Cultivar nuestras propias hortalizas puede resultar una experiencia muy gratificante y saludable. La producción intensiva, así como la recolección prematura, almacenamiento, envasado y en muchos casos un largo transporte, ha ocultado a los profanos urbanitas el verdadero sabor de un fruto que ha madurado al sol y asimilado los azúcares naturales, que ha sido cultivado con mimo y recibido la dedicación de quien sabe lo que significa consumir un alimento ajeno a plaguicidas y otros productos.
En el siglo XXI nos hemos habituado a consumir lo que nos apetezca, sea nativo o no de nuestra zona geográfica, pues en la actualidad el cultivo profesional de frutas y verduras suele servir a una demanda exigente y variada, incluso más allá de las fronteras, algo impensable hace un siglo.
El aspecto no lo es todo
Los tomates cultivados intensivamente suelen evidenciarse por un impresionante aspecto, con tamaños y formas casi idénticos, pero que en el momento del consumo denotan su procesado industrial
Los procesos industriales también han permitido que muchos alimentos puedan almacenarse y ultracongelarse, por ejemplo para atender las demandas de productos que no son de temporada, y distribuirlos cuando sea necesario sin la premura del tiempo ni el lugar de destino. Eso puede parecernos una gran ventaja y un signo de desarrollo y avance industrial y tecnológico, y ciertamente lo es, pero a costa de sacrificar vitaminas, minerales, sabor, propiedades organolécticas…, debido a procesos de maduración incompletos o alterados. Cuando adquirimos, por ejemplo, unos tomates con un impresionante aspecto rosado y brillante, todos con un tamaño y forma casi idéntica, en el momento de su consumo advertimos rápidamente su textura pajosa y sabor insípido, indicio de que han seguido un cultivo intensivo y que han sido procesados industrialmente.
Los agricultores profesionales se deben al rendimiento de sus cultivos, por encima de otras consideraciones, como la conservación de las propiedades organolépticas naturales de los frutos
Los pesticidas, herbicidas y otros productos de uso agrícola industrial, son el precio que deben pagar los agricultores profesionales por el rendimiento de sus cultivos y el control de las plagas y enfermedades. Además, para asegurar la viabilidad del sector, suelen cultivar solo aquellas especies o variedades más rentables, que habitualmente se corresponden con las que son más vigorosas o duraderas tras su recolección, aunque no sean las más sabrosas.
Un ejemplo significativo, lo hallamos en los cientos de variedades de tomates que existen, y sin embargo en los supermercados raramente podemos elegir entre más de media docena. Esto, además de una limitación en las posibilidades de elección, constituye también una brecha para la biodiversidad vegetal, tema peliagudo que requeriría otro artículo sólo para llegar a comprender lo que nos estamos jugando, en cuanto a la variabilidad genética de los vegetales a escala mundial.
El cultivo doméstico de hortalizas es una excelente forma de recuperar los sabores de antes, cuando la agricultura tradicional estaba apenas mecanizada, no sufría la presión de los mercados, ni se hallaba sujeta al rendimiento para poder subsistir. En el presente artículo nos detendremos en la práctica hortícola desde una perspectiva familiar y de autoconsumo, abordando los conocimientos básicos relacionados con los suelos, los tipos de reproducción, la plantación, la asociación de cultivos… Pero antes, demos un corto paseo por la historia de la horticultura.
Afirma la etnografía, que los pueblos primitivos que se alimentaban de la caza, la recolección de raíces, brotes y frutos silvestres y, en menor medida, de la pesca, alcanzaron el primer peldaño de su desarrollo con la práctica de la agricultura, particularmente la horticultura. Al principio desconocían el funcionamiento de la asimilación de los nutrientes por las plantas, pero observaron que calcinando áreas de bosque beneficiaba el crecimiento de los vegetales por lo que, durante un largo periodo de la historia humana, la deforestación mediante el fuego fue una práctica generalizada para ampliar las fronteras de los terrenos fértiles dedicados a la agricultura, al quedar los anteriores consumidos en sus nutrientes tras la explotación.
La calcinación de bosques por el fuego, fue una práctica generalizada para ampliar las tierras fértiles de cultivo
Se sabe, por yacimientos que datan del Neolítico (unos 9.000 a.C.), que la Agricultura asoma en una zona del Oriente Próximo conocida como «Creciente fértil» o «Media Luna Fértil», que se corresponde con territorios de la antigua Persia, Mesopotamia y otras zonas del Levante mediterráneo (actuales Siria, Irak, Israel, Líbano y parte de Turquía y Jordania), pero que no está demasiado lejos en el tiempo (unos 5.500 a 6.500 años a.C.) de otras zonas igualmente primigéneas de la Agricultura, en el Extremo Oriente al Norte de China, en los valles del Yang-Tse y del río Amarillo. En América, se estima que fue en las zonas andinas donde se desarrollaron las primeras civilizaciones agrícolas, alrededor de 4.500 a 5.500 años a.C.
Tablilla mesopotámica describiendo el mapa de un terreno. Imagen Wikimedia Commons
El surgimiento y posterior florecimiento de la civilización griega, desde el 1.900 a.C., permitió que se difundieran por todo el Mediterráneo los conocimientos disponibles sobre Horticultura. Los propios griegos asumieron también los conocimientos e innovaciones aportados por los Persas los cuales, además de atender a las puras necesidades terrenales, también tenían un concepto celestial del jardín hortícola, el agua y su protección perimetral, como si tratase de invocar y traer el paraíso a la tierra.
Pero, la descripción de la experiencia en las prácticas agrícolas y su difusión, se produciría en épocas mucho más recientes, concretamente con la civilización romana, y los griegos tendrían mucho que ver en eso. Los romanos eran unos entusiastas de la cultura griega; a pesar del dominio militar de Roma sobre Grecia en la Batalla de Corinto (año 146 a.C.), fue Grecia la que influenció a Roma con su cultura y tradiciones de forma notable. Decía el poeta latino Horacio: «Grecia cautiva a su salvaje conquistador», y no le faltaba razón, pues hasta los dioses griegos fueron asumidos por los romanos con todas sus características divinas, y tan sólo le cambiaron el nombre para reconocerlos como propios. Incluso los nobles y la mayoría de emperadores romanos eran seguidores de la cultura y la ciencia griega.
