“La Iliada” (II) [Homero]

CANTO II

  

Sueño‑ Beocia o catálogo de las naves 

Para cumplir lo prometido a Tetis, Zeus envía un engañoso sueño a Agamenón, y le aconseja que levante el campamento y regrese a casa; Agamenón convoca el consejo de los jefes y luego la asamblea general de todos los guerreros, que aceptan la propuesta, por lo que Agamenón (bajo la incitación de Atenea) debe intervenir para insuflar coraje y buenas esperanzas a los aqueos. Después de varios incidentes y de enumerar cuantos pueblos formaban los ejércitos griego y troyano, sucédense tres grandes batallas.

 Las demás deidades y los hombres que en carros combaten, durmieron toda la noche; pero Zeus no probó las dulzuras del sueño, porque su mente buscaba el medio de honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin creyó que lo mejor sería enviar un pernicioso sueño al Atrida Agamenón; y, hablándole, pronunció estas aladas palabras:

 ‑Anda, ve, pernicioso Sueño, encamínate a las veleras naves aqueas, introdúcete en la tienda de Agamenón Atrida, y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte. Ordénale que arme a los melenudos aqueos y saque toda la hueste: ahora podría tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.

 Así dijo. Partió el Sueño al oír el mandato, llegó en un instante a las veleras naves aqueas, y, hallando dormido en su tienda al Atrida Agamenón ‑alrededor del héroe habíase difundido el sueño inmortal‑, púsose sobre su cabeza, y tomó la figura de Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a quien aquél más honraba. Así transfigurado, dijo el divino Sueño:

 ‑¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria, para que no las olvides cuando el dulce sueño to desampare.

 Así habiendo hablado, se fue y dejó a Agamenón revolviendo en su ánimo lo que no debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad de Troya aquel mismo día. ¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males y llanto a los troyanos y a los dánaos por medio de terribles peleas. Cuando despertó, la voz divina resonaba aún en torno suyo. Incorporóse, y, habiéndose sentado, vistió la túnica fina, hermosa, nueva; se echó el gran manto, calzó sus nítidos pies con bellas sandalias y colgó del hombro la espada guarnecida con clavazón de plata. Tomó el imperecedero cetro de su padre y se encaminó hacia las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.

 Subía la diosa Aurora al vasto Olimpo para anunciar el día a Zeus y a los demás inmortales, cuando Agamenón ordenó que los heraldos de voz sonora convocaran al ágora a los melenudos aqueos. Convocáronlos aquéllos, y éstos se reunieron en seguida.

 Pero celebróse antes un consejo de magnánimos próceres junto a la nave del rey Néstor, natural de Pilos. Agamenón los llamó para hacerles una discreta consulta:

‑¡Oíd, amigos! Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un Sueño divino muy semejante al ilustre Néstor en la forma, estatura y natural. Púsose sobre mi cabeza y profirió estas palabras: «¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria.» Habiendo hablado así, fuese volando, y el dulce sueño me desamparó. Mas, ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para probarlos como es debido, les aconsejaré que huyan en las naves de muchos bancos; y vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por el opuesto, procurad detenerlos.

 Habiéndose expresado en estos términos, se sentó. Seguidamente levantóse Néstor, que era rey de la arenosa Pilos, y benévolo les arengó diciendo:

 ‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Si algún otro aqueo nos refiriese el sueño, te creeríamos falso y desconfiaríamos aún más; pero lo ha tenido quien se gloría de ser el más poderoso de los aqueos. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas.

