CAPITULO XXXIV
De cómo envié por los cristianos
Pasados cinco días, llegaron Andrés Dorantes y Alonso del Castillo con los que habían ido por ellos, y traían consigo más de seiscientas personas, que eran de aquel pueblo que los cristianos habían hecho subir al monte, y andaban escondidos por la tierra, y los que hasta allí con nosotros habían venido los habían sacado de los montes y entregado a los cristianos, y ellos habían despedido todas las otras gentes que hasta allí habían traído; y venidos adonde yo estaba, Alcaraz me rogó que enviásemos a llamar la gente de los pueblos que están a vera del río, que andaban escondidos por los montes de la tierra, y que les mandásemos que trujesen de comer, aunque esto no era menester, porque ellos siempre tenían cuidado de traernos todo lo que podían, y envíamos luego nuestros mensajeros a que los llamasen, y vinieron seiscientas personas, que nos trujeron todo el maíz que alcanzaban, y traíanlo en unas ollas tapadas con barro en que lo habían enterrado y escondido, y nos trujeron todo lo más que tenían; mas nosotros no quisimos tomar de todo ello sino la comida, y dimos todo lo otro a los cristianos para que entre sí la repartiesen; y después de esto pasamos muchas y grandes pendencias con ellos, porque nos querían hacer los indios que traíamos esclavos, y con este enojo, al partir dejamos muchos arcos turquescos, que traíamos, y muchos zurrones y flechas, y entre ellas las cinco de las esmeraldas, que no se nos acordó de ellas; y ansí, las perdimos. Dimos a los cristianos muchas mantas de vaca y otras cosas que traíamos; vímonos con los indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus casas y se asegurasen y sembrasen su maíz. Ellos no querían sino ir con nosotros hasta dejarnos, como acostumbraban, con otros indios; porque si se volviesen sin hacer esto temían que se morirían; que para ir con nosotros no temían a los cristianos ni a sus lanzas. A los cristianos les pasaba de esto, y hacían que su lengua les dijese que nosotros éramos de ellos mismos, y nos habíamos perdido muchos tiempos había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quien habían de obedecer y servir. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o en nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre sí platicaban, diciendo que los cristianos mentían porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que nosotros no teníamos cobdicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie; y de esta manera relataban todas nuestras cosas y las encarescían, por el contrario, de los otros; y así les respondieron a la lengua de los cristianos, y lo mismo hicieron saber a los otros por una lengua que entre ellos había, con quien nos entendíamos, y aquellos que la usan llamamos propriamente primahaitu, que es como decir vascongados, la cual, más de cuatrocientas leguas de las que anduvimos, hallamos usada entre ellos, sin haber otra por todas aquellas tierras. Finalmente, nunca pudo acabar con los indicios creer que éramos de los otros cristianos, y con mucho trabajo e importunación les hecimos volver a sus casas , y les mandamos que se asegurasen, y asentasen sus pueblos, y sembrasen y labrasen la tierra, que, de estar despoblada, estaba ya muy llena de montes; la cual sin dubda es la mejor de cuantas en estas Indias hay, y más fértil y abundosa de mantenimientos, y siembran tres veces en el año. Tienen muchas frutas y muy hermosos ríos, y otras muchas aguas muy buenas. Hay muestras grandes y señales de minas de oro y plata; la gente de ella es muy bien acondicionada; sirven a los cristianos (los que son amigos) de muy buena voluntad. Son muy dispuestos, mucho más que los de Méjico, y, finalmente, es tierra que ninguna cosa le falta para ser muy buena. Despedidos los indios, nos dijeron que harían lo que mandábamos, y asentarían sus pueblos si los cristianos los dejaban; y yo así lo digo y afirmo por muy cierto, que si no lo hicieren será por culpa de los cristianos. Después que hobimos envíado a los indios en paz, y degraciadoles el trabajo que con nosotros habían pasado, los cristianos nos enviaron, debajo de cautela, a un Cebreros, alcalde, y con él otros dos, los cuales nos llevaron por los montes y despoblados, por apartarnos de la conversación de los indios, y porque no viésemos ni entendiésemos lo que de hecho hicieron; donde paresce cuánto se engañan los pensamientos de los hombres, que nosotros andábamos a les buscar libertad, y cuando pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario, porque tenían acordado de ir a dar en los indios que enviábamos asegurados y de paz; y ansí como lo pensaron, lo hicieron; lleváronnos por aquellos montes dos días, sin agua, perdidos y sin camino, y todos pensamos perescer de sed, y de ella se nos ahogaron siete hombres, y muchos amigos que los cristianos traían consigo no pudieron llegar hasta otro día a mediodía adonde aquella noche hallamos con ellos veinte y cinco leguas, poco más o menos, y al fin de ellas llegamos a un pueblo de indios de paz, y el alcalde que nos llevaba nos dejó allí, y él pasó adelante otras tres leguas, a un pueblo que se llamaba Culiazan, adonde estaba Melchor Díaz, alcalde mayor y capitán de aquella provincia.
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