El romano Marco Porcio Catón (Catón el viejo), escribió el primer manual práctico de cultivo
Y así, asumiendo los romanos todo ese conocimiento atesorado por los griegos, en el siglo II a.C., el político, escritor y militar romano Marco Porcio Catón (también conocido como Catón el viejo o Catón el censor), escribió el primer manual práctico de cultivo. Escribió muchas obras, pero el tratado «De agricultura» fue el único que llegó íntegro hasta nuestros días. En él, Catón aborda variados puntos sobre las cuestiones agrícolas y pecuarias, desde la ordenación del trabajo, la elección del terreno, tipos de cultivo, técnicas, variedades de plantas, hasta cómo cuidar el ganado o vigilar a los trabajadores. Catón envuelve todo ello en los valores sociales y personales del «buen agricultor», englobándolos en la educación integral del buen ciudadano; incluso trata las ceremonias religiosas que debe observar el granjero para contar con el beneplácito de los dioses.
Grabado de una actividad agrícola en la antigua Roma
A Catón le siguieron otros escritores que abordaron la temática agrícola, como el famoso poeta romano Publio Virgilio Marón (más conocido simplemente por Virgilio) entre el año 36 y 29 a.C, el cual compuso las «Geórgicas», un poema-tratado sobre agricultura, donde proclamaba la necesidad de restablecer en Italia el mundo campesino tradicional.
También Marco Terencio Varrón (o simplemente Varrón), que fue un político, militar y literato romano, muy culto y prolífico escritor de numerosas obras, alumbró entre ellas varios libros dedicados a la agricultura. En sus escritos, Varrón finge dialogar con un interlocutor que está interesado en los problemas agrícolas.
Siguiendo la estela de Catón, Virgilio y Varrón también escribieron obras relacionadas con la agricultura
En las colonias del Imperio Romano también nacieron obras importantes sobre actividades agrícolas, un clásico es «De re rustica» («Los trabajos del campo»), del hispano Lucius Junius Moderatus Columella (nacido en la Bética, Hispania), conocido popularmente por el sobrenombre «Columela». Escribió alrededor del año 42 una extensa y ambiciosa obra de 12 libros, donde abarca todos los trabajos a desarrollar en el campo, no sólo la agricultura sino también todo lo relacionado con la ganadería y los tratamientos contra las enfermedades de los animales, la apicultura e incluso la elaboración de variados productos vegetales y su posterior conservación. Columela aunó todos los conocimientos existentes, de los geopónicos latinos ya citados: Catón, Virgilio o Varrón, junto a otros griegos y cartaginenses, entre los que destacan Hesíodo, Ovidio, Homero, Horacio, Lucrecio, Celso, Plinio, etc.
l hispano-romano «Columela» escribió una ambiciosa obra de 12 libros sobre todas las labores en el campo
Más tarde, en la España árabe también fructifican los estudios de Al Awam, que agrupa en un libro todo el saber sobre agricultura, tanto de los antiguos como de sus coetáneos. Prácticamente todas las plantas y hortalizas que describe son las mismas que ya se conocen y cultivan en la actualidad.
Habría que esperar hasta 1492 para que Europa, de la mano de Colón y más tarde de otros navegantes y exploradores, incrementase notablemente el número de especies vegetales cultivables, aunque algunas que al principio se consideraban ornamentales o simplemente una curiosidad botánica, terminarían teniendo una acogida sorprendente, como la papa (patata) o el tomate. Una nueva y prometedora ciencia aplicada comenzaría a gestarse antes de la Revolución Industrial: la Agronomía.
La ubicación del huerto es una labor que debe ser planificada cuidadosamente antes de aventurarnos en la práctica de la horticultura. Debemos comprender las necesidades básicas de las plantas para crecer de forma sana como son, fundamentalmente, la luz, la temperatura, el aire, el agua, el suelo y sus nutrientes. Cada zona, según sus características físicas y de ubicación, puede influenciar esas variables en mayor o menor grado. Aunque no podamos modificarlas totalmente a nuestro favor, sí podemos ayudar a que cumpla básicamente con el objetivo propuesto de cultivar y producir hortalizas.
La radiación solar es la base de la fotosíntesis, es el alimento de las plantas verdes, la que consigue convertir el agua y el dióxido de carbono del ambiente en energía para que las plantas se desarrollen correctamente las hojas, flores y frutos. Las plantas que reciben poca luz solar, o se hallan a la sombra, no pueden ejercer correctamente el ciclo fotosintético y crecen débiles, además de producirse en ellas un fenómeno conocido como «ahilamiento», por el cual los tallos se alargan en exceso buscando la luz, y en muchas ocasiones parten debido a su fragilidad.
La radiación solar es el artífice del proceso fotosintético
En consecuencia, un huerto bien planificado debe ubicarse en una zona donde la radiación solar captada sea máxima, evitando por ejemplo plantar bajo la cobertura de los árboles y otros objetos que puedan arrojar sombra. En algunos casos se pueden tolerar zonas de sombra relativa dependiendo del tipo de cultivo, por ejemplo las brasicas (como las coles y otras plantas de ese género), así como algunos vegetales arbustivos, pueden crecer en un terreno que recibe sombra pero sólo parcialmente.
Una cuestión distinta es la necesidad de crear una sombra artificial sobre un cultivo, pero sólo de manera provisional. Este caso puede darse a menudo durante la temporada estival, cuando la radiación del sol es excesiva y se corre el riesgo de marchitar aquellos vegetales que se han plantado recientemente, y que todavía no han conseguido arraigar con la suficiente fuerza para soportar los rigores del calor debido a una exposición prolongada.
