Todos los animales cada instante
se quejaban a Júpiter Tonante
de la misma manera
que si fuese un alcalde de montera.
El Dios (y con razón) amostazado,
viéndose importunado,
por dar fin de una vez a la querella,
en lugar de sus rayos y centellas,
de receptor envía desde el cielo
al águila rapante, que de un vuelo
en la tierra juntó a los animales,
y expusieron en suma cosas tales:
pidió el león la astucia del raposo;
éste de aquél lo fuerte y valeroso;
envidia la paloma al gallo fiero;
el gallo a la paloma en lo ligero;
quiere el sabueso patas más felices,
y cuenta como nada sus narices;
el galgo lo contrario solicita;
y en fin (cosa inaudita),
los peces de las ondas ya cansados,
quieren poblar los bosques y los prados;
y las bestias dejando sus lugares,
surcar las olas de los anchos mares.
Después de oírlo todo:
-¿Ves, maldita caterva impertinente,
que entre tanto viviente
de uno y otro elemento,
pues nadie está contento,
no se encuentra feliz ningún destino?
Pues, ¿Para qué envidiar al del vecino?
Con sólo este discurso,
aún el bruto mayor de aquel concurso
se dio por convencido.
De modo que es sabido
que ya sólo se matan los humanos
en envidiar la suerte a sus hermanos.
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