premios que estos solípedos caballos lograron. Le daré también siete mujeres lesbias, hábiles en hacer primorosas labores, que yo mismo escogí cuando tomó la bien construida Lesbos y que en hermosura a las demás aventajaban. Con ellas le entregaré la hija de Briseo, que entonces le quité, y juraré solemnemente que jamás subí a su lecho ni me uní con ella, como es costumbre entre hombres y mujeres. Todo esto se le presentará en seguida; mas, si los dioses nos permiten destruir la gran ciudad de Príamo, entre en ella cuando los aqueos partamos el botín, cargue abundantemente de oro y de bronce su nave y elija él mismo las veinte troyanas que más hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si conseguimos volver a los fértiles campos de Argos de Acaya, podrá ser mi yerno y tendrá tantos honores como Orestes, mi hijo menor, que se cría con mucho regalo. De las tres hijas que dejé en el alcázar bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévese la que quiera, sin dotarla, a la casa de Peleo; que yo la dotaré tan espléndidamente, como nadie haya dotado jamás a su hija: ofrezco darle siete populosas ciudades ‑Cardámila, Enope, la herbosa Hira, la divina Feras, Antea, la de los hermosos prados, la linda Epea y Pédaso, en viñas abundante‑, situadas todas junto al mar, en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas de hombres ricos en ganado y en bueyes, que lo honrarán con ofrendas como a una deidad y pagarán, regidos por su cetro, crecidos tributos. Todo esto haría yo, con tal de que depusiera la cólera. Que se deje ablandar; pues, por ser implacable a inexorable, Hades es para los mortales el más aborrecible de todos los dioses; y ceda a mí, que en poder y edad de aventajarlo me glorio.
Contestó Néstor, caballero gerenio:
‑¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres, Agamenón! No son despreciables los regalos que ofreces al rey Aquiles. Ea, elijamos esclarecidos varones que cuanto antes vayan a la tienda del Pelida. Y, si quieres, yo mismo los designaré y ellos obedezcan: Fénix, caro a Zeus, que será el jefe, el gran Ayante y el divino Ulises, acompañados de los heraldos Odio y Eunbates. Dadnos agua a las manos a imponed silencio, para rogar a Zeus Cronida que se apiade de nosotros.
Así dijo, y su discurso agradó a todos. Los heraldos dieron en seguida aguamanos a los caudillos, y los mancebos, coronando de bebida las crateras, distribuyéronla a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Luego que hicieron libaciones y cada cual bebió cuanto quiso, salieron de la tienda de Agamenón Atrida. Y Néstor, caballero gerenio, fijando sucesivamente los ojos en cada uno de los elegidos, les recomendaba mucho, y de un modo especial a Ulises, que procuraran persuadir al eximio Pelión.
Fuéronse éstos por la orilla del estruendoso mar y dirigían muchos ruegos a Poseidón, que ciñe y bate la tierra, para que les resultara fácil llevar la persuasión al altivo espíritu del Eácida. Cuando hubieron llegado a las tiendas y naves de los mirmidones, hallaron al héroe deleitándose con una hermosa lira labrada de argénteo puente, que había cogido de entre los despojos cuando destruyó la ciudad de Eetión; con ella recreaba su ánimo, cantando hazañas de los hombres. Patroclo, solo y callado, estaba sentado frente a él y esperaba que el Eácida acabase de cantar. Entraron aquéllos, precedidos por Ulises, y se detuvieron delante del héroe; Aquiles, atónito, se alzó del asiento sin dejar la lira y Patroclo al verlos se levantó también. Aquiles, el de los pies ligeros, tendióles la mano y dijo:
‑¡Salud, amigos que llegáis! Grande debe de ser la necesidad cuando venís vosotros, que sois para mí, aunque esté irritado, los más queridos de los aqueos todos.
En diciendo esto, el divino Aquiles les hizo sentar en sillas provistas de purpúreos tapetes, y en seguida dijo a Patroclo, que estaba cerca de él:
‑¡Hijo de Menecio! Saca la cratera mayor, llénala del vino más añejo y distribuye copas; pues están debajo de mi techo los hombres que me son más caros.