La temperatura del suelo es fundamental para estimular los procesos vegetativos de las plantas, desde el mismo momento de la siembra, pasando por la germinación, crecimiento radicular, floración y desarrollo de las hojas. La radiación solar no sólo se compone de espectro visible, hay otras longitudes de onda que no llegan alcanzar la superficie terrestre y quedan absorbidas en la atmósfera, pero se estima que una media del 50% de la radiación solar puede ser aprovechada por las plantas en forma de luz y calor.
Las bajas temperaturas tienen efectos adversos para las plantas. Cuando la temperatura del aire y el suelo es fría puede retardar notablemente el crecimiento y floración. Si cae demasiado hasta producir heladas, las consecuencias pueden ser devastadoras, especialmente para las plantas más tiernas y aquellas que se hallan en floración, pudiendo ocasionar la pérdida de toda la cosecha.
Los inconvenientes en zonas con riesgo de heladas, pueden solventarse recurriendo a cultivos y variedades más resistentes, por ejemplo, hay lechugas que soportan los inviernos al aire libre, y también determinadas brasicas, como coles rizadas, nabizas, etc. Los frutales, si se eligen de floración tardía, se reducen los riesgos de las heladas primaverales.
El Kale, es una brasica que soporta las heladas y los rigores del invierno
Algunas técnicas de cultivo también pueden proteger eficazmente nuestra plantación contra temperaturas muy bajas, como el uso de plástico o cubiertas de cristal. El plástico constituye un buen sistema para evitar la proliferación de malezas, además de la protección de las raíces contra la compactación del suelo. Si las zonas del huerto que se hallan más abiertas están orientadas hacia el sol, se calentarán más rápidamente, permitiendo cultivos y cosechas más tempranas.
El plástico es una opción eficaz para la protección de los cultivos ante las bajas temperaturas, además de un buen sistema para evitar la proliferación de malezas. Imagen Xunta de Galicia
Viento y temperatura se relacionan. El levantamiento de setos protectores al socaire del viento, pueden elevar la temperatura y generar microclimas locales, que pueden ser efectivos para la mayoría de cultivos. En estos casos sólo hay que evitar cultivar demasiado cerca de ellos, ya que suelen ser espacios más secos y menos luminosos. En cualquier caso, los setos pueden constituir un buen parapeto contra vientos fuertes, que pueden ocasionar daños irreparables en los cultivos, especialmente los de mata alta.
Las zonas más bajas tampoco son lugares propicios para establecer un huerto, pues aunque pueden estar más protegidos del viento, en invierno son potenciales bolsas de escarcha que mantendrían el suelo frío y húmedo. Es preferible una ladera con una ligera pendiente y protegido con setos, pero que dispongan de aberturas para permitir el flujo de aire hacia las zonas más bajas.
El viento también causa otros daños relacionados con la evaporación. Además de una pérdida de temperatura y humedad del aire y del suelo, las plantas también se exponen a la pérdida de agua, de forma análoga a lo que sucede cuando existe una alta radiación solar.
El éxito de un cultivo tiene muchas variables; el agua es una de ellas. En las regiones templadas el régimen de lluvias es variable porque depende de muchos factores, especialmente los orográficos. La ladera de una montaña que se orienta hacia el viento, tiende a presentar mayor pluviosidad debido al enfriamiento del aire ascendente, que produce precipitaciones, mientras que la cara de sotavento (la protegida del viento) su índice de pluviosidad es muy bajo debido al calentamiento del aire que desciende.
Las fresas tienen las raíces muy cortas, por eso necesitan un aporte regular de agua para mantener húmedo el suelo
El suministro regular de agua es fundamental para los cultivos. El suelo debe mantener la humedad para que los vegetales puedan desarrollar, especialmente si se trata de hortalizas de hoja, como las lechugas o las fresas, por ejemplo. Pero, el exceso de agua es un riesgo; la inundación o encharcamiento del suelo afecta gravemente a la mayoría de plantas, salvo a las hidrófilas que toleran bien la humedad. Los suelos pierden nutrientes vitales por lixiviación, porque el agua «lava» los suelos y los despoja de los minerales que contiene. Además, un régimen de lluvias alto favorece la aparición de enfermedades y plagas, podredumbre, hongos y otros daños. Los fungicidas, no tienen en estos casos tanta efectividad como en áreas de secano o con régimen de lluvias más espaciado.
Cuando hemos hablado de los fenómenos meteorológicos, ya que no podemos cambiarlos a nuestra conveniencia, conocimos algunas formas de corregir o adaptar el lugar para proteger las cosechas, por ejemplo del viento o las diferencias de temperatura. El suelo también tiene sus propias características naturales, aunque los cambios en su estructura son más fáciles de modificar que cuando se trata de solventar los problemas meteorológicos.
La composición de los suelos, de cualquier clima y latitud son, por un lado, mezclas de distintos tipos de rocas que se han ido degradando, moliendo o disgregando con el paso del tiempo, debido a los agentes atmosféricos: el viento, el hielo, las corrientes de agua y los embates del mar…; y por otro lado, restos de organismos como animales y plantas que una vez descompuestos se incorporaron a esas materias minerales. Continuamente se están transformando los suelos debido a ese ciclo físico y biológico. Los suelos son, por tanto, un medio vivo, y su apariencia y color más oscuro en las capas más altas viene dado por esa materia orgánica que lleva incorporada.
Al laborear los suelos advertiremos que sus texturas pueden ser muy diferentes según cada zona, y en sus características más extremas pueden mostrarse más sueltas (arenosas), o más compactas y difíciles de trabajar (arcillosas). También pueden hallarse en un estado silvestre, o tener una historia detrás de muchos años de laboreo y cultivo.
Un suelo arcilloso es aquel que contiene más de un 25% de partículas de arcilla. Presenta consistencia compacta, tiene mucha capacidad de retención del agua y es difícil de trabajar |
Se suelen clasificar los suelos en cinco tipos básicos: arcillosos, arenosos, limosos, calizos y turbosos. Los suelos arcillosos tienden a retener el agua excesivamente, a compactar el terreno e impedir la entrada de oxígeno a las raíces, por lo que las plantas vivirán en un ambiente húmedo propenso a las enfermedades y plagas, a la pudrición y por tanto a una casi segura pérdida de las cosechas. Por el contrario, un suelo muy suelto y arenoso drena el agua en exceso, no la retiene en las raíces y produce una rápida evaporación, y además tienden a lixiviar los nutrientes, por lo que las plantas crecerían pobres al no disponer de los minerales y otros elementos indispensables para crecer y desarrollar.
