Hoy, a las diez, he salido a comprar el pan como todos los días, y al cruzar los jardines que tengo enfrente me encontré una pequeña lavandeira*. Ella buscaba gusanitos entre el césped, caminando con esa gran elegancia y moviendo la cola con su típico vaivén.
En ese momento mis recuerdos volaron hasta la infancia, transportándome a una época difícil para mis padres pero totalmente inocente para mi, pues con 7 ú 8 años apenas tenía conciencia de la realidad que ellos vivían. Como agricultores de subsistencia de toda la vida trabajaban el campo duramente, apoyados en los animales de tiro —sobre todo bueyes—. Fijé rápidamente una imagen en mi mente: mi madre mandando los bueyes y mi padre detrás guiando el arado del que tiraban. La tierra fresca iba asomando a la superficie a la vez que largos surcos se formaban sobre el terreno volteado, al tiempo que un olor característico del humus y la tierra húmeda penetraba en mis fosas nasales.
Los bueyes resoplaban ante el gran esfuerzo que desarrollaban, y de vez en cuando mi madre, con una voz arriera, mandaba parar y con gran cariño pasaba la mano por el lomo de los sudorosos animales en reconocimiento de un trabajo bien hecho. Tras un descanso, de nuevo otra voz y los animales continuaban tirando con total sumisión a la orden de sus amos.
Mientras todo esto sucedía, yo me entretenía investigando empíricamente sobre los numerosos animalitos edáficos que aparecían al descubrir el arado sus refugios, ignorante de la notable destrucción de los minúsculos hábitats que causaba esta labor agrícola. Gusanitos, lombrices de tierra, grillos y otros variados seres del subsuelo eran descubiertos en su intimidad y constituían para mi un atractivo sin igual.
Y entonces, ahí estaba, una lavandeira siempre aparecía detrás del arado buscando alimento sobre los surcos que iba formando, moviendo esa colita arriba y abajo de forma rítmica a cada paso de su caminar con una elegancia que me fascinaba. Se movía a nuestro lado sin ningún temor, y mis padres me enseñaron desde el primer momento que jamás ahuyentase o intentase causar daño a una lavandeira, porque eran unos animales protectores y beneficiosos. Un especial cariño se fue forjando en mi hacia esta pequeña y cariñosa ave.
Entonces, la voz de un saludo me despertó de mi letargo
—¡Buenos días, Abel!
Era mi vecino del 5º-B, que también regresaba de la panadería con el pan bajo el brazo. Tras devolver el saludo, mis pensamientos volvieron al presente aunque con nostalgia. Continué mi camino, no sin antes echar una última mirada a ese pajarillo que por unos instantes me transportó en el tiempo, haciéndome revivir momentos entrañables.
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* La lavandeira (que también puede ser conocida en castellano por lavandera, aguzanieves, pajarita de las nieves, andarríos o motacilla alba), habita junto al hombre y suele anunciar el tiempo frío.
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