 Habiendo hablado así, fue el primero en salir del consejo. Los reyes portadores de cetro se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió presurosa. Como de la hendedura de un peñasco salen sin cesar enjambres copiosos de abejas que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales y unas revolotean a este lado y otras a aquél; así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por la baja ribera, desde las naves y tiendas al ágora. En medio, la Fama, mensajera de Zeus, enardecida, los instigaba a que acudieran, y ellos se iban reuniendo. Agitóse el ágora, gimió la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve heraldos daban voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus. Sentáronse al fin, aunque con dificultad, y enmudecieron tan pronto como ocuparon los asientos. Entonces se levantó el rey Agamenón, empuñando el cetro que Hefesto hizo para el soberano Zeus Cronión ‑éste lo dio al mensajero Argicida; Hermes lo regaló al excelente jinete Pélope, quien, a su vez, lo entregó a Atreo, pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a Tiestes, rico en ganado, y Tiestes lo dejó a Agamenón para que reinara en muchas islas y en todo el país de Argos‑, y, descansando el rey sobre el arrimo del cetro, habló así a los argivos:

 ‑¡Oh amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! En grave infortunio envolvióme Zeus Cronida. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilio, y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me ordena regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras porque su poder es inmenso. Vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana. ¡Un ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana a ineficaz! ¡Combatir contra un número menor de hombres y no saberse aún cuándo la contienda tendrá fin! Pues, si aqueos y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos, y reunidos cuantos troyanos hay en sus hogares y agrupados nosotros los aqueos en décadas, cada una de éstas eligiera un troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin escanciador. ¡En tanto digo que superan los aqueos a los troyanos que en la ciudad moran! Pero han venido en su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de mi intento y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Ilio. Nueve años del gran Zeus transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras esposas a hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos dado cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, procedamos todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos Troya, la de anchas calles.

 Así dijo; y a todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el corazón en el pecho. Agitóse el ágora como las grandes olas que en el mar Icario levantan el Euro y el Noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Zeus. Como el Céfiro mueve con violento soplo un crecido trigal y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda el ágora. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhórtanse a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo.

 Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los argivos, si Hera no hubiese dicho a Atenea:

 ‑¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! ¿Huirán los argivos a sus casas, a su patria tierra por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos de broncíneas corazas, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.

 Así habló. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo llegó presto a las veloces naves aqueas y halló a Ulises, igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de muchos bancos, porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y poniéndose a su lado, díjole Atenea, la de ojos de lechuza:

 ‑¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¿Así, pues, huiréis a vuestras casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos y no cejes: detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.

 Así dijo. Ulises conoció la voz de la diosa en cuanto le habló; tiró el manto, que recogió el heraldo Euríbates de Ítaca, que lo acompañaba; corrió hacia el Atrida Agamenón, para que le diera el imperecedero cetro paterno; y, con éste en la mano, enderezó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.

 Cuando encontraba a un rey o a un capitán eximio, parábase y lo detenía con suaves palabras.

 ‑¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Deténte y haz que los demás se detengan también. Aún no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos prueba, y pronto castigará a los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que dijo. No sea que, irritándose, maltrate a los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos de Zeus, es terrible, porque su dignidad procede del próvido Zeus y éste los ama.

 Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y lo increpaba de esta manera:

 ‑¡Desdichado! Estáte quieto y escucha a los que te aventajan en bravura; tú, débil a inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquél a quien el hijo del artero Crono ha dado cetro y leyes para que reine sobre nosotros.

 ‑Así Ulises, actuando como supremo jefe, imponía su voluntad al ejército; y ellos se apresuraban a volver de las tiendas y naves al ágora, con gran vocerío, como cuando el oleaje del estruendoso mar brama en la playa anchurosa y el ponto resuena.

 Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites, que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes, y lo que a él le pareciera hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanlo de un modo especial Aquiles y Ulises, a quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, decía oprobios al divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban a irritaban mucho contra él, seguía increpándolo a voz en grito:

 ‑¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que alguno de los troyanos, domadores de caballos, te traiga de Ilio para redimir al hijo que yo a otro aqueo haya hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien te junte el amor y que tú solo poseas? No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos. ¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémoslo aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda; ya que ha ofendido a Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.

 Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. En seguida el divino Ulises se detuvo a su lado; y mirándolo con torva faz, lo increpó duramente:

 ‑¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilio con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.

 Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino:

 ‑¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no lo impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes.

 ‑Así hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran su discurso y meditaran sus consejos), y benévolo los arengó diciendo:

 ‑¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que cantos males habían de traer a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno de sus hijos quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo había mostrado obró en él un prodigio: el hijo del artero Crono transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcante, vaticinando, exclamó: «¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y, con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fue lo que dijo y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!

 Así habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Ulises. Y Néstor, caballero gerenio, los arengó diciendo:

 ‑¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué es de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordancia con los demás aqueos desean, aunque no lograran su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Cronida nos prestó su asentimiento, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros lo damos. No es despreciable lo que voy a decirte: Agrupa a los hombres, oh Agamenón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo hicieres y lo obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra.

 Y, respondiéndole, el rey Agamenón le dijo:

 ‑De nuevo, oh anciano, superas en el ágora a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, tuviera yo entre los aqueos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus Cronida, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas. Aquiles y yo peleamos con encontradas razones por una joven, y fui el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquél que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.

 Así dijo. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no to dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la muerte y del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:

 ‑¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡No se ponga el sol ni sobrevenga la obscuridad antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de cara en el polvo y mordiendo la tierra!

 Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:

‑¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea, los heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate.

 Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre los aqueos, instigábalos a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate, que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.

 Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter.

 De la suerte que las alígeras aves ‑gansos, grullas o cisnes cuellilargos‑ se posan en numerosas bandadas y chillando en la pradera Asia, cerca de la corriente del Caístro, vuelan acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena; de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado del Escamandrio llegaron a juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las hojas y Bores que en la primavera nacen.

 Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número reuniéronse en la llanura los melenudos aqueos, deseosos de acabar con los troyanos.

 Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el poderoso Agamenón, semejante en la cabeza y en los ojos a Zeus, que se goza en lanzar rayos, en el cinturón, a Ares, y en el pecho, a Poseidón. Como en el hato el macho vacuno más excelente es el toro, que sobresale entre las vacas reunidas, de igual manera hizo Zeus que Agamenón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos héroes.

 Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilio fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

 Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespía, Grea y la vasta Micaleso, los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocálea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisbe, abundante en palomas; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Poseidón, y las ciudades de Arne, abundante en uvas, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.

 De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Áctor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden los seguían.

 Mandaban a los foceos Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ífito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitaban en Anemoria, Jámpolis y la ribera del divinal río Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mismo río: todos éstos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focios, que en las batallas combatían a la izquierda de los beocios.

 Acaudillaba a los locrios que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfe, Augías amena, Tarfe y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayante de Oileo, menor, mucho menor que Ayante Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanlo cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrios que viven más aá de la sagrada Eubea.

 Los abantes de Eubea, que respiraban valor y residían en Calcis, Eretria, Histiea, abundante en uvas, Cerinto marítima, Dío, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefénor Calcodontíada, vástago de Ares. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos de los enemigos. Seguíanlo cuarenta negras naves.

 Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo del magnánimo Erecteo, a quien Atenea, hija de Zeus, crió ‑habíale dado a luz la fértil tierra- y puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los años sacrificios propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Péteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ése poner en orden de batalla, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos; sólo Néstor competía con él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves lo seguían.

 Ayante había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las falanges atenienses.

 Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíone y Ásine en profundo golfo situadas, Trecén, Eyones y Epidauro, abundante en vides, y los jóvenes aqueos de Egina y Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea; Esténelo, hijo del famoso Capaneo, y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era jefe supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves los seguían.

 Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretírea deleitosa y Sición, donde antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos éstos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Atrida. Muchos y valientes varones condujo este príncipe que entonces vestía el luciente bronce, ufano de sobresalir entre todos los héroes por su valor y por mandar a mayor número de hombres.