Un suelo arenoso es aquel que contiene menos del 8% de arcilla; está constituido por partículas de arena principalmente. Tiene mucha capacidad de drenaje y es muy fácil de trabajar |
En cualquier caso, un suelo que vayamos a destinar a la producción de vegetales, debe cumplir con unos parámetros básicos: ser un suelo franco, bien drenado y tener una profundidad mínima (medio metro al menos sería ideal). Llamamos «suelo franco» a aquél cuya composición se halla equilibrado, es decir, en los valores cuantitativos óptimos para la producción agrícola (en nuestro caso, hortícola); el suelo franco debe presentar una textura más o menos suelta (cuyo ingrediente propiciatorio es la arena), una buena fertilidad (que es aportada por unas partículas microscópicas: los limos), y una retención del agua suficiente, no excesiva (que es favorecida por la arcilla). El suelo franco puede tender hacia texturas más sueltas o más compactas, y por eso también se maneja una clasificación para este tipo de suelos, como es: el suelo franco-arenoso, el franco-arcilloso o el franco-limoso.
Los suelos limosos presentan texturas intermedias, entre los suelos arenosos y arcillosos |
Incluso aunque un suelo no sea franco siempre puede mejorarse para cultivar la mayoría de hortalizas y, en último caso, si no pudieran alcanzarse todos los valores adecuados para destinarlo a huerta, siempre se puede recurrir a los recipientes y banquetas elevadas.
Como ya se dijo, una parte de la composición de los suelos es la materia orgánica, que está normalmente formada por los restos de fauna y vegetales. Esta materia procedente de los organismos vivos constituye el humus, que proporciona a los suelos su fertilidad, además de ayudar a formar una buena estructura, capaz de retener el agua y liberar en ella los nutrientes que necesitarán las plantas.
Fertilidad y estructura son dos términos que se hallan relacionados muy estrechamente. Las plantas prosperan mejor en suelos bien estructurados, es decir, en aquellos donde los elementos o partículas que lo componen se hallan dispuestos de manera uniforme, favoreciendo una buena aireación, extensión de las raíces y el movimiento del agua y los nutrientes. Una ventaja de los suelos bien estructurados, es su facilidad para ser trabajados.
Los animales edáficos, como los oligoquetos (lombrices de tierra), son organismos que viven en las capas más superficiales de los suelos, necesarios para su fertilidad
La materia orgánica no es la única parte esencial en la fertilidad del suelo, también son necesarios una gran variedad de organismos edáficos, es decir, que habitan y se desarrollan en las capas más superficiales del suelo. Estos organismos consisten en oligoquetos (como las lombrices de tierra), quilópodos (como los «cien pies»), ácaros, escarabajos…, y también hongos y bacterias. Todos ellos realizan alguna tarea de intercambio beneficioso para el suelo.
El perfil del suelo lo constituye las diferentes franjas horizontales que se pueden observar cuando se ahonda verticalmente en el suelo. Alguna de esas franjas o capas son fáciles de identificar en un jardín o huerto, por ejemplo la primera capa, que es el «suelo» propiamente dicho, o capa arable. Esta capa es donde se produce mayor actividad, debido a que contiene microorganismos vivos y los productos orgánicos procedentes de la descomposición biológica de animales y plantas.
Perfil del suelo. Imagen Wikimedia Commons
Por debajo de la capa arable o superficial se halla el subsuelo, consistente en una serie de sustancias como arenas y arcillas, entre otros, que han sido disgregados de forma parcial por los agentes atmosféricos, como el viento, agua, luz, hielo y calor. Después de mucho tiempo (en términos geológicos) el proceso completo convertirá el subsuelo en suelo fértil. El subsuelo puede llegar a ser atravesado por las raíces de las plantas más grandes, como árboles y arbustos.
Por último, debajo del subsuelo se halla la zona rocosa, que puede haberse originado de varias formas, como depósitos eólicos o mediante sedimentación.
Las plantas reciben los nutrientes y el agua a través de sus raíces gracias a la presencia de aire en el suelo, pero cuando éste se inunda pierden la capacidad de absorción. En esas condiciones las raíces de la mayoría de plantas terminan enfermando y muriendo.
Un suelo demasiado arcilloso retiene más agua. Un mal drenaje eleva el nivel freático y crea bolsas de agua que impiden cultivar
Existen una serie de pistas que nos pueden informar de la capacidad de drenaje del suelo de nuestro huerto. Obviamente, la más simple es la observación de charcos después de llover que se mantienen de forma persistente, indicación de un mal drenaje. También nos darán indicios de drenaje insuficiente, la aparición de plantas hidrófilas, es decir, que crecen muy bien en presencia de agua o humedad importante, como los musgos o los juncos.
Los motivos de un mal drenaje pueden ser varios: un suelo demasiado arcilloso que nunca ha sido trabajado, una falta de humus, una depresión del terreno que capta el agua circundante y eleva el nivel freático, o también la existencia de una capa impermeable en el subsuelo debido a una compactación del terreno.
El cultivo en sacos, bancadas elevadas u otros recipientes es una alternativa cuando el nivel freático de un suelo alcanza la superficie
La solución a la falta de humus es sencilla: trabajar la tierra cuidadosamente y añadir materia orgánica bien distribuida por toda la parcela. Pero, si hay depresión del terreno, o está compactado en el subsuelo, entonces la solución no es tan simple y podría ser necesario construir un drenaje permanente, a base de tuberías subterráneas a modo de colectores y un desagüe hacia un sumidero o una zona de menor nivel. La alternativa sería cultivar en bancadas elevadas, sacos u otros recipientes.
