No es necesario tener un máster en economía para deducir que un bien, en este caso un monte, básicamente puede ser de titularidad pública o privada. Sin embargo, en Galicia se manifiesta una paradoja sobre el concepto de propiedad: la de los «montes en mano común», «montes vecinales» o «mancomunidad de montes», que ha terminado siendo una señal de identidad y cultura del mundo rural gallego, aparte de un indicador económico y productivo de la región.
Una gran parte de los montes de Galicia no son ni públicos ni privados, sino de propiedad vecinal. Es una curiosa forma de título que consiguió sobrevivir a la ordenación territorial y municipal española de mediados del siglo XIX. En aquella época, se va afianzando en España la municipalidad de los ayuntamientos y homónimos (concejos, cabildos…), los cuales van patrimonializando los montes no privados hasta casi asumirlos en su totalidad. Sin embargo, en el Noroeste de España, en Galicia, los dos millones de hectáreas «sin dueño definido» que existían no pudieron ser asumidos totalmente por el poder de las administraciones municipales, y actualmente después de la desarticulación coexisten más de 700.000 hectáreas de monte vecinal con otros montes privados y municipales. Estas superficies están gestionadas por cerca de tres mil comunidades de montes, es decir, por vecinos que se organizan como un único propietario, habitualmente por zonas denominadas «parroquias». Las parroquias, a pesar de ser una forma de división territorial basada en una tradición religiosa de la población (hoy en día sin personalidad jurídica en España, ni validez legal a efectos de la delimitación del territorio), sigue siendo un referente muy recurrido para establecer los límites físicos de las comunidades de montes vecinales; y de hecho es esgrimido muy a menudo ante los Tribunales de Justicia para dirimir los pleitos, conflictos, o lindes reales entre las diferentes comunidades de montes que lindan entre sí.
La desarticulación del monte gallego por parte de los municipios trajo consigo una fuerte resistencia de las comunidades vecinales, con conflictos judiciales contra las administraciones y empresas involucradas en esa labor de «arrebatar» los montes comunales a sus dueños históricos. Además, no sólo la Justicia tuvo su papel, sino que los propios vecinos realizaron acciones de ocupación de montes, derrumbe de muros y demás obstáculos que limitaban el acceso a los legítimos dueños. Un lema exhibido en sus reivindicaciones era «O monte é noso» («El monte es nuestro»), dejando patente que ninguna entidad pública o privada le arrebataría lo que les pertenecía por derecho histórico e inmemorial.
Es muy curiosa la convivencia en Galicia entre montes públicos, privados y vecinales. Yo mismo, autor de este artículo, estoy en condiciones de encuadrarme en los tres tipos de propiedad. Por una parte, soy propietario de algunos montes próximos a mi vivienda de campo, que exploto con total privacidad, al proceder de herencia familiar. Por otra parte, como habitante de un municipio, soy beneficiario colectivo de la explotación que mi ayuntamiento hace de los montes municipales. Y finalmente, como habitante de mi parroquia, soy copropietario de los montes que mi comunidad de montes vecinales tiene registrados dentro de los límites parroquiales. Se da la paradoja, de que si abandono mi parroquia, o incluso mi municipio a otro lugar de Galicia, dejaré de ser copropietario de los montes de mi antigua residencia, pero pasaré a integrarme en la comunidad de montes de mi nueva parroquia. El mero hecho de residir en un territorio que dispone de Comunidad de Montes en Mano Común, da derecho a disponer de esos montes y sus beneficios sin más requisitos que registrarse como comunero.
Para entender la pervivencia de este tipo de propiedad en Galicia con respecto a la mayor parte del resto de España, hay que revisar la realidad social del rural gallego antes del siglo XIX. La población gallega se caracterizaba por su dispersión territorial, y en consecuencia la práctica de los montes comunales era necesario para mantener el hábitat y la función del tradicional sistema agrario. El monte era, por tanto, un todo dentro de la economía rural; la ganadería y la agricultura formaban parte fundamental de ese todo.
El minifundismo, propio de las áreas rurales de Galicia, junto con la citada dispersión geográfica, obligaba a la gestión de espacios comunes para garantizar el acceso a una serie de recursos. El monte era el lugar de donde se obtenía el «toxo» («tojo» – Ulex europaeus) para las cuadras del ganado, el «batume» para la elaboración del abono, la leña para el hogar, la madera para la construcción… Existía una simbiosis sin la cual no se podría mantener el ecosistema rural de Galicia.
Esa «copropiedad» vecinal de los montes gallegos basada en una necesidad existencial, fue la razón de que las administraciones municipales fueran incapaces de apropiarse de la totalidad de los montes vecinales, conservándose una gran parte de esta modalidad de propiedad hasta la actualidad; no así en casi todo el resto de España, donde desapareció por integración en los bienes públicos municipales.
Puede decirse, que el origen histórico de los montes vecinales es la posesión inmemorial, es decir «indocumentada», probablemente relacionada con las invasiones germánicas. Aún hoy en día, los gallegos del rural explican esta propiedad histórica con un proverbial «de sempre» («de siempre»), en el sentido de que algo les pertenece desde tiempo inmemorial. En la actualidad, esa antigua propiedad indocumentada ya está reconocida y legislada, de tal forma que los vecinos convenientemente organizados explotan y disfrutan de los beneficios del monte con la garantía que les otorga la ley, aportando generación de riqueza económica, ambiental y creación de empleo local.
No sólo la economía local destaca en la explotación de los bosques gallegos pues éstos constituyen, además, ecosistemas de elevado valor ecológico y paisajístico. Cierto es, que la introducción de especies foráneas de rápido crecimiento desluce un poco este panorama, pero aún así las especies autóctonas siguen implantadas en la mayor parte del territorio. En el bosque gallego destacan el roble Carballo (Quercus robur); los pinos: Pinus pinaster subespecie atlántica (considerado autóctono), Pinus radiata (originario de California), Pinus sylvestri (se hallan en altitudes superiores a los 800 metros); castaños (Castanea sativa); abedules (Betula alba), hermosos árboles muy adaptados a la humedad típica de Galicia y los inviernos fríos; también abundan los avellanos.
Y finalmente los eucaliptus (Eucalyptus globulus), un árbol poco apreciado por los vecinos por influir en los acuíferos y ser rápido pasto de las llamas en caso de incendio. No obstante ha sido introducido a mediados del siglo pasado, por su rápido crecimiento en relación con los pinos autóctonos; se adaptó perfectamente en las zonas costeras.
La legislación actual del Gobierno Autónomo de Galicia para los montes vecinales, prevé la explotación forestal y de biomasa, así como el aprovechamiento ganadero, producción de setas, castañas (uno de los frutos autóctonos de los bosques gallegos), así como otros frutos del bosque. Todo ello gestionado y con fin último en el beneficio de los comuneros, copropietarios del monte en mano común.