Cicerón fue protagonista en la conjura de Catilina –un político destacado de la facción llamada de los populares--, que dio lugar a los discursos denominados Catilinarias. Tienen su origen en el complot que Catilina urdió para dar un golpe de estado, tras perder su postulación para el cargo de cónsul. Tales maquinaciones fueron advertidas por Cicerón, que promulgó leyes para combatirlas. Pero Catilina conspiraba con sus partidiarios para asesinar a Cicerón y a otros miembros relevantes del Senado, e incluso planeaba una insurreción general.
Cicerón fue descubriendo los sucesivos planes, y en las reuniones del Senado pronunció sus famosas Catilinarias
La Catilinaria primera, pronunciada en el 63 a.C., con Catilina presente, comienza con la famosa frase: «Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?«:
Texto completo:
¿Hasta cuando, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la guardia nocturna del Palatino, ni la vigilancia diurna en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las frases y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves que tu conjura fracasa por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; donde estuviste, a quienes convocaste y qué resolviste?
¡Oh, que tiempos! ¡Que costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y sin embargo Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota a aquellos a quienes designa a la muerte. ¡Y nosotros, hombres fuertes, creemos satisfacer a la República previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Hace tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.
Un ciudadano ilustre, Publio Escipión, Sumo Pontífice, sin ser magistrado, hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la República; y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio al mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no lo castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su mano dio muerte a Spurio Melio porque meditaba cambios en el gobierno.
Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta República la virtud de que los hombres esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos. En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara la salvación de la República, y antes del anochecer había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos, sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antepasados, y había muerto también el ex cónsul Marco Fulvio con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules Cayo Mario y Lucio Valerio la salud de la República. ¿Transcurrió un solo día sin que la vindicta pública se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe, y la del pretor Cayo Servilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace 20 días la espada de nuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Si cumpliera ese decreto morirías al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos.
Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la República, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la República; crece día a día el número de los enemigos; el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la República.
Si ahora ordenara que te capturaran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzgarían tardío. Pero lo que hace tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la República, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas ni las paredes de una casa particular contienen los clamores de la conspiración? ¿Si todo se sabe, si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Atrapado como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar. ¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, el sexto antes de las calendas de noviembre, se alzaría en armas Cayo Malio, secuaz y ministro de tu audacia? ¿Me equivoqué, Catilina, no solo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día?
Dije también en el Senado que habías fijado el quinto día antes de dichas calendas para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como para impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que ese mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la República, y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que me había quedado, te dabas por satisfecho? ¿Qué más? Cuando confiabas en apoderarte de Preneste sorprendiéndola con un ataque nocturno el mismo día de las calendas de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella fortaleza con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas, que yo no oiga, vea o sepa con certeza.
Pero recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la República que la tuya para destruirla. Aludo a la noche en que fuiste entre falcarios (hablaré sin rebozo) a casa de Marco Leca, donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo probaré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos de los que estuvieron contigo. ¡Oh, dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué República tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augusto del mundo entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando conviniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se los ofende.
Fuiste, pues, Catilina, esa noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cómplices, determinaste adonde debía ir cada uno de ellos, elegiste a los que se habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que partirías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aun vivía yo. Se ofrecieron entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prometiendo ir aquella misma noche poco antes del amanecer a mi casa para matarme en mi propio lecho. Todo esto lo supe después de terminada vuestra reunión, puse en mi casa una guardia más numerosa y fuerte; a los que enviaste a saludarme tan de madrugada, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la entrada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes hombres la hora en que debían ir a visitarme.
Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas, parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Malio, te desea como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas.
Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos que agradecer a los dioses inmortales y a Júpiter Stator, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. No se consentirá más que por un solo hombre peligre la República. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino no mi propia cautela.
Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus competidores en el Campo de Marte, atajé tus malvados intentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siempre que atacaste a mi persona, te rechacé personalmente, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria.
Pero ahora atacas a toda la República, ahora pides la muerte para todos los ciudadanos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a ejecutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la práctica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si ordenara matarte quedarían en la República las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no dejo de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turba que es la hez de la República. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Me preguntas: «¿Para ir al destierro?» No lo mando, pero si me lo consultas, te lo aconsejo.
Por que, Catilina, ¿qué atractivo puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, conjurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca? ¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no ejecutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando hace poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nuevas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verdaderamente increíble? Maldad que callo y de buen grado consiento que quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad sucedió tan feroz crimen, o que no fue castigado.
Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazando para los próximos idus. Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificultades y vergüenzas domésticas, para concretarme a lo que atañe a la República entera, a la vida y conservación de todos nosotros.¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ignora que la víspera de las calendas de enero, al terminar el consulado de Lépido y Tullo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para asesinar a los cónsules y los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepentimiento ni el temor, sino la fortuna del pueblo romano?
Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo los esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada pretendes, nada ideas que yo no sepa a tiempo, y sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por acaso cayó de ellas? Y, sin embargo, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul.¿Pero cual es tu vida ahora? Porque quiero hablar contigo de modo que no parezca que me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a la que no eres acreedor.
Entraste hace poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las palabras el severísimo juicio del silencio? ¿Qué, al sentarte no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos ex cónsules repetidas veces destinados por ti a la muerte abandonar sus asientos cuando ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío?