LA FLOR Y EL JARDÍN EN LA HISTORIA: ICONOGRAFÍA, ARTE Y MITOLOGÍA

Podríamos pensar ¿Qué hay más frágil que una flor? cuando observamos una flor cortada ornamentando un espacio, expuesta a la inmediatez de nuestra atmósfera oxidante y a una vida fugaz. Ciertamente, esa fragilidad biológica es tangible, pero no decae con su efímera existencia el verdadero poder eterno de una flor, desde la ancestral visión del humano más primitivo, pasando por la ritualidad y recurrido simbolismo a lo largo de la historia, su plasmación en el arte y la literatura, y concluyendo en conceptos abstractos como la belleza, o más físicos como la percepción de los aromas a través de nuestros sentidos y su traslación al estado de ánimo e incluso la salud.

No se puede establecer un momento de la historia en que los humanos comienzan a apreciar las flores y plantas por su valor ornamental o emocional. La recolección de frutos para su alimentación fue la primera necesidad del humano primitivo, pero ya en la cultura egipcia y sumeria se realizaban trasplantes de vegetales silvestres con destino a la construcción de lo que serían los primeros jardines, aunque la ornamentación con plantas silvestres ya se daría con anterioridad a su domesticación. Los diseños de los sumerios con crisantemos en vasijas de barro constituirían uno de los registros más antiguos.

Independientemente de las civilizaciones por las que ha transitado la humanidad, desde la antigüedad más remota las flores reales, icónicas o figuradas, han desempeñado un papel en el imaginario colectivo. El jardín constituyó el medio físico donde recrear ese imaginario y elevar la expresión de lo que, ahora sí, sería tangible, con el poder de seducir mediante caprichosas morfologías, delicados aromas y colores hechizantes, desde la voluptuosidad que pueden representar unas flores rojas hasta la delicadeza de una sencilla paniculata.

Frente al funcionalismo, al que tiende nuestro tiempo presente, el jardín también es y ha sido expresión de arte, el cual no sólo se contempla sino que también se vive, formando ambos un sólo acto de vivir. El filósofo Immanuel Kant los vincula en su obra Crítica del Juicio, donde expresa: «El arte de la pintura lo dividiría yo en el de bello retrato de la naturaleza y el de bello arreglo de sus productos. El primero sería la pintura propiamente; el segundo la jardinería…, no siendo esta última más que el adorno del suelo con la misma diversidad con que la naturaleza lo presenta a la intuición”. Kant exponía así las tendencias de su época, donde jardineros paisajistas como Humphry Repton o Capability Brown «pintaban» el terreno de cultivo con sus obras vegetales, como si de un lienzo se tratara.

El jardín como lugar, incluso como hábitat, donde la vida de sus moradores discurre en un estado de plena y permanente felicidad, es recurrente en la mitología, leyenda o religión a lo largo de la historia, manifestándose la idea de un jardín paradisíaco como un vínculo común en las antiguas culturas. El profeta Zoroastro enseñó que Ahura Mazda, el dios de la luz, creó a la primera pareja humana haciéndola surgir de la arcilla, y entregándole por morada un «jardín maravilloso iluminado por la claridad de una eterna mañana», y donde todas las criaturas que contenía vivían en un estado de perfección.

La mitología, muy marcadamente la griega, ofrece ejemplos de jardines. El de las Hespérides, citado por variados autores griegos desde Homero hasta Onno, sería un jardín sobrenatural que acogía unos frutales productores de manzanas de oro portadoras de la inmortalidad; se hallaba protegido por unas ninfas, las Hespérides.

El jardín-paraíso se repite continuamente en la historia y diferentes culturas y civilizaciones; aparece en el arte, la iconografía, como la budista, la medo-persa, la brahmánica…, e incluso en cerámicas como las persas de 6.000 años a. C.

Jardines colgantes de Babilonia – Imagen Wikimedia Commons

Otros jardines más terrenales y alejados de la mitología llegaron a trascender por su extraordinaria belleza y magnitud de la obra, como los jardines colgantes de Babilonia, ordenados construir por el rey Nabucodonosor II sobre el año 600 a.C, como muestra de amor a su esposa Amytis, y considerados en su tiempo como una de las siete maravillas del mundo antiguo.

El mundo de las flores y el jardín también se halla muy vinculado al arte y la literatura en variadas civilizaciones. En Europa, la pintura holandesa del siglo XVIII las representó profusamente. También fueron muy recurridas en la iconografía del arte japonés.

Por citar un vínculo relevante entre arte y literatura, cabe nombrar «Ofelia», el trágico personaje del «Hamlet» de Shakespeare. El artista, Millais, convierte un suceso triste y frío, como es el ahogamiento de Ofelia en el río, en una espectacular historia de belleza y romanticismo. La pintura muestra, con todo lujo de detalles, un ecosistema en sí mismo, describiendo con minuciosidad la flora que se halla en el río y sus riberas, el ramillete de flores que se deja escapar suavemente de las manos, así como las plantas y flores magistralmente plasmadas entre las que descansa la infortunada joven, despertando la obra el interés y admiración de varios naturalistas victorianos.

