¿Cuál es el motor que nos hace avanzar? ¿Qué nos hace felices? O planteándolo desde otro ángulo ¿qué nos impide alcanzar nuestros sueños? ¿Por qué no somos tan felices como quisiéramos?
Seguro que todos nos habremos planteado esas cuestiones filosóficas en alguna ocasión, y probablemente también poseamos nuestra particular respuesta a cada una de ellas. Es posible. Incluso creo firmemente que debería ser así, sin embargo lo más habitual es que lo único que tengamos sea nuestra particular manera de ignorar esas cuestiones. Es más fácil, sin duda.
Cuando se presenta en nuestra vida una disyuntiva que nos obliga a elegir, casi siempre solemos decantarnos por la opción más cómoda, por la menos comprometida, por la que requiere menos implicación y esfuerzo. Diría que se trata de una tendencia natural o instintiva y queremos creer que es lo mejor para nosotros, aunque muchas veces no sea así en absoluto. La experiencia suele demostrarnos que las elecciones más convenientes y adecuadas son las primeras que nos vienen a la mente, las mismas que acostumbramos a descartar automáticamente. Pero claro, su efectividad tiene como contrapartida el hecho de ser trabajosas e incómodas, así que mejor un atajo que nos conducirá a la misma meta. ¿O no?
Aunque no seamos demasiado conscientes de ello, muchos de nosotros tenemos una cierta propensión a negarnos las mejores posibilidades y a boicotear nuestros sueños, proyectos o incluso pensamientos. Son diversos los factores que pueden determinar en que grado ocurre tal cosa y sería demasiado extenso como para tratarlo aquí.
Nuestras propias circunstancias son el obstáculo que determina en que medida somos capaces de distinguir con claridad cual es la mejor opción. Sin embargo, sea cual sea el motivo por el que creemos dejar de hacer lo que corresponde a cada situación, se esconde una realidad que siempre eludimos: el miedo; la verdadera clave de nuestra conducta. Así es; el miedo es el instrumento que descarrila nuestras intenciones y el que nos hace errar a la hora de escoger la elección correcta. Y no sólo está el mal uso que hacemos de él; también es el instrumento que emplean los demás hacia nosotros, lo cual ocurre desde todas las instancias.
Yo he visto el miedo en un asunto que conozco demasiado bien: los abusos sexuales en la infancia. Ese miedo que nos paralizó en la infancia y que se deslizó hasta etapa adulta para extenderse y controlar nuestra existencia. Puede parecer que me decanto por un ejemplo un tanto extremo, pero en realidad el funcionamiento es siempre el mismo, por terribles que sean las circunstancias en las que opera el miedo.
Cuando el destino deja de estar en tus manos aparecen excusas vestidas con todo tipo de argumentos para no hacer lo que hay que hacer. De ahí surgen las preguntas como: ¿Por qué voy a hablar ahora de lo que sucedió en mi niñez? Es mejor (más cómodo) mantener para siempre el secreto. Así nos evitamos dar ninguna explicación. Pero la respuesta correcta no es esa; lo conveniente es hablar porque eso será lo que va a beneficiarnos. Quizás no de un modo inmediato, pero las mejores cosas de nuestra vida requieren su tiempo. ¿Qué nos impide entonces hacer lo adecuado? El miedo. Y la excusa que se adorna con todo tipo de argumentos para esconder ese miedo puede ser, por ejemplo, el dolor que les causaríamos a los demás, cuando en realidad, de lo que se trata en el fondo es del miedo que nos produce enfrentarnos a nuestra realidad y a que ésta sea conocida por todos. El dolor existe, bien lo sabemos, y no es nuestra obligación librar del dolor a toda la humanidad. Es un absurdo; el dolor forma parte de nuestra existencia y la obsesión por evitarlo a cualquier precio, paradójicamente, es lo que más dolor nos va a producir a largo plazo. No es cuestión de infligir dolor gratuitamente, lo que nos conduciría a otro tipo de problemas, sino de seguir el curso natural de los acontecimientos y de las necesidades que todos tenemos. Lo que está en juego es la valentía de ser capaces de contar la verdad y de asumir las consecuencias. Nosotros las nuestras y los demás las suyas. Esta es nuestra labor y el camino hacia una existencia más feliz; al contrario que el silencio y el secretismo. Y eso es válido para todos.
El miedo también dirige otros aspectos de nuestra vida, más allá de los conflictos personales o familiares que acabo de exponer. Sin ir más lejos, en nuestra vida laboral, por poner otro ejemplo, es posible que nos mantengamos aferrados a nuestro puesto de trabajo por el miedo a ser despedidos y acabar peor de lo que estamos, cuando quizá podríamos prosperar en otro lugar o incluso estaríamos perfectamente capacitados para ascender en ese nuestro actual puesto de trabajo. Es una mera cuestión de actitud. O manejamos el miedo o dejamos que éste nos maneje.
Si fijamos nuestra atención en otro aspecto de nuestra realidad, y ahora estoy pensando en la política, veremos que sucede lo mismo a gran escala, sobre todo en época de elecciones. En este escenario podemos contemplar un completo y descarado abuso del miedo como herramienta para convencer a los votantes más indecisos o con menos criterio. No hay más que escucharlos un rato para constatar que cualquier partido político nos hablará de sus excelencias si sale elegido, al mismo que no se cansará de recordarnos lo perjudicial y peligroso que puede ser para nuestros intereses que gane el partido contrario.
Cualquier estudioso de la historia y de la prehistoria del ser humano sabe que el miedo es y ha sido un elemento necesario para nuestra supervivencia. Sin miedo quizá ya nos hubiéramos extinguido. Pero el miedo también es una herramienta muy poderosa que debemos manejar para nuestro propio beneficio, de lo contrario no faltarán quienes lo hagan por nosotros.
Aunque se trate de un tema delicado y pueda herir más de una sensibilidad, el miedo por excelencia lo han manejado desde el principio de los tiempos casi todas las religiones. Este es un asunto en el que cada cual hace su elección y en el que los argumentos que podrían servir para otras cuestiones no sirven en estas. La fe y la razón no pueden enfrentarse; habitan en distintos planos. Siempre me ha parecido que la tendencia está más en “voy a ser bueno” para no ir al infierno que “voy a ser bueno” para ir al cielo.