Así dijo, y Patroclo obedeció al compañero amado. En un tajón que acercó a la lumbre puso los lomos de una oveja y de una pingüe cabra y la grasa espalda de un suculento jabalí. Automedonte sujetaba la carne; Aquiles, después de cortarla y dividirla, la espetaba en asadores; y el Menecíada, varón igual a un dios, encendía un gran fuego; y luego, quemada la leña y muerta la llama, extendió las brasas, colocó encima los asadores asegurándolos con piedras y sazonó la carne con la divina sal. Cuando aquélla estuvo asada y servida en la mesa, Patrocio repartió pan en hermosas canastillas; y Aquiles distribuyó la carne, sentóse frente al divino Ulises, de espaldas a la pared, y ordenó a Patroclo, su amigo, que hiciera la ofrenda a los dioses. Patroclo echó las primicias al fuego. Metieron mano a los manjares que tenían delante, y, cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Ayante hizo una seña a Fénix; y Ulises, al advertirlo, llenó de vino la copa y brindó a Aquiles:
‑¡Salve, Aquiles! De igual festín hemos disfrutado en la tienda del Atrida Agamenón que ahora aquí, donde podríamos comer muchos y agradables manjares; pero los placeres del delicioso banquete no nos halagan porque tememos, oh alumno de Zeus, que nos suceda una gran desgracia: dudamos si nos será dado salvar o perder las naves de muchos bancos, si tú no lo revistes de valor. Los orgullosos troyanos y sus auxiliares, venidos de lejas tierras, acampan junto a las naves y al muro y han encendido una porción de hogueras; y dicen que, como no podremos resistirlos, asaltarán las negras naves; Zeus Cronida relampaguea haciéndoles favorables señales, y Héctor, envanecido por su bravura y confiando en Zeus, se muestra estupendamente furioso, no respeta a hombres ni a dioses, está poseído de cruel rabia, y pide que aparezca pronto la divina Aurora, asegurando que ha de cortar nuestras elevadas popas, quemar las naves con ardiente fuego y matar cerca de ellas a los aqueos aturdidos por el humo. Mucho teme mi alma que los dioses cumplan sus amenazas y el destino haya dispuesto que muramos en Troya, lejos de Argos, criadora de caballos. Ea, levántate si deseas, aunque tarde, salvar a los aqueos, que están acosados por los troyanos. A ti mismo te ha de pesar si no lo haces, y no puede repararse el mal una vez causado; piensa, pues, cómo librarás a los dánaos de tan funesto día. Amigo, tu padre Peleo te daba estos consejos el día en que desde Ftía lo envió a Agamenón: «¡Hijo mío! La fortaleza, Atenea y Hera te la darán si quieren; tú refrena en el pecho el natural fogoso‑ la benevolencia es preferible ‑y abstente de perniciosas disputas para que seas más honrado por los argivos jóvenes y ancianos.» Así te amonestaba el anciano y tú lo olvidas. Cede ya y depón la funesta cólera; pues Agamenón te ofrece dignos presentes si renuncias a ella. Y si quieres, oye y te referiré cuanto Agamenón dijo en su tienda que te daría: Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que alcanzaron la victoria en la carrera. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviera los premios que estos caballos de Agamenón con sus pies lograron. Te dará también siete mujeres lesbias, hábiles en hacer primorosas labores, que él mismo escogió cuando tomaste la bien construida Lesbos y que en hermosura a las demás aventajaban. Con ellas te entregará la hija de Briseo, que te ha quitado, y jurará solemnemente que jamás subió a su lecho ni se unió con la misma, como es costumbre, oh rey, entre hombres y mujeres. Todo esto se te presentará en seguida; mas, si los dioses nos permiten destruir la gran ciudad de Príamo, entra en ella cuando los aqueos partamos el botín, carga abundantemente de oro y de bronce tu nave y elige tú mismo las veinte troyanas que más hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si conseguimos volver a los fértiles campos de Argos de Acaya, podrás ser su yerno y tendrás tantos honores como Orestes, su hijo menor, que se cría con mucho regalo. De las tres hijas que dejó en el palacio bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévate la que quieras, sin dotarla, a la casa de Peleo, que él la dotará espléndidamente como nadie haya dotado jamás a su hija: ofrece darte siete populosas ciudades ‑Cardámila, Énope, la herbosa Hira, la divina Feras, Antea, la de los amenos prados, la linda Epea y Pédaso, en viñas abundante‑, situadas todas junto al mar, en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas de hombres ricos en ganado y en bueyes, que te honrarán con ofrendas como a un dios y pagarán, regidos por tu cetro, crecidos tributos. Todo esto haría, con tal de que depusieras la cólera. Y, si el Atrida y sus regalos te son odiosos, apiádate de los aqueos todos, que, atribulados como están en el ejército, te venerarán como a un dios y conseguirás entre ellos inmensa gloria. Ahora podrías matar a Héctor, que llevado de su funesta rabia se acercará mucho a ti, pues dice que ninguno de los dánaos que trajeron las naves lo iguala en valor.