 Los de la honda y cavernosa Lacedemonia que residían en Faris, Esparta y Mesa, abundante en palomas; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y Helos marítima, y habitaban en Laa y Étilo: todos éstos llegaron en sesenta naves al mando del hermano de Agamenón, de Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huida y los gemidos de Helena.

 Los que cultivaban el campo en Pilos, Arene deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y la bien edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisente, Anfigenia, Pteleo, Helos y Dorio (donde las Musas, saliéndole al camino a Támiris el tracio, lo privaron de cantar cuando volvía de la casa de Éurito el ecalieo; pues jactóse de que saldría vencedor, aunque cantaran las propias Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas lo cegaron, lo privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara) eran mandados por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas naves.

 Los que habitaban en la Arcadia al pie del alto monte de Cilene y cerca de la tumba de Épito, país de belicosos guerreros; los de Féneo, Orcómeno, abundante en ovejas, Ripe, Estratia y Enispe ventosa; y los que poseían las ciudades de Tegea, Mantinea deliciosa, Estínfalo y Parrasia: todos éstos llegaron al mando del rey Agapenor, hijo de Anceo, en sesenta naves. En cada una de éstas se embarcaron muchos arcadios ejercitados en la guerra. El mismo rey de hombres, Agamenón, les facilitó las naves de muchos bancos, para que atravesaran el vinoso ponto; pues ellos no se cuidaban de las cosas del mar.

 Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina Élide, desde Hirmina y Mírsino, la fronteriza, por un lado y la roca Olenia y Alesio por el otro, tenían cuatro caudillos y cada uno de éstos mandaba diez veleras naves tripuladas por muchos epeos. De dos divisiones eran respectivamente jefes Anfímaco y Talpio, hijo aquél de Ctéato y éste de Éurito y nietos de Actor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y de la cuarta, el deiforme Polixino, hijo del rey Agástenes Augeida.

 Los de Duliquio y las sagradas islas Equinas, situadas al otro lado del mar frente a la Elide, eran mandados por Meges Filida, igual a Ares, a quien engendró el jinete Fileo, caro a Zeus, cuando por haberse enemistado con su padre emigró a Duliquio. Cuarenta negras naves lo seguían.

 Ulises acaudillaba a los cefalenios de ánimo altivo. Los de ítaca y su frondoso Nérito; los que cultivaban los campos de Crocilea y de la escarpada Egílipe; los que habitaban en Zacinto; los que vivían en Samos y sus alrededores; los que estaban en el continente y los que ocupaban la orilla opuesta: todos ellos obedecían a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Doce naves de rojas proas lo seguían.

 Toante, hijo de Andremón, regía a los etolios que habitaban en Pleurón, Oleno, Pilene, Calcis marítima y Calidón pedregosa. Ya no existían los hijos del magnánimo Eneo, ni éste; y muerto también el rubio Meleagro, diéronse a Toante todos los poderes para que reinara sobre los etolios. Cuarenta negras naves los seguían.

 Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los que vivían en Cnoso, Gortina amurallada, Licto, Mileto, blanca Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y los que ocupaban la isla de Creta con sus cien ciudades: todos éstos eran gobernados por Idomeneo, famoso por su lanza, que con Meriones, igual al homicida Enialio, compartía el mando. Seguíanlo ochenta negras naves.

 Tlepólemo Heraclida, valiente y alto de cuerpo, condujo en nueve buques a los fieros rodios que vivían, divididos en tres pueblos, en Lindo, Yáliso y Camiro la blanca. De éstos era caudillo Tlepólemo, famoso por su lanza, a quien Astioquía concibió del fornido Heracles, cuando el héroe se la llevó de Éfira, de la ribera del río Seleente, después de haber asolado muchas ciudades defendidas por nobles mancebos. Cuando Tlepólemo, criado en el magnífico palacio, hubo llegado a la juventud, mató al anciano tío materno de su padre, a Licimnio, vástago de Ares; y como los demás hijos y nietos del fuerte Heracles lo amenazaron, construyó naves, reunió mucha gente y huyó por el ponto. Errante y sufriendo penalidades pudo llegar a Rodas, y allí se estableció con los suyos, que formaron tres tribus. Se hicieron querer de Zeus, que reina sobre los dioses y los hombres, y el Cronión les dio abundante riqueza.