La cal es un ingrediente fundamental en el huerto doméstico. En su presentación como hidróxido de calcio (más conocida como cal muerta o cal apagada), es un macroelemento vital para la estructura del suelo y el crecimiento sano de las plantas. La cal es el producto antagónico de la acidez, cuanta más cal haya en un suelo menos acidez tendrá, siempre dentro de un límite de pH (leer más abajo sobre esos límites), lo cual beneficia a los microorganismos encargados de descomponer la materia orgánica, pues la mayoría de ellos no pueden sobrevivir en suelos muy ácidos. La cal también es necesario para permitir la absorción de los nutrientes por las raíces de las plantas, pues en suelos más ácidos algunos de esos nutrientes, como el potasio, se aprovechan con más dificultad. La acidez del suelo también favorece la incidencia de algunas enfermedades, como la sarna de las patatas o la hernia de la col.
Hidróxido de calcio o cal apagada. Imagen Wikimedia Commons
La cal también beneficia la estructura de los suelos, especialmente los arcillosos, al estabilizar los minerales y la materia orgánica mediante un proceso químico. E igualmente, favorece la aireación del suelo y la retención del agua y los nutrientes. Los organismos vivos del suelo también se desarrollan mejor en suelos alcalinos, como las lombrices de tierra, y también los microorganismos como las bacterias, que ayudan a convertir la materia orgánica en humus.
Es más fácil que un suelo se torne ácido que alcalino, debido a que los abonos, además de los nutrientes también presentan acidez. El abonado constante de los terrenos de cultivo provoca un aumento creciente de esa acidez que debe ser corregido añadiendo cal. El pH nos dirá cuál es el nivel de acidez.
El pH es el grado de acidez que presenta una sustancia, en nuestro caso el suelo. Se mide en una escala que va desde el 0 (el más ácido) hasta 14 (el más alcalino). Se dice que un suelo es neutro cuando se halla en el punto medio, es decir en un valor de 7. Aunque hay algunas plantas que requieren suelos más o menos alcalinos, la mayoría se desarrollan mejor en suelos cuyo pH esté entre 6,5 y 7.
Un sencillo equipo de medida que podemos adquirir en las tiendas del ramo, nos permitirá identificar con bastante fiabilidad el pH de nuestros suelos, simplemente comparando la muestra con una tabla de colores. Imagen Wikimedia Commons
Es más fácil reducir la acidez del suelo que aumentarlo; normalmente el pH de los huertos puede variar entre 4,5 y 7,5 y, como ya se dijo, tiende a reducirse con la aplicación de abonos debido a su acidez natural. Podemos medir fácilmente el pH sin necesidad de análisis complejos, simplemente con un equipo sencillo, barato y bastante fiable, que podemos adquirir en los comercios de agros, similar al que se utiliza para determinar el pH del agua de los acuarios; funciona comparando el color de la muestra con una tabla de colores. De esta forma, se puede ir añadiendo cal al suelo, y tras sucesivas medidas alcanzar el valor óptimo de pH.
Es recomendable hacer la corrección del pH durante las primera fase de planificación del huerto, antes de comenzar a plantar; posteriormente se pueden hacer mediciones cíclicas para comprobar si han cambiado los niveles y hacer las correcciones pertinentes. Si la parcela es muy grande, se pueden realizar pruebas en diferentes puntos para comprobar si el pH es homogéneo en todo el terreno, o si por el contrario es necesario corregir por zonas. Realizar siempre estas operaciones con tiempo apacible y seco, para evitar que la cal sea arrastrada fuera del huerto debido a las inclemencias.
Todos los cultivos necesitan un suministro constante de nutrientes para crecer y desarrollarse. Los nutrientes se originan mediante un proceso de meteorización de las rocas por acción de los agentes atmosféricos, así como la descomposición de la materia orgánica y las reacciones químicas que se producen en los suelos, además de otras que tienen que ver con la radiación solar, como el proceso fotosintético.
Cuando un suelo se mantiene en barbecho, todas esas reacciones y absorción de nutrientes llegan a mantener un equilibrio y no es necesario restituirlos, pero cuando se laborean los suelos con el objetivo de cultivar y obtener frutos, entonces los nutrientes se van consumiendo y es necesario, o bien rotar los cultivos, o añadir al suelo los nutrientes que faltan. El horticultor, conociendo cuáles son esas carencias y restituyéndolas, puede conseguir que el huerto mantenga una producción ilimitada en el tiempo.
Los nutrientes esenciales son todos aquellos que las plantas necesitan para su desarrollo; se distinguen los macronutrientes por su mayor nivel de concentración; y los micronutrientes, que aún presentándose en concentraciones más pequeñas son igualmente importantes para la correcta nutrición de los vegetales. Algunos de estos elementos pueden ser capturados directamente por las plantas, mientras que otros es necesario incorporarlos.
El carbono, el hidrógeno y el oxígeno, junto con el nitrógeno, no sólo son imprescindibles para las plantas, constituyen la base de la vida sobre el planeta. Tanto el carbono como el nitrógeno se hallan presentes en una serie de intercambios bioquímicos que se realizan entre la atmósfera, los suelos y los seres vivos de manera cíclica.
El carbono, el hidrógeno y el oxígeno pueden ser obtenidos directamente por las plantas del agua, el suelo y la atmósfera sin necesidad de que el horticultor se preocupe de sus carencias. Otros, como veremos, tendrá que añadirlos conforme los suelos se vayan empobreciendo de nutrientes.
Ciclo del carbono. Ilustración Wikimedia Commons
El carbono discurre en un ciclo de energía (ciclo bioquímico del carbono) que fluye a través del ecosistema terrestre. El mecanismo fundamental es la fotosíntesis, por la cual las plantas absorben el dióxido de carbono que existe en el agua y el aire, y lo acumulan en los tejidos vegetales en diferentes formas de energía (los citados carbono, hidrógeno y oxígeno). Los animales herbívoros se alimentan de los vegetales, obteniendo esa energía; a su vez de los animales herbívoros se alimentan los carnívoros, continuando la cadena trófica. Una parte de esa energía regresa a la atmósfera a través de la respiración, y otra parte deriva hacia las aguas, comenzando de nuevo el ciclo.
