“Los Comentarios Reales” (II-IV) [Inca Garcilaso de la Vega]

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO IV

LA MUERTE DEL MARQUÉS DON FRANCISCO PIZARRO Y SU POBRE ENTIERRO

Sintiendo el ruido que los del Chili llevaban, algunos indios del servicio del marqués entraron donde estaba, y le avisaron de la gente que venía, y de qué manera venía. El marqués, que estaba hablando con su alcalde mayor, el doctor Velázquez, y con el capitán Francisco de Chaves, que era como su teniente general, y con Francisco Martín de Alcántara, su hermano materno, y con otros doce o trece criados de casa, con el aviso de los indios sospechó lo que fue. Mandó a Francisco de Chaves que cerrase la puerta de la sala y de la cuadra donde estaban, mientras él y los suyos se armaban para salir a defenderse de los que venían. Francisco de Chaves, entendiendo que era alguna pendencia particular de soldados, y que bastaría su autoridad a apaciguarla (en lugar de cerrar las puertas como le fue mandado), salió a ellos y los halló que subían ya la escalera. Y turbado de ver lo que no pensó, les preguntó diciendo: “¿Qué es lo que mandan vuestas mercedes?”. Uno dellos le dio por respuesta una estocada. Él, viéndose herido, para defenderse echó mano a su espada; luego cargaron todos sobre él, y uno dellos le dio una cuchillada tan buena en el pescuezo, que como dice Gómara, capítulo ciento y cuarenta y cinco, le llevó la cabeza a cercén, y rodó el cuerpo la escalera abajo. Los que estaban en la sala, que eran criados del marqués, salieron a ver el ruido, y viendo muerto a Francisco de Chaves, volvieron huyendo como mercenarios, y se echaron por las ventanas que salían a un huerto de la casa; y entre ellos fue el doctor Juan Velázquez con la vara en la boca, porque no le estorbase las manos, como que por ella le hubiesen de respetar los contrarios. Los cuales entraron en la sala, y no hallando gente en ella, pasaron a la cuadra. El marqués, sintiéndolos tan cerca, salió a medio armar, que no tuvo lugar a atarse las correas de una coracinas que se había puesto. Sacó embarazada una adarga y una espada en la mano. Salieron con él su hermano Francisco Martín de Alcántara y dos pajes, ya hombres, el uno llamado Juan de Vargas, hijo de Gómez de Tordoya, y el otro Alonso Escandón. Los cuales no sacaron armas defensivas porque no tuvieron lugar de poderlas tomar. El marqués y su hermano se pusieron a la puerta, y la defendieron valerosamente gran espacio de tiempo, sin poderles entrar los enemigos. El marqués, con gran ánimo, decía a su hermano: “Muera, que traidores son”. Peleando valientemente los unos y los otros, mataron al hermano del marqués, porque no llevaba armas defensivas. Uno de los pajes se puso luego en su lugar, y él y su señor defendían la puerta tan varonilmente, que los enemigos desconfiaban de poderla ganar; y temiendo que durara mucho la pelea vendría socorro al marqués y los matarían a todos tomándolos en medio. Juan de Rada y otro de los compañeros arrebataron en brazos a Narváez, y lo arrojaron la puerta adentro para que el marqués se cebase en él, y entre tanto entrasen los demás. Así sucedió que el marqués recibió a Narváez con una estocada y otras heridas que le dio, de que murió luego. Entre tanto entraron los demás y los unos acudieron al marqués, y los otros a los pajes. Los cuales murieron peleando como hombres y dejaron mal heridos a cuatro de los contrarios. Viendo solo al marqués, acudieron todos a él, y le cercaron de todas partes; él se defendió buen espacio de tiempo como quien era, saltando a unas partes y a otras, trayendo la espada con tanta fuerza y destreza, que hirió malamente a tres de sus contrarios; pero como eran tantos para uno solo, y su edad pasaba ya de los sesenta y cinco años, se desalentó de manera que unos de sus enemigos se le acercó y le dio una estocada por la garganta, de que cayó en el suelo pidiendo confisión a grandes voces; y caído como estaba, hizo una cruz con la mano derecha, y puso la boca sobre ella; y besándola expiró el famoso sobre los famosos don Francisco Pizarro, el que tanto enriqueció y engrandeció y hoy engrandece la corona de España y a todo el mundo, con las riquezas del imperio que ganó; como se ve, y como atrás en muchas partes hemos dicho. Y con todas sus grandezas y riquezas acabó tan desamparado y pobre, que no tuvo con qué, ni quien lo enterrase. Donde la fortuna en menos de una hora igualó su disfavor y miseria al favor y prosperidad que en el discurso de toda su vida le había dado.

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