 Nireo condujo desde Sime tres naves bien proporcionadas; Nireo, hijo de Aglaya y del rey Cáropo; Nireo, el más hermoso de los dánaos que fueron a Ilio, si exceptuamos al eximio Pelida; pero era tímido, y poca la gente que mandaba.

 Los que habitaban en Nísiros, Crápato, Caso, Cos, ciudad de Eurípilo, y las islas Calidnas, tenían por jefes a Fidipo y Antifo, hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta cóncavas naves en orden lo seguían.

 Cuantos ocupaban el Argos pélásgico, los que vivían en Alo, Álope y Traquine y los que poseían la Ftía y la Hélade de lindas mujeres, y se llamaban mirmidones, helenos y aqueos, tenían por capitán a Aquiles y habían llegado en cincuenta naves. Mas éstos no se cuidaban entonces del combate horrísono, por no tener quien los llevara a la pelea: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, no salía de las naves, enojado a causa de la joven Briseide, de hermosa cabellera, a la cual había hecho cautiva en Lirneso, cuando después de grandes fatigas destruyó esta ciudad y las murallas de Teba, dando muerte a los belicosos Mines y Epístrofo, hijos del rey Eveno Selepíada. Afligido por ello, se entregaba al ocio; pero pronto había de levantarse.

 Los que habitaban en Fílace, Píraso florida, que es lugar consagrado a Deméter; Itón, criadora de ovejas; Antrón marítima y Pteleo herbosa, fueron acaudillados por el aguerrido Protesilao mientras vivió, pues ya entonces teníalo en su seno la negra tierra: matólo un dárdano cuando saltó de la nave mucho antes que los demás aqueos, y en Fílace quedaron su desolada esposa y la casa a medio acabar. Con todo, no carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos al que antes tuvieron, pues los ordenaba para el combate Podarces, vástago de Ares, hijo de Ificlo Filácida, rico en ganado, y hermano menor del animoso Protesilao. Éste era mayor y más valiente. Sus hombres, pues, no estaban sin caudillo; pero sentían soledad de aquél, que tan esforzado había sido. Cuarenta negras naves lo seguían.

 Los que moraban en Feras situada a orillas del lago Bebeide, Beba, Gláfiras y Yolco bien edificada, habían llegado en once naves al mando de Eumelo, hijo querido de Admeto y de Alcestis, divina entre las mujeres, que era la más hermosa de las hijas de Pelias.

 Los que cultivaban los campos de Metone y Taumacia y los que poseían las ciudades de Melibea y Olizón fragosa, tuvieron por capitán a Filoctetes, hábil arquero, y llegaron en siete naves: en cada una de éstas se embarcaron cincuenta remeros muy expertos en combatir valerosamente con el arco. Mas Filoctetes se hallaba padeciendo fuertes dolores en la divina isla de Lemnos, donde lo dejaron los aqueos después que lo mordió ponzoñoso reptil. Allí permanecía afligido; pero pronto en las naves habían de acordarse los argivos del rey Filoctetes. No carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos a su caudillo, pues los ordenaba para el combate Medonte, hijo bastardo de Oileo, asolador de ciudades, de quien lo tuvo Rena.

 De los de Trica, Itome de quebrado suelo, y Ecalia, ciudad de Éurito el ecalieo, eran capitanes dos hijos de Asclepio y excelentes médicos: Podalirio y Macaón. Treinta cóncavas naves en orden los seguían.

 Los que poseían la ciudad de Ormenio, la fuente Hiperea, Asterio y las blancas cimas del Títano, eran mandados por Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras naves lo seguían.

