Cada invierno, mi arbolito de Hierba Luisa siempre me dice adiós. Yo lo despido, ignorante de si será la última vez que me alegra el alma y el olfato.
Su delicioso perfume alimonado le abandona para sumergirse en el sueño de las hadas del bosque. Sus estilizadas hojas desaparecen, al tiempo que los finos y frágiles tallos desecan y rompen con la facilidad de las ramas de un caki.
Entonces, su esqueleto gris y sinuoso se alía con los espíritus de la noche pareciendo imitar a un tétrico baobab en la penumbra.
Y le entierro. De nuevo le doy sepultura en algún túmulo de mi alma, esperando que halle refugio en el Universo esmeralda de los vegetales.
Pero, la primavera, como un elixir de la vida, siempre resucita a este viejo compañero de viaje. Sus brotes asoman tímidamente, como explorando con tiento los meteoros, por si una pedriza sin consuelo derriba su incipiente caminar.
Esta vez tampoco ha fenecido, simplemente dormía plácidamente el sueño vegetativo, y como esperando el encuentro con un viejo amigo, me ofrece de nuevo toda la belleza de sus flores y el fragante perfume de su espléndida copa foliar.
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