Ciclo del nitrógeno. Ilustración Wikimedia Commons
Por su parte, en el ciclo bioquímico del nitrógeno intervienen, fundamentalmente, los vegetales y las bacterias fijadoras del nitrógeno (recordemos por ejemplo que las leguminosas, como las judías verdes, tienen esa capacidad de fijar nitrógeno atmosférico en las raíces). En ese proceso, el nitrógeno es incorporado al suelo como nitrógeno orgánico, quedando disponible para ser absorbido por los organismos vivos antes de regresar a la atmósfera. Ocasionalmente, los rayos y las radiaciones cósmicas también pueden combinar nitrógeno y oxígeno y enviarlos al suelo mediante las lluvias.
No obstante, la mayoría de plantas no son capaces de realizar esa fijación del nitrógeno en las raíces, como sí hacen las leguminosas, por eso es necesario incorporar nitrógeno a los suelos para aquellas otras plantas que lo necesitan. Como veremos en el apartado de rotación de cultivos, el rotado es uno de los métodos que permite que otras plantas se beneficien del nitrógeno que las leguminosas han dejado en el suelo.
Existen seis macronutrientes esenciales que las plantas no pueden absorber mediante la fotosíntesis, y que es necesario añadir a los suelos para restituir su carencia conforme son consumidos. Son los llamados «macronutrientes primarios» (nitrógeno, fósforo y potasio) y «macronutrientes secundarios» (calcio, magnesio y azufre). Los primarios son los que se utilizan habitualmente para fertilizar los suelos. Los secundarios se utilizan en menor cantidad, pero tanto unos como otros se consideran igualmente vitales.
Los micronutrientes son el cloro, hierro, boro, manganeso, cinc, cobre, níquel y molibdeno, habitualmente conocidos como «oligoelementos». Son elementos que se presentan en las plantas en cantidades muy pequeñas, y raramente se observan síntomas carenciales graves, pero su ausencia tiene efectos negativos sobre su desarrollo, por eso hay que asegurar su presencia en los suelos. La falta de estos elementos produce lo que se conoce como «clorosis». Los suelos alcalinos y donde se manifiesta la sequía, son los más propensos a los efectos de insuficiencia de los micronutrientes. La deficiencia de hierro es uno de los más habituales en este tipo de suelos, y sus síntomas son un fuerte amarillamiento de los ápices de las hojas más jóvenes, y de toda la hoja en las maduras salvo en los pequeños nervios. La deficiencia de manganeso en terrenos alcalinos también produce amarillamiento de las hojas más antiguas, comenzando por los bordes.
Existen otros elementos que también benefician a las plantas, tales como el silicio, sodio y cobalto, pero que no se consideran esenciales para su desarrollo ordinario, aunque sí pueden ser necesarios para determinados cultivos.
Ciertamente, para un horticultor doméstico, sin análisis de laboratorio es difícil establecer cuáles son las necesidades reales de nutrientes en los suelos. No obstante, es raro que en un suelo exista una ausencia total de algún nutriente, siendo más común que haya niveles bajos de alguno de ellos debido a la lixiviación por lluvias o inundación en suelos muy drenados (el nitrógeno y el potasio son los que más se pierden por las lluvias), o también por agotamiento de esos niveles al realizar una horticultura continuada sin fertilizar tras cada nueva cosecha.
Podemos prescindir de muchos nutrientes de origen químico y realizar una horticultura más orgánica, elaborando nuestro propio compost con los restos de alimentos, vegetales y otros productos resultantes de la limpieza o mantenimiento de nuestro huerto
No es necesario recurrir continuamente a fertilizantes sintéticos para mantener nuestro huerto con suficientes reservas de nutrientes, realizar una horticultura orgánica es posible mediante prácticas que ya realizaban nuestros ancestros, como la elaboración de nuestro propio compost con todos los restos orgánicos sobrantes (restos de alimentos, vegetación, cosechas, etc.) Abonando todos los años con este abono natural y rotando los cultivos, podemos cubrir la mayoría de necesidades nutricionales de las plantas. No obstante, puede ser necesario recurrir a un abono potásico y nitrogenado en los suelos más arenosos, que como se dijo son más propensos a la lixiviación de esos elementos.
La gran mayoría de las hortalizas que podemos cultivar en nuestras parcelas se reproducen a partir de semillas, es una reproducción conocida como sexual o generativa. Muchos horticultores domésticos gustan de producir y conservar sus propias semillas, aunque la experiencia nos ayudará en su selección, pues muchas plantas que se cultivan al aire libre suelen ser polinizadas con el polen de otras plantas (lo que se conoce como «polinización cruzada»), lo que implica variaciones genéticas en la descendencia. Obviamente, las semillas certificadas, de distribuidores autorizados, tienen controlados todos esos parámetros y nos asegurarán que produciremos las especies que anuncian. En cualquier caso, el placer de seleccionar y reproducir nuestras propias semillas, suele minimizar cualquier eventualidad en cuanto a las diferencias entre lo que obtenemos y lo que cultivamos o esperamos obtener.
Las semillas son el método habitual de reproducción de la mayoría de hortalizas que podemos cultivar en nuestro huerto
Para guardar semillas, debemos seleccionar aquellas que proceden de plantas fuertes y sanas, recordando que hay floraciones que se producen bienalmente, como la cebolla o la zanahoria, las cuales requieren que pase un invierno por ellas antes de florecer en el segundo año. Hay que evitar guardar la semilla que ya procede de híbridos de primera generación (las comerciales llamadas híbridos F1), pues al cultivar estas semillas, el fruto obtenido tiene casi siempre características genéticas muy distintas, resultando poco productivas, enanas o incluso con malformaciones.