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
‑¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! Preciso es que os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un lado y otros por el opuesto. Me es tan odioso como las puertas de Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues, lo que me parece mejor. Creo que ni el Atrida Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra hombres enemigos. La misma recompensa obtiene el que se queda en su tienda, que el que pelea con bizarría; en igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente; y así muere el holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha procurado sufrir tantos pesares y exponer mi vida en el combate. Como el ave lleva a los implumes hijuelos la comida que coge, privándose de ella, así yo pasé largas noches sin dormir y días enteros entregado a la cruenta lucha con hombres que combatían por sus esposas. Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué abundantes y preciosos despojos que di al Atrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves, recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes. Mas las recompensas que Agamenón concedió a los reyes y caudillos siguen en poder de éstos; y a mí, solo entre los aqueos, me quitó la dulce esposa y la retiene aún: que goce durmiendo con ella. ¿Por qué los argivos han tenido que mover guerra a los troyanos? ¿Por qué el Atrida ha juntado y traído el ejército? ¿No es por Helena, la de hermosa cabellera? Pues ¿acaso son los Atridas los únicos hombres, de voz articulada, que aman a sus esposas? Todo hombre bueno y sensato quiere y cuida a la suya, y yo apreciaba cordialmente a la mía, aunque la había adquirido por medio de la lanza. Ya que me defraudó, arrebatándome de las manos la recompensa, no me tiente; lo conozco y no me persuadirá. Delibere contigo, Ulises, y con los demás reyes cómo podrá librar a las naves del fuego enemigo. Muchas cosas ha hecho ya sin mi ayuda, pues construyó un muro, abriendo a su pie ancho y profundo foso que defiende una empalizada; mas ni con esto puede contener el arrojo de Héctor, matador de hombres. Mientras combatí por los aqueos, jamás quiso Héctor que la pelea se trabara lejos de la muralla; sólo llegaba a las puertas Esceas y a la encina; y, una vez que allí me aguardó, costóle trabajo salvarse de mi acometida. Y puesto que ya no deseo guerrear contra el divino Héctor mañana, después de ofrecer sacrificios a Zeus y a los demás dioses, echaré al mar los cargados bajeles, y verás, si quieres y te interesa, mis naves surcando el Helesponto, en peces abundoso, y en ellas hombres que remarán gustosos; y, si el glorioso agitador de la tierra me concede una navegación feliz, al tercer día llegará a la fértil Ftía. En ella dejé muchas cosas cuando en mal hora vine y de aquí me llevaré oro, rojizo bronce, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro, que por suerte me tocaron; ya que el rey Agamenón Atrida, insultándome, me ha quitado la recompensa que él mismo me diera. Decídselo públicamente, os lo encargo, para que los demás aqueos se indignen, si con su habitual impudencia pretendiese engañar a algún otro dánao. No se atrevería, por desvergonzado que sea, a mirarme cara a cara, con él no deliberaré ni haré cosa alguna, y, si me engañó y ofendió, ya no me embaucará más con sus palabras; séale esto bastante y corra tranquilo a su perdición, puesto que el próvido Zeus le ha quitado el juicio. Sus presentes me son odiosos, y hago tanto caso de él como de un cabello. Aunque me diera diez o veinte veces más de lo que posee o de lo que a poseer llegare, o cuanto entra en Orcómeno, o en la egipcia Teba, cuyas casas guardan muchas riquezas ‑cien puertas dan ingreso a la ciudad y por cada una pasan diariamente doscientos hombres con caballos y carros‑, o tanto, cuantas son las arenas o los granos de polvo, ni aun así aplacaría Agamenón mi enojo, si antes no me pagaba la dolorosa afrenta. No me casaré con la hija de Agamenón Atrida, aunque en hermosura rivalice con la dorada Afrodita y en las labores compita con Atenea, la de ojos de lechuza; ni siendo así me desposaré con ella; elija aquel otro aqueo que le convenga y sea rey más poderoso. Si, salvándome los dioses, vuelvo a mi casa, el mismo Peleo me buscará consorte. Gran número de aqueas hay en la Hélade y en Ftía, hijas de príncipes que gobiernan las ciudades; la que yo quiera será mi mujer. Mucho me aconseja mi corazón varonil que tome legítima esposa, digna cónyuge mía, y goce allá de las riquezas adquiridas por el anciano Peleo; pues no creo que valga lo que la vida ni cuanto dicen que se encerraba en la populosa ciudad de Ilio en tiempo de paz, antes que vinieran los aqueos, ni cuanto contiene el lapídeo templo de Apolo, que hiere de lejos, en la rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes. Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que las parcas pueden llevarme al fin de la muerte de una de estas dos maneras: Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto. Yo os aconsejo que os embarquéis y volváis a vuestros hogares, porque ya no conseguiréis arruinar la excelsa Ilio: el largovidente Zeus extendió el brazo sobre ella y sus hombres están llenos de confianza. Vosotros llevad la respuesta a los príncipes aqueos ‑que ésta es la misión de los legados‑, a fin de que busquen otro medio de salvar las cóncavas naves y a los aqueos que hay a su alrededor, pues aquél en que pensaron no puede emplearse mientras subsista mi enojo. Y Fénix quédese con nosotros, acuéstese y mañana volverá conmigo a la patria tierra, si así to desea, que no he de llevarlo a viva fuerza.
Así dijo, y todos enmudecieron, asombrados de oírlo; pues fue mucha la vehemencia con que se negó. Y el anciano jinete Fénix, que sentía gran temor por las naves aqueas, dijo después de un buen rato y saltándole las lágrimas:
‑Si piensas en el regreso, preclaro Aquiles, y te niegas en absoluto a defender del voraz fuego las veleras naves, porque la ira penetró en tu corazón, ¿cómo podría quedarme solo y sin ti, hijo querido? El anciano jinete Peleo quiso que yo te acompañase el día en que te envió desde Ftía a Agamenón, todavía niño y sin experiencia de la funesta guerra ni del ágora, donde los varones se hacen ilustres; y me mandó que te enseñara a hablar bien y a realizar grandes hechos. Por esto, hijo querido, no querría verme abandonado de ti, aunque un dios en persona me prometiera rasparme la vejez y dejarme tan joven como cuando salí de la Hélade, de lindas mujeres, huyendo de las imprecaciones de Amíntor Orménida, mi padre, que se irritó conmigo por una concubina de hermosa cabellera, a quien amaba con ofensa de su esposa y madre mía. Ésta me suplicaba continuamente, abrazando mis rodillas, que me juntara con la concubina para que aborreciese al anciano. Quise obedecerla y lo hice; mi padre, que no tardó en conocerlo, me maldijo repetidas veces pidió a las horrendas Erinias que jamás pudiera sentarse en sus rodillas un hijo mío, y los dioses ‑el Zeus subterráneo y la terrible Perséfone ‑ratificaron sus imprecaciones. [Pensé matar a mi padre con el agudo bronce; mas alguno de los inmortales calmó mi cólera, haciendo que a mi corazón se representara la fama que tendría yo entre los hombres y los muchos baldones que de ellos recibiría, a fin de que no fuese llamado parricida entre los aqueos.] Desde entonces no tuve ánimo para vivir en el palacio con mi padre enojado. Amigos y deudos querían retenerme allí y me dirigían insistentes súplicas: degollaron gran copia de pingües ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos; pusieron a asar muchos puercos grasos sobre la llama de Hefesto; bebióse buena parte del vino que las tinajas del anciano contenían; y nueve noches seguidas durmieron aquéllos a mi lado, vigilándome por turno y teniendo encendidas dos hogueras, una en el pórtico del bien cercado patio y otra en el vestíbulo ante la puerta de la habitación. Al llegar por décima vez la tenebrosa noche, salí del aposento rompiendo las tablas fuertemente unidas de la puerta; salté con facilidad el muro del patio, sin que mis guardianes ni las sirvientas lo advirtieran, y, huyendo por la espaciosa Hélade, llegué a la fértil Ftía, madre de ovejas, a la casa del rey Peleo. Este me acogió benévolo; me amó como debe de amar un padre al hijo unigénito que haya tenido en la vejez, viviendo en la opulencia; enriquecióme y púsome al frente de numeroso pueblo, y desde entonces viví en un confín