Dentro de las asignaturas troncales en la educación primaria, las matemática constituye una ciencia deductiva de primer orden. Es deductiva porque no se puede ver, sólo imaginar, pues partiendo de ideas generales se llega a una idea concreta que, aplicando la lógica, concluye con la prueba o confirmación de una hipótesis.
Pero, introducir los conceptos matemáticos a edades tempranas puede constituir un reto. Muchos alumnos parten de la premisa de que las matemáticas son aburridas o pesadas, e incluso pueden llegar a asumirlas como innecesarias cuando intentamos profundizar más allá de las reglas básicas de la aritmética y la geometría. La causa se funda en varios problemas: por una parte la poca capacidad de abstracción de los niños a esas edades, la cual aun no se halla asentada y con capacidad para discernir, comparar o aislar mentalmente las propiedades o función de un objeto; esa base matemática débil impide que los nuevos contenidos matemáticos se puedan sumar a los ya adquiridos, impidiendo construir un aprendizaje sólido de esta materia.
Por otra parte, las matemáticas van perdiendo el contacto con la vida cotidiana, haciéndose más complejas, alejándose de la realidad y por tanto de su función práctica a nivel doméstico. Todo ello se ve agravado, en algunos casos, por métodos tradicionales o anticuados de enseñanza, donde el ritmo de aprendizaje individual no es contemplado, o no se estima como un parámetro fundamental en el método de aprendizaje.
En consecuencia, enseñar las matemáticas en la infancia de manera activa y efectiva es fundamental para crear bases sólidas, junto con un cambio de visión de esta asignatura y su predisposición para ser aceptada, en contra de la creencia de que se trata de una pesada carga. En ello tienen gran responsabilidad los docentes y su propia formación pedagógica, todos quisiéramos ser instruidos por un super profesor de matemáticas, y sin duda existen profesionales que nos sorprenderían con sus aptitudes para la enseñanza de esta disciplina, aunque seguro nos conformaríamos con conseguir que sus alumnos la asumieran satisfactoriamente como una materia útil y provechosa.
En el siglo XVIII, el polímata suizo francófono Jean-Jacques Rousseau, cuestionó duramente los principios de la ilustración, criticando la enseñanza tradicional de alienación del niño y abogando por una educación naturalista, de equilibrio entre deseo y necesidad para que reinase la armonía. Según sus postulados, el ser humano nace libre y sin maldad pero es la civilización, las normas sociales, el deseo de acumular riqueza y las instituciones los que terminan corrompiéndolo y creando desigualdades.
Los pensamientos y visión pedagógica de Rousseau los plasmó en su obra más famosa: «Emilio o de la educación», donde narra la historia imaginaria de un niño llamado Emilio, el cual es educado de acuerdo a su propia naturaleza y desarrollo. Este tratado rompió con los paradigmas de su época, pero también influyó en la pedagogía moderna, planteando unos principios revolucionarios en la forma de entender y conducir la educación infantil, sentando las bases de lo que después se conocería como «aprendizaje de experimentación», «educación sensorial», que estimulan la capacidad del niño y el interés por aprender.
Otro pedagogo, el suizo Johann Heinrich Pestalozzi, vendría más tarde a retomar las ideas de Rousseau, rechazando el memorismo típico de la época como método de aprendizaje. Pestalozzi afirmaba que «Los niños se desarrollan de dentro a fuera», indicando que no sólo debe dárseles la información, o conocimientos ya construidos, sino que éstos deben conducir a una repercusión efectiva en ellos. Postulaba por tanto que los alumnos debían tener la oportunidad de formarse a través de su propia actividad personal, aprendiendo por sí mismos, y proponiendo para ese objetivo la experimentación del niño, de una forma sensorial, emocional e intelectual.
Un logro importante de Pestalozzi, gracias a sus métodos, obras e instituciones educativas que fundó, fue conseguir erradicar casi por completo el analfabetismo suizo alrededor de 1830.
A comienzos del siglo XIX asoma otra figura importante en la pedagogía de la enseñanza infantil, se trata del pedagogo alemán Friedrich Fröbel, creador del concepto de jardín de infancia y de la educación preescolar. Fröbel tomó en consideración el juego y el juguete como un valioso recurso para el aprendizaje en la infancia, educando mediante tareas y actividades lúdicas. Él ya había conocido las novedosas ideas de Pestalozzi en 1805, y con el que llegó a trabajar en Suiza, desarrollando a partir de entonces su teoría educativa, aunque siguiendo su propia corriente independiente y de forma muy crítica, lo que le valió también ser considerado un radical por unas ideas demasiado innovadoras para los métodos de enseñanza de la época.