Las semillas tienen un tiempo de vida limitado, que puede ser más o menos largo dependiendo de cada especie, perdiendo vigor progresivamente hasta que su capacidad germinativa se reduce al mínimo y se torna inviable para su reproducción. Las condiciones en que se guardan las semillas también son importantes, pues los lugares húmedos y calurosos acortan rápidamente su vida útil. Lo ideal es almacenarlas en un lugar fresco, seco y oscuro, a temperaturas no superiores a 5º C, pero constantes. Si se guardan las semillas en bolsas al vacío o en recipientes herméticos, se conservarán mejor.
Muchas semillas no se recomienda guardarlas, sino que se deben recolectar y sembrar cada año, como el perejil o las zanahorias. Por contra, otras semillas de legumbres, como las judías y guisantes, y muchas brasicas como las coles, pueden duran varios años si se almacenan correctamente.
Para la mayoría de cultivos al aire libre, sembrar previamente las semillas a cubierto tiene sus ventajas. Se puede realizar en un semillero dentro de invernadero, o en otro lugar a cubierto que tenga buena iluminación y temperatura. Existen cajoneras o semilleros de bandeja que ya disponen de celdas independientes. El cultivo a cubierto permite que las plantitas crezcan en condiciones controladas, donde podemos ir repicándolas y cuidando hasta que tienen la altura adecuada para el trasplante al lugar definitivo.
En el huerto, y especialmente en los frutales, un tipo de multiplicación de vegetales muy recurrido es la asexual o vegetativa. Se trata de un método de propagación que permite obtener una planta idéntica a la madre, es decir, lo que obtenemos es un clon. La principal ventaja, es que la planta hija nunca pierde los caracteres genéticos de la planta madre, por lo que no estaremos expuestos a polinizaciones cruzadas ni deformaciones genéticas inesperadas, salvo, que una vez hayan florecido utilicemos esas semillas para su reproducción por la vía sexual.
Existen varios métodos para reproducir un vegetal asexualmente, se muestran a continuación algunos de ellos:
Injerto de cuña en una vid, uno de los métodos de reproducción más recurridos en todo tipo de árboles y frutales. Imagen natureduca.com
Al estar este artículo dedicado al huerto doméstico, donde las semillas van a ser casi siempre la forma de propagación de las hortalizas, no nos detendremos a explicar todos estos métodos, salvo algunas observaciones que pueden ser útiles al horticultor aficionado:
Las fresas (frutillas), por ejemplo, son muy fáciles de propagar mediante los estolones, éstos son prolongaciones de los tallos que, a determinada distancia, producen un brote con sus propias raíces. Sólo hay que cortar el tallo y plantar ese brote y se convertirá en una nueva planta.
En muchos frutales como los cítricos, la vid y plantas ornamentales como el rosal, funciona muy bien el acodo, que consiste en rodear con tierra una parte de una rama o tallo, sosteniéndola con una bolsa plástica o un recipiente (en el caso del acodo aéreo), o enterrando una parte del tallo en el suelo (acodo terrestre). El objetivo es que en la parte enterrada nazcan raíces; después sólo hay que cortar la rama que une el acodo con la planta madre y ya tenemos en nuestro poder un ejemplar independiente, con sus propias raíces y listo para poder se plantado en su lugar definitivo.
Acodo aéreo. Se hace un corte de 2 cm en una rama, se rodea de tierra con musgos u otra materia consistente, finalmente se cubre con plástico y se ata. Ilustración Xunta de Galicia
Acodo terrestre. Se dobla un tallo suficientemente largo y se entierra un tramo, dejando la punta del tallo asomar sobre el suelo. Ilustración Xunta de Galicia
Una gran mayoría de hortalizas no se siembran directamente en el suelo, sino que se reproducen previamente en un semillero protegido antes de pasarlos a su lugar definitivo en la huerta. Iniciar la reproducción por esta vía tiene importantes ventajas. Hay semillas muy pequeñas que son complicadas de sembrar en terreno abierto, debido a la dificultad de ajustarlas después a su marco de plantación una vez nacidas, pero si las trasplantamos desde el semillero podremos elegir las más robustas y el lugar concreto dónde plantar cada pie. Esto permite que aumente el rendimiento del terreno y sea mejor aprovechado, lo que suele redundar en una mayor productividad.
Otro punto a favor del semillero es que podemos proteger las plantas mientras son vulnerables. Muchas plantas recién nacidas podrían ser abatidas en su primera etapa por las inclemencias meteorológicas, las enfermedades fúngicas, e incluso babosas y caracoles que les encantarán las primeras hojas tiernas que aparecen sobre el terreno. Si mantenemos las plantas creciendo en un semillero, pueden desarrollar y adquirir la suficiente resistencia para adaptarse después a su nueva ubicación y las condiciones de ese hábitat.
El semillero cubierto puede estar dentro de un invernadero, o incluso en el exterior si lo cubrimos con plástico o cristal. Ilustración Wikimedia Commons.
El semillero también permite seleccionar las plantas mejores y más robustas antes de trasplantarlas pero, salvo que se siembren en recipientes individuales y suficientemente grandes, normalmente crecerán y el semillero se les quedará pequeño si no las trasplantamos. La idea es hacerlo en cuanto alcancen el tamaño adecuado, pero no siempre es posible por variadas causas, por ejemplo, aún no tenemos la parcela lista para el trasplante, o no ha llegado todavía la época adecuada, así que debemos reservarlas hasta que llegue el momento propicio. Es aquí donde conviene hacer un repicado a las plantitas, es decir, extraerlas del semillero cuando ya asomen unas cuatro hojas y pasarlas a recipientes individuales con un buen sustrato, lo suficientemente amplios para que aguanten y desarrollen en ese espacio todo el tiempo necesario hasta el trasplante definitivo.
A la izquierda un semillero de tomates; a la derecha los tomates ya repicados y un poco más desarrollados
El trasplante es la operación de plantar en el terreno definitivo aquellas plantas que han germinado y desarrollado inicialmente en un lugar distinto. Lo habitual, como ya se dijo, es recurrir a semilleros en condiciones controladas.
