CAPITULO XXII
Como otro día nos trujeron otros enfermos
Otro día de mañana vinieron allí muchos indios y traían cinco enfermos que estaban tollidos y muy malos, y venían en busca de Castillo que los curase, y cada uno de los enfermos ofresció su arco y flechas, y él los rescibió y a puesta del sol los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él vía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida; y él lo hizo tan misericordiosamente, que venida la mañana, todos amanescieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hobieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conosciésemos su bondad, y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir; y de mí sé decir que siempre tuve esperanza en su misericordia que me había de sacar de aquella captividad, y así lo hablé siempre a mis compañeros. Como los indios fueron idos y llevaron sus indios sanos, partimos donde estaban otros comiendo tunas, y éstos se llaman cutalches y malicones, que son otras lenguas, y junto con ellos había otros que se llaman coayos y susolas, y de otra parte otros llamados atayos, y éstos tenían guerra con los susolas, con quien se flechaban cada día; y como por toda la tierra no se hablase sino en los misterios que Dios nuestro Señor con nosotros obraba, venían de muchas partes a buscarnos para que los curásemos; y a cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos indios de los susolas y rogaron a Castillo que fuese a curar un herido y otros enfermos, y dijeron que entre ellos quedaba uno que estaba muy al cabo. Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy temerosas y peligrosas, y creía que sus pecados habían de estorbar que no todas veces suscediese bien el curar. Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos, porque ellos me querían bien y se acordaban que les había curado en las nueces, y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando yo vine a juntarme con los cristianos; y así, hube de ir con ellos, y fueron conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba mucha gente al derredor de éI llorando y su casa deshecha, que es señal que el dueño estaba muerto; y ansí, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y sin ningun pulso, y con todas señales de muerto, según a mi me paresció, y lo mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima, con que estaba cubierto, y lo mejor que pude supliqué a nuestro Señor fuese servido de dar salud a aquel y a todos los otros que de ella tenían necesidad; y después de santiguado y soplado muchas veces, me trajeron su arco y me lo dieron, y una sera de tunas molidas, y lleváronme a curar otros muchos que estaban malos de modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios, que con nosotros habían venido; y hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento, y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que esta muerto y yo había curado en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy alegres. Esto causó muy gran admiración y espanto, y en toda la tierra no se hablaba en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegaba nos venían a buscar para que los curásemos y santiguásemos sus hijos; y cuando los indios que estaban en compañía de los nuestros, que eran los cutalchiches, se hubieron de ir a su tierra, antes que se partiesen nos ofrescieron todas las tunas que para su camino tenían, sin que ninguna les quedase, y diéronnos pedernalestan largos como palmo y medio, con que ellos cortan, y es entre ellos cosa de muy gran estima. Rogáronnos que nos acordásemos de ellos y rogásemos a Dios que siempre estuviesen buenos, y nosotros se lo prometimos; y con esto partieron los más contentos hombres del mundo, habiéndonos dado todo lo mejor que tenían: Nosotros estuvimos con aquellos indios avavares ocho meses, y esta cuenta hacíamos por las lunas. En todo este tiempo nos venían de muchas partes a buscar y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del Sol. Dorantes y el negro hasta allí no habían curado; mas por la mucha importunidad que teníamos, viniéndonos de muchas partes y buscar, venimos todos a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más señalado entre ellos y ninguno jamás curamos que no nos dijese que quedaba sano; y tanta confianza tenían que habían de sanar si nosotros los curásemos, que creían en tanto que allí nosotros estuviésemos ninguna de ellos había de morir. Estos y los demás atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que nos figuraron parescía que había quince o diez y seis años que había acontescido, que decían que por aquella tierra anduvo un hombre, que ellos llaman Mala Cosa, y que era pequeño de cuerpo y que tenía barbas, aunque nunca claramente le pudieron ver el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban se les levantaban los cabellos y temblaban, y luego parescía a la puerta de la casa un tizón ardiendo y luego, aquel hombre entraba y tomaba al que quería de ellos, y dabales tres cuchilladas grandes por las ijadas con un pedernal muy agudo tan ancho como la mano y dos palmos en luengo, y metía la mano por aquellas cuchilladas y sacábales las tripas; y que cortaba de una tripa poco mas o menos de un palmo, y aquello que cortaba echaba en las brasas y luego le daba tres cuchilladas en un brazo, y la segunda daba por la sangradura y desconcertábaselo, y dende a poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos sobre las heridas, y decíannos que luego quedaban sanos, y que muchas veces cuando bailaban aparescía entre ellos, en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre; y cuando él quería, tomaba el buhío o casa y subíala en alto, y dende a un poco caía con ella y daba muy gran golpe. También nos contaron que muchas veces le dieron de comer y que nunca jamás comió; y que le preguntaban donde venía y a qué parte tenía su casa, y que les mostró una hendedura de la tierra, y dijo que su casa era allá debajo. De estas cosas que ellos nos decían, nosotros nos reíamos mucho, burlando de ellas; y como ellos vieron que no lo creíamos, trujeron muchos de aquellos que decían que él había tomado, y vimos las señales de las cuchilladas que él había dado en los lugares en la manera que ellos contaban. Nosotros les dijimos que aquél era un malo, y de la mejor manera que podimos les dábamos a entender que si ellos creyesen en Dios nuestro Señor y fuesen cristianos como nosotros, no tenían miedo de aquél, ni osaría venir a hacelles aquellas cosas; y que tuviesen por cierto que en tanto que nosotros en la tierra estuviésemos él no osaría parescer en ella. De esto se holgaron ellos mucho y perdieron mucha parte del temor que tenían. Estos indios nos dijeron que habían visto al asturiano y a Figueroa con otros, que adelante en la costa estaban, a quien nosotros llamábamos de los higos. Toda esta gente no conoscía los tiempos por el Sol ni la Luna, ni tienen cuenta del mes y año, y más entienden y saben las diferencias de los tiempos cuando las frutas vienen a madurar, y en tiempo que muere el pescado y al aparescer de las estrellas, en que son muy diestros y ejercitados. Con éstos siempre fuimos bien tratados, aunque lo que habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos nuestras cargas de agua y leña. Sus casas y mantenimientos son como las de los pasados, aunque tienen muy mayor hambre, porque no alcanzan maíz ni bellotas ni nueces. Anduvimos siempre en cueros como ellos, y de noche nos cubríamos con cueros de venado. De ocho meses que con ellos estuvimos, los seis padescimos mucha hambre, que tampoco alcaman pescado.Y al cabo de este tiempo ya las tunas comenzaban a madurar, y sin que de ellos fuésemos sentidos nos fuimos a otros que adelante estaban, llamados maliacones; éstos estaban una jornada de allí, donde yo y el negro llegamos. A cabo de los tres días envié que trajese a Castillo y a Dorantes; y venidos, nos partimos todos juntos con los indios, que iban a comer una frutilla de unos árboles, de que se mantienen diez o doce días, entretanto que las tunas vienen; y allí se juntaron con estos otros indios que se llaman arbadaos, y a éstos hallamos muy enfermos y flacos y hinchados; tanto que nos maravillamos mucho, y los indios con quien habíamos venido se volvieron por el mismo camino; y nosotros les dijimos que nos queríamos quedar con aquéllos, de que ellos mostraron pesar; y así, nos quedamos en el campo con aquéllos, cerca de aquéllas casas, y cuando ellos nos vieron, juntéronse después, de haber hablado entre sí, y cada uno de ellos tomó el suyo por la mano y nos llevaron a sus casas. Con éstos padecimos más hambre que con los otros, porque en todo el día no comíamos más de dos puños de aquella fruta, la cual estaba verde; tenía tanta leche, que nos quemaba las bocas; y con tener falta de agua, daba mucha sed a quien la comía; y como la hambre fuese tanta, nosotros comprámosles dos perros, y a trueco de ellos les dimos unas redes y otras cosas, y un cueroa con que yo me cubría. Ya he dicho cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y cómo no estábamos acostumbrado a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy grandes, de que rescibíamos muy gran pena por razón de las muy grandes cargas que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las cuerdas se nos metían por los brazos; y la tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos corría por muchas partes sangre, de las espinas y matas con que topábamos, que nos rompían por donde alcanzaban. A las veces me acontesció hacer leña donde, después de haberme costado mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redemptor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas el padesció que no aquel que yo entonces sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con flechas y con redes. Hacíamos esteras, que son cosas, de que ellos tienen mucha necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar entretanto qué comer, y cuan- do entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras veces me mandaban traer cueros y ablandarlos; y la mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día que me daban a raer algunos, porque yo lo raía muy mucho y comía de aquellas raeduras, y aquello me bastaba para dos o tres días. También nos acontesció con éstos y con los que atrás habemos dejado, darnos un pedazo de carne y comérnoslo así crudo, porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio que llegaba se lo llevaba y comía; parescíanos que no era bien ponerla en esta ventura, y también nosotros no estábamos tales, que nos dábamos pena comerlo asado, y no lo podíamos tan bien pasar como crudo. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los rescates que por nuestras manos hecimos.
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