A lo largo del siglo XIX conviven dos escuelas. Por una parte, la escuela tradicional, basada en la memorización, la estricta autoridad del docente y el clásico material, con soportes como el libro de texto y la pizarra, y donde se transmiten valores ya adquiridos que no son cuestionados. Por otra parte, surgió la Escuela Activa, totalmente antagónica a la tradicional, donde se propone al alumno el espíritu crítico y el autodescubrimiento, manipulando los materiales y contextualizando el aprendizaje para aumentar la motivación.
Pedagogos y pensadores no fueron opacos a la «Nueva Escuela» o Activa, incluso un científico del calado de Albert Einstein dejó escrito: «La enseñanza debe ser tal que pueda recibirse como un regalo, no como una amarga obligación». En este orden de pensamiento, aparecerían más tarde en escena dos personas cuyos métodos tendrían especial influencia en el aprendizaje de nuestro tiempo. Hablamos de María Montessori y Jerome Bruner. Montessori, médica y educadora italiana, compara a los niños con una esponja y su maravillosa capacidad de absorber conocimientos, que debe ser aprovechada. Escribió que la escuela «no es un lugar donde el maestro transmite conocimientos», sino «un lugar donde la inteligencia y la parte psíquica del niño se desarrollará a través de un trabajo libre con material didáctico especializado».
María Montessori y Jerome Bruner. Imágenes Wikimedia Commons
Por su parte, el psicólogo y pedagogo estadounidense Jerome Seymour Bruner, contribuyó con sus teorías del aprendizaje a generar cambios en la enseñanza, con objeto de dejar atrás los antiguos modelos donde el docente era el punto de atención y los alumnos meros receptores pasivos de información, impidiendo que éstos pudieran desarrollar sus capacidades intelectuales. El modelo de Bruner era constructivista, frente a las pretéritas teorías conductivistas.
Otros numerosos docentes, pedagogos, matemáticos y de otras disciplinas, fueron tomando el relevo siguiendo los pasos de los ya citados, y aunque en la actualidad todavía quedan restos de las teorías tradicionales, van siendo superados por los nuevos modelos de enseñanza experimentados, y probados métodos para enseñar matemáticas infantil.
A través de sus sentidos, el niño interactúa con el medio que le rodea desde edades tempranas, estableciendo en su mente relaciones y conexiones que le permiten comprender la realidad en la que se halla inmerso. Esas relaciones se tornan en conocimientos cuando las vivencias y nuevas experiencias se van generalizando. Concretamente, en la construcción del pensamiento lógico-matemático en alumnos de educación infantil, los conocimientos se adquieren paulatinamente a través de prácticas y acciones relacionadas con el número y su ubicación en el espacio y en el tiempo.
El fortalecimiento de estas capacidades vienen dadas por cuatro variables básicas:
Se debe potenciar la observación pero sin imponerla, sin forzar al niño a visualizar lo que determine el adulto o el docente. Debe canalizarse de manera libre, respetando la acción del alumno, por ejemplo mediante juegos que se dirigen de forma cuidadosa hacia la percepción de propiedades y de cómo se hallan relacionadas entre ellas. La tensión o incomodidad en el ejercicio disminuye la capacidad de observación del alumno, por lo que se debe favorecer una situación de tranquilidad y gusto por la actividad a realizar.
Desde la perspectiva de acción creativa, la imaginación es potenciada cuando se realizan actividades que permiten acceder a múltiples alternativas en la acción del alumno. La imaginación favorece el aprendizaje matemático, debido a la pluralidad de situaciones a las que puede ser llevada una misma interpretación.
Por intuición no debemos entender decir cualquier cosa imaginada, o de forma arbitraria sin lógica, pues tal cosa no desarrolla pensamientos útiles. El alumno puede intuir que llega al conocimiento de la verdad sin necesidad de un razonamiento. Obviamente, no toda intuición que se le ocurra al niño significa verdad, y no es eso lo que se pretende, sino conseguir que al niño se le ocurra todo aquello que se acepta como verdad.
El razonamiento lógico es un proceso mental que supone aplicar la lógica, es la forma de pensamiento que permite llegar a una conclusión (verdadera, falsa o posible) de acuerdo a ciertas reglas deductivas, partiendo de una o varias premisas verdaderas. Para el filósofo y matemático Bertrand Russell, la matemática y la lógica están íntimamente ligadas, cuando afirma: «la lógica es la juventud de la matemática y la matemática la madurez de la lógica».
Existen tres categorías básicas para entender el pensamiento matemático, y en el siguiente orden:
El pensamiento matemático se desarrolla mediante algo obvio: haciendo matemáticas. Puesto que la matemática es una actividad mental, «hacer matemáticas» implica sobre todo establecer relaciones. Es evidente que el rigor va unido a la matemática, y así suele ser en las experiencias del niño cuando se acerca por primera vez a ella. Pero, debemos huir del rigor atado al abuso de forma y simbología sin significado, porque rigor es sobre todo claridad mental.
Tratar de conquistar la construcción de una idea es más importante que trabajar una actividad específica, el desarrollo del pensamiento debe ir de la mano de la emoción, la intuición, la observación, la creatividad y el razonamiento.