«Ofelia», obra de John Everett Millais (1852) – Imagen Wikimedia Commons

En el antiguo Egipto, La India, Grecia y Roma, las flores, plantas y jardines tuvieron un notable protagonismo. En Egipto no se concebía un rito funerario o de embalsamamiento sin la presencia de flores, su simbolismo estaba siempre presente en las creencias y la mitología religiosa, pero además era elemento esencial para la elaboración de perfumes, ungüentos y otras aplicaciones medicinales de uso habitual y ordinario en la vida de los egipcios. Era común confeccionar ramos como ofrenda a los muertos. Así, flores de crisantemo, amapola, narciso, iris…, y hojas de olivo, girasol, mirto o laurel, aparecen en las pinturas de templos y palacios, monumentos y galerías funerarias.

La India destacó notablemente por su amor a las flores. En el Mahabharata y el Ramayana, que son dos grandes epopeyas nacionales, siempre se hallan presentes flores, árboles y frutos. Las mujeres adolescentes estaban obligadas a aprender una serie de artes, y entre ellas había unas cuantas relacionadas directamente con las flores y el jardín, como eran el arte de tejer coronas para funerales y eventos festivos, el arte de confeccionar guirnaldas o el arte de florista en el jardín.

Grecia, por su parte, no destacó inicialmente por la creación de jardines, sino por la contemplación y estudio de los vegetales en su estado natural, de ahí que las estatuas pétreas de sus dioses se hallaran en los montes y bosques, donde los griegos acudían a descansar; era su lugar sagrado y de esparcimiento. Vivir el campo dentro de una ciudad no era costumbre, por eso el concepto de jardín no afloró hasta que Epicuro lo instituyó como lugar de ocio, como nos cuenta Plinio en su Historia Natural.

Con ese sentido naturalista, los griegos dieron un gran impulso a la botánica. Así, Teofastro, considerado el padre de esta ciencia, escribió un voluminoso tratado que tituló «La historia de las plantas», donde se recogen las técnicas y conocimientos hortícolas de los griegos de la época. El médico y botánico Dioscórides también escribió «De materia médica», una obra que se convertiría hasta el Renacimiento en la principal fuente de consulta sobre farmacopea y plantas medicinales.

Ilustraciones del libro de Dioscórides – Imagen Creative Commons

El mayor esplendor del jardín griego fue alcanzado en la época Helenística o alejandrina. Las casas de campo ya incluían sus jardines, y en los lugares públicos abundaban las arboledas en cuyo entorno se celebraban variados actos, políticos, filosóficos o académicos. En las grandes ciudades helenísticas los jardines rodeaban los teatros, y los patios privados agrupaban elementos arquitectónicos y vegetales.

El arte griego también se vio notablemente influenciado por la botánica. La arquitectura de estilo corintio presenta a menudo decoraciones y ornamentos vegetales. Las flores de loto, lis y rosáceas abundan en los frisos de los templos, cenefas, vasijas e incluso en armaduras y escudos.
Las flores también tuvieron su protagonismo en la pintura griega, de la mano de autores famosos como Pausias, el gran pintor de flores y guirnaldas, en donde la rosa es la reina.

Finalmente, no podemos concluir este artículo sin hacer un breve recorrido por Roma. Realmente, la cultura romana comenzó a impregnarse de la griega cuando Grecia fue conquistada por la República en la batalla de Corinto. Hasta el extremo caló Grecia en Roma, que incluso la mitología y los propios dioses griegos fueron asumidos por los romanos simplemente renombrándolos, de ahí lo de cultura greco-romana. La jardinería fue una más de las culturas asumidas, por tanto los jardines del imperio eran copias de los jardines griegos, desde los patios cerrados, pasando por los grandes jardines y arboledas, hasta los bosques sagrados donde se instalaban las imágenes pétreas de los nuevos dioses.

Roma imitó la floricultura de Grecia, mejorándola incluso. Así, las coronas de flores y hojas se confeccionaban con técnicas más complicadas que las griegas, utilizando hilos de oro y plata para los complejos trenzados. Las coronas eran símbolo de honor y triunfo; los emperadores y patricios mandaban elaborar las de laurel incluso con ornamentos de piedras preciosas.

Pronto, esa evolución alrededor de las flores y el jardín crearía un glorioso comercio, con amplios mercados de venta de plantas, flores y elementos con los que se confeccionaban guirnaldas, coronas, etc. En este escenario surgieron las primeras floristerías.

Con un imperio cuyas fronteras abarcaba más de 6 millones de km2, Roma alcanzó el culmen de su expansión y civilización, a partir de aquí ya sólo podía caer en la decadencia y desaparición, pero esa ya es otra historia.

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Fuente de consulta: Floraqueen

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