Las plantas jóvenes pueden sufrir cuando se realiza el trasplante, por ello es importante manejarlas con mucho cuidado cuando se vaya a levantar la raíz. Si hay suficiente separación entre las raíces de las plantas de un semillero, una forma de reducir el sufrimiento del trasplante es introducir una cucharilla profundamente e intentar levantar cada plantita conservando parte de la tierra adherida a la raíz. Después se abre un hoyo en el lugar definitivo y se introduce la planta con su propia tierra; eso garantiza el arraigo en el nuevo lugar en un alto porcentaje.
Para el trasplante debemos elegir un día nublado, o incluso húmedo, pero no excesivamente frío ni helado. Obvia decir, que el suelo definitivo donde se hará la plantación, debe estar ya abonado y listo para plantar. Tras la operación es obligado regar humedeciendo pero no encharcando, para que las raíces no queden secas.
Si trasplantamos dejando parte de la tierra adherida a la raíz, aseguraremos un porcentaje más alto de éxito
Las plantas a trasplantar deben tener al menos cuatro hojas, así como un un buen sistema radicular. Si no cumplen con esta premisa, debemos reservarlas en el semillero hasta que desarrollen lo suficiente.
Si ha comprado las semillas, lea el marco de plantación que se indica en el sobre. Cada especie necesita un marco o espaciamiento concreto para poder desarrollar sin limitaciones. Suelen informar del espacio entre plantas y entre hileras de plantas; si es el mismo, será un marco cuadrado, pero también hay marcos rectangulares. En cualquier caso, tenga en cuenta que cada determinado número de filas necesitará dejar un camino de servicio, para poder hacer el mantenimiento del plantío y también para la recolección de los frutos.
La asociación de cultivos consiste en el cultivo de diferentes especies en un mismo espacio de terreno. Esas relaciones entre plantas distintas podrían ser favorables o no, por eso hay que conocer las características de cada especie para asociarlas de forma que unas puedan beneficiarse de las otras.
Aunque existen variadas asociaciones que ya han sido demostradas, el horticultor doméstico puede, con el tiempo, descubrir nuevas asociaciones que favorezcan sus cultivos. Una de esas asociaciones que ya es tradicional, es la de plantar flores en lugares estratégicos del huerto, para atraer insectos polinizadores, como las abejas, que nos ayudaran en esa tarea
A veces, las asociaciones entre especies pueden realizarse para aprovechar su porte, por ejemplo para que las más altas y fuertes puedan dar a otras abrigo, sombra o que sirvan como tutores.
El espacio de cultivo es otro punto interesante en las asociaciones. Si no disponemos de una parcela muy grande, podemos combinar cultivos de crecimiento lento con otras de crecimiento rápido. Por ejemplo, intercalando variedades que podemos cosechar pronto, entre otras de ciclo más largo. Un ejemplo de esto podría ser la plantación de lechugas entre los primeros brotes de los melones, las sandías o los pepinos, de forma que cuando éstos estén cercanas a cubrir el espacio, ya las lechugas estarán listas para cosechar.
También podemos combinar cultivos de raíces profundas con otras de raíces más superficiales, de forma que no se molestarán entre ellas cuando se trate de obtener los nutrientes del suelo, ya que cada una accederá a capas distintas del subsuelo. Un ejemplo de esto es el cultivo de tomates; podemos rodear nuestras tomateras con ajos y cebollas, que tienen raíces más cortas; también podemos combinar zanahorias y lechugas, etc.
El mismo concepto de las raíces lo podemos aplicar al tamaño de las plantas, combinando por ejemplo plantas altas y rastreras: calabazas bajo judías trepadoras, judías de mata baja en medio del maíz, patatas bajo la vid, entre otras muchas posibilidades que se dejan a la imaginación y experimentación empírica del horticultor.
Las diferentes especies de plantas tienen requerimientos diferentes, y pueden llegar a consumir los nutrientes del suelo cuando una misma hortaliza es cultivada de forma continuada en el mismo lugar. En algunos casos, paradójicamente, puede suceder lo contrario con algún elemento, como las leguminosas (judías, guisantes…) las cuales, debido a unas bacterias que fijan el nitrógeno en las raíces, pueden producir en el terreno una acumulación excesiva de este elemento. Obviamente, no podríamos seguir cultivando más leguminosas en ese lugar saturado de nitrógeno, pero esto puede ser aprovechado para rotar el cultivo y plantar en ese espacio otra especie que necesite ese suplemento de nitrógeno. En la práctica, con una especie hemos conseguido abonar el suelo para que se beneficie otra especie distinta.
El suelo de las leguminosas, como las judías verdes, gracias a su capacidad de fijar nitrógeno en las raíces, puede aprovecharse en la rotación de cultivos para plantar otras especies que asimilarán ese elemento, no siendo necesario añadirlo al sustrato
En la rotación de cultivos también podemos tener en cuenta el mismo concepto de profundidad de las raíces del que ya hablamos en el apartado de asociación de cultivos, es decir, identificando la capa de suelo que explora la raíz de cada especie. De esta forma, podemos rotar cada año y combinar en un mismo espacio distintas especies vegetales cuyo sistema radicular penetra en la tierra a distintas profundidades y, en consecuencia, aprovechar mejor los nutrientes que se hallan en el suelo.
Otra razón para apuntalar la necesidad de rotar los cultivos, es que la reiteración de un cultivo en el mismo terreno facilita el establecimiento de plagas y enfermedades, aumentando su resistencia.
Y finalmente, rotar durante un periodo mínimo de cuatro años. Es decir, dividiremos el huerto en cuatro parcelas para realizar una rotación cuatrienal, así nos aseguramos de mantener en el tiempo un equilibrio de nutrientes en toda la parcela.
En resumen:
Fuentes de consulta:
– antestodoestoeracampo.net
– Manual de Horta Ecoloxica – Xunta de Galicia
– Apuntes de Horticultura – Xunta de Galicia
– El Huerto – Ed. De Vecchi
– Enciclopedia de la huerta familiar – Ed. Edaf
– Manual de Horticultura – Ed. Blume
– Enciclopedia del cultivo de frutas y hortalizas – Ed. Blume
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