 A los de Argisa, Girtone, Orte, Elone y la blanca ciudad de Olosón, los regía el intrépido Polipetes, hijo de Pirítoo y nieto de Zeus inmortal (habíalo dado a luz la ínclita Hipodamía el mismo día en que Pirítoo, castigando a los hirsutos centauros, los echó del Pelio y los obligó a retirarse hacia los étices). Pero no estaba solo, sino que con él compartía el mando Leonteo, vástago de Ares, hijo del animoso Corono Ceneida. Cuarenta negras naves los seguían.

 Guneo condujo desde Cifo en veintidós naves a los enienes a intrépidos perebos; aquéllos tenían su morada en Dodona, de fríos inviernos, y éstos cultivaban los campos a orillas del hermoso Titareso, que vierte sus cristalinas aguas en el Peneo de argénteos vórtices; pero no se mezcla con él, sino que sobrenada como aceite, porque es un arroyo del agua de la Éstige, que se invoca en los terribles juramentos.

 A los magnetes gobernábalos Prótoo, hijo de Tentredón. Los que habitaban a orillas del Peneo y en el frondoso Pelio tenían, pues, por jefe al ligero Prótoo. Cuarenta negras naves lo seguían.

 Tales eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Dime, Musa, cuál fue el mejor de los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas llegaron.

 Entre los corceles sobresalían las yeguas del Feretíada, que guiaba Eumelo: eran ligeras como aves, apeladas, y de la mísma edad y altura; criólas Apolo, el del arco de plata, en Perea, y llevaban consigo el terror de Ares. De los guerreros el más valiente fue Ayante Telamonio mientras duró la cólera de Aquiles, pues éste lo superaba mucho; y también eran los mejores caballos los que llevaban al eximio Pelión. Mas Aquiles permanecía entonces en las corvas naves surcadoras del ponto, por estar irritado contra Agamenón Atrida, pastor de hombres; su gente se solazaba en la playa tirando discos, venablos o flechas; los corceles comían loto y apio palustre cerca de los carros de los capitanes que permanecían enfundados en las tiendas, y los guerreros, echando de menos a su jefe, caro a Ares, discurrían por el campamento y no peleaban.

 Ya los demás avanzaban a modo de incendio que se propagase por toda la comarca; y como la tierra gime cuando Zeus, que se complace en lanzar rayos, airado, la azota en Arimos, donde dicen que está el lecho de Tifoeo; de igual manera gemía grandemente debajo de los que iban andando y atravesaban con ligero paso la llanura.

 Dio a los troyanos la triste noticia Iris, la de los pies ligeros como el viento, a quien Zeus, que lleva la égida, había enviado como mensajera. Todos ellos, jóvenes y viejos, hallábanse reunidos en los pórticos del palacio de Príamo y deliberaban. Iris, la de los pies ligeros, se les presentó tomando la figura y voz de Polites, hijo de Príamo; el cual, confiando en la agilidad de sus pies, se sentaba como atalaya de los troyanos en la cima del túmulo del anciano Esietes y observaba cuando los aqueos partían de las naves para combatir. Así transfigurada, dijo Iris, la de los pies ligeros:

‑ ¡Oh anciano! Te placen los discursos interminables como cuando teníamos paz, y una obstinada guerra se ha promovido. Muchas batallas he presenciado, pero nunca vi un ejército tal y tan grande como el que viene por la llanura a pelear contra la ciudad, formado por tantos hombres cuantas son las hojas o las arenas. ¡Héctor! Te recomiendo encarecidamente que procedas de este modo: Como en la gran ciudad de Príamo hay muchos auxiliares y no hablan una misma lengua hombres de países tan diversos, cada cual mande a aquellos de quienes es príncipe y acaudille a sus conciudadanos, después de ponerlos en orden de batalla.

 Así dijo; y Héctor, conociendo la voz de la diosa, disolvió el ágora. Apresuráronse a tomar las armas, abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los que en carros combatían, y se produjo un gran tumulto.