de la Ftía, reinando sobre los dólopes. Y te crié hasta hacerte cual eres, oh Aquiles semejante a los dioses, con cordial cariño; y tú ni querías ir con otro al banquete, ni comer en el palacio, hasta que, sentándote en mis rodillas, te saciaba de carne cortada en pedacitos y te acercaba el vino. ¡Cuántas veces durante la molesta infancia me manchaste la túnica en el pecho con el vino que devolvías! Mucho padecí y trabajé por tu causa, y, considerando que los dioses no me habían dado descendencia, te adopté por hijo, oh Aquiles semejante a los dioses, para que un día me librases del cruel infortunio. Pero, Aquiles, refrena tu ánimo fogoso; no conviene que tengas un corazón despiadado, cuando los dioses mismos se dejan aplacar, no obstante su mayor virtud, dignidad y poder. Con sacrificios, votos agradables, libaciones y vapor de grasa quemada los desenojan cuantos infringieron su ley y pecaron. Pues las Súplicas son hijas del gran Zeus, y aunque cojas, arrugadas y bizcas, cuidan de ir tras de Ofuscación: ésta es robusta, de pies ligeros, y por lo mismo se adelanta, y, recorriendo la tierra, ofende a los hombres: y aquéllas reparan luego el daño causado. Quien acata a las hijas de Zeus cuando se le presentan, consigue gran provecho y es por ellas atendido si alguna vez tiene que invocarlas. Mas si alguien las desatiende y se obstina en rechazarlas, se dirigen a Zeus Cronida y le piden que Ofuscación acompañe siempre a aquél para que con el daño sufra la pena. Concede tú también a las hijas de Zeus, oh Aquiles, la debida consideración, por la cual el espíritu de otros valientes se aplacó. Si el Atrida no te brindara esos presentes, ni te hiciera otros ofrecimientos para lo futuro, y conservara pertinazmente su cólera, no te exhortaría a que, deponiendo la ira, socorrieras a los argivos, aunque es grande la necesidad en que se hallan. Pero te da muchas cosas, te promete más y te envía, para que por él rueguen, varones excelentes, escogiendo en el ejército aqueo los argivos que te son más caros. No desprecies las palabras de éstos, ni dejes sin efecto su venida, ya que no se te puede reprender que antes estuvieras irritado. Todos hemos oído contar hazañas de los héroes de antaño, y sabemos que, cuando estaban poseídos de feroz cólera, eran placables con dones y exorables a los ruegos. Recuerdo lo que pasó en cierto caso, no reciente, sino antiguo, y os lo voy a referir a vosotros, que sois todos amigos míos. Curetes y bravos etolios combatían en torno de Calidón y unos a otros se mataban, defendiendo los etolios su hermosa ciudad y deseando los curetes asolarla por medio de Ares. Había promovido esta contienda Ártemis, la de áureo trono, enojada porque Eneo no le dedicó los sacrificios de la siega en el fértil campo: los otros dioses regaláronse con las hecatombes, y sólo a la hija del gran Zeus dejó aquél de ofrecerlas, por olvido o por inadvertencia, cometiendo una gran falta. Airada la deidad que se complace en tirar flechas, hizo aparecer un jabalí, de albos dientes, que causó gran destrozo en el campo de Eneo, desarraigando altísimos árboles y echándolos por tierra cuando ya con la llor prometían el fruto. Al fin lo mató Meleagro, hijo de Eneo, ayudado por cazadores y perros de muchas ciudades ‑pues no era posible vencerlo con poca gente, ¡tan corpulento era!, y ya a muchos los había hecho subir a la triste pira‑, y la diosa suscitó entonces una clamorosa contienda entre los curetes y los magnánimos etolios por la cabeza y la hirsuta piel del jabalí. Mientras Meleagro, caro a Ares, combatió, les fue mal a los curetes, que no podían, a pesar de ser tantos, acercarse a los muros. Pero el héroe, irritado con su madre Altea, se dejó dominar por la cólera que perturba la mente de los más cuerdos y se quedó en el palacio con su linda esposa Cleopatra, hija de Marpesa Evenina, la de hermosos tobillos, y de Idas, el más fuerte de los hombres que entonces poblaban la tierra. (Atrevióse Idas a armar el arco contra el soberano Febo Apolo, a causa de la joven de hermosos tobillos, y desde entonces pusiéronle a Cleopatra su padre y su veneranda madre el sobrenombre de Alcíone, porque la madre, sufriendo la suerte del sufridísimo alción, deshacíase en lágrimas mientras Febo Apolo, que