“Naufragios” (IX) [Álbar Núñez Cabeza de Vaca]

CAPITULO IX

Cómo partimos de bahía de Caballos

Aquella bahía de donde partimos ha por nombre la bahía de Caballos, y anduvimos siete días por aquellos ancones, entrados en el agua hasta la cinta, sin señal de ver ninguna cosa de costa y al cabo de ellos llegamos a una isla que estaba cerca de la tierra. Mi barca iba delante, y de ella vimos venir cinco canoas de indios, los cuales las desampararon y nos la dejaron en las manos, viendo que íbamos a ellas; las otras barcas pasaron adelante, y dieron en unas casas de la misma isla, donde hallamos muchas lizas y huevos de ellas, que estaban secas; que fue muy gran remedio para la necesidad que llevábamos. Después de tomadas, pasamos adelante, y dos leguas de allí pasamos un estrecho que la isla con la tierra hacía, al cual llamamos de Sant Miguel por haber salido en su día por él; y salidos, llegamos a la costa, donde, con las cinco canoas que yo había tomado a los indios, remediamos algo de las barcas, haciendo falcas de ellas, y añadiéndolas, de manera que subieron dos palmos de bordo sobre el agua; y con esto tornamos a caminar por luengo de costa la vía del río de Palmas, cresciendo cada día la sed y la hambre, porque los bastimentos eran muy pocos y iban muy al cabo, y el agua se nos acabó, porque las botas que hecimos de las piernas de los caballos luego fueron podridas y sin ningún provecho; algunas veces entramos por ancones y bahías que entraban mucho por la tierra adentro; todas las hallamos bajas y peligrosas; y ansí, anduvimos por ellas treinta días, donde algunas veces hallábamos indios pescadores, gente pobre y miserable. Al cabo ya de estos treinta días, que la necesidad del agua era en extremo, yendo cerca de costa, una noche sentimos venir una canoa, y como la vimos, esperamos que llegase, y ella no quiso hacer cara; y aunque la llamamos, no quiso volver ni aguardarnos, y por ser de noche no la seguimos, y fuímonos nuestra vía; cuando amaneció vimos una isla pequeña, y fuimos a ella por ver si hallaríamos agua; mas nuestro trabajo fue en balde, porque no lo había. Estando allí surtos, nos tomó una tormenta muy grande, porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente, porque no creo que hay necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos; pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remido que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría; y como vimos que la sed crescía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventurarnos antes al peligro de la mar que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba; y así, salimos la vía donde habíamos visto la canoa la noche que por allí veníamos; y en este día nos vimos muchas veces anegados, y tan perdidos, que ninguno hubo que no tuviese por cierta la muerte. Plugo a nuestro Señor, que en las mayores necesidades suele mostrar su favor, que a puesta del Sol volvimos una punta que la tierra hace, adonde hallamos mucha bonanza y abrigo. Salieron a nosotros muchas canoas, y los indios que en ellas venían nos hablaron, y sin querernos aguardar, se volvieron. Era gente grande y bien dispuesta, y no traían flechas ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo hasta sus casas, que estaban cerca de allí a la lengua del agua, y saltamos en tierra, y delante de las casas hallamos muchos cántaros de agua y mucha cantidad de pescado guisado, y el señor de aquellas tierras ofresció todo aquello al gobernador, y tomándolo consigo, lo llevó a su casa. Las casas de estos eran de esteras, que a lo que paresció eran estantes; y después que entramos en casa del cacique, nos dio mucho pescado, y nosotros le dimos del maíz que traíamos, y lo comieron en nuestra presencia, y nos pidieron más, y se lo dimos, y el gobernador le dio muchos rescates; el cual, estando con el cacique en su casa, a media hora de la noche, súbitamente los indios dieron en nosotros y en los que estaban muy malos echados en la costa, y acometieron también la casa del cacique, donde el gobernador estaba, y lo hirieron de una piedra en el rostro. Los que allí se hallaron prendieron al cacique; mas como los suyos estaban tan cerca, soltóseles y dejoles en las manos una manta de marta cebelinas, que son las mejores que creo yo que en el mundo se podrían hallar, y tienen un olor que no paresce sino de ámbar y almizcle y alcanza tan lejos, que de mucha cantidad se siente; otras vimos allí, mas ningunas eran tales como éstas. Los que allí se hallaron, viendo al gobernador herido, lo metieron en la barca, y hecimos que con él se recogiese toda la gente a sus barcas, y quedamos hasta cincuenta en tierra para contra los indios, que nos acometieron tres veces aquella noche, y con tanto ímpetu, que cada vez nos hacían retraer más de un tiro de piedra. Ninguno hubo de nosotros que no quedase herido, yo fuien la cara; y si como se hallaron pocas flechas, estuvieran más proveídos de ellas, sin duda nos hicieran mucho daño. La última vez se pusieron en celada los capitanes Dorantes y Peñalosa y Tellez con quince hombres, y dieron en ellos por las espaldas, y de tal manera les hicieron huir, que nos dejaron. Otro día de mañana yo les rompí más de treinta canoas, que nos aprovecharon para un norte que hacía, que por todo el día hubimos de estar allí con mucho frío, sin osar entrar en la mar, por la mucha tormenta que en ella había. Esto pasado, nos tornamos a embarcar, y navegamos tres días; y como habíamos tomado poca agua, y los vasos que teníamos para llevar asimismo eran muy pocos, tornamos a caer en la primera necesidad; y siguiendo nuestra vía, entramos por un estero, y estando en él vimos venir una canoa de indios. Como los llamamos, vinieron a nosotros, y el gobernador, a cuya barca habían llegado, pidióles agua, y ellos la ofrescieron con que les diesen en que la trajesen, y un cristiano griego, llamado Doroteo Teodoro (de quien arriba se hizo mención), dijo que quería ir con ellos; el gobernador y otros se lo procuraron estorbar mucho, y nunca lo pudieron, sino que en todo caso quería ir con ellos; asi se fue, y llevo consigo un negro, y los indios dejaron en rehenes dos de su compañía; y a la noche volvieron los indios y trajéronnos muchos vasos sin agua, y nos trajeron los cristianos que habían llevado; y los que habían dejado por rehenes, como los otros los hablaron quisiéronse echar al agua. Maslos que en la barca estaban los detuvieron; y ansí, se fueron huyendo los indios de la canoa, y nos dejaron muy confusos y tristes por haber perdido aquellos cristianos.

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