 Hay en la llanura, frente a la ciudad, una excelsa colina aislada de las demás y accesible por todas partes, a la cual los hombres llaman Batiea y los inmortales tumba de la ágil Mirina: ahí fue donde los troyanos y sus auxiliares se pusieron en orden de batalla.

 A los troyanos mandábalos el gran Héctor Priámida, el de tremolante casco. Con él se armaban las tropas más copiosas y valientes, que ardían en deseos de blandir las lanzas.

 De los dardanios era caudillo Eneas, valiente hijo de Anquises, de quien lo tuvo la divina Afrodita después que la diosa se unió con el mortal en un bosque del Ida. Con Eneas compartían el mando dos hijos de Anténor: Arquéloco y Acamante, diestros en toda suerte de pelea.

 Los ricos troyanos que habitaban en Zelea, al pie del Ida, y bebían el agua del caudaloso Esepo, eran gobernados por Pándaro, hijo ilustre de Licaón, a quien Apolo en persona dio el arco.

 Los que poseían las ciudades de Adrastea, Apeso, Pitiea y el alto monte de Terea, estaban a las órdenes de Adrasto y Anfio, de coraza de lino: ambos eran hijos de Mérope Percosio, el cual conocía como nadie el arte adivinatoria y no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos no lo obedecieron, impelidos por las parcas de la negra muerte.

 Los que moraban en Percote, a orillas del Practio, y los que habitaban en Sesto, Abidos y la divina Arisbe eran mandados por Asio Hirtácida, príncipe de hombres, a quien fogosos y corpulentos corceles condujeron desde Arisbe, desde la ribera del río Seleente.

 Hipótoo acaudillaba las tribus de los valerosos pelasgos que habitaban en la fértil Larisa. Mandábanlos.él y Pileo, vástago de Ares, hijos del pelasgo Leto Teutámida.

 A los tracios, que viven a orillas del alborotado Helesponto, los regían Acamante y el héroe Píroo.

 Eufemo, hijo de Treceno Céada, alumno de Zeus, era el capitán de los belicosos cícones.

 Pirecmes condujo los peonios, de corvos arcos, desde la lejana Amidón, desde la ribera del anchuroso Axio; del Axio, cuyas límpidas aguas se esparcen por la tierra.

 A los paflagonios, procedentes del país de los énetos, donde se crían las mulas cerriles, los mandaba Pilémenes, de corazón varonil: aquéllos poseían la ciudad de Citoro, cultivaban los campos de Sésamo y habitaban magníficas casas a orillas del río Partenio, en Cromna, Egíalo y los altos montes Eritinos.

 Los halizones eran gobernados por Odio y Epístrofo y procedían de lejos: de Álibe, donde hay yacimientos de plata.

 A los misios los regían Cromis y el augur Énnomo, que no pudo librarse, a pesar de los agüeros, de la negra muerte; pues sucumbió a manos del Eácida, el de los pies ligeros, en el río donde éste mató también a otros troyanos.

 Forcis y el deiforme Ascanio acaudillaban a los frigios que habían llegado de la remota Ascania y anhelaban entrar en batalla.

 A los meonios los gobernaban Mestles y Antifo, hijos de Talémenes, a quienes dio a luz la laguna Gigea. Tales eran los jefes de los meonios, nacidos al pie del Tmolo.

 Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban la ciudad de Mileto, el frondoso monte Ftirón, las orillas del Meandro y las altas cumbres de Mícale tenían por caudillos a Nastes y Anfímaco, preclaros hijos de Nomión; Nastes y Anfímaco, que iba al combate cubierto de oro como una doncella. ¡Insensato! No por ello se libró de la triste muerte, pues sucumbió en el río a manos del celerípede Eácida del aguerrido Aquiles, el de los pies ligeros; y éste se apoderó del oro.

 Sarpedón y el eximio Glauco mandaban a los licios, que procedían de la remota Licia, de la ribera del voraginoso Janto.

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