hiere de lejos, se la llevaba.) Retirado, pues, con su esposa, devoraba Meleagro la acerba cólera que le causaron las imprecaciones de su madre; la cual, acongojada por la muerte violenta de un hermano, oraba mucho a los dioses, y, puesta de rodillas y con el seno bañado en lágrimas, golpeaba mucho el fértil suelo invocando a Hades y a la terrible Perséfone para que dieran muerte a su hijo. Erinias, que vaga en las tinieblas y tiene un corazón inexorable, la oyó desde el Érebo, y en seguida creció el tumulto y la gritería ante las puertas de la ciudad, las torres fueron atacadas y los etolios ancianos enviaron a los eximios sacerdotes de los dioses para que suplicaran a Meleagro que saliera a defenderlos, ofreciéndole un rico presente: donde el suelo de la amena Calidón fuera más fértil, escogería él mismo un hermoso campo de cincuenta yugadas, mitad viña y mitad tierra labrantía. Presentóse también en el umbral del alto aposento el anciano jinete Eneo; y, llamando a la puerta, dirigió a su hijo muchas súplicas. Rogáronle asimismo muchas veces sus hermanas y su venerable madre. Pero él se negaba cada vez más. Acudieron sus mejores y más caros amigos, y tampoco consiguieron mover su corazón, ni persuadirlo a que no aguardara, para salir del cuarto, a que llegaran hasta él los enemigos. Y los curetes escalaron las torres y empezaron a pegar fuego a la gran ciudad. Entonces la esposa, de bella cintura, instó a Meleagro llorando y refiriéndole las desgracias que padecen los hombres, cuya ciudad sucumbe: Matan a los varones, le decía; el fuego destruye la ciudad, y son reducidos a la esclavitud los niños y las mujeres de estrecha cintura. Meleagro, al oír estos males, sintió que se le conmovía el corazón; y, dejándose llevar por su ánimo, vistió las lucientes armas y libró del funesto día a los etolios; pero ya no le dieron los muchos y hermosos presentes, a pesar de haberlos salvado de la ruina. Y ahora tú, amigo, no pienses de igual manera, ni un dios te induzca a obrar así; será peor que difieras el socorro para cuando las naves sean incendiadas; ve, pues, por los regalos, y los aqueos te venerarán como a un dios, porque, si intervinieres en la homicida guerra cuando ya no te ofrezcan dones, no alcanzarás tanta honra aunque rechaces a los enemigos.
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
‑¡Fénix, anciano padre, alumno de Zeus! Para nada necesito tal honor; y espero que, si Zeus quiere, seré honrado en las cóncavas naves mientras la respiración no falte a mi pecho y mis rodillas se muevan. Otra cosa voy a decirte, que grabarás en tu memoria: No me conturbes el ánimo con llanto y gemidos por complacer al héroe Atrida, a quien no debes querer si deseas que el afecto que te profeso no se convierta en odio; mejor es que aflijas conmigo a quien me aflige. Ejerce el mando conmigo y comparte mis honores. Ésos llevarán la respuesta, tú quédate y acuéstate en blanda cama, y al despuntar la aurora determinaremos si nos conviene regresar a nuestros hogares o quedarnos aquí todavía.
Dijo, y ordenó a Patroclo, haciéndole con las cejas silenciosa señal, que dispusiera una mullida cama para Fénix, a fin de que los demás pensaran en salir cuanto antes de la tienda. Y Ayante Telamoníada, igual a un dios, habló diciendo:
‑¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¡Vámosnos! No espero lograr nuestro propósito por este camino, y hemos de anunciar la respuesta, aunque sea desfavorable, a los dánaos que están aguardando. Aquiles tiene en su pecho un corazón feroz y soberbio. ¡Cruel! En nada aprecia la amistad de sus compañeros, con la cual lo honrábamos en el campamento más que a otro alguno. ¡Despiadado! Por la muerte del hermano o del hijo se recibe una compensación; y, una vez pagada la importante cantidad, el matador se queda en el pueblo, y el corazón y el ánimo airado del ofendido se apaciguan con la compensación recibida, y a ti los dioses te han llenado el pecho de implacable y funesto rencor por una sola joven. Siete excelentes te ofrecemos hoy y otras muchas cosas; séanos tu corazón propicio y respeta tu morada, pues estamos debajo de tu techo, enviados por el ejército dánao, y anhelamos ser para ti los más apreciados y los más amigos de los aqueos todos.