En consecuencia, toda acción lógica destinada al aprendizaje de la matemática debe:
Durante la construcción del aprendizaje matemático en el niño aparece ordinariamente el error. Es habitual que el maestro trate el error como fruto del fracaso escolar, y si tal error no se permite, o es corregido con castigos, se perderá una valiosa fuente de información para aplicar soluciones pedagógicas. Por ello, es importante orientar las actividades de aprendizaje tomando en consideración el valor del error.
Pedagógicamente hablando, según el educador e investigador Juan Díaz Godino, existen cuatro categorías en que se clasifica el error:
En vez de asumir el error como un indicativo de que el alumno no sabe hacer algo, debería tomarse como indicio de que lo que sabe es incorrecto o incompleto; en algunos casos esto también puede ser un indicio de que presenta algún trastorno específico del aprendizaje, lo cual podría facilitar la ayuda profesional a una edad temprana.
Según el matemático e investigador francés Guy Brousseau, en la didáctica matemática el error no se halla relacionado únicamente con una falta de conocimiento o procedimiento por parte del alumno, sino que también puede verse afectado por un conocimiento anterior, el cual podía ser válido para afrontar determinadas tareas, pero que resulta insuficiente para abordar nuevas situaciones.
Cuando se manifiesta este fenómeno, y particularmente los de origen didáctico, que son potencialmente productores de errores, pueden ser detectados con antelación mediante un diagnóstico previo, y de ese modo enfocar la práctica educativa para minimizar los errores en la mayor medida.
El niño puede presentar algún tipo de trastorno específico del aprendizaje cuando tiene problemas para procesar información, entender lo que se le dice, leer y comprender determinadas palabras, seguir las instrucciones del profesor, resolver problemas matemáticos o realizar cálculos sencillos.
Estos trastornos pueden estar asociados con alteraciones propias del desarrollo neurológico, factores de naturaleza afectiva-emocional, factores genéticos, una situación de baja autoestima o una falta de habilidad social. Tales trastornos no son habituales en edades tempranas, pero deben tenerse en cuenta para reconocerlos si un alumno llegase a presentar alguno de estos indicios.
Cuando estos trastornos se producen en el niño de forma continuada y reiterada, puede estar manifestando los primeros síntomas de un trastorno específico del aprendizaje, como sería el caso de una dislexia (dificultades para la lectura), una discalculia (dificultad para el desarrollo de habilidades matemáticas) o una disgrafía (trastorno de la escritura). Es en estos casos cuando los maestros deben estar atentos a las señales, con objeto de detectarlos a tiempo y así tomar las medidas de intervención temprana, en las cuales suele intervenir la comunidad educativa: los propios maestros, psicólogos, pedagogos y la propia familia del menor.
En conclusión, un diagnóstico a tiempo permitirá, en la mayoría de los casos, corregir o reducir la incapacidad o frustración que vienen aparejados a estos trastornos.
El juego desarrolla el pensamiento lógico-matemático, al favorecer el pensamiento motriz y el simbólico-representativo, y más tarde el pensamiento reflexivo. El juego fija y acrecienta la atención y la memoria, desarrollando la imaginación. Y en ese acto imaginativo también puede servir como entrenamiento para diferenciar realidad y fantasía. Se potencia además la comunicación verbal, ya que los niños necesitan conocer los objetos y sus propiedades.
Varios estudiosos de la didáctica de las matemáticas han coincidido en considerar el juego como una acción esencial para el niño, y como puerta para acceder a la indagación matemática. Así, la catedrática de psicología Maite Garaidordobil expresa que la actividad que más caracteriza a la infancia es el juego, por tratarse de algo trascendental para el desarrollo humano, contribuyendo en el plano social, afectivo, intelectual y psicomotor. El juego tiene que ser siempre fuente de placer pero debe constituir una actividad seria. Del mismo modo que los fracasos son oportunidades para mejorar y muestran el grado de tolerancia a la frustración, los éxitos en el juego son reales en la vida de los niños, aumentando su autoestima.
El catedrático de didáctica de las matemáticas Angel Alsina enunció un decálogo del juego como recurso didáctico para la enseñanza de las matemáticas. Así, conviene incluir el juego en las actividades del aula con un carácter serio y riguroso, planificando convenientemente las sesiones. Los niños que han sido protagonistas de experiencias de juego en el aprendizaje matemático, mostraron mejoras en multitud de aspectos de la personalidad, desarrollando mayor soltura en los ejercicios y mejor aptitud numérica.
Otros variados investigadores de la didáctica de las matemáticas y la psicología a edades tempranas, han aportado visiones parecidas acerca del juego como recurso educativo de importancia. En conclusión, que la escuela debe ser un lugar donde se continúe jugando e investigando el mundo que rodea a los niños, de forma que puedan ampliar sus propias experiencias individuales.
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