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
‑¡Ayante Telamonio, del linaje de Zeus, príncipe de hombres! Creo que has dicho lo que sientes, pero mi corazón se enciende en ira cuando me acuerdo de aquéllos y del menosprecio con que el Atrida me trató en presencia de los argivos, cual si yo fuera un miserable advenedizo. Id y publicad mi respuesta: No me ocuparé en la cruenta guerra hasta que el hijo del aguerrido Príamo, Héctor divino, llegue matando argivos a las tiendas y naves de los mirmidones y las incendie. Creo que Héctor, aunque esté enardecido, se abstendrá de combatir tan pronto como se acerque a mi tienda y a mi negra nave.
Así dijo. Cada uno tomó una copa de doble asa; y, hecha la libación, los enviados, con Ulises a su frente, regresaron a las naves. Patroclo ordenó a sus compañeros y a las esclavas que aderezaran al momento una mullida cama para Fénix; y ellas, obedeciendo el mandato, hiciéronla con pieles de oveja una colcha y finísima cubierta del mejor lino. Allí descansó el viejo, aguardando la divina Aurora. Aquiles durmió en lo más retirado de la sólida tienda con una mujer que se había llevado de Lesbos: con Diomede, hija de Forbante, la de hermosas mejillas. Y Patroclo se acostó junto a la pared opuesta, teniendo a su lado a Ifis, la de bella cintura, que le había regalado Aquiles al tomar la excelsa Esciro, ciudad de Enieo.
Cuando los enviados llegaron a la tienda del Atrida, los aqueos, puestos en pie, les presentaban áureas copas y les hacían preguntas. Y el rey de hombres, Agamenón, los interrogó diciendo:
‑¡Ea! Dime, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos. ¿Quiere librar a las naves del fuego enemigo, o se niega porque su corazón soberbio se halla aún dominado por la cólera?
Contestó el paciente divino Ulises:
‑¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! No quiere aquél deponer la cólera, sino que se enciende aún más su ira y te desprecia a ti y tus dones. Manda que deliberes con los argivos cómo podrás salvar las naves y al pueblo aqueo, dice en son de amenaza que echará al mar sus corvos bajeles, de muchos bancos, al descubrirse la nueva aurora, y aconseja que los demás se embarquen y vuelvan a sus hogares, porque ya no conseguiréis arruinar la excelsa Ilio: el largovidente Zeus extendió el brazo sobre ella, y sus hombres están llenos de confianza. Así dijo, como pueden referirlo éstos que fueron conmigo: Ayante y los dos heraldos, que ambos son prudentes. El anciano Fénix se acostó allí por orden de aquél, para que mañana vuelva a la patria tierra, si así lo desea, porque no ha de llevarle a viva fuerza.
Así habló, y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues era muy grave lo que acababa de decir. Largo rato duró el silencio de los afligidos aqueos; mas al fin exclamó Diomedes, valiente en el combate:
‑¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! No debiste rogar al eximio Pelión, ni ofrecerle innumerables regalos; ya era altivo, y ahora has dado pábulo a su soberbia. Pero dejémoslo, ya se vaya, ya se quede: volverá a combatir cuando el corazón que tiene en el pecho se lo ordene y un dios le incite. Ea, obremos todos como voy a decir. Acostaos después de satisfacer los deseos de vuestro corazón comiendo y bebiendo vino, pues esto da fuerza y vigor. Y, cuando aparezca la hermosa Aurora de rosáceos dedos, haz que se reúnan junto a las naves los hombres y los carros, exhorta al pueblo y pelea en primera fila.
Tales fueron sus palabras, que todos los reyes aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes, domador de caballos. Y hechas las libaciones, volvieron a sus respectivas tiendas, acostáronse y el don